Carol

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Therese no pudo descubrir qué coche tenía el detective porque los coches estaban en garajes separados, y aunque desde el solárium veía los garajes, él no salió aquella mañana. Ni tampoco le vieron a la hora de comer.

Cuando se enteró de que se iban, la señora French insistió en que fuesen a su habitación a tomar un cordial.

—Tienen que tomarse la copa de la despedida —le dijo la señora French a Carol—. ¡Si ni siquiera tengo su dirección!

Therese recordó que las dos se habían prometido intercambiar bulbos de flores. Recordó que la larga conversación que habían tenido en el coche sobre los bulbos había cimentado su amistad. Carol mostraba una paciencia infinita hasta el final. Una nunca se hubiera imaginado, viendo a Carol sentada en el sofá de la señora French, con la copita que la señora French le rellenaba una y otra vez, que tenía prisa por marcharse. Cuando al fin se dijeron adiós, la señora French las besó en las mejillas.

Desde Denver, cogieron una autopista que iba por el norte hacia Wyoming. Se pararon a tomar café en el tipo de sitio que siempre preferían, un restaurante corriente con una barra y una máquina de discos. Pusieron monedas en la máquina, pero ya no era lo mismo. Therese sabía que ya no sería igual durante el resto del viaje, aunque Carol hablaba de ir a Washington incluso entonces, y quizá a Canadá. Pero Therese intuía que el objetivo de Carol era Nueva York.

Pasaron la noche en un camping montado de forma circular, como un campamento indio. Mientras se desnudaban, Carol miró al techo, donde la tienda acababa en pico, y dijo aburrida:

—Son problemas que sólo se buscan los imbéciles.

Y, por alguna razón, su comentario provocó en Therese una risa histérica. Se rió hasta que Carol se hartó y la amenazó con que si no se callaba, le haría beber de un trago un vaso entero de brandy. Therese seguía sonriendo de pie junto a la ventana con el brandy en la mano, esperando que Carol saliera de la ducha, cuando vio un coche que se acercaba a la amplia tienda de la oficina del camping y se paraba. Al cabo de un momento, el hombre que había entrado en la oficina salió y miró a su alrededor, al oscuro círculo rodeado de tiendas indias. Fue su andar acechante lo que le llamó la atención. Aunque no le veía la cara ni distinguía claramente su silueta, enseguida se convenció de que era el detective.

—¡Carol! —la llamó.

Carol apartó la cortina de la ducha y la miró, dejando de secarse.

—¿Es…?

—No estoy segura, pero creo que sí —dijo, y vio cómo el enfado invadía la cara de Carol endureciéndole los rasgos. El susto hizo que Therese recobrara la sobriedad de golpe, como si hubieran insultado a Carol o a ella.

—¡Mierda! —exclamó Carol, y tiró la toalla al suelo. Se puso la bata y se ató el cinturón—. ¿Pero qué está haciendo?

—Creo que se ha parado aquí. —Therese seguía junto a la ventana—. De todas maneras su coche sigue al lado de la oficina. Si apagamos la luz, veré mucho mejor.

—Oh, no —gruñó Carol—. No lo soporto. Me aburre —dijo en tono de hastío y disgusto.

Therese sonrió a medias y controló otro insano impulso de echarse a reír, porque Carol se hubiera puesto furiosa. Luego vio cómo el coche se dirigía a la tienda que servía de garaje y que estaba al otro lado del círculo.

—Sí, se queda. Es un sedán negro de dos puertas.

Carol se sentó en la cama con un suspiro y le dedicó a Therese una rápida sonrisa causada y aburrida, con resignación, impotencia y rabia.

—Dúchate y vuelve a vestirte.

—Pero si no sé seguro si es él…

—Esa es la putada, querida.

Therese se duchó y, una vez vestida, se tumbó junto Carol. Carol había apagado la luz. Fumaba un cigarrillo tras otro en la oscuridad y no decía nada hasta que, al final, le tocó el brazo a Therese y le dijo:

—Vámonos.

Eran las tres y media de la madrugada cuando salieron del camping. Habían pagado por adelantado. No se veía ninguna luz y, a menos que el detective estuviera vigilándolas con la luz apagada, nadie las observaba.

