Carnaval

Carnaval


**** DESENLACES **** » TREINTA Y TRES

Página 40 de 48

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

TREINTA Y TRES

 

Barcelona

Llego a las diez y cinco minutos. Raúl ya está en la puerta del hotel, esperándonos. De vez en cuando se aparta para dejar entrar y salir a la gente. No parece impaciente. Azucena no ha llegado, ¡y era ella la que no quería plantones! Después de trabajar, y antes de venir para acá, he tenido que volver a casa a cambiarme y a ponerme el abrigo de pelo de camello. Esta tarde me lo he olvidado con las prisas por ir a comprarme la ropa. ¡Y cualquiera va con el vestido solamente! No porque sea corto y provocativo, ¡se ve de cada cosa, que lo mío casi parece el uniforme del colegio! No es eso, no; es que hace un frío que pela.

Me acerco a él. Mira pero no me ve; no ve a la Irene que espera ver. Le taladro con la mirada, sigue sin enterarse de que estoy ahí.

Le saludo:

—¡Hola, Raúl! —me mira más detenidamente, está intentando recordar si alguna vez conoció a alguien con mi aspecto actual—. ¡Raúl, soy yo, Irene, tu compañera de piso!

Sé que no espera verme con esta pinta, pero que no me haga caso, como si fuera invisible, me ofende. Le beso en la boca: un beso laaaaargo y profuuuuundo, a ver si se entera de una buena vez.

—¡Joder, Irene!, ¿te has vuelto loca? —me grita, retrocediendo y mirando a todos lados, temeroso de encontrarse con un público bien dispuesto. ¡Ni que tuviera la lepra! Estaría bueno que después de tantos meses, ahora le diera por avergonzarse de mí.

No era eso lo que esperaba escuchar, creedme, sino: «Hola, ¿qué tal va todo?», «Estás muy guapa…» No sé… algo parecido. Le contesto sin disimular mi decepción:

—Ya se ve que no te gusta mucho; de todos modos —añado—, supongo que debo darte las gracias por ser sincero y no fingir un cumplido.

—¡Joder, Irene! —repite—, ¿qué quieres que te diga? —Me pregunta enfadado, y ¿abochornado quizá?—, me has pillado por sorpresa, ¡podrías haberlo avisado!

—¡Pero si se me ha ocurrido de repente, esta misma tarde! —exclamo—. ¿Y qué importa eso al fin y al cabo? Tampoco es para que te pongas en ese plan —le recrimino—, sigo siendo la misma Irene de siempre.

Me desabrocho el abrigo (aun a riesgo de pillar un buen resfriado) para demostrarle que soy la misma mujer esbelta y pecosa que él conoce. Y también para enseñarle el vestido, lo bastante corto, atrevido y femenino para no dejar lugar a dudas sobre mi belleza.

—Sí, muy sexy, Pelirroja —aprueba a regañadientes—; estás muy sexy, pero eso sólo ya bastaba para llamar mi atención. No hacía falta que hicieras un desastre —me recrimina ahora él a mí, señalando mi pelo con su dedo índice, acusador.

—¿Y quién te ha dicho a ti que lo he hecho para llamar tu atención?

Me siento más y más indignada a cada momento. ¿Por qué cojones ha de creerse el centro del universo?

—Si lo he hecho ha sido porque me apetecía cambiar un poco, y no tengo por qué pedirte permiso.

—¿Lo sabe Azu, le has comentado algo? —me pregunta, y noto de nuevo el tono temeroso en su voz, y me pongo más y más furiosa.

—No, no le he comentado nada, ya te he dicho que ha sido un impulso espontáneo. Además, ¿qué tiene que ver si lo sabe o no?, ¿acaso te preocupa que tenga influencia sobre ella?

—Si quieres  que  te sea franco —replica con voz grave—, no me gustaría que esos impulsos espontáneos se contagiaran. Que tú hagas esas locuras es cosa tuya, espero que a Azu no se le ocurra hacer algo semejante.

¡Es el colmo!

—Azu no va a hacer más que lo que le venga en gana. Le importan un pito mi opinión y la tuya, y así ha de ser. ¿De veras crees que le digo qué se ha de poner y qué no, o cómo debe llevar el pelo? Por favor, no seas tan cretino.

