Carol

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Por la mañana, se quedaron la una en brazos de la otra hasta mucho después de que el sol entrara en la habitación. El sol les enviaba sus rayos cálidos a través de la ventana del hotel, en la pequeña ciudad de cuyo nombre ni siquiera se habían enterado.

—Habrá nieve en Estes Park —le dijo Carol.

—¿Qué es Estes Park?

—Te gustará. No es como Yellowstone. Está abierto todo el año.

—Carol, no estás preocupada, ¿verdad?

Carol la atrajo hacia sí.

—¿Parezco preocupada?

Therese no estaba preocupada. El pánico del primer momento se había desvanecido. Estaba alerta, pero no como la tarde anterior, justo después de Salt Lake City. Carol quería tenerla consigo y, pasara lo que pasase, se enfrentarían a ello sin huir. ¿Cómo era posible estar enamorada y tener miedo?, pensó Therese. Eran cosas contradictorias. ¿Cómo era posible tener miedo cuando las dos se hacían más fuertes juntas cada día? Y cada noche. Cada noche era distinta, y cada mañana. Juntas eran poseedoras de un milagro.

La carretera hacia Estes Park seguía una pendiente en descenso. Las capas de nieve se apilaban cada vez más altas a ambos lados, y luego las luces, ensartadas entre los abetos, empezaron a arquearse sobre la carretera. Era un pueblo de casas de troncos de madera oscura, tiendas y hoteles. Había música y la gente paseaba por la calle iluminada con las cabezas erguidas, como si estuvieran encantados.

—Sí que me gusta —dijo Therese.

—Eso no significaba que tengas que abandonar la búsqueda de nuestro hombrecito.

Se llevaron el tocadiscos portátil a la habitación y pusieron algunos discos que habían comprado y otros viejos, de Nueva Jersey. Therese puso

Easy Living un par de veces, y Carol se sentó al otro lado de la habitación, en el brazo de una butaca, con los brazos cruzados, contemplándola.

—Vaya malos ratos que te hago pasar, ¿verdad?

—Oh, Carol… —Therese intentó sonreír. Sólo era un acceso de humor de Carol, sólo duraba un momento, pero la hizo sentirse desvalida.

Carol miró por la ventana.

—¿Y por qué no nos fuimos primero a Europa? A Suiza. O por lo menos podríamos haber cogido un avión y haber desaparecido de aquí.

—Eso no me hubiera gustado. —Therese miró la camisa de ante que Carol le había comprado y que colgaba del respaldo de una silla. Carol le había mandado a Rindy una verde. Había comprado unos pendientes de plata, un par de libros y una botella de Triple Sec. Media hora antes habían paseado juntas y felices por las calles—. Es ese último whisky de centeno que te has tomado abajo —dijo—. El whisky te deprime.

—Sí.

—Es peor que el brandy.

—Voy a llevarte al sitio más bonito que conozco a este lado de Sun Valley —dijo.

—¿Qué pasa con Sun Valley? —Sabía que a Carol le gustaba esquiar.

—No es exactamente en Sun Valley —dijo Carol muy misteriosa—. Es un sitio que está cerca de Colorado Springs.

En Denver, Carol se detuvo y vendió su anillo de compromiso en una joyería. A Therese le inquietó un poco, pero Carol dijo que el anillo no significaba nada para ella y que de todas maneras odiaba los diamantes. Y era más rápido que telegrafiar a su banco para sacar dinero. Carol quería pararse en un hotel que estaba a unos kilómetros de Colorado Springs, donde ya había estado antes, pero cambió de opinión en cuanto llegaron allí. Dijo que parecía un lugar de temporada y al final fueron a un hotel que daba la espalda a la ciudad y estaba orientado a las montañas.