—¿Qué quieres hacer? ¿Quieres que vayamos a dormir a otro sitio? —le preguntó Carol.

—No. ¿Y tú?

—No. A ver cuántos kilómetros podemos hacer. —Pisó el acelerador a fondo. La carretera era clara y recta, al menos hasta donde llegaban las luces.

Cuando empezaba a amanecer, un coche de la policía las detuvo por exceso de velocidad y Carol tuvo que pagar una multa de veintidós dólares en un pueblo llamado Central City, en Nebraska. Tuvieron que retroceder cincuenta kilómetros siguiendo al policía de tráfico hasta el pueblecito, pero Carol no dijo una sola palabra, a diferencia de lo que era habitual en ella, a diferencia de aquella vez en que se había justificado y había procurado halagar a un agente de tráfico de Nueva Jersey para que no la detuvieran por la misma infracción.

—Irritante —dijo al volver al coche, y eso fue lo único que dijo en varias horas.

Therese se ofreció a conducir, pero Carol le dijo que prefería seguir ella. La lisa pradera de Nebraska se extendía ante ellas, a trozos amarillenta por los rastrojos húmedos y otras veces marrón de la tierra y la piedra desnudas, con un aspecto engañosamente cálido bajo la blanca luz invernal. Como ahora iban un poco más despacio, Therese tuvo la aterradora sensación de que no avanzaban, como si fuese la tierra la que pasaba bajo ellas y ellas siguieran inmóviles. Miró carretera atrás, buscando otro coche de policía, el del detective o aquella cosa sin nombre y sin forma que ella sentía que les perseguía desde Colorado Springs. Contempló la tierra y el cielo, buscando los hechos sin significado que su mente pugnaba por desentrañar, el buitre que planeaba lentamente en el cielo, la dirección de una maraña de maleza que brincaba con el viento sobre los campos arados, y si salía o no humo de una chimenea. Hacia las ocho, un sueño irresistible hizo que le pesaran los párpados y se le ensombreciera la cabeza, por eso apenas le sorprendió ver detrás el coche que estaba buscando, un sedán oscuro de dos puertas.

—Hay un coche como el que buscamos detrás del nuestro —dijo—. Tiene matrícula amarilla.

Carol no dijo nada durante un instante, pero miró por el retrovisor y resopló.

—Lo dudo. Y si es él, es más profesional de lo que yo creía. —Carol iba disminuyendo la velocidad—. Si le dejo pasar, ¿crees que lo reconocerás?

—Sí —dijo Therese. ¿Podría reconocerle incluso vislumbrándolo borrosa y fugazmente?

Carol aminoró la velocidad hasta casi pararse, cogió el mapa de carreteras, lo colocó sobre el volante y se puso a mirarlo. El otro coche se acercó, aquel hombre iba dentro, y siguió adelante.

—Sí —dijo Therese. El hombre no la había mirado.

Carol apretó el acelerador.

—Estás segura, ¿verdad?

—Segurísima. —Therese miró el velocímetro, que subió y pasó de cien—. ¿Qué vas a hacer?

—Hablar con él.

Carol disminuyó la velocidad a medida que la distancia entre los dos coches se reducía. Puso el coche a la altura del coche del detective y él se volvió a mirarlas. La línea recta de su boca siguió impasible, los ojos como puntos grises, tan inexpresivos como la boca, Carol le hizo una seña bajando la mano. El coche del hombre redujo velocidad.

—Baja la ventanilla —le dijo Carol a Therese.

El coche del detective se dirigió al arcén arenoso de la carretera y se detuvo.

Carol detuvo su coche con las ruedas traseras en la autopista y habló por encima de Therese.

—¿Le gusta nuestra compañía, o qué?

El hombre salió del coche y cerró la puerta. Casi tres metros de tierra separaban ambos coches, recorrió la mitad del espacio y se paró. Sus ojillos mortecinos tenían un borde oscuro alrededor del iris grisáceo, como los ojos fijos e inanimados de una muñeca. No era joven. Parecía tener la cara curtida por los distintos climas que había atravesado, y la sombra de la barba había hecho más profundas las arrugas de las comisuras de la boca.

—Estoy haciendo mi trabajo, señora Aird —dijo.

—Ya se ve. Un trabajo asqueroso, ¿no?

