Carol

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En Sioux Falls Therese detuvo el coche frente al hotel donde habían estado antes, el Hotel Warrior. Eran las nueve y media de la noche. Carol debía de haber llegado a su casa hacía una hora, pensó Therese. Pensaba llamarla a medianoche.

Cogió una habitación, hizo que le subieran su equipaje y luego salió a dar un paseo por la calle principal. Había un cine y se le ocurrió que nunca había ido al cine con Carol. Entró. Pero no estaba con ánimo para concentrarse en la película, aunque salía una mujer con una voz que le recordaba un poco la de Carol, que no era como las demás voces nasales y monocordes que oía a su alrededor. Pensó en Carol, que en ese momento estaría a miles de kilómetros de allí, pensó en que aquella noche dormiría sola, salió del cine y volvió a vagar por la calle. Había un drugstore donde una mañana Carol y ella habían comprado toallitas de papel y pasta de dientes. Y la esquina donde Carol se había parado a leer los nombres de las calles: Quinta y Nebraska. Se compró un paquete de tabaco en el mismo drugstore, volvió andando al hotel y se sentó en el vestíbulo, fumando, saboreando la olvidada sensación de estar sola. Era sólo un estado físico. En realidad, no se sentía sola. Leyó unos periódicos durante un rato, luego cogió las cartas de Dannie y Phil que habían llegado en los últimos días de Colorado Springs, las sacó del bolso y les echó un vistazo.

… Vi a Richard hace dos noches solo en el Palmermo [decía la carta de Phil]. Le pregunté por ti y me dijo que ya no te escribía. Me imagino que ha habido una pequeña ruptura, pero tampoco le presioné para que me diera más información. No estaba de humor para hablar. Y últimamente tampoco somos tan amigos, ya sabes… Le estuve hablando de ti a un mecenas teatral llamado Francia Puckett, que va a poner cincuenta mil dólares en cierta obra francesa que se estrena en abril. Te mantendré al corriente porque todavía no tienen director de escena… Dannie te manda saludos cariñosos. Dentro de poco se irá a alguna parte, tiene todo el aspecto, y yo tendré que buscar nuevos cuarteles de invierno o encontrar un compañero de habitación… ¿Te llegaron los recortes de prensa que te mandé sobre

Llovizna?

Con los mejores deseos, Phil

La breve carta de Dannie decía así:

Querida Therese:

Existe la posibilidad de que vaya a la Costa a final de este mes para coger un trabajo en California. Tengo que decidirme entre eso [un trabajo de laboratorio] y una oferta de una empresa química en Maryland. Pero si puedo verte un día en Colorado o donde sea, adelantaré el viaje. Probablemente cogeré el trabajo de California porque creo que ofrece mejores perspectivas. ¿Me avisarás dónde vas a estar? No importa mucho dónde sea; hay muchas maneras de llegar a California. Si a tu amiga no le importa, estaría muy bien pasar unos días contigo donde fuese. De todas maneras, estaré en Nueva York hasta el 28 de febrero.

Besos, Dannie

Ella aún no le había contestado. Pensaba enviarle la dirección al día siguiente, en cuanto encontrase una habitación en la ciudad. Pero, respecto al próximo destino, tendría que hablar con Carol. ¿Y cuándo podría decírselo Carol? Se preguntó con qué se habría encontrado Carol aquella noche en Nueva Jersey, y su valor se desvaneció en la melancolía. Cogió un periódico y miró la fecha. Quince de febrero. Veintinueve días desde que había salido de Nueva York con Carol. ¿Podía ser que hubieran pasado tan pocos días?

Arriba, en su habitación, pidió la conferencia con Carol, se bañó y se puso el pijama. Entonces sonó el teléfono.

—Hoolaa —dijo Carol, como si hubiera esperado mucho tiempo—. ¿Cómo se llama ese hotel?

—Es el Warrior. Pero no me voy a quedar aquí.