Su habitación tenía un gran espacio desde la puerta hasta los ventanales cuadrangulares que daban a un jardín, y más allá se divisaban las montañas rojiblancas. En el jardín había notas blancas, extrañas y pequeñas pirámides de piedra, un banco blanco o una silla. Pero el jardín parecía ridículo comparado con el magnífico paisaje que lo rodeaba, aquella lisa extensión que se erguía en forma de montañas sobre montañas, llenando el horizonte como medio mundo. La habitación tenía muebles de madera clara, de un tono parecido al del pelo de Carol, y había una estantería tan amplia como ella podía desear, con algunos libros buenos entre los malos. Therese sabía que mientras estuvieran allí no iba a leer nada. Había un cuadro de una mujer, con un gran sombrero negro y un pañuelo rojo, colgado sobre la librería, y en la pared situada junto a la puerta una piel marrón extendida, no una pieza entera de piel, sino un trozo cortado por alguien de una pieza de gamuza marrón. Encima había un candelabro de latón con una vela. Carol había alquilado también la habitación contigua, que tenía una puerta de acceso a la suya, aunque no pensaban usarla excepto para dejar las maletas. Pensaban quedarse una semana, o más tiempo si les gustaba.

El segundo día por la mañana Therese volvió de un recorrido de inspección por los alrededores del hotel y encontró a Carol inclinada sobre la mesita de noche. Carol la miró un momento, se dirigió al tocador y miró debajo, y luego miró el interior del armario empotrado que había tras el panel de la pared.

—Ya está —dijo—. Y ahora olvidémoslo.

Therese sabía lo que estaba buscando.

—No había pensado en eso —dijo—. Tenía la sensación de que habíamos conseguido perderle de vista.

—Pero probablemente hoy habrá llamado a Denver —dijo Carol con calma. Sonrió, pero torciendo un poco la boca—. Y probablemente se dejará caer por aquí.

Era verdad. También existía la remota posibilidad de que el detective las hubiera visto cuando volvían en coche a través de Salt Lake City y las hubiera seguido. Al no encontrarlas en Salt Lake City podía preguntar en los hoteles. Ella sabía que ese era el motivo de que Carol hubiera dejado la dirección de Denver, porque no pensaban ir a Denver. Therese se hundió en el sillón y miró a Carol. Carol se tomó la molestia de buscar un micrófono pero su actitud era arrogante. Incluso había provocado el problema yendo allí. Y la explicación, la resolución de aquellos hechos contradictorios, no estaba sino en la propia Carol, que era un enigma, en sus lentos e inquietos pasos mientras andaba hacia la puerta y volvía, en la manera indiferente de erguir la cabeza, y en la nerviosa línea de sus cejas, que reflejaba irritación en un instante y serenidad al siguiente. Therese miró la gran habitación, el alto techo, la amplia y lisa cama cuadrangular, una habitación que, con todos sus detalles de modernidad, tenía un curioso aire anticuado y espacioso que ella asociaba al Oeste americano como las enormes sillas de montar que había visto abajo, en los establos. Una especie de nitidez. Pero Carol seguía buscando el micrófono. Therese la observó, retrocediendo hacia ella, todavía en pijama y batín. Tuvo el impulso de acercarse a Carol, cogerla en sus brazos y echarla en la cama, pero el hecho de no hacerlo la hizo ponerse tensa y alerta y luego la invadió una hilaridad contenida y temeraria al mismo tiempo.

Carol echó el humo hacia arriba.

—Me importa un rábano. Espero que lo descubran los periódicos y le pasen por las narices su propia basura. Espero que se gaste cincuenta mil dólares. ¿Quieres que esta tarde hagamos esa excursión que nos hará odiar la lengua inglesa? ¿Se lo has preguntado a la señora French?

Habían conocido a la señora French la noche anterior en el salón de juego del hotel. Ella no tenía coche y Carol le había preguntado si le gustaría dar una vuelta con ellas.

—Se lo he preguntado —dijo Therese—, y me ha dicho que estaría lista justo después de comer.

