Carol

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Therese salió a comprar los periódicos mientras Carol se arreglaba. Entró en el ascensor y dio una vuelta sobre sí misma en el centro exacto. Se sentía un poco rara, como si todo se hubiera transformado y las distancias no fueran las mismas. Avanzó a través del vestíbulo hacia el puesto de periódicos que había en una esquina.

—El

Courier y el

Tribune —le dijo al hombre mientras los cogía, y pronunciar las palabras le pareció tan extraño como los nombres de los periódicos que había pedido.

—Ocho centavos —dijo el hombre, y Therese miró el cambio que le había dado y vio que seguía habiendo la misma diferencia entre ocho centavos y un cuarto de dólar.

Vagó por el vestíbulo, miró a través del cristal de la barbería, donde estaban afeitando a un par de hombres. Un negro limpiaba zapatos. Un hombre alto con un puro y un sombrero de ala ancha, con zapatos del Oeste, pasó junto a ella. También recordaría aquel vestíbulo para siempre, la gente, los anticuados adornos de la madera del mostrador de recepción y el hombre de abrigo oscuro que la había mirado por encima de su periódico, se había recostado en su asiento y había seguido leyendo junto a la columna de mármol color crema.

Cuando Therese abrió la puerta de la habitación, la visión de Carol la atravesó como una espada. Se quedó un momento con la mano en el picaporte.

Carol la miraba desde el cuarto de baño, sosteniendo el peine inmóvil por encima de su cabeza. La miró de la cabeza a los pies.

—Nunca me mires así en público —le dijo.

Therese tiró los periódicos sobre la cama y se acercó a ella. Carol la estrechó súbitamente entre sus brazos y se quedaron así, como si nunca fueran a separarse. Therese se estremeció y las lágrimas afluyeron a sus ojos. Era difícil hallar palabras, encerrada entre los brazos de Carol, más cerca que cuando se besaban.

—¿Por qué has esperado tanto? —le preguntó Therese.

—Porque pensaba que no habría una segunda vez, que no quería que me volviera a pasar. Pero no era verdad.

Therese pensó en Abby y fue como una fina lanza de amargura cayendo entre las dos. Carol la soltó.

—Y había algo más, te tenía a ti recordándome a mí misma, conociéndote y sabiendo que sería tan fácil. Lo siento. No he sido justa contigo.

Therese apretó los dientes. Observó cómo Carol andaba despacio por la habitación, observó cómo se ensanchaba la distancia entre las dos y recordó la primera vez que la había visto en los almacenes, alejándose lentamente, y había pensado que se iba para siempre. Carol había querido también a Abby y ahora se lo reprochaba. Se preguntó si algún día Carol sentiría también haberla querido a ella. Entonces Therese entendió por qué las semanas de diciembre y enero habían estado llenas de enfado e indecisión, alternando el castigo y la indulgencia. Pero entendió que dijera lo que dijere Carol en palabras, ahora ya no había indecisión ni barrera alguna. Tampoco había ninguna Abby desde aquella mañana, fuera lo que fuere lo que había habido entre ellas tiempo atrás.

—¿Crees que he sido injusta?

—Tú me has hecho muy feliz desde que te conozco —dijo Therese.

—No creo que puedas juzgar.

—Puedo juzgar lo de esta mañana.

Carol no contestó. Sólo le contestó el chirrido de la puerta al cerrarse. Carol la había cerrado y estaban las dos solas, Therese se acercó a ella y la estrechó en sus brazos.

—Te quiero —le dijo, sólo para escuchar las palabras otra vez—. Te quiero, te quiero.

Pero a lo largo de aquel día Carol parecía no prestarle atención deliberadamente. Había arrogancia en la inclinación de su cigarrillo, en la manera en que describía una curva con el coche, maldiciendo pero sin bromear. «Qué me cuelguen si meto un centavo en un parquímetro teniendo un campo enfrente», dijo Carol. Pero cuando Therese interceptó su mirada, los ojos de Carol sonreían. Carol jugaba, apoyando la cabeza en su hombro cuando estaba frente a una máquina de cigarrillos, tocándole los pies por debajo de las mesas. La hacía tensarse y relajarse al mismo tiempo. Pensó en la gente que había visto dándose la mano en las películas, ¿por qué no podían dársela ellas? Pero cuando una vez le tocó el brazo mientras estaban eligiendo un dulce en una pastelería, Carol murmuró: «No».