El detective dio unos golpecitos a un cigarrillo sobre la uña de su pulgar y luego lo encendió bajo el tempestuoso viento, con una lentitud que sugería pose.

—Por lo menos, ya está a punto de terminar.

—¿Entonces por qué no nos deja en paz? —dijo Carol, con un tono tan tenso como el brazo que apoyaba en el volante.

—Porque tengo órdenes de seguirla durante este viaje. Pero si vuelve a Nueva York, ya no la seguiré. Le aconsejo que vuelva, señora Aird. ¿Piensa volver?

—No, no pienso.

—Tengo cierta información y yo diría que le interesa volver para arreglar unas cuantas cosas.

—Gracias —le dijo Carol cínicamente—. Le agradezco que me lo haya dicho, pero todavía no pensaba volver. Pero le puedo dar nuestro itinerario y así puede dejarnos solas y seguir durmiendo.

El detective le dedicó una falsa y vacua sonrisa. No era una sonrisa humana, sino la de una máquina a la que han dado cuerda.

—Creo que volverá usted a Nueva York. Le estoy dando un buen consejo, Es su hija lo que está en juego. Supongo que ya lo sabe, ¿verdad?

—¡Mi hija es mía!

Al hombre se le retorció una de las arrugas de la mejilla.

—Los seres humanos no somos propiedad de nadie, señora Aird.

—¿Va usted a seguirnos durante el resto del camino? —dijo Carol alzando la voz.

—¿Va usted a volver a Nueva York?

—No.

—Yo creo que sí volverá —dijo el detective, se dio la vuelta y se dirigió despacio a su coche.

Carol puso el coche en marcha. Buscó la mano de Therese y se la apretó un momento para darse confianza, y luego el coche salió disparado hacia adelante. Therese apoyó los codos en las rodillas y se apretó la frente con las manos, rindiéndose a un impacto y una vergüenza que nunca había sentido y que había tenido que disimular ante el detective.

—¡Carol!

Carol estaba llorando en silencio. Therese miró sus labios curvados hacia abajo. No eran los labios de Carol, parecía el puchero de una niña. Contempló incrédula la lágrima que rodaba por su mejilla.

—Dame un cigarrillo —dijo Carol.

Cuando Therese se lo pasó, encendido, ella ya se había secado la lágrima y el llanto había terminado. Condujo despacio durante un rato, mientras fumaba.

—Coge la pistola de la parte de atrás —dijo Carol.

Therese no se movió.

Carol la miró.

—¿Quieres hacer lo que te he dicho?

Therese se deslizó ágilmente con sus pantalones holgados en el asiento trasero, cogió la maleta azul marino y la puso sobre el asiento. Abrió las cerraduras y sacó el jersey que envolvía la pistola.

—Dámela —dijo Carol tranquilamente—. Quiero llevarla encima. —Alargó la mano por encima del hombro y Therese le dio la pistola por la culata blanca y luego volvió al asiento delantero.

El detective aún las seguía, iba un kilómetro detrás de ellas, detrás del camión de animales de granja que había entrado en la autopista por una sucia carretera lateral. Carol le tenía cogida la mano a Therese y conducía con la izquierda. Therese bajó los ojos hacia los levemente pecosos que enterraban sus frías y fuertes yemas en la palma de su propia mano.

—Voy a volver a hablar con él —dijo Carol, levantando el pie del pedal—. Si no quieres estar delante, te dejo en la próxima gasolinera y luego vuelvo a recogerte.

—No quiero dejarte —dijo Therese. Carol iba a pedirle al detective las credenciales y Therese se imaginó a Carol herida, y al hombre sacando una pistola rápidamente y disparándole antes de que ella pudiera apretar el gatillo. Pero cosas así no pasaban, no pasarían, pensó Therese, y sintió escalofríos. Le acarició la mano a Carol.

—De acuerdo. No te preocupes. Sólo quiero hablar con él. —Se desvió súbitamente por una pequeña carretera que había a la izquierda de la autopista. La carretera atravesaba prados en pendiente y luego giraba y se adentraba en un bosque. Carol conducía deprisa, aunque la carretera era mala—. Viene, ¿no?

—Sí.