Ahora llega ella, corriendo; me pregunto por qué. Si ya ha salido arreglada de casa, y cierran la tienda a las nueve… ¿Dónde se habrá entretenido tanto? Me mira tal y como suponía que lo haría, mira a Raúl y su cara de cabreo, y habla en ese tonillo musical al que ya estamos acostumbrados.

—Queda bien —sonríe—. ¿Verdad que le queda muy bien? —le pregunta a Raúl. ¿Sabrá hasta qué punto esa pregunta es una provocación?

—No, no le queda nada bien —dice eso sólo porque a él no le gusta—; aunque la perdono por esta vez. Gracias a Dios, es guapa, y se le puede perdonar semejante atrocidad; pero que no se repita, Irene —me mira con el mismo aire recriminador de siempre.

¿Se supone que debo darle las gracias por haber recibido tan magnánimo perdón? «Vete a tomar por culo», mascullo para mí. No lo expreso en voz alta porque, a pesar de todo, quiero pasar una noche divertida y no discutiendo con el muy estúpido.

—No exageres, Raúl, a mí me gusta —me defiende Azu—. A lo mejor un día me lo corto yo también; ahora no, por supuesto, no es la mejor época para ir esquilada de ese modo; pero en verano… quién sabe…

—¡No puedo creerlo! —Está cabreadísimo—. Es una broma de mal gusto, ¿verdad? No puede ser cierto que las dos hayáis perdido la chaveta. Dejemos el tema y vamos a cenar.

—¿Y a ti cómo te ha ido? —de repente me viene a la memoria que hoy es el primer día (en muchos meses… o tal vez en toda su vida) que hace algo útil.

—Ha sido divertido —nos dice sonriendo—. ¿De veras queréis que os lo cuente? —se hace de rogar con (inusitada) timidez.

—¡Pues claro! Nos morimos por saber qué has hecho esta vez.

—Se ha montado una buena, pero no ha sido culpa mía —se defiende. Raúl nunca tiene la culpa de nada; desde luego, no es culpable de tener un cuerpo tan… irresistible—. Yo no tengo la culpa si las quinceañeras hacen el tonto nada más verme.

—¿Ligando en el trabajo? —Ahogo una carcajada—. Mal empezamos, Raulito —meneo la cabeza—; deberías tomártelo un poco más en serio. Si no, va a durarte menos que un caramelo en la puerta de un colegio.

—¿Bromeas? —me dice medio enfadado; ésa es buena señal, antes estaba enfadado al cien por cien.

—Bien —le digo yo—, no estabas ligando, pero algo habrá pasado o no hubieran hecho el tonto. ¿Y en qué ha consistido la zapatiesta exactamente?

—Pues nada en particular. Eran cuatro —nos explica—, llevaban un par de latas de Coca Cola en las manos, y en cuanto me han visto se han quedado como estatuas, los ojos como platos, y han dejado caer las latas al suelo, todas a la vez, ¡un follón! Yo estaba en la caja, tan tranquilo, esperándolas para cobrarles. Han recogido las latas con un ojo fijo en mí y el otro… casi que también, y cuando ya les estaba cobrando se me ha ocurrido sonreír, disculpándolas… pero ha sido peor, diría yo. ¡Casi les da un ataque! Ahora entiendo qué sentían los tíos, en mi pueblo, cuando iban a la panadería y veían a Izaskun detrás del mostrador, ¡era lo más rico de toda la tienda!

¡Primera noticia: Izaskun currando de panadera!

Raúl continúa:

—No cabe duda de que somos un buen reclamo para atraer a los clientes. La semana que viene vendrán todas las chicas del barrio a verme.

«Mira que llegas a ser fantasma», pienso, y me echo a reír. Azucena me imita. Él nos mira sin saber muy bien si nos reímos de él o de lo que nos ha contado.

—Muy divertido, Raulito, sí, muy divertido. Ya veo que te lo pasas de coña, ¿qué tal si vamos al restaurante? No he probado bocado desde el mediodía. Me he tomado la libertad, puesto que soy yo quien pago, de escoger. Es una marisquería, con vistas al mar, como quería el señor. A todos nos gusta el marisco, y como aquí el homenajeado no lo prueba desde que se marchó de la casa de su abuelita, he tenido ese detalle con él. 

—Muy bien, Pelirroja —sonríe medio satisfecho—, por lo menos has tenido una buena idea hoy. ¿Vamos?