Therese le envió una caja de dulces de la pastelería de Minneapolis a la señora Robichek y otra caja a los Kelly. A la madre de Richard le envió una caja enorme y muy especial, una caja de dos pisos con compartimientos de madera pensando que quizá la usaría después como costurero.

—¿Alguna vez has hecho eso con Abby? —le preguntó Therese bruscamente en el coche.

Los ojos de Carol entendieron la pregunta y parpadearon.

—Vaya preguntas haces. Claro.

Claro. Ya se lo imaginaba.

—¿Y ahora?

—Therese…

Ella preguntó ahogadamente.

—¿Era tan agradable como conmigo?

—No, querida. —Carol sonrió.

—¿Tú no crees que es más placentero que acostarse con hombres?

Ella esbozó una sonrisa divertida.

—No necesariamente. Depende. ¿Has conocido a alguien aparte de Richard?

—No, a nadie.

—Pues entonces, ¿no crees que podrías probar con otros?

Therese se quedó muda un momento, pero intentó contestar con indiferencia, tamborileando los dedos en el libro que tenía en el regazo.

—Quiero decir alguna vez, querida. Tienes muchos años por delante.

Therese no dijo nada. No podía imaginarse que nunca dejase a Carol. Aquélla era otra terrible pregunta que había surgido en su mente al principio y que ahora le martilleaba el cerebro con dolorosa insistencia, exigiendo una respuesta. ¿La dejaría Carol alguna vez?

—Quiero decir que acostarse con hombres o mujeres depende mucho de la costumbre —continuó Carol—. Y tú eres demasiado joven para tomar esa decisión tan radical. O adoptar esa costumbre.

—¿Tú eres sólo una costumbre? —le preguntó sonriendo, pero ella misma percibió el resentimiento que había en su voz—. ¿O sea que según tú no es más que eso?

—Therese, te pones siempre tan melancólica…

—No me pongo melancólica —protestó, pero otra vez había una fina capa de hielo bajo sus pies, hecha de incertidumbres. ¿O acaso era que ella siempre quería un poco más de lo que tenía, por mucho que tuviera?—. Abby también te quiere, ¿verdad? —dijo impulsivamente.

Carol se sobresaltó un poco y luego atacó:

—Abby me ha querido prácticamente toda su vida, tanto como tú.

Therese la miró.

—Algún día te lo contaré. Todo lo que hubo forma parte del pasado. Hace muchos muchos meses —dijo, tan bajo que Therese apenas la oyó.

—¿Sólo meses?

—Sí.

—Dime cómo fue.

—Este no es el lugar ni el momento.

—Nunca hay un momento —dijo Therese—. ¿No dijiste tú que nunca hay un momento adecuado?

—¿Eso dije? ¿Y a qué me refería?

Pero durante un instante ninguna de las dos dijo nada porque una fresca oleada de viento lanzaba la lluvia como un millón de balas contra la capota y el parabrisas, y no hubiesen podido oír otra cosa. No había truenos, como si los truenos, ocultos en alguna parte, más arriba, se contuvieran humildemente para no competir con aquel dios de la lluvia. Se pararon en el dudoso refugio de un montículo que había a un lado de la carretera.

—Puedo contarte lo de en medio —dijo Carol—, porque es divertido e irónico. El invierno pasado fue cuando tuvimos juntas la tienda de muebles. Pero no puedo empezar sin contarte lo que pasó al principio, y eso fue cuando éramos pequeñas. Nuestras familias vivían muy cerca, en Nueva Jersey, así que nos veíamos durante las vacaciones. Yo creo que Abby siempre había estado ligeramente enamorada de mí, incluso cuando teníamos seis o siete años. Me escribió un par de cartas cuando tenía unos catorce años y había acabado el colegio. Y en aquella época yo empecé a oír hablar de chicas que preferían a las chicas. Pero los libros también decían que eso se pasa con la edad —dijo, haciendo pausas entre las frases como si dejara espacios en blanco.

—¿Ibais juntas al colegio? —preguntó Therese.