—Ponte la camisa de ante. —Carol le cogió la cara a Therese, le apretó las mejillas y la besó—. Póntela ahora.

Fue una excursión de seis o siete horas a la mina de oro de Cripple Creek, más allá del paso de Ute y bajo una montaña. La señora French fue con ellas sin parar de hablar en todo el rato. Era una mujer de unos setenta años, con un exagerado acento de Maryland y un audífono, dispuesta a salir del coche y a trepar donde fuese, aunque continuamente necesitaba ayuda. Therese sentía cierta ansiedad hacia ella, aunque le disgustaba incluso tocarla. Pensaba que si la señora French se caía, se rompería en mil pedazos. Carol y la señora French hablaban sobre el estado de Washington, que la señora French conocía bien, pues había vivido allí durante los últimos años con uno de sus hijos. Carol le hizo unas pocas preguntas y la señora French le contó los diez años que había pasado viajando hasta la muerte de su marido, y le habló de sus dos hijos, el que vivía en Washington y el que vivía en Hawai, que trabajaba para una compañía exportadora de piñas. Y era evidente que la señora French adoraba a Carol y que iban a ver mucho a la señora French. Eran casi las once cuando llegaron al hotel. Carol propuso a la señora French que cenara con ellas en el bar, pero la señora French dijo que estaba demasiado cansada para cenar otra cosa que no fuera sus copos de trigo y su leche caliente, que tomaría en su habitación.

—Me alegro —dijo Therese cuando se fue—. Prefería estar sola contigo.

—¿De verdad, señorita Belivet? ¿Qué quiere usted decir? —le preguntó Carol abriendo la puerta del bar—. Será mejor que se siente y me hable de ello.

Pero no estuvieron solas en el bar más de cinco minutos. Aparecieron dos hombres, uno llamado Dave y otro cuyo nombre Therese ignoraba o quiso ignorar, y les preguntaron si podían unirse a ellas. Eran los mismos que habían aparecido la noche anterior en el salón de juego y le habían propuesto a Carol jugar al

gin rummy. La noche anterior, Carol les había dicho que no, pero ahora les dijo: «Desde luego, siéntense». Carol y Dave iniciaron una conversación que parecía muy interesante, pero Therese estaba sentada de tal modo que apenas podía participar. Y el hombre que había junto a Therese quería hablar de otra cosa, de una excursión a caballo que acababa de hacer por Steamboat Springs. Después de cenar, Therese esperaba que Carol le hiciera una señal para irse, pero Carol seguía totalmente enfrascada en la conversación. Therese había leído sobre el placer que la gente experimenta ante el hecho de que alguien a quien quiere sea atractivo a los ojos de otra gente. Ella no lo sentía. Carol la miraba de vez en cuando y le hacía un guiño. Y Therese se quedó allí sentada una hora y media, intentando ser educada porque sabía que era lo que Carol quería.

La gente que se les unía en el bar y a veces en el comedor no solía aburrirla tanto como la señora French, que iba con ellas a cualquier parte y casi cada día en el coche. Sentía crecer en su interior un furioso y vergonzante resentimiento, porque alguien le impedía estar a solas con Carol.

—Querida, ¿has pensado alguna vez que un día tú también tendrás setenta y un años?

—No —dijo Therese.

