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TREINTA Y CUATRO

 

 

 

 

Después de la breve pero provechosa charla con su abuela, Juanjo se marchó con lo puesto al parking. Sólo a medio camino se dio cuenta de que iba desnudo. Volvió rápidamente a la habitación, y con prisas se metió unos tejanos y una camisa. Luego recordó que era otoño y se animó a ponerse también una chaqueta para, al final, cambiarla por el anorak de plumas porque el día anterior había oído noticias de fuertes nevadas en Navarra.

Miró a su alrededor por si faltaba algo. ¡Sí, las llaves del coche! ¿Y dónde las había dejado? Las buscó con desesperación; no podía perder un minuto, cada minuto era un minuto eterno y tedioso que le separaba de Izaskun. Algo insoportable. Cuando por fin las encontró, salió corriendo del piso.

Inés entendería los motivos de su partida; bien, entender, lo que se dice entender, no; pero sí adivinar. Eran las nueve y media de la mañana; con un poco de suerte llegaría a las tres o a las cuatro de la tarde, más la media hora que perdería saludando a su abuela y preguntándole en qué clínica u hospital estaba ingresada Izaskun.

¡Rosas! Tenía que comprar docenas de rosas; no podía llegar a su lado con las manos vacías. Haría una parada en Zaragoza; no quería que se le estropearan si las llevaba desde Barcelona, y no quería arriesgarse tampoco a no encontrarlas al llegar a Navarra. A fin de cuentas, era noviembre y no abundaban las rosas frescas.

Era feliz mientras se sentaba al volante del BMW y ponía el motor en marcha; de nuevo ver la cara de ella, y su cuerpo esbelto otra vez; oír su voz y sentir el tacto de su piel… El simple recuerdo de tan deliciosas sensaciones le provocaba temblores de pura impaciencia. No se atrevía a esperar un recibimiento con los brazos abiertos; se conformaría con su sonrisa y la misma actitud relajada que había mostrado aquella noche que cenaron juntos.

Nunca entendería cómo Raúl pudo dejar escapar algo así. Aunque la estupidez de su primo le allanaba a él el camino y lo libraba de tropiezos. Inés todavía esperaba como una tonta a que Raúl impidiera o malograra su relación con Izaskun; pero, por lo visto, a su primo poco le importaba ya lo que le pasara a su antigua novia, si alguna vez la consideró como tal. Juanjo lo dudaba; si la hubiese tomado en serio, hubiese presumido de ella. La chica bien lo valía.

Llegó a Zaragoza a las doce del mediodía. Dio vueltas y más vueltas hasta encontrar una floristería, pero antes vio algo que le impresionó; en el escaparate de una tienda Prenatal reposaba perezosamente el conejo de peluche más grande y colorista que había visto en su vida. Aparcó el auto en triple fila, de cualquier manera, y fue a comprarlo. Más importante que cubrir a Izaskun de pétalos de rosa de la cabeza a los pies, era tener en cuenta a la niña; cuanto antes empezara a ganársela, mucho mejor.

Con un ojo puesto en el coche y el otro en la dependienta que envolvía (o lo intentaba) el conejito, Juanjo sacó la Visa y pagó. De regreso, con el peluche enorme que apenas si le dejaba ver lo que tenía por delante, decidió que mejor le regalaba una joya a Izaskun. Algo que no se marchitara con los días, sino que perdurara como, estaba seguro, perduraría su amor.

Decidido esto, metió el animalillo en el asiento trasero, y emprendió el resto del camino hasta Navarra. El anillo podía comprarlo en Pamplona, Tafalla o Tudela, ¡qué más daba! Primero dejaría el muñeco en casa de su abuela, le había costado un ojo de la cara y no estaba dispuesto a dejarlo en cualquier sitio. Con lo mucho que le gustaban las joyas (y las dependientas que las vendían), ¡sabe Dios cuántas horas tardaría en elegir lo mejor para ella!

 

 

A las tres de la tarde se presentó en la mansión. Su abuela ya le estaba aguardando.

—¡Por fin llegaste, hombre! —gritó impaciente mientras abría la puerta y le invitaba a entrar—. ¿Has comido algo o todavía no? —se interesó ahora, más sonriente.

—No tengo hambre —dijo pasando a su lado, y se detuvo en el vestíbulo—. ¿Dónde está ella? —inquirió ahora, nervioso.

—En su casa, supongo, dándole el pecho a Ainhoa. ¿Dónde querías que estuviera?

—¿Ya ha salido de la clínica?

—Más bien no entró en ninguna, no le dio tiempo. Parió en su casa, en su habitación. Fue un parto a la antigua; no me mires con esa cara —le reprochó, viendo su asombro—, se ha hecho así durante siglos. Yo parí aquí a tu madre y a tu tía, y no me fue tan mal. Parir es lo más natural y, por lo visto, a vuestra muchachita le gusta bien poco llamar la atención. Si no hubiera sido por el poco sentido común de Emilia, la criada de ellos que fue quien me avisó, se hubiesen apañado solas. No me preguntes cómo, por eso. No tengo nada en contra de la chica, pero me la imaginaba más valiente. De todos modos parió bien, la niña es una preciosidad y tú te vas a llevar un par de buenas sorpresas.

—¿Por qué?

—Te he dicho que son sorpresas, no estaría bien que te lo revelara. Y bien —añadió—, ¿a qué esperas?

—Quiero comprarle un… un —no sabía cómo decirlo— un anillo. Me gustaría comprarle un anillo de compromiso. La amo, abuela, ¡te lo juro! Y va en serio.