—No. Mi padre me mandó a un colegio distinto, fuera de la ciudad. Luego Abby se fue a Europa cuando tenía dieciséis años y, cuando volvió, yo ya no estaba en casa. La vi una vez en una fiesta en la época en que me casé. Abby parecía muy distinta entonces, ya no era como un marimacho. Luego, Harge y yo vivíamos en otra ciudad y no volví a verla durante años, hasta mucho después de que naciera Rindy. Venía de vez en cuando al picadero donde solíamos ir a montar Harge y yo. Unas cuantas veces montamos los tres juntos. Luego, Abby y yo empezamos a jugar al tenis los sábados por la tarde, mientras Harge jugaba al golf. Abby y yo siempre nos divertíamos juntas. No volvió a pasarme por la cabeza que, tiempo atrás, Abby había estado enamorada de mí. Las dos éramos mucho mayores y habían pasado muchas cosas desde entonces. Yo tenía la idea de montar una tienda porque quería ver menos a Harge. Pensaba que nos estábamos aburriendo el uno del otro y que eso nos ayudaría. Así que le propuse a Abby que fuésemos socias y empezamos con la tienda de muebles. Al cabo de unas semanas, y para mi sorpresa, sentí que ella me atraía —dijo Carol en el mismo tono—. No podía entenderlo y estaba un poco asustada porque me acordaba de la antigua Abby y pensaba que quizá ella sintiera lo mismo, que quizá las dos sintiéramos lo mismo. Así que intente que Abby no se diera cuenta y creo que lo conseguí. Pero al final, y ya llegamos a la parte cómica, el invierno pasado, una noche en que yo estaba en casa de Abby las carreteras quedaron cubiertas de nieve y al no poder regresar a mi casa la madre de Abby insistió en que Abby y yo durmiéramos en la misma habitación, simplemente porque en la habitación donde yo solía quedarme no estaba la cama hecha, y ya era muy tarde. Abby dijo que ella podía hacer la cama y las dos protestamos, pero la madre de Abby insistió. —Carol sonrió un poco y la miró, pero a Therese le pareció que la miraba sin verla—. Así que me quedé con Abby. No hubiera pasado nada de no haber sido por aquella noche, estoy convencida. Si no hubiera sido por la madre de Abby, y ésa es la ironía, porque ella nunca se enteró. Pero el caso es que pasó y yo sentí un poco lo que tú has sentido, supongo que me sentí tan feliz como te has sentido tú —soltó Carol al final, aunque su tono seguía siendo monocorde y no expresaba la menor emoción.

Therese la miró sin saber si eran los celos, la sorpresa o la rabia lo que empezaba a confundirlo todo.

—¿Y después? —le preguntó.

—Después supe que estaba enamorada de Abby. No sé por qué no iba a llamarlo amor, tenía todas sus características. Aunque duró sólo dos meses, como una enfermedad que viene y luego se va. —Y añadió en un tono distinto—: Cariño, no tiene nada que ver contigo y es algo que se terminó. Ya sé que querías saberlo, pero antes no había ninguna razón para contártelo. No tiene importancia.

—Pero tú tenías los mismos sentimientos hacia ella…

—¡Durante dos meses! —dijo Carol—. Cuando tienes marido y un hijo, las cosas son muy distintas.

Distintas de lo que lo eran para ella, porque no tenía responsabilidades. Eso era lo que quería decir Carol.

—¿Sí? ¿Puedes empezar y terminar sin más?

—Cuando no has tenido suerte… —contestó Carol.

La lluvia estaba amainando, pero sólo lo justo como para que las gotas no se les antojaran sólidas laminillas de plata en el cristal.

—No lo creo.

—No tienes elementos de juicio para hablar.

—¿Por qué eres tan cínica?

—¿Cínica? ¿Soy cínica?

Therese no estaba lo suficientemente segura como para responder. ¿Qué era querer a alguien, qué era exactamente el amor, y cuándo terminaba o no terminaba? Esas eran las verdaderas preguntas y ¿quién podía responderlas?

—Está despejando —dijo Carol—. ¿Qué te parece si continuamos y buscamos un buen brandy en alguna parte? ¿O está prohibido el alcohol en este estado?

Siguieron hasta la ciudad siguiente y encontraron un bar desierto en el hotel más grande. El brandy estaba delicioso y pidieron dos más.