Raúl me mira, pero apenas sí me toca; se agarra del brazo de Azucena, pero a mí ni siquiera me coge la mano. Paseamos hasta el restaurante; voy por delante porque debo guiarles. No conocen Barcelona tanto como yo.

A pesar de los esfuerzos que he hecho para que todo salga perfecto, un capricho sin importancia me ha arruinado la noche. ¿Se suponía que debía consultarle a Raúl qué hacer con mi pelo o qué ponerme? ¿Por qué leches me importa tanto su opinión? Me ha regañado como a una cría de cinco años, y ahora me está castigando.

Dedica toda su atención a Azucena; la agarra ahora por la cintura, le susurra yo que sé qué al oído, la besa. Mientras esperamos en un semáforo, le acaricia los pechos, ella sonríe…, él sigue toqueteándoselos, ella sigue sonriendo… y así durante todo el camino. Ya no hay más semáforos, ya hemos llegado.

A mí se me ha quitado el apetito. Esto es lo peor que le puede pasar a alguien que invita a comer a otro. Y no sólo eso: ya ha tenido que salir a relucir el nombre de la «olvidada» mamá de su hijita. ¡Olvidada, un cuerno! Ni la ha olvidado ni tiene intención de hacerlo; nos está tomando el pelo. Antes de Navidad tiene que estar resuelto esto. O se olvida de ella o de mí. Si Azucena le aguanta sus «quiero y no puedo», allá ella. Yo merezco algo mejor que un tío que se corre conmigo, pero tiene la mente y el corazón en la cama de la jodida Izaskun. Pienso y decido mientras aguardamos pacientemente al camarero que va a conducirnos a nuestra mesa.

Raúl está que no la suelta, y parece más feliz en sus brazos que en los míos. Ella no le exige nada; toma lo que él le da, y punto. ¿Será verdad que soy «clavadita» a Izaskun? Pero Azucena me confesó que le amaba. ¿Acaso amar es simplemente el placer de follar? ¿Debo sentirme egoísta y culpable por querer algo más que su polla? Sencillamente, no puedo conformarme.

Tal vez hago demasiadas preguntas, preguntas para las cuales él no está preparado. A menudo se me olvida que justo acaba de cumplir veinte años; no es más que un niño grande al que se le desarrollaron los testiculines mucho antes que los sesos. Oscuro y atormentado, pero sabiamente enmascarado en esa pose de duro de película, castigador y perdonavidas, que vuelve locas a las quinceañeras. Ya me lo dijo Inés, aunque ahora sé de sobra por qué no quería que me liara con él; no era preocupación por mi salud mental…  Sino que no aceptaba perder a Raúl. ¡Y yo que creía que exageraba!

Raulito tiene serias carencias emocionales; creció sin madre (sé que suena muy melodramático, pero ¡qué le vamos a hacer!); no sabe (y finge que no le interesa) quién es su padre, si el ¿borracho? que vino a verle o (lo que es más grave) el padre de la mujer a la que ama. Pronuncio estas palabras, y al oírmelas se convierten el algo real, casi tangible. Pero, de todos modos, él está empeñado en quedarse aquí con nosotras.

La voz de Raúl me devuelve al mundo real.

—¿Se puede saber qué te ocurre?

—¡Ah! Pero ¿te has dado cuenta de que existo?

—¡Venga, mujer, no seas tan… tan… bueno… tan así!

Raúl no encuentra la palabra apropiada. Azucena corre en su auxilio.

—Susceptible, Raúl —dice—. La palabra es: susceptible —y añade—: Y no sé por qué te enfadas; tú adoptabas la misma actitud no hace tanto, ¿o acaso no lo recuerdas? ¿Cuándo va a venir alguien a atendernos? ¡A este paso vamos a cenar a la una!

Voy a la barra a preguntar qué leches pasa con nuestra mesa; ya ha entrado un montón de gente, y parece que todos tienen más preferencia que nosotros. La próxima vez no voy a molestarme en reservar una mesa, ¡para lo que nos ha servido! Y en cualquier caso, no aquí.   

 

 

Amaneció un día despejado, aunque las calles permanecían blancas. Izaskun abrió los ojos y lo primero que buscó fue el cuerpecito de Ainhoa. La miró largo rato; el bebé dormía tranquilamente en el moisés, junto a su cama. Se incorporó para verla mejor; a partir de ese día ella ya tenía un motivo para luchar en la vida. Ya no trabajaría más en la panadería; la apenaba despedirse de aquel lugar como la apenaba despedirse del pueblo.

