Carol

Carol


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Carol fue hacia el teléfono. Eran las tres. Therese pagó la cuenta y luego se quedó sentada, esperando, preguntándose cuándo se acabaría y si la palabra tranquilizadora llegaría del abogado de Carol o de Abby, o si volvería a empeorar después de mejorar. Carol llevaba media hora fuera.

—Mi abogado no sabe nada —dijo—. Y yo tampoco le he dicho nada. No puedo. Tendré que escribirle.

—Eso pensaba yo.

—¿Ah, sí? —dijo Carol con su primera sonrisa del día—. ¿Qué te parece si cogemos una habitación aquí? No me siento con fuerzas para seguir viajando.

Carol hizo que le subieran su almuerzo a la habitación. Las dos se echaron a dormir la siesta, pero a las cinco menos cuarto, cuando Therese se despertó, Carol se había ido. Miró por la habitación y vio los guantes negros de Carol sobre el tocador y sus mocasines uno junto al otro al lado del sillón. Therese suspiró, temblorosa. El sueño no la había descansado. Abrió la ventana y miró abajo. Estaban en la séptima u octava planta, no se acordaba. Un tranvía pasó frente al hotel y, desde la acera, la gente avanzó en ambas direcciones. Por su cabeza cruzó la idea de saltar. Miró el parduzco horizonte de edificios grises y cerró los ojos. Luego dio la vuelta y Carol estaba en la habitación de pie junto a la puerta, observándola.

—¿Dónde estabas? —le preguntó Therese.

—Escribiendo esa mierda de carta.

Carol cruzó la habitación y aprisionó a Therese en sus brazos. Therese sintió las uñas de Carol a través de su chaqueta.

Cuando Carol se fue a llamar, Therese dejó la habitación y vagó por el pasillo hacia los ascensores. Bajó al vestíbulo y se sentó a leer un artículo sobre los gorgojos en

La Gaceta del Horticultor y se preguntó si Abby sabría todo aquello de los gusanos del trigo. Miró el reloj y al cabo de veinticinco minutos volvió a subir.

Carol estaba echada en la cama fumando. Therese esperó a que le hablase ella.

—Querida, tengo que ir a Nueva York —dijo Carol.

Therese ya lo sabía. Se acercó al pie de la cama.

—¿Qué más sabía Abby?

—Me ha dicho que ha vuelto a ver al tal Bob Haversham —Carol se incorporó sobre un codo—. Pero él tampoco sabe nada de este tema. Nadie parece saber nada, excepto que se está tramando algo malo. No puede pasar mucho más hasta que yo llegue. Pero tengo que estar allí.

—Desde luego.

Bob Haversham era el amigo de Abby que trabajaba en la empresa de Harge en Newark, no era íntimo amigo de Abby ni de Harge, sino sólo un enlace, un leve enlace entre los dos, la única persona que podía saber algo de lo que estuviera haciendo Harge, siempre que pudiera reconocer a un detective o escuchar parte de una conversación telefónica en la oficina de Harge. Casi no servía de nada, pensó Therese.

—Abby va a ir a buscar el cheque —dijo Carol, sentada en la cama y buscando sus mocasines.

—¿Tiene llave?

—Ojalá la tuviera. No. Tendrá que conseguir la de Florence. Pero todo saldrá bien. Le he dicho que le dijese a Florence que yo quería que me enviase un par de cosas.

—¿Podrías decirle que cogiera también una carta? Me dejé una carta dentro de un libro, en mi habitación. Siento no habértelo dicho antes. No sabía que fueras a enviar a Abby allí.

—¿Algo más? —dijo Carol, con el ceño fruncido.

—No. Siento no habértelo dicho antes.

—Bueno, no te preocupes más —dijo Carol. Suspiró y se levantó—. Dudo mucho que se molesten en ir a la casa, pero de todas maneras le diré a Abby lo de la carta. ¿Dónde está?