—Es francés —dijo Carol—. Algún día iremos a Francia.

Therese hizo girar la copa de cristal entre sus dedos. Al fondo del bar sonaba el tictac de un reloj. El silbido de un tren a lo lejos. Y Carol se aclaró la garganta. Sonidos ordinarios para un momento que no era ordinario. No había habido ni un solo momento ordinario desde aquella mañana en Waterloo. Therese miró la luz marrón brillante de la copa de brandy, y de pronto no le cupo ninguna duda de que Carol y ella irían a Francia algún día. Luego, por encima del sol castaño que brillaba en la copa, emergió la cara de Harge, su boca, su nariz, sus ojos.

—Harge sabe lo de Abby, ¿verdad? —dijo Therese.

—Sí. Me preguntó algo de ella hace pocos meses y yo le conté todo de principio a fin.

—Se lo contaste. —Therese pensó en Richard, se imaginó cómo hubiera reaccionado—. ¿Por eso os estáis divorciando?

—No. No tiene nada que ver con el divorcio. Esa es otra ironía, que yo se lo conté a Harge cuando todo se había terminado. Un esfuerzo de sinceridad totalmente erróneo, porque a Harge y a mí no nos quedaba nada que salvar. Ya habíamos hablado del divorcio. ¡Por favor, no me recuerdes esos errores! —Carol frunció el ceño.

—Lo que quieres decir es… seguro que debió de ponerse celoso.

—Sí. Porque por más que se lo dijera de un modo u otro, supongo que lo que entendió fue que, durante un período, yo había querido más a Abby de lo que le había querido nunca a él. En un momento dado, incluso con Rindy, lo hubiera dejado todo para irme con ella. No sé por qué no lo hice.

—¿Llevándote a Rindy contigo?

—No lo sé. Lo que sí sé es que en aquel momento fue la existencia de Rindy lo que me impidió dejar a Harge.

—¿Te arrepientes?

Carol negó con la cabeza lentamente.

—No. No hubiera durado. No duró, y quizá yo ya sabía que sería así. Con mi matrimonio a punto de fracasar, me sentía demasiado frágil y asustada… —Se detuvo.

—¿Y ahora estás asustada?

Carol se quedó en silencio.

—Carol…

—No tengo miedo —dijo obstinada, irguiendo la cabeza y aspirando su cigarrillo.

Therese contempló su perfil bajo la tenue luz. «¿Qué pasará ahora con Rindy?», quiso preguntar. Pero sabía que Carol estaba a punto de impacientarse y de contestarle cualquier cosa o no contestarle. «Otra vez», pensó Therese, «ahora no». Podía destruirlo todo, incluso la solidez del cuerpo de Carol junto a ella, y la curva del cuerpo de Carol enfundado en su jersey negro parecía la única cosa sólida del mundo. Therese le pasó el pulgar por un costado, desde debajo del brazo hasta la cintura.

—Me acuerdo de que Harge estaba especialmente molesto por un viaje que hice con Abby a Connecticut. Abby y yo fuimos a comprar algunas cosas para la tienda. Era sólo un viaje de dos días, pero él dijo: «A mis espaldas. Tenías que escaparte». —Carol lo dijo con amargura. En su tono había autorreproche, no era una mera imitación de Harge.

—¿Alguna vez te ha vuelto a hablar de ello?

—No. No hay de qué hablar. No hay de que enorgullecerse.

—¿Pero hay algo de que avergonzarse?

—Sí. Tú lo sabes, ¿no? —le preguntó Carol en su tono monocorde e inconfundible—. A ojos del mundo es algo abominable.

Por la manera de decirlo, Therese no pudo por menos que sonreír.

—Pero tú no lo crees así.

—La gente como la familia de Harge…

—Ellos no son todo el mundo.

—Son bastantes. Y tienes que vivir en el mundo. Lo nuestro no tiene por qué significar nada en tu elección posterior sobre a quién prefieres querer. —Miró a Therese y al fin Therese vio una sonrisa asomando levemente en sus ojos, lo que le devolvía a la verdadera Carol—. Me refiero a las responsabilidades que adquieres en el mundo en el que vive otra gente y que puede no ser el tuyo. Ahora no es así, y por eso yo era justo la persona a la que no tenías que haber conocido en todo Nueva York, porque yo te permito abandonarte y no te dejo que madures.