Pero si quería hacerse un nombre como modelo, mejor le iría establecerse en Barcelona o Madrid. Y puesto que Juanjo estaba en Barcelona… Sabía muy bien que regresaría un día de esos, y si tardaba en aparecer, ya le pediría ella que volviese. Quería amor, quería besos, ternura…; y sexo también. Juanjo sabría cómo satisfacerla.

Emilia subió el desayuno: una bandeja de plata repleta de todas las deliciosas chucherías que tanto le gustaban a su señorita. Llamó suavemente; Izaskun la invitó a entrar. Emilia sonrió nada más verla, y depositó la bandeja en la cama, delante de sus ojos. Era una de esas bandejas con pies que, tal y como se ha visto en innumerables películas, traían y llevaban todas las criadas. Emilia, a pesar de sus años, aún soñaba con el feliz día en que ella tomase el desayuno en la cama, como sus señores, en vez de hacerlo en la cocina.

Dejando aparte el tema del desayuno, Emilia se sentía muy dichosa de poder servir a su señorita, y ahora a la pequeña Ainhoa. Se aproximó al moisés para ver mejor al bebé. Después le sonrió a la madre.

—¿Qué tal se encuentra hoy, le molestan mucho los puntos?

Emilia no había tenido hijos ni esperaba tenerlos, por consiguiente ignoraba cuánto podían durar las molestias.

—El señor Fernando ya se marchó a Pamplona, y su mamá ya regresó de allí anoche.

—Gracias por el parte informativo, Emilia. ¿Alguna cosa más? —Izaskun sonreía al tiempo que le daba un mordisquito a su tostada. 

—No, señorita, nada más —meneó la cabeza—; ya me voy.

—No tan deprisa, Emilia —la detuvo inesperadamente—. Si viene el primo de Raúl o llama al teléfono, avíseme enseguida, ¿me entendió?  El primo de Raúl, no Raúl.

—Sí, señorita Izaskun.

Emilia se marchó e Izaskun terminó su desayuno; de tanto en tanto echaba (de reojo) miradas al moisés como si no acabara de creerse que ahora eran dos las que compartían la minúscula buhardilla. Meses atrás pensó en preparar una habitación especial y más cómoda para la niña, pero dadas las circunstancias le pareció un trabajo inútil. Pronto se marcharían y dejarían el pueblo para siempre; le llevaría un mes o dos prepararlo todo, quizá tres. ¡Había tanto por decidir y por hacer!

¿Y si no resultaba delante de la cámara?, se preguntaba. No era el tipo de chica que se aficiona a que le hagan fotos a todas horas. Eran contadas las fotografías tomadas en veinte años. Pero Juanjo la quería para algo más que para hacerla famosa.

No había olvidado cómo la trató el día que fue a buscar a Raúl, igualmente tampoco olvidaba el recibimiento que éste le dispensó. Raúl no la había recibido con los brazos abiertos; de hecho, sus ojos era lo único que sí tenía muy abierto. Ni sus brazos estaban abiertos, ni su actitud, ni su corazón. Ni siquiera le había hecho el amor, aprovechando que aquellas dos se habían largado. No había ido buscando eso de él, ¡ni hablar! Pero ahora que lo recordaba, la enfurecía que no hubiese deseado su cuerpo como tantas otras veces.

Juanjo hizo lo que hubiera hecho cualquiera: aprovecharse de la situación. Y ella no podía reprochárselo ya. En el fondo era gracioso. No era tan guapo como Raúl —y dicho así, cualquiera pensaría que ella le había amado solamente por eso, ¡qué va! Ella le había amado por un millón de razones más, la mitad de las cuales ni siquiera podía definir o explicarse a sí misma—, pero era muy atractivo. Tenía mucha cara dura y mucho sentido del humor. Nada parecía alterarlo, y todo lo relativizaba; era muy presumido, y casi tan fantasma como el propio Raúl.