Había una granja en las ondulantes colinas, y luego sólo un paisaje rocoso y cubierto de maleza, y la carretera que desaparecía por las curvas que había ante ellas. En un lugar donde la carretera se pegaba a la ladera de una colina, Carol giró en una curva y detuvo el coche descuidadamente en medio de la carretera.

Buscó en el bolsillo lateral y sacó la pistola. La abrió y Therese vio las balas dentro. Después, Carol miró por el cristal del parabrisas y dejó caer sus manos con la pistola en el regazo.

—Será mejor que no, será mejor que no —dijo rápidamente, y guardó otra vez la pistola en el bolsillo. Luego colocó el coche a un lado, junto a la ladera—. Quédate en el coche —le dijo a Therese, y salió.

Therese oyó el automóvil que se acercaba. Carol avanzó lentamente y después, a la vuelta de la curva, apareció el coche del detective. No iba muy deprisa, pero los frenos chirriaron, y Carol se echó a un lado de la carretera. Therese abrió la puerta ligeramente y se apoyó en la ventanilla.

El hombre salió del coche.

—¿Y ahora qué? —dijo alzando la voz en medio del viento.

—¿Y a usted qué le parece? —dijo Carol acercándose a él—. Quiero todo lo que tenga sobre mí. Cintas y todo.

El detective apenas enarcó las cejas sobre los desvaídos puntos de sus ojos. Se apoyó en el parachoques delantero, sonriendo presuntuosamente. Miró a Therese y luego a Carol.

—Ya lo he mandado todo. Sólo me quedan unas pocas notas, de horas y sitios.

—Muy bien. Me gustaría tenerlas.

—¿Quiere decir que le gustaría comprarlas?

—Yo no he dicho eso, he dicho que me gustaría tenerlas. ¿A usted le gustaría venderlas?

—No podrá sobornarme —dijo él.

—¿Por qué hace esto sino por dinero? —le preguntó Carol impaciente—. ¿Por qué no ganar un poco más? ¿Cuánto va a ganar por lo que ha conseguido?

Él se cruzó de brazos.

—Ya le he dicho que lo he mandado todo. Sería tirar su dinero.

—No creo que haya podido mandar las cintas de Colorado Springs —dijo Carol.

—¿No? —preguntó él sarcásticamente.

—No. Le daré por ellas lo que pida.

Él miró a Carol de arriba abajo, echó una ojeada a Therese, y su boca se hizo aún más grande.

—Démelas, las cintas, los discos o lo que sean —dijo Carol, y el hombre se movió.

Se acercó al coche, hacia el maletero. Therese oyó el tintineo de las llaves mientras se abría. Therese salió del coche, incapaz de seguir allí sentada por más tiempo. Avanzó hacia Carol y luego se detuvo. El detective rebuscaba en una gran maleta. Cuando se enderezó, la tapa del maletero levantada le quitó el sombrero. Él dio un paso hacia el arcén para cogerlo y que no se lo llevase el viento. Tenía algo en la mano, demasiado pequeño como para que se distinguiera.

—Estas son dos —dijo—. Supongo que valen quinientos. Valdrían más si no hubiera otras en Nueva York.

—Es usted un buen vendedor. No le creo —dijo Carol.

¿Por qué? En Nueva York tenían prisa por conseguirlas. —Recogió su sombrero y cerró el maletero—. Pero ahora ya tienen suficiente. Ya le dije que sería mejor que volviera a Nueva York, señora Aird. —Apagó el cigarrillo en el polvo, pillándolo con el talón—. ¿Piensa volver ahora?

—No he cambiado de idea —dijo Carol.

—Yo no estoy del lado de nadie —dijo el detective, encogiéndose de hombros—. Cuanto antes vuelva usted a Nueva York, antes podré retirarme.

—Podemos hacer que se retire ahora mismo. En cuanto me dé eso, puede salir de aquí y seguir en la misma dirección.

El detective había extendido lentamente la mano con el puño cerrado. Como en uno de esos juegos de azar, la mano podía estar vacía.

—¿Está usted segura de que quiere pagar quinientos dólares por éstas? —preguntó.

Carol miró la mano del hombre y luego abrió su bolso. Sacó la cartera y el talonario.

—Prefiero efectivo —dijo él.

—No tengo.

—De acuerdo. —Se encogió de hombros otra vez—. Aceptaré un cheque.