Pero había otros días en los que se iban solas en coche hacia las montañas y se desviaban por cualquier carretera que encontrasen. Una vez llegaron a un pueblecito que les gustó y pasaron la noche allí, sin pijama ni cepillo de dientes, sin pasado ni futuro, y la noche se convirtió en otra de aquellas islas en medio del tiempo, suspendida en algún lugar del corazón de su memoria, absoluta e intacta. O quizá no era más que felicidad, pensó Therese, una felicidad completa que debía de ser bastante rara, tan rara que muy poca gente llegaba a conocerla. Pero si era sólo felicidad, entonces había traspasado los límites ordinarios y se había convertido en otra cosa, una especie de presión excesiva, de modo que el peso de una taza de café en la mano, la rapidez de un gato cruzando el jardín, el choque silencioso de dos nubes parecía casi más de lo que podía soportar. Y así como un mes atrás no había comprendido el fenómeno de su felicidad repentina, ahora no comprendía su estado, que parecía consecuencia de lo anterior. A menudo era más doloroso que agradable y por eso temía tener un único y grave defecto. A veces se asustaba como si estuviera andando con la espina dorsal rota. Si alguna vez sentía el impulso de decírselo a Carol, las palabras se disolvían antes de empezar, por miedo y por su desconfianza habitual hacia sus propias reacciones, la ansiedad de que esas no fueran como las de los demás, y de que ni siquiera Carol pudiera comprenderlas.

Por las mañanas solían dar un paseo en coche hacia algún lugar de las montañas y aparcaban para poder subir andando algún montículo. Conducían sin rumbo por las carreteras zigzagueantes, que eran como rayas de tiza blanca conectando las montañas. Desde la distancia, se podían ver las nubes apoyándose en los picos y les parecía estar volando por el espacio, más cerca del cielo que de la tierra. El lugar favorito de Therese estaba en la carretera que iba por encima de Cripple Creek, donde el camino se acercaba súbitamente al borde de una gigantesca depresión. Centenares de metros más abajo yacía el desorden diminuto de la ciudad minera abandonada. Allí los ojos y el cerebro se tendían trampas mutuamente porque era imposible mantener un firme sentido de la proporción de lo que se veía abajo, imposible asociarlo a ninguna escala humana. Su propia mano suspendida frente a ella parecía liliputiense o increíblemente grande. Y la ciudad ocupaba sólo una fracción del gran hoyo de la tierra, como una sola experiencia, un solo acontecimiento trivial colocado en cierto territorio infinito de la mente. Los ojos, nadando en el espacio, volvían a posarse en aquel lugar, que parecía una caja de cerillas atropellada por un coche, la confusión artificial de la pequeña ciudad.

Therese siempre buscaba al hombre de las arrugas a los lados de la boca, pero Carol no. Carol ni siquiera había vuelto a mencionarlo desde el segundo día de llegar a Colorado Springs, y ya llevaban diez días. Como el restaurante del hotel era famoso, cada noche aparecía gente nueva en el gran comedor, y Therese siempre echaba un vistazo sin esperar verle realmente, sólo como una especie de precaución que se había convenido en hábito. Pero Carol sólo le prestaba atención a Walter, su camarero, que siempre se acercaba a preguntarles qué tipo de cóctel querrían tomar aquella noche. De todas maneras, mucha gente miraba a Carol, porque generalmente era la mujer más atractiva de la sala. Y Therese se sentía encantada de estar con ella, orgullosa de ella, sólo tenía ojos para ella. Mientras leía la carta, Carol le empujaba suavemente el pie por debajo de la mesa para hacerla sonreír.

—¿Qué te parecería ir a Islandia en verano? —le preguntaba Carol, porque, si cuando llegaban había silencio, solían ponerse a hablar de viajes.

—¿Por qué escoges sitios tan fríos? ¿Y cuándo trabajaré yo?

—No te desanimes. ¿Debería invitar a la señora French? ¿Crees que necesitará que le echemos una mano?

Una mañana llegaron tres cartas, de Rindy, de Abby y de Dannie. Era la segunda carta que Carol recibía de Abby, que hasta entonces no había más noticias, y Therese advirtió que Carol abría primero la carta de Rindy. Dannie le escribía que aún estaba esperando saber el resultado de dos entrevistas de trabajo. Le informaba de que Phil había dicho que en marzo Harkevy iba a hacer los decorados de una obra inglesa titulada

El corazón medroso.