No le extrañaba que la hubiese elegido, y tampoco lo encontraba mayor sino maduro. Veinticinco años…, no estaba mal; veintiséis, cumplidos en octubre al igual que Inés. Claro que a Inés no le había encontrado el sentido del humor;  era muy desagradable, muy egoísta y estúpida. Se preguntó si no tendría celos porque Juanjo la había dejado de lado. Izaskun había oído ese tipo de historias sobre mellizos. Por lo que Juanjo le contó, habían crecido muy unidos, y todo lo habían compartido.

En parte, Izaskun entendía que ella se hubiese puesto tan borde cuando fue a verla; se sentía amenazada. Alguien debería ir a decirle que se atrapan más moscas con miel que con vinagre. Pero tampoco era eso; había algo más. Inés tenía unas ideas muy particulares que poco o nada tenían que ver con Juanjo. Y además, ¿eran imaginaciones suyas, o a Inés le interesaba Raúl? Había hecho un hincapié demasiado sobresaliente en el hecho de que Raúl no quería volver con ella. Inés quería apartarla de la vida de ambos, ¡sepa Dios por qué razón!

Sintió un atisbo de pena por la pobre Inés porque, queriendo o sin querer, ella ya formaba, y formaría parte de sus vidas durante mucho, muchísimo tiempo. Y de manera muy especial, pues pensaba muy en serio rehacer su vida al lado de Juanjo.

 

 

Saltó de la cama; había pasado una noche de perros, y para colmo tenía pendiente una importantísima entrevista para un posible y muy atractivo trabajo en Radio Barcelona como locutora en un programa musical. Había pasado los exámenes finales con sobresalientes, a pesar de no encontrarse, ¡ni mucho menos!, en su mejor momento.

El verano había sido un asco: un par de rollos en Sitges que acabaron siendo un fracaso. El sexo ya no le interesaba, y eso la asustó. ¿Cuándo había dejado de interesarle el sexo? Juanjo ya no la satisfacía desde que esa puta pueblerina había venido a incordiarles y a ponerles la vida patas arriba.

Y en cuanto a Raulito… en fin, ¿qué había que decir? Consiguió algo, muy poco en realidad, mientras vivió con ellos. Nada, absolutamente nada de cuanto había intentado para recuperarle había dado resultado. Inés sabía que Raulito no valía ese esfuerzo, ni como hombre ni como persona. Era sólo su deseo de poseerlo, como deseaba poseer tantas otras cosas, lo que la mantenía tercamente pendiente de él.

Se puso una négligée y se dirigió tranquilamente al dormitorio que, desde mayo, ocupaba su hermano. Echaba de menos sus caricias, tan placenteras, de las que le quedaba tan buen recuerdo. Recuerdos era lo único que le quedaba de él.

Abrió como siempre: sin llamar. Nunca tuvieron secretos que esconder, por eso no había puertas que les separaran. «¡Bonito espectáculo!», se dijo Inés. Allí, en la cama deshecha, estaba Juanjo: desnudo y dormido en mitad de un excitante sueño erótico, a juzgar por cómo su mano acariciaba su polla ya erecta. Sonrió de oreja a oreja al verle. Seguramente su pobre hermano soñaba que era su Barbie Superstar quien se la estaba sobando. Esperó a verle alcanzar el ORGASMO para despertarle…; luego lo pensó un poco más, y se deslizó con lenta y deliberada sinuosidad sobre las sábanas, hasta rozar su atlético cuerpo. Se quitó la négligée y con el cinturón le tapó los ojos. Juanjo se movió; ella susurró: ssssh…, ssssh, y puso sus dedos índice y corazón como una caricia en sus labios, conminándole a callar. Juanjo se aquietó, aún dormido, mientras ella acariciaba su musculoso torso sin hablar para no delatarse. Si él quería creer que era Izaskun quien estaba sobándole, ella no iba a quitarle la ilusión al pobre idiota.

Hicieron el amor. Juanjo se movía acompasadamente; la tenía muy dura. Podía pellizcársela sin hacerle el menor daño; en cambio, se limitó a chuparla como si se tratara de un enorme y muy sabroso caramelo de fresa (su favorito cuando era niña), tal y como acostumbraba a hacer Izaskun con la de Raúl en tiempos mejores. Él sonreía con beatitud al alcanzar el Nirvana, como solía llamarlo; continuaba con el rollo budista, convencido de haber encontrado La Verdad Más Absoluta. A Inés, que no creía en nada ni en nadie más que en ella, todo eso le parecía una gilipollez. Una gilipollez pequeña, claro, comparada con las demás que en los últimos meses hacía y decía su hermanito.