Carol lo rellenó apoyándose en el coche del hombre.

Mientras él se inclinaba a observar a Carol, Therese vio un pequeño objeto negro en su mano. Se acercó más. El hombre le estaba deletreando su apellido. Cuando Carol le dio el cheque, él le dio dos cajitas.

—¿Desde cuándo lleva usted grabándolas?

—Escúchelas y lo sabrá.

—¡Yo no he venido aquí a jugar! —dijo Carol, y su voz se quebró.

—No diga que no la he avisado —sonrió, doblando el cheque—. No le he dado todo. En Nueva York hay mucho más.

Carol cerró el bolso y se volvió hacia el coche sin mirar a Therese. Luego se detuvo y volvió a mirar al detective.

—Si usted ya ha hecho lo que le pedían, ya puede retirarse, ¿o no? ¿Tengo su palabra?

El hombre estaba junto al coche, con una mano en la puerta y mirándola.

—Todavía trabajo, señora Aird, sigo trabajando para mi oficina. A menos que usted coja un avión y vuelva a casa. O hacia algún otro sitio. Ahora deme esquinazo si quiere. Tendré que dar alguna explicación en mi oficina porque ya no tengo nada de los últimos días en Colorado Springs. Tendré que proporcionarles algo más emocionante que esto.

—¡Deje que ellos se inventen algo emocionante!

La sonrisa del detective puso sus dientes al descubierto. Volvió al coche. Encendió el motor y sacó la cabeza por la ventanilla para mirar. Luego enderezó el coche con un giro rápido. Se dirigió hacia la autopista.

El ruido del motor se desvaneció enseguida. Carol se acercó lentamente hacia el coche, entró y se quedó mirando por el parabrisas hacia la polvareda que se levantaba unos metros delante. Estaba tan pálida como si se hubiera desmayado.

Therese se hallaba a su lado. Le rodeó los hombros con el brazo. Le apretó la hombrera del abrigo y se sintió tan inútil como si fuera una extraña.

—Supongo que casi todo es mentira —dijo Carol de repente.

Pero tenía la cara gris. Le habían robado toda la energía de su voz.

Abrió la mano y miró las cajitas redondas.

—Supongo que este sitio es tan bueno como cualquier otro. —Salió del coche y Therese la siguió. Carol abrió una de las cajitas y sacó un rollo de cinta que parecía celuloide—. Es pequeña, ¿no? Supongo que arderá. Quemémosla.

Therese encendió una cerilla en el interior del coche. La cinta ardió rápidamente. Therese la echó al suelo y el viento apagó las llamas. Carol le dijo que no se molestara en volver a intentarlo, que luego podían tirarlas a un rio. Estaba sentada en el coche fumando.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—Las doce menos veinte. —Therese volvió a meterse en el coche y Carol lo puso en marcha inmediatamente. Volvieron hacia la autopista.

—Voy a Omaha a llamar a Abby y después a mi abogado.

Therese miró el mapa de carreteras. Omaha era la próxima gran ciudad si se desplazaban levemente hacia el sur. Carol parecía cansada. Therese sentía su ira aún sin apaciguar en el silencio que reinaba. El coche se sacudió al pasar por un surco y Therese oyó el golpe de la botella de cerveza que rodaba por algún sitio del coche. Era la cerveza que no había podido abrir el primer día. Tenía hambre, llevaba varias horas sintiendo un hambre atroz.

—¿Quieres que conduzca yo?

—Muy bien —dijo Carol cansada, relajándose como si se hubiera rendido. Paró el coche.

Therese se deslizó a su lado junto al volante.

—¿Y si parásemos a desayunar?

—No podría comer nada.

—¿Y beber?

—Pararemos en Omaha.

Therese aceleró hasta que el velocímetro pasó los ciento cinco y se quedó justo por debajo de ciento diez. Era la autopista número 30. Quedaban, pues, cuatrocientos cuarenta kilómetros hasta Omaha y la carretera no era de primera clase.

—Tú no te crees lo de que haya enviado cintas a Nueva York, ¿no?

—¡No me hables de eso! ¡No puedo más!

