Carol
17
Página 28 de 40
1
7
—¿La señora H. F. Aird? —El recepcionista miró a Carol después de que ella firmase el registro—. ¿Es usted la señora Carol Aird?
—Sí.
—Hay un mensaje para usted. —Se dio la vuelta y lo sacó de una casilla—. Un telegrama.
—Gracias. —Carol miró a Therese enarcando levemente las cejas antes de abrirlo. Lo leyó, frunciendo el ceño, y luego se volvió al recepcionista—. ¿Dónde está el Hotel Belvedere?
El recepcionista se lo explicó.
—Tengo que ir a recoger otro telegrama —le dijo Carol a Therese—. ¿Quieres esperar aquí hasta que vuelva?
—¿De quién es?
—De Abby.
—De acuerdo. ¿Son malas noticias?
—No lo sabré hasta que lo lea —dijo, todavía con el ceño fruncido—. Abby sólo dice que en el Belvedere hay un telegrama para mí.
—¿Hago que suban las maletas?
—Bueno, mejor espera. El coche está aparcado.
—¿Y por qué no voy contigo?
—Claro, si quieres… Vamos andando. Sólo está a un par de manzanas de aquí.
Carol echó a andar deprisa. Hacía un frío cortante. Therese miró a su alrededor, a la ciudad de aire uniforme y ordenado, y recordó que Carol le había dicho que Salt Lake City era la ciudad más limpia de los Estados Unidos. Cuando el Belvedere ya estaba a la vista, Carol la miró de pronto y dijo:
—Probablemente Abby ha tenido una idea luminosa y ha decidido reunirse con nosotras.
En el Belvedere, Therese compró un periódico mientras Carol iba a recepción. Cuando Therese se volvió hacia ella, Carol acababa de leer el telegrama. Tenía una expresión atónita. Se acercó despacio hacia Therese y por la mente de Therese cruzó la idea de que Abby había muerto, y de que el segundo mensaje era de los padres de Abby.
—¿Qué pasa? —preguntó Therese.
—Nada. Aún no lo sé. —Carol miró a su alrededor y golpeó el telegrama con los dedos—. Tengo que hacer una llamada. Serán unos minutos. —Miró el reloj.
Eran las dos menos cuarto. El recepcionista dijo que podía comunicar con Nueva Jersey en unos veinte minutos. Mientras, Carol quería beber algo. Encontraron un bar en el hotel.
—¿Qué pasa? ¿Está enferma Abby?
—No —sonrió Carol—. Luego te lo diré.
—¿Es Rindy?
—¡No! —Carol se acabó el brandy.
Therese paseó por el vestíbulo mientras Carol estaba en la cabina telefónica. Vio a Carol asentir despacio con la cabeza varias veces, la vio buscar torpemente fuego para encender un cigarrillo, pero cuando Therese consiguió cerillas, Carol ya tenía y le hizo un gesto para que se alejara. Carol estuvo hablando durante tres o cuatro minutos, luego salió y pagó la llamada.
—¿Qué ha pasado, Carol?
Carol se quedó un momento parada al cruzar el umbral del hotel.
—Ahora vamos al Hotel Temple Square —dijo.
Allí recogieron otro telegrama. Carol lo abrió y lo miró, y cuando se acercaron a la puerta lo rompió.
—No creo que nos quedemos aquí esta noche —dijo—. Volvamos al coche.
Volvieron al hotel donde Carol había recogido el primer telegrama. Therese no le dijo nada, pero intuyó que había pasado algo que obligaba a Carol a volver inmediatamente. Carol le dijo al recepcionista que anulase su reserva.
—Me gustaría dejar una dirección por si hubiera más mensajes —dijo—. Es el Brown Palace, de Denver.
—Muy bien.
—Muchas gracias. Esa dirección es válida al menos para la semana próxima.
En el coche, Carol le preguntó:
—¿Cuál es la próxima ciudad hacia el oeste?
—¿Hacia el oeste? —Therese consultó el mapa—. Wendover. Es este tramo. A doscientos cinco kilómetros.
—¡Por Dios! —exclamó Carol de pronto. Paró el coche, cogió el mapa y lo miró.
—¿Y Denver? —le preguntó Therese.
—No quiero ir a Denver. —Carol dobló el mapa y puso el coche en marcha—. Pero tendremos que ir. Enciéndeme un cigarrillo, ¿quieres, cariño? Y busca un sitio cerca donde comer algo.
Aún no habían comido y eran más de las tres. Habían hablado de aquel tramo la noche anterior, la carretera directa al oeste desde Salt Lake City a través del desierto del Gran Lago Salado. Therese advirtió que llevaba gasolina a tope, y probablemente aquel lugar no estaría totalmente desierto, pero Carol estaba cansada. Llevaba conduciendo desde las seis de la mañana. Ahora iba deprisa. De vez en cuando pisaba el pedal y lo mantenía a fondo durante largo rato sin soltarlo. Therese la miraba con aprensión. Sentía como si estuvieran huyendo de algo.
—¿Hay alguien detrás? —preguntó Carol.
—No.
En el asiento, entre las dos, Therese vio un trozo de telegrama asomando del bolso de Carol. ENTÉRATE, JACOPO fue lo único que pudo leer. Se acordó de que Jacopo era el nombre del monito que llevaban en la parte trasera del coche.