Cuando se cansó de él, le quitó la venda y le pellizcó en el brazo izquierdo con saña para despertarle. Juanjo abrió los ojos; en verdad había creído que era Izaskun quien tan maravillosamente le había follado. Pero no, era su hermana, que reía a carcajadas al ver sus ojos aún soñolientos abiertos como platos.

Juanjo le gritó:

—¿Por qué lo has hecho? Ya te advertí que no quería jugar más a estos juegos!

—¡No lo dices en serio! —se enfureció ella—. Lo dices sólo porque esa imbécil te ha lavado el cerebro. Nunca te habías arrepentido de lo que hacíamos, ¡jamás!

—Eso pertenece al pasado —Juanjo estaba muy enfadado también—. Creí que había quedado claro la primera vez que te hablé de Izaskun.

—Ya veo que sigues en ese plan, ¡casi no puedo creerlo!

—Eso es asunto tuyo —la miró, grave el semblante, y continuó—: Te estás comportando como una cría. El mundo no se acaba en mí. Hay muchos hombres con quienes puedes pasártelo de puta madre. Ni siquiera te hablo de amor, ya ves; sé que no crees en eso, lo sé y no te culpo. Pero yo sí estoy enamorado, y si ella me acepta voy a ser el hombre que llene su vida y consiga hacerle olvidar a Raúl. Lamento la mala suerte que tuviste con él, pero no permitiré que arruines mi relación con ella por eso. Si no has sabido atrapar a nuestro primito, no es culpa mía ni de Izaskun. Que te quede muy clara una cosa: no te ha dejado a ti por ella. Le gustan más las otras dos, eso es todo. ¿Qué quieres que haga? 

—Izaskun no te aceptará ni en mil años, y yo tampoco la acepto a ella. Es una boba remilgada, no sé cómo puede gustarte; de todos modos, cuando descubra nuestra verdad, nuestra relación… En fin, ya te lo he dicho infinidad de veces: no va a poder soportarlo.

—Tú no vas a decir nada —la amenazó—; ya te lo advertí: ni una palabra.

—No se lo diré yo, sino Raúl. Te recuerdo que a él le gustan tan poco vuestros amoríos como a mí. En realidad, su actitud no puede ser más estúpida, pero la ama. Ni sueñes con que va a dejar las cosas como están. Y hablando de otra cosa, ¿dónde va a vivir la feliz parejita? —se burló—. ¡No estarás pensando en traerla a vivir aquí! ¡Hasta aquí podríamos llegar!

—No te voy a someter a esa tortura, aunque te la mereces. Puedes quedarte con el piso —le ofreció entre risas—; yo ya estoy buscando uno por mi cuenta. Cuando lo tenga a punto me marcharé.

—¿Y si te sale rana?

—Viviré solo.

—¿Solo?

—Sí —insistió él con calma—. ¿De qué te asombras? Mi vida ha cambiado, Inés. —Era la enésima vez que se lo repetía, y ella se empeñaba en no querer entenderlo—. No voy a volver contigo, ya somos mayorcitos. Nos fue bien un tiempo y aprendimos mucho, pero ya pasó. Madura, Inés, ya no somos adolescentes en busca de nuevas experiencias. Tengo veintiséis años y quiero formar una familia.

Inés marchó corriendo al WC; sentía la misma «urgencia» que sintió Raúl cuando les vio besándose aquel día… «¿Una familia?» «¡Joder, qué asco!» Mientras echaba la papilla como buenamente podía, sonó el teléfono.

Juanjo descolgó. Era su abuela.

—¿Juan José?

—¿Sí, abuelita?

—Déjate de pamplinas y ven a verla. Porque te mueres por verla, ¿o no?

—¿Verla? —Preguntó, despistado—. ¿A quién?

—Juan José, muchacho, ¿te has olvidado de Izaskun, o sólo me lo ha parecido?

—¡Izaskun! ¿Qué pasa con ella? —quiso saber ahora, y había más entusiasmo en su voz.

—Izaskun dio a luz ayer, Juan José. Es un buen momento para estar a su lado. Y no sufras, Raúl no os va a interrumpir; le llamamos ayer, y nos dijo que no tiene la menor intención de asomar las narices por acá. ¿A qué esperas?

Ir a la siguiente página

Report Page