—No habrás recogido a desconocidos por la carretera, ¿verdad?

Therese se rió. La voz lenta de Carol le llegaba tan cerca como si pudiera tocarla.

—¿Qué noticias tienes? —le preguntó.

—¿Esta noche? Nada. La casa está helada y Florence no se puede quedar hasta mañana. Está Abby. ¿Quieres saludarla?

—¿No estará ahí a tu lado?

—Nooo. Arriba, en la habitación verde y con la puerta cerrada.

—La verdad es que ahora no me apetece hablar con ella.

Carol quería saber todo lo que había hecho, cómo eran las carreteras y si llevaba el pijama amarillo o el azul.

—Me va a costar mucho dormir esta noche sin ti.

—Sí —contestó Therese. Inmediatamente sintió las lágrimas pugnando por salir de sus ojos.

—¿Sólo «sí»?

—Te quiero.

Carol silbó. Luego, silencio.

—Abby había cogido el cheque, cariño, pero no la carta. No le ha llegado mi telegrama, pero no hay carta alguna por ninguna parte.

—¿Pero has encontrado el libro?

—Si, hemos encontrado el libro, pero no hay nada dentro.

Therese dudó si se habría dejado la carta en su propio apartamento. Pero en su mente apareció muy clara la imagen del libro con la carta dentro.

—¿Crees que ha entrado alguien en la casa?

—No, y lo sé por varias razones. No te preocupes por eso, ¿eh?

Un momento después, Therese se deslizaba dentro de la cama y apagaba la luz. Carol le había pedido que la llamase otra vez la noche siguiente. Durante un rato, el sonido de la voz de Carol permaneció en sus oídos. Más tarde empezó a invadirla cierta melancolía. Se echó boca arriba, con los brazos rectos a los lados y una sensación de vacío en torno a ella, como si yaciera muerta, a punto de ser enterrada, y luego se quedó dormida.

A la mañana siguiente encontró una habitación a su gusto en una casa de una de las calles que subían hacia las colinas, una amplia habitación que daba a la fachada principal. La ventana era un mirador, estaba llena de plantas y tenía cortinas blancas. Había una cama con dosel y una alfombra ovalada clavada en el suelo. La mujer le dijo que eran siete dólares a la semana, pero Therese le dijo que no sabía si se quedaría una semana, así que mejor le pagarla día a día.

—Es lo mismo —dijo la mujer—. ¿De dónde es usted?

—De Nueva York.

—¿Viene a vivir aquí?

—No. Sólo espero a alguien que se reunirá conmigo.

—¿Hombre o mujer?

—Una mujer —sonrió—. ¿Tiene sitio en esos garajes de detrás? He venido en coche.

La mujer le dijo que había dos plazas libres y que ella no cobraba las plazas de garaje a la gente que vivía allí. No era vieja, pero iba un poco encorvada y tenía un cuerpo frágil. Se llamaba Elizabeth Cooper. Llevaba quince años alquilando habitaciones, dijo, y dos de los tres huéspedes con los que había empezado aún seguían allí.

El mismo día conoció a Dutch Huber y su mujer, que regentaban el restaurante que había cerca de la biblioteca pública. Él era un hombre flaco y cincuentón, con curiosos ojillos azules. Edna, su mujer, era gorda y se ocupaba de la cocina. Hablaba mucho menos que él. Dutch había trabajado en Nueva York hacia unos años. Le preguntó por algunos barrios de la ciudad que ella no conocía, y ella mencionó sitios de los que Dutch no había oído hablar o había olvidado y, de alguna manera, la lenta y prolongada conversación les hizo reír a ambos. Dutch le preguntó si le gustaría ir con su mujer y él a las carreras de motos que se celebraban el sábado a un pocos kilómetros de la ciudad. Therese aceptó.