—Escucha esto —dijo Carol—. «¿Has visto algún armadillo en Colorado? Puedes mandarme uno porque el camaleón se me ha perdido. Papá y yo lo buscamos por toda la casa. Pero si me mandas el armadillo tiene que ser grande para que no se pierda». Otro párrafo: «He sacado un nueve en lengua, pero sólo un siete en aritmética. Odio la aritmética. Odio al profesor. Bueno, tengo que acabar. Besos para ti y para Abby. Rindy». «P. D.: Gracias por la camisa de ante. Papá me ha comprado una bicicleta de dos ruedas y tamaño normal porque en Navidad decía que yo era demasiado pequeña. Yo no soy demasiado pequeña. Es una bicicleta preciosa». Punto. ¿Para qué esforzarme? Harge siempre podrá superarme. —Carol dejó la carta de Rindy y cogió la de Abby.

—¿Por qué dice Rindy «besos para ti y para Abby»? —preguntó Therese—. ¿Se cree que estás con Abby?

—No. —El abridor de cartas de madera de Carol se había parado a mitad del sobre de Abby—. Supongo que piensa que yo le escribiré a Abby —dijo, y acabó de rasgar el sobre.

—¿No le habrá dicho eso Harge?

—No, querida —dijo Carol preocupada, leyendo la carta de Abby.

Therese se levantó, atravesó la habitación y se quedó junto a la ventana, mirando las montañas. Pensó que aquella tarde le escribiría a Harkevy y le preguntaría si había alguna posibilidad de que pudiera trabajar de ayudante en su equipo durante el mes de marzo. Empezó a redactar la carta mentalmente. Las montañas le devolvieron la mirada como majestuosos leones rojos, mirando altivamente. Oyó a Carol reírse dos veces, pero esta vez no le leyó nada en alta voz.

—¿No hay noticias? —le preguntó Therese cuando acabó.

—No.

Carol le enseñó a conducir en las carreteras que había al pie de las montañas, por donde apenas pasaban coches. Therese aprendía más deprisa de lo que nunca había aprendido nada, y después de un par de días Carol la dejó conducir por Colorado Springs. En Denver, se examinó y le dieron el permiso. Carol dijo que, si quería, podía conducir ella la mitad del camino de vuelta a Nueva York.

Una noche, a la hora de cenar, él estaba sentado solo a una mesa, a la izquierda de Carol y detrás de ella. Therese se atragantó y dejó caer el tenedor. El corazón le empezó a latir como un martillo que pugnara por salirse de su pecho. ¿Cómo había pasado media comida sin verle? Alzó los ojos hacia Carol y vio que la observaba, leyendo en ella con sus ojos grises, no tan serenos como un momento antes. Carol se había interrumpido en la mitad de algo que estaba diciendo.

—Toma un cigarrillo —dijo Carol ofreciéndoselo, y luego le dio fuego—. Él no se ha dado cuenta de que le reconoces, ¿verdad?

—No.

—Pues no dejes que lo descubra. —Carol le sonrió, encendió un cigarrillo y miró en la dirección opuesta a donde estaba el detective—. Tómatelo con calma —añadió en el mismo tono.

Era fácil decirlo, fácil pensar que podía mirarle como si nada, pero ¿de qué servía intentarlo si era como si una bala de cañón le diera en plena cara?

—¿No tienen tarta helada esta noche? —dijo Carol mirando la carta—. Eso me desconsuela. ¿Sabes lo que vamos a tomar? —Llamó al camarero—. ¡Walter!

Walter se acercó sonriendo, ardiendo en deseos de servirlas, como cada noche.

—Sí, madame.

—Dos Remy Martin, por favor, Walter —le dijo Carol.

La bebida ayudó muy poco. El detective no las miró ni una sola vez. Estaba leyendo un libro que había apoyado en el servilletero metálico, y de nuevo Therese sintió una duda tan fuerte como en la cafetería de las afueras de Salt Lake City, una incertidumbre que era casi más horrible que la absoluta certeza de que él era el detective.