Llegaron a la cafetería de una estación de servicio que se erguía como un hongo en medio del paisaje uniforme. Eran las primeras personas que paraban allí desde hacía días, Carol la miró a través de la mesa cubierta con un hule blanco y se recostó en la silla. Antes de que pudiera hablar, un hombre mayor con delantal salió de la cocina y se acercó. Les dijo que sólo había jamón y huevos, así que ellas pidieron jamón, huevos y café. Luego Carol encendió un cigarrillo y se inclinó hacia adelante, mirando la mesa.
—¿Sabes lo que ha pasado? —le dijo—. Harge ha enviado un detective para que nos siguiera desde Chicago.
—¿Un detective? ¿Para qué?
—Puedes imaginártelo —dijo Carol casi en un susurro.
Therese se mordió la lengua. Sí, podía imaginárselo. Harge se había enterado de que viajaban juntas.
—¿Te lo ha dicho Abby?
—Abby lo ha descubierto. —A Carol se le deslizaron los dedos por el cigarrillo y la brasa le quemó. Cuando logró quitarse el cigarrillo de la boca, el labio le sangraba.
Therese miró a su alrededor. El lugar estaba vacío.
—¿Nos sigue? —preguntó—. ¿Está con nosotras?
—Ahora quizá esté en Salt Lake City. Buscándonos en todos los hoteles. Es un asunto muy sucio, querida. Lo siento, lo siento, lo siento. —Carol se echó atrás en su asiento, nerviosa—. Quizá sea mejor que te ponga en un tren y te mande a casa.
—De acuerdo. Si crees que es lo mejor…
—No quiero mezclarte en todo esto. Deja que me sigan hasta Alaska, si quieren. No sé hasta dónde llegarán. No creo que muy lejos.
Therese se sentó rígidamente en el borde de su silla.
—¿Y qué hace? ¿Toma notas sobre lo que hacemos?
El viejo volvía con los vasos de agua.
—Sí —asintió Carol—. Y luego está el truco del micrófono —dijo cuando el hombre se alejó—. No sé si habrán llegado a eso. No estoy segura de hasta dónde llegaría Harge. —Le temblaba la comisura de la boca. Bajó la vista hacia una mancha que había en el hule blanco—. Me pregunto si tuvieron tiempo de poner un micrófono en Chicago. Es el único sitio donde nos quedamos más de diez horas. Casi espero que lo hicieran. Es tan absurdo… ¿Te acuerdas de Chicago?
—Claro. —Intentó mantener un tono firme, pero era fingido, como fingir autocontrol cuando alguien que quieres está muerto ante tus ojos. Tendrían que separarse allí—. ¿Y en Waterloo? —dijo, y de pronto recordó al hombre del vestíbulo.
—Llegamos tarde. No hubiera sido fácil.
—Carol, yo vi a alguien… No estoy segura, pero creo que le vi dos veces.
—¿Dónde?
—La primera vez en el vestíbulo del hotel de Waterloo. Por la mañana. Luego creí ver al mismo hombre en aquel restaurante con chimenea.
Lo del restaurante con chimenea había sido la noche anterior.
Carol la hizo contárselo todo dos veces y describir al hombre con detalle. Era difícil de describir. Pero se devanó los sesos para recordar hasta el último detalle, incluso el color de los zapatos de aquel hombre. Era extraño y bastante terrible ahondar en algo que quizá fuera fruto de su imaginación y trasladarlo a una situación real. Sintió como si estuviera mintiéndole a Carol mientras veía cómo sus ojos se volvían más grandes e intensos.
—¿Qué piensas? —le preguntó Therese.
—¿Qué se puede pensar? Sólo podemos buscarlo por tercera vez.
Therese dirigió los ojos a su plato. Era imposible comer.
—Es por Rindy, ¿verdad?
—Sí. —Dejó el tenedor sin tomar siquiera el primer bocado y cogió un cigarrillo—. Harge la quiere sólo para él. Quizá piensa que con esto podrá conseguirlo.
—¿Sólo porque estamos viajando juntas?
—Sí.
—Yo tendría que dejarte.
—Hijo de puta —dijo Carol con calma, mirando a un rincón de la habitación.
Therese esperó. ¿Pero qué se podía esperar?
—Puedo coger un autobús en alguna parte y luego coger un tren.
—¿Quieres irte? —le preguntó Carol.
—Desde luego que no. Pero pienso que es lo mejor.
—¿Tienes miedo?
—¿Miedo? No. —Sintió los ojos de Carol examinándola tan severamente como en Waterloo, cuando le dijo que la quería.
—Entonces, por qué demonios te vas a ir. Yo te quiero conmigo.
—¿De verdad?
—Sí. Cómete los huevos. Y no seas tonta. —Carol incluso sonrió un poco—. ¿Vamos a Reno como habíamos planeado?
—A cualquier sitio.
—Tomémoslo con calma.
Momentos después, cuando estaban en la carretera, Therese dijo:
—No estoy segura de que la segunda vez fuese el mismo hombre, ¿sabes?
—Yo creo que sí estás segura —dijo Carol. Luego, de pronto, en la larga y recta carretera, detuvo el coche. Se quedó callada un momento, mirando el asfalto. A continuación miró a Therese—. No puedo ir a Reno. Se me ha ocurrido algo gracioso. Conozco un sitio maravilloso justo al sur de Denver.
—¿Denver?
—Denver —dijo Carol con firmeza, e hizo que el coche diera un giro de ciento ochenta grados.