Compró cartulina y pegamento y se puso a trabajar en la primera maqueta que pensaba enseñarle a Harkevy cuando volviese a Nueva York. A las once y media, cuando salió a llamar a Carol desde el Warrior, casi la tenía acabada.

Carol no estaba y no contestó nadie. Therese siguió probando hasta la una, y luego volvió a casa de la señora Cooper.

La encontró a la mañana siguiente, hacia las diez y media. Carol le dijo que el día anterior se lo había contado todo a su abogado, pero ni su abogado ni ella podían hacer nada hasta averiguar los siguientes movimientos de Harge. Carol no se extendió mucho hablando con ella porque había quedado para tomar algo en Nueva York y antes tenía que escribir una carta. Por primera vez, parecía ansiosa por saber qué está haciendo Harge. Había intentado llamarle dos veces pero no había logrado comunicar con él. Pero lo que más afectó a Therese fue su brusquedad.

—No habrás cambiado de opinión respecto a nada, ¿no? —le preguntó Therese.

—Claro que no, querida. Mañana por la noche daré una fiesta. Te echaré de menos.

Therese atravesó el umbral del hotel, y sintió que la invadía la primera oleada sorda de soledad. ¿Qué haría la noche siguiente? ¿Leer en la biblioteca? Cerraban a las nueve. ¿Trabajar en otro decorado? Repasó los nombres de la gente que Carol le había dicho que iría a la fiesta: Max y Clara Tibett, la pareja que tenía un invernadero en la autopista, cerca de la casa de Carol, y a los que Therese ya había visto en una ocasión, Tessie, una amiga de Carol que no conocía, y Stanley McVeigh, el hombre con el que Carol había quedado la noche en que fueron a Chinatown. Carol no había mencionado a Abby.

Y tampoco le había dicho que la llamase al día siguiente.

Siguió andando y volvió a su mente el último momento en que había visto a Carol. Era como si la tuviera ante sus Ojos. Carol saludando con la mano desde la puerta del avión en el aeropuerto de Des Moines, Carol ya pequeña y lejana, porque Therese había tenido que quedarse detrás de la verja metálica que rodeaba el campo. Habían quitado la rampa, pero Therese había pensado que aún quedaban unos segundos hasta que cerraran la puerta y luego Carol había vuelto a aparecer sólo un segundo en la puerta para verla otra vez y enviarle un beso con la mano. Pero había sido muy mala suerte que hubiera tenido que volver a Nueva York.

El sábado Therese fue en coche a las carreras de motos y llevó con ella a Dutch y Edna porque el coche de Carol era más grande que el de ellos. Después, ellos la invitaron a cenar a su casa, pero ella no aceptó. Aquel día no le había llegado carta de Carol y ella esperaba al menos una nota. El domingo se deprimió y ni siquiera el paseo que dio por la tarde en coche desde Big Sioux a Dell Rapids le sirvió para cambiar la atmósfera de su mente.

El lunes por la mañana se sentó en la biblioteca a leer teatro. Hacia las dos, cuando la aglomeración de mediodía disminuía en el restaurante de Dutch, ella entró a tomar un té, y habló con Dutch mientras ponía en la máquina de discos las canciones que Carol y ella solían poner. Le había dicho a Dutch que el coche era de la amiga a la que estaba esperando. Y, gradualmente, las preguntas intermitentes de Dutch la llevaron a decirle que Carol vivía en Nueva Jersey, que probablemente llegaría en avión y que quería ir a Nuevo México.

—¿Carol quiere ir? —dijo Dutch, volviéndose hacia ella mientras secaba un vaso.

Therese sintió un extraño resentimiento porque él había pronunciado su nombre, y se propuso no hablar más de Carol a nadie de aquella ciudad.