—En el

Libro de versificación inglesa. Creo que lo dejé sobre el escritorio —contestó. Y observó cómo Carol miraba por la habitación a todas partes salvo a ella.

—Prefiero que no nos quedemos aquí esta noche —dijo Carol.

Media hora más tarde estaban en el coche y se dirigían hacia el este. Carol quería llegar aquella noche a Des Moines. Tras un silencio de más de una hora, Carol se detuvo súbita mente al borde de la carretera, inclinó la cabeza y exclamó:

—¡Mierda!

A la luz de los coches que pasaban, Therese vio las ojeras oscuras bajo los ojos de Carol. La noche anterior apenas había dormido.

—Volvamos al pueblo más cercano —dijo Therese—. Estamos todavía a ciento veinte kilómetros de Des Moines.

—¿Quieres ir a Arizona? —le preguntó Carol, como si sólo tuvieran que dar la vuelta.

—Ah, Carol, ¿para qué hablar de eso? —preguntó. De pronto la invadió un sentimiento de desesperación. Las manos le temblaban mientras encendía un cigarrillo. Le pasó el cigarrillo a Carol.

—Porque quiero hablar de eso. ¿Podrías estar fuera otras tres semanas?

—Claro —dijo. Claro, claro que podía. Lo único que quería era estar con Carol, en cualquier parte, de cualquier manera. En marzo era la obra de Harkevy. Harkevy podía encargarle un trabajo en alguna otra parte, pero los trabajos eran inciertos y en cambio Carol no.

—No tengo por qué estar en Nueva York más de una semana como máximo, porque el divorcio está en trámite. Hoy me lo ha dicho Fred, mi abogado. ¿Por qué no pasamos unas semanas en Arizona? O en Nuevo México. No quiero quedarme en Nueva York durante el resto del invierno —dijo Carol. Conducía despacio. Tenía los ojos muy distintos, súbitamente vivos, como su voz.

—Claro que me gustaría. A cualquier parte.

—Muy bien. Sigamos. Vamos a Des Moines. ¿Y si conduces tú un rato?

Cambiaron de sitio. Faltaba poco para la medianoche cuando llegaron a Des Moines y encontraron habitación en un hotel.

—¿Por qué tienes que volver a Nueva York? —le preguntó Carol—. Podrías quedarte el coche y esperarme en algún sitio, en Tucson o Santa Fe, y yo podría coger el avión.

—¿Y dejarte? —Therese se volvió. Estaba frente al espejo peinándose.

—¿Qué quieres decir con «dejarme»? —preguntó Carol sonriendo.

La había cogido por sorpresa y en ese momento vio una expresión en el rostro de Carol que, pese a que Carol la miraba resueltamente, le cortó el flujo de sus sentimientos. Era como si Carol la hubiera empujado a un rincón de la mente para hacer frente a algo más importante.

—Pues dejarte ahora —dijo Therese, volviéndose rápidamente hacia el espejo—. Bueno, quizá sea buena idea. Será más rápido para ti.

—Pensaba que tal vez preferías quedarte en algún sitio del Oeste. A menos que quieras hacer algo en Nueva York en esos días —dijo Carol en tono indiferente.

—No —contestó. Temía aquellos helados días de Manhattan en que Carol estaría tan ocupada que apenas podría verla. Y también pensó en el detective. Si Carol cogía un avión, no la perseguiría ni acosaría. Intentó imaginarse a Carol llegando sola al Este, a enfrentarse con algo que aún no conocía, algo para lo que le era imposible prepararse. Se imaginó a sí misma en Santa Fe, esperando una llamada telefónica o una carta de Carol. Pero no le era fácil imaginarse a más de tres mil kilómetros de Carol—. ¿Sólo una semana, Carol? —le preguntó, peinándose otra vez su bonito pelo largo hacia un lado. Había engordado, pero tenía la cara más delgada, se dio cuenta de pronto y le gustó. Parecía mayor.