Therese apretó el volante y luego, deliberadamente, lo soltó. Sentía un tremendo pesar cerniéndose sobre ellas ante ellas. Era un pesar que estaba empezando a revelar toda su magnitud, y se dirigían hacia él, inexorablemente. Recordó la cara del detective y la expresión apenas perceptible que ahora comprendía: era malicia. Malicia lo que había en su sonrisa, por mucho que él dijera que no estaba de ningún lado, y ella percibía en él un deseo personal de separarlas, porque él sabía que estaban juntas. Ahora acababa de ver lo que antes sólo intuía, que el mundo entero estaba dispuesto a convertirse en su enemigo, y de pronto lo que Carol y ella habían encontrado juntas ya no parecía amor ni una cosa feliz, sino un monstruo que se situaba entre las dos y las encerraba en un puño.

—Estaba pensando en aquel cheque —dijo Carol.

Lo sintió como otra piedra que cayera en su interior.

—¿Crees que irán a la casa? —preguntó Therese.

—Es posible. Simplemente es posible.

—No creo que lo encuentren. Está muy metido debajo del tapete —dijo Therese. Pero también estaba la carta dentro del libro. Un extraño orgullo le encendió el ánimo por un momento y luego se desvaneció. Era una carta hermosa y ella casi prefería que la encontraran en vez del cheque, aunque sería tan incriminatoria como el cheque y probablemente la convertiría en algo igualmente sucio. La carta que nunca le había dado y el cheque que ella nunca cobró. Ciertamente, era mucho más probable que encontrasen la carta que el cheque. Therese no se sentía con fuerzas para contarle a Carol lo de la carta, aunque no sabía si era mera cobardía o un deseo de evitarle más sufrimientos. Vio un puente ante ellas—. Ahí hay un rio —dijo—. ¿Qué te parece si tiramos las cintas?

—Muy bien —dijo Carol, y le pasó las dos cajitas. Había vuelto a meter la cinta medio quemada en su caja.

Therese las cogió y las tiró por encima de la verja metálica, pero no miró dónde caían. Miró al joven vestido con un mono de trabajo que se acercaba andando al otro lado del puente, odiándose a sí misma por el absurdo resentimiento que sintió contra él.

Carol llamó desde un hotel de Omaha. Abby no estaba en casa y Carol le dejó un mensaje diciendo que volvería a llamarla a las seis de aquella tarde, que era cuando la esperaban. Dijo que era inútil llamar ahora a su abogado porque habría salido a comer y no volvería hasta después de las dos. Carol quería lavarse y luego ir a beber algo.

Tomaron un Old Fashioned en el bar del hotel, en completo silencio. Carol pidió otro y Therese la imitó, pero Carol le dijo que ella debía comer algo. El camarero le dijo a Therese que no servían comida en el bar.

—Ella quiere comer algo —dijo Carol con firmeza.

—El comedor está al final del vestíbulo, señora, y hay también cafetería…

—Carol, puedo esperar —dijo Therese.

—¿Puede traernos la carta? Ella prefiere comer aquí —dijo Carol mirando al camarero.

El camarero dudó y luego dijo:

—Sí, señora. —Y fue a buscar la carta.

Mientras Therese comía huevos revueltos con salchichas, Carol se tomó su tercera copa. Al final, Carol le dijo en un tono de desesperanza:

—Querida, ¿puedo pedirte que me perdones?

El tono hirió a Therese más aún que la pregunta.

—Te quiero, Carol.

—¿Pero te das cuenta de lo que significa?

—Sí —contestó. Y pensó en aquel momento de derrota en el coche, que había sido sólo un momento, como ahora era sólo una situación pasajera—. No veo por qué siempre tendría que significar esto. No veo que esto pueda destruir nada —dijo con sinceridad.

Carol se apartó la mano de la cara y se recostó en su asiento. A pesar del cansancio, era como siempre la había visto Therese: los ojos que al analizarla podían ser tiernos y duros al mismo tiempo, los rojos labios, fuertes y suaves, aunque su labio superior temblaba casi imperceptiblemente.

—¿Y tú? —le preguntó Therese, y de pronto se dio cuenta de que era una pregunta tan importante como la que Carol le había planteado sin palabras en la habitación del hotel de Waterloo. De hecho, era la misma pregunta.

—No. Creo que tienes razón —dijo Carol—. Tú haces que me dé cuenta.

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