—¿Y por qué no dejas de hacerlo?

—Lo intento. El problema es que me gusta que te abandones.

—Tú eres exactamente la persona que yo necesitaba conocer —dijo Therese.

—¿De verdad?

—Supongo —dijo Therese, ya en la calle— que a Harge no le gustaría saber que nos hemos ido de viaje juntas, ¿verdad?

—No se va a enterar.

—¿Todavía quieres ir a Washington?

—Desde luego, si a ti te da tiempo. ¿Puedes estar fuera durante todo febrero?

—Sí —asintió Therese—. A menos que en Salt Lake City tenga alguna noticia. Le dije a Phil que me escribiese allí. Pero es una posibilidad remota. —Probablemente Phil no le escribiría, pensó. Pero si había la más mínima posibilidad de trabajo en Nueva York, volvería—. ¿Te irías a Washington sin mí?

—La verdad es que no —dijo Carol, mirándola con una leve sonrisa.

Aquella tarde, cuando llegaron, en la habitación del hotel la calefacción estaba tan fuerte que tuvieron que abrir todas las ventanas durante un rato. Carol se apoyó en el alféizar, maldiciendo por el calor, para diversión de Therese, llamándola a ella salamandra porque podía resistirlo. Luego, Carol le preguntó bruscamente:

—¿Qué te decía Richard ayer?

Therese ni siquiera sabía que Carol se hubiera enterado de lo de la última carta. La carta que había prometido enviarle a Seattle o Minneapolis en su carta anterior, la de Chicago.

—No mucho —dijo Therese—. Sólo era una página. Sigue insistiendo en que le escriba y yo no pienso hacerlo. Había tirado la carta, pero la recordaba bien:

No he tenido noticias tuyas y he empezado a comprender el increíble conglomerado de contradicciones que eres. Eres sensible y a la vez insensible, imaginativa y sin imaginación… Si te retiene tu extravagante amiga, házmelo saber e iré a buscarte. Eso no durará, Terry. Sé un poco de esas cosas. Vi a Dannie y quería saber noticias tuyas, qué estabas haciendo… ¿Te hubiera gustado que se lo dijera? No le dije nada, lo hice por ti, porque creo que un día te avergonzarías de esto. Todavía te quiero, lo reconozco. Iré contigo y te enseñaré cómo son realmente los Estados Unidos si es que te importo lo bastante como para que me escribas y me lo digas…

Era ofensiva hacia Carol, y Therese la había roto. Se sentó en la cama abrazándose las rodillas, agarrándose las muñecas por dentro de las mangas del batín. Carol se había pasado con la ventilación y ahora hacía frío. Los vientos de Minnesota habían invadido la habitación, se llevaban el humo del cigarrillo de Carol y lo disolvían. Therese observó cómo Carol se lavaba los dientes en el lavabo.

—¿Significa eso que no vas a escribirle? ¿Lo has decidido? —preguntó Carol.

—Sí.

Therese miró cómo Carol sacudía el cepillo para quitarle el agua y volvía del lavabo secándose la cara con una toalla. Nada que se refiriera a Richard le importaba tanto como la manera como Carol se secaba la cara con una toalla.

—No hablemos más de ello —dijo Carol.

Sabía que Carol no diría nada más. Sabía que hasta entonces Carol la había estado empujando hacia él. Y en aquel momento pareció que todo había cambiado, cuando Carol se volvió y se acercó a ella, y su corazón dio un paso de gigante.

Siguieron hacia el oeste, por Sleepy Eye, Tracy y Pipestone, a veces optando caprichosamente por una autopista indirecta. El Oeste se desplegaba como una alfombra mágica, con los ordenados y apretados grupos de granjas, graneros y silos que divisaban desde media hora antes de llegar junto a ellos. Una vez se detuvieron en una granja para preguntar si podían comprar gasolina suficiente para llegar a la gasolinera siguiente. La casa olía a queso fresco recién hecho. Sus pasos resonaban huecos y solitarios sobre las sólidas maderas del suelo, y Therese sintió una ferviente oleada de patriotismo.