El martes llegó carta de Carol. Era sólo una breve nota, pero decía que Fred estaba más optimista respecto a todo, y parecía que sólo tendría que preocuparse del divorcio y que probablemente podría marcharse hacia el veinticuatro de febrero. Cuando lo leyó, Therese empezó a sonreír. Quería salir a celebrarlo con alguien, pero nada podía hacer salvo dar un paseo y tomarse una copa sola en el Warrior, pensando en la Carol de cinco días antes. No había nadie con quien le hubiera gustado estar, excepto quizá Dannie. O Stella Overton. Stella era alegre, y aunque no hubiera podido contarle nada de Carol —¿a quién hubiera podido contárselo?—, habría estado bien verla en aquel momento. Hacía días, había decidido escribirle a Stella, pero aún no lo había hecho.

Aquella noche, tarde, le escribió a Carol.

La noticia es maravillosa. La he celebrado con un solo daiquiri en el Warrior. No es que sea conservadora, ¿pero sabías que una sola copa produce el efecto de tres cuando estás sola…? Me gusta esta ciudad porque me recuerda a ti. Sé que a ti no te gusta más que otra ciudad cualquiera, pero no es eso. Quiero decir que tú estás aquí presente lo máximo que yo puedo resistir sin que estés realmente…

Carol escribió:

Nunca me había gustado Florence. Te digo esto como preámbulo. Parece que Florence encontró la nota que me escribiste y se la vendió a Harge. También es ella la responsable de que Harge sepa que las dos —o al menos yo— nos íbamos, ya no me queda la menor duda. No sé qué dejé por la casa o qué oyó, yo pensaba que había guardado silencio, pero si Harge se tomó la molestia de sobornarla —y estoy segura de que lo hizo—, no te quiero contar. De todas maneras, nos encontraron en Chicago. Querida, no tengo ni idea de hasta dónde ha llegado todo esto. Para que tengas una idea del ambiente, te diré que nadie me dice nada, que voy descubriendo las cosas de pronto. Si alguien está en posesión de los hechos, es Harge. He hablado con él por teléfono y se niega a decirme nada, lo cual forma parte de un plan suyo para aterrorizarme y para que ceda terreno antes de que empiece la batalla. No me conocen, ninguno de ellos me conoce si se creen que me voy a rendir. La lucha, por supuesto, es por Rindy, y sí, querida, me temo que la habrá y que no podré marcharme el 24. Esta mañana, por teléfono, Harge llegó a revelarme algo de eso cuando se jactó de tener la carta en su poder. Creo que la carta debe de ser su arma más fuerte (creo que el asunto del micrófono sólo funcionó en Colorado S.), por eso me lo ha dicho. Pero me imagino el tipo de carta que es, escrita antes de irnos, y Harge sólo podrá entenderla hasta cierto límite. Harge está simplemente amenazándome —con un peculiar estilo silencioso—, esperando que yo dé marcha atrás completamente en lo que a Rindy se refiere. No lo haré, así que habrá una especie de confrontación, y espero que no sea en un juzgado. De todos modos, Fred está preparado para lo que sea. Es maravilloso, la única persona que me habla directamente, pero, por desgracia, él es el que menos sabe.

Me preguntas si te echo de menos. Pienso en tu voz, en tus manos y en tus ojos cuando me miras de frente. Me acuerdo de tu valor, que nunca había sospechado, y eso me da valor a mí. ¿Me llamarás, cariño? No quiero llamarte yo si tu teléfono está en el pasillo. Llámame a cobro revertido, preferiblemente hacia las siete de la tarde, o sea las seis según tu hora.

Y Therese estaba a punto de llamarla aquel día cuando recibió un telegrama:

NO LLAMES DURANTE ALGÚN TIEMPO. TE EXPLICARÉ MÁS TARDE. QUERIDA. CON TODO MI AMOR. CAROL.

La señora Cooper la encontró en el pasillo.

—¿Es de su amiga? —le preguntó.

—Sí.

—Espero que no sean malas noticias. —La señora Cooper tenía la costumbre de observar a la gente, y Therese se esforzó por mantener la cabeza levantada.

—No, vendrá. Sólo que se ha retrasado.

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