En el espejo vio a Carol acercarse por detrás. La respuesta fue el placer de sentir los brazos de Carol deslizándose en torno a ella, impidiéndole pensar. Y Therese se volvió antes de lo que pensaba y se quedó de pie junto a la esquina del tocador mirando a Carol, momentáneamente confundida por la ambigüedad de lo que estaban hablando, el espacio y el tiempo, el metro que ahora las separaba y los tres mil doscientos kilómetros que las separarían luego. Se peinó otra vez.

—¿Sólo una semana?

—Eso es lo que he dicho —replicó Carol con ojos risueños, pero Therese advirtió en su tono la misma dureza que en su propia pregunta, como si se estuvieran desafiando mutuamente—. Si no quieres quedarte con el coche, puedo llevármelo al Este.

—No me importa quedármelo.

—Y no te preocupes por el detective. Le pondré un telegrama a Harge diciéndole que voy para allá.

—No me preocupa eso —dijo. ¿Cómo podía Carol ser tan fría, se preguntó Therese, pensando en todo lo demás excepto en que iban a separarse? Dejó el cepillo del pelo sobre la mesa.

—Therese, ¿crees que lo voy a pasar bien con todo esto?

Y Therese pensó en los detectives, el divorcio, las hostilidades, todas las cosas a las que Carol tendría que enfrentarse. Carol le tocó las mejillas, le apretó las palmas contra ellas de manera que su boca se abrió como la de un pez y Therese tuvo que sonreír. Se quedó de pie junto al tocador, observándola, observando cada movimiento de sus manos y de sus pies, mientras Carol se quitaba los calcetines y volvía a ponerse los mocasines. No había nada que añadir a aquello. ¿Qué podían tener que explicarse, preguntarse o prometerse con palabras? Ni siquiera necesitaban ver los ojos de la otra. Therese la vio coger el teléfono y luego se echó en la cama boca abajo mientras Carol reservaba su billete de avión para el día siguiente. El billete de ida para las once de la mañana siguiente.

—¿Adónde crees que irás? —le preguntó Carol.

—No lo sé. Podría volver a Sioux Falls.

—¿Al sur de Dakota? —Carol le sonrió—. ¿No prefieres Santa Fe? Es más cálido.

—Esperaré a verlo contigo.

—¿Y Colorado Springs?

—¡No! —Therese se rió y se levantó. Cogió su cepillo de dientes y entró en el cuarto de baño—. Quizá pueda coger algún trabajo de una semana.

—¿Qué tipo de trabajo?

—Cualquiera. Sólo para no pensar tanto en ti, ¿sabes?

—Yo quiero que pienses en mí. No cojas un trabajo de dependienta de una tienda.

—No —dijo. Se quedó junto a la puerta del cuarto de baño, mirando cómo Carol se quitaba la combinación y se ponía el batín.

—¿Te preocupa el dinero?

Therese deslizó las manos en los bolsillos del batín y cruzó los pies.

—No me preocupa arruinarme. Me preocuparé cuando se me acabe el dinero del todo.

—Mañana te daré doscientos dólares para el coche —dijo Carol, y le tocó la nariz al pasar—. Y no uses el coche para recoger a desconocidos —añadió. Entró en el cuarto de baño y abrió el grifo de la ducha.

Therese entró tras ella.

—Creía que era yo la que iba a entrar en el baño.

—Voy a entrar yo, pero puedes pasar si quieres.

—Ah, gracias —dijo Therese, y se quitó la bata a la vez que Carol.

—¿Y bien? —dijo Carol.

—¿Y bien? —Therese se metió en la ducha.

—Estoy preparada —dijo Carol, se metió dentro también y le retorció el brazo a Therese por detrás, y Therese se echó a reír.

Therese quería abrazarla, besarla, pero manoteó con su brazo libre y arrastró la cabeza de Carol contra ella, bajo el chorro de agua, de modo que Carol resbaló.

—¡Para! ¡Nos vamos a caer! —exclamó Carol—. ¡Por Dios! ¿Es que dos personas no se pueden duchar tranquilamente?

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