Estados Unidos. Había un cuadro de un gallo en la pared, hecho con coloridos retales de tela cosidos sobre un fondo negro, tan bonito que hubiera podido estar en un museo. El granjero las avisó de que había hielo en la carretera que llevaba directamente hacia el oeste, así que cogieron una que se desviaba hacia el sur.

Aquella noche descubrieron un circo de una sola carpa en una ciudad llamada Sioux Falls, junto a una vía de ferrocarril. Los que actuaban no eran muy expertos. Los asientos que ellas ocupaban eran un par de tablones anaranjados en primera fila. Uno de los acróbatas las invitó a la tienda después del espectáculo, e insistió en darle a Carol una docena de carteles del circo, porque a ella le habían gustado mucho. Carol le envió algunos a Abby y otros a Rindy, y a Rindy le envió también un camaleón verde en una caja de cartón. Fue una velada que Therese nunca olvidaría, y, a diferencia de la mayoría, esta se reveló inolvidable incluso mientras la estaba viviendo. Era el paquete de palomitas que compartían, el circo, y el beso que Carol le devolvió en algún rincón de la tienda de la compañía circense. Era aquel particular encantamiento que irradiaba Carol, aunque Carol asumía que lo pasaban bien juntas con tal naturalidad que lo hacía extensible a todo lo que las rodeaba, y todo salía a la perfección, sin decepciones ni obstáculos, tal como lo deseaban.

Therese salió del circo con la cabeza baja, abstraída en sus pensamientos.

—Me pregunto si volveré a sentir la necesidad de crear alguna vez —dijo.

—¿Por qué has pensado en eso?

—¿Porque qué quería lograr sino esto? Soy feliz.

Carol la cogió del brazo y se lo apretó, hundiéndole el pulgar con tanta fuerza que Therese gritó. Carol miró una señal indicadora que había en la calle y dijo:

—Quinta y Nebraska. Creo que iremos por ahí.

—¿Qué pasará cuando volvamos a Nueva York? No podrá ser lo mismo, ¿verdad?

—Si —dijo Carol—. Hasta que te canses de mí.

Therese se rió. Oyó el suave rumor del pañuelo de Carol contra el viento.

—Quizá no vivamos juntas, pero será lo mismo.

No podían vivir juntas con Rindy, Therese lo sabía. Era inútil soñar con ello. Pero era más que suficiente que Carol le prometiera con palabras que todo seguiría siendo igual.

Cerca del límite de Nebraska y Wyoming, se detuvieron a cenar en un gran restaurante construido como un refugio en un bosque de siemprevivas. Eran casi las únicas en el inmenso comedor y eligieron una mesa junto a la chimenea. Desplegaron el mapa de carreteras y decidieron dirigirse directamente a Salt Lake City. Podían quedarse unos días allí, dijo Carol, porque era un sitio interesante, y ella estaba cansada de conducir.

—Lusk —dijo Therese mirando el mapa—. Qué nombre tan sensual…

Carol echó la cabeza hacia atrás y se rió.

—¿Dónde está?

—En la carretera.

Carol cogió su vaso de vino y dijo:

—Cháteau Neuf-du-Pape, en Nebraska. ¿Por qué brindamos?

—Por nosotras.

Había algo parecido a aquella mañana en Waterloo, pensó Therese, un tiempo demasiado absoluto y fluido como para ser real, aunque era real y no un decorado de teatro: sus copas de brandy sobre la repisa de la chimenea, la hilera de astas de ciervo que había encima, el encendedor de Carol, el mismo fuego. Pero a veces ella se sentía como una actriz, recordando su identidad sólo de vez en cuando y con una sensación de sorpresa, como si en los últimos días hubiera estado desempeñando el papel de otro, de alguien fabulosa y excesivamente afortunado. Alzó los ojos hacia las ramas de abeto fijadas a las vigas, hacia el hombre y la mujer que hablaban en un tono inaudible en una mesa junto a la pared, hacia el hombre solo en su mesa, que fumaba lentamente. Le recordó al hombre que estaba sentado con su periódico en el hotel de Waterloo. ¿Acaso no tenía los mismos ojos incoloros y las mismas largas arrugas en las comisuras de la boca? ¿O acaso era sólo que ese momento de conciencia era idéntico a aquel otro momento?

Pasaron la noche en Lusk, a ciento cincuenta kilómetros de allí.

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