—¿Tenemos que pasar a su lado, Carol? —preguntó Therese. Había una puerta a sus espaldas, que daba al bar.

—Sí. Saldremos por allí. —Carol enarcó las cejas con una sonrisa, exactamente igual que cualquier otra noche—. No puede hacernos nada. ¿Te crees que va a sacar una pistola?

Therese la siguió, pasó a unos treinta centímetros del hombre, que tenía la mirada clavada en su libro. Delante de ella vio la figura de Carol inclinándose graciosamente para saludar a la señora French, que estaba sentada sola a una mesa.

—¿Por qué no viene con nosotras? —dijo Carol y Therese se acordó de que las dos mujeres con las que solía sentarse la señora French se habían ido aquel día.

Carol incluso se quedó unos instantes a hablar con la señora French, y Therese estaba admirada, pero ella no lo podía resistir, siguió su camino y esperó a Carol junto a los ascensores.

Arriba, Carol encontró el pequeño instrumento en un rincón bajo la mesita de noche. Cogió las tijeras y con ambas manos cortó el cable que desaparecía bajo la alfombra.

—¿Crees que los del hotel le habrán dejado entrar aquí? —preguntó Therese horrorizada.

—Probablemente debe de tener una llave maestra. —Carol arrancó el objeto suelto de la mesilla y lo tiró a la alfombra. Era una cajita negra con un trozo de cable—. Míralo, como un ratón —dijo—. Un retrato de Harge. —De pronto se ruborizó.

—¿Hasta dónde va?

—Hasta alguna habitación donde se graba. Probablemente al otro lado del pasillo. ¡Suerte de estas moquetas!

Carol le dio una parada al micrófono, lanzándolo hacia el centro de la habitación.

Therese miró la cajita rectangular y la imaginó tragándose sus palabras de la noche pasada.

—Me pregunto cuánto tiempo lleva aquí.

—¿Cuánto tiempo crees que puede llevar él aquí sin que le hayamos visto?

—Como máximo desde ayer. —Pero mientras lo decía se dio cuenta de que podía equivocarse. No podía controlar todas las caras que había en el hotel.

Y Carol sacudía la cabeza.

—¿Hubiera tardado dos semanas para seguirnos desde Salt Lake City? No, sólo que esta noche ha decidido cenar con nosotras. —Carol se volvió de la estantería con una copa de brandy en la mano. El rubor le había desaparecido del rostro. Ni siquiera sonrió a Therese—. Qué tipo tan chapucero, ¿verdad? —Se sentó en la cama, se puso una almohada detrás y se tumbó—. Bueno, ya hemos estado bastante tiempo aquí, ¿no crees?

—¿Cuándo quieres que nos vayamos?

—Quizá mañana. Haremos el equipaje por la mañana y saldremos después de comer. ¿Qué te parece?

Más tarde, bajaron a dar un paseo en coche en la oscuridad, hacia el oeste. «No iremos más hacia el oeste», pensó Therese. No podía borrar el pánico que danzaba en su corazón y que le pareció que provenía de algo que ya había pasado hacía mucho tiempo, no de entonces, no de aquello. Estaba incómoda, pero Carol no. Carol no fingía calma, de verdad no estaba asustada. Dijo que, después de todo, él no podía hacerles daño, pero que a ella no le gustaba que la espiaran.

—Otra cosa —dijo—. Intenta averiguar qué tipo de coche lleva.

Aquella noche, buscando en el mapa de carreteras la ruta que harían al día siguiente, hablando como si fueran una pareja de extrañas, Therese pensó que seguramente aquélla no sería la última noche. Pero en la cama, cuando se dieron un beso de buenas noches, Therese sintió la repentina liberación de las dos, aquella respuesta saltarina en cada una de ellas, como si sus cuerpos estuvieran hechos de una materia que iba unida al deseo.

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