—Está bien, Juan José, tranquilo. No hace falta que jures ni que grites; te creo, yo te creo. Tengo mis reservas en cuanto a esta relación, pero te creo; y en fin, si ella te acepta, y Raúl se ha desentendido del todo, ¡haced lo que os dé la gana! ¿Acaso necesitas mi bendición o alguna clase de permiso? Ya eres mayorcito para tomar decisiones.

—¡Es que estoy harto de que siempre te pongas de parte de Raúl! No la merece; se ha comportado como un cerdo con ella. Yo la amo, y quiero dárselo todo. A las dos.

—Pues muy bien. ¿Cuándo quieres ir a comprar ese fabuloso anillo, antes o después de ir a verla?

—Pensaba ir antes —dudó él—. ¿Tú qué opinas, voy antes o después? No voy a llegar tampoco con las manos vacías; le he comprado a la niña una chuchería.

—¡Chico listo! Eso es lo más importante; más vale que te desvivas por Ainhoa, pero sé sincero; no te me embales, no des la impresión de querer comprar a la madre con regalos para la cría. Izaskun no es tonta. Y tampoco te muestres muy entusiasmado y dispuesto a todo, como quien ha esperado esto toda la vida. Me permito la impertinencia de recordarte que la niña es de Raúl, no tuya. Pocos chicos a tu edad se lían con una madre soltera, por guapa que sea, y ella lo sabe. Así que sin prisa pero sin pausa. Con Izaskun aún enamorada de tu primo es muy peligroso dar un paso en falso. Tu primo tendrá un sinfín de defectos, pero siempre fue sincero con ella; demasiado, diría yo.

—De acuerdo —aceptó él, complacido a medias—, dejaré el anillo para más adelante, y volveré a la primera opción: la de las rosas. Pero… hasta mañana… dudo que pueda conseguir algo… Sábado… y a estas horas… Mmm, muy mal lo veo.

—Más vale que vayas a verla a ella. Ya arreglaré yo lo de las flores; este pueblo no es tan pequeño como tú crees, señorito de capital.

—¡Magnífico, abuela, te quiero mucho! —exclamó, y le dio un sonoro beso como despedida.

—Anda, anda, que eres más falso que una moneda de dos caras —le abrió la puerta y le besó en la mejilla—. ¡Y a ver si le dices a tu hermana que se deje caer por aquí! Tiene muchos humos esa chica.  

—Ella es así, abuelita. —Juanjo encogió los hombros mientras se dirigía con paso decidido al coche—. ¡Deséame toda la suerte del mundo! —le pidió ahora.

—¡La suerte es para los tontos! —se burló ella, y cerró la puerta de la mansión.

 

 

—¡Por Dios! —gritó Emilia cuando abrió la puerta y vio aquello tan enorme.

Juanjo sostenía al alegre conejito (al que le había quitado el envoltorio para causar más sensación) contra su pecho. El animalito le daba la espalda a Emilia, pero aun así podía verle las largas y rojas orejas de peluche.

—Quiero ver a Izaskun. ¿Dónde está? ¿Se acuerda de mí? —preguntó él, apartando el peluche un poco para que ella pudiera oírle—. Soy el amigo de su señorita, el que vino a visitarla este verano.

—Ya sé que es usted el primo del señorito Raúl. No vienen muchos jóvenes a visitar a mi señorita, ¡y no será porque le falten pretendientes! Pero ella es muy fiel a sus quereres. En fin, me mandó decirle que le está esperando; ya sabía que volvería usted a visitarla.

—¿Esperándome? —Juanjo estaba mudo de asombro: extasiado. ¡Aquello era mucho mejor de lo que imaginaba!

—Sí, le estaba esperando, aunque no sé para qué —le confirmó Emilia mientras gesticulaba con la mano, invitándole a seguirla escaleras arriba.

Juanjo cerró la puerta y fue detrás de ella. Todavía estaba perplejo. Llegaron a la buhardilla; Emilia llamó con suavidad, no fuera que Ainhoa se hubiera dormido.

Izaskun abrió la puerta lentamente, sin hacer ruido. Rió al ver a Juanjo escondido tras el gigante y colorido conejo. Le tiró de la manga del anorak, atrayéndole hacia sí, y le hizo un guiño a Emilia para que se ocupara de «sus asuntos».

—¿Qué ocurre? —le quitó el muñeco y lo arrojó sin miramientos sobre la silla de bambú donde solía sentarse a leer, y ahora a darle de mamar a Ainhoa—. ¿No me besas? —Le quitó el anorak—. ¡No me digas que ya no te gusto! —parecía contrariada mientras le quitaba la camisa con gesto sensual—. ¿O eres de esos que se olvidan de una mujer cuando ya han conseguido hacerla suya? —besó ahora su torso desnudo, de arriba abajo, hasta la cintura.

Juanjo no podía hablar. Solamente podía admirarla y suspirar por aquello tan deseado durante meses: la rendición incondicional de aquella criatura que ahora, sin pronunciar palabra, le desabrochaba el cinturón de los tejanos, luego el botón… después, con los ojos centelleantes fijos en él, le bajó muy despacio la cremallera. Retomó la palabra, en vista de que él había quedado como traspuesto.

—Cierra la puerta, Juanjo. Esto no es un espectáculo público, es entre tú y yo.

Obedeció ciegamente y regresó a su lado. ¡Oh, Dios, lo había hecho! Se había cortado aquella maravillosa cabellera; él no pretendía eso cuando le hizo aquel desafortunado y malicioso comentario. Pero ¡qué hermosa estaba! Espléndida de la cabeza a los pies; jamás a ninguna mujer le sentó tan bien la maternidad, de eso estaba completamente seguro. Sólo había que ver sus pechos, su cintura, sus caderas, y las piernas, esas maravillosas piernas… Por toda vestimenta llevaba una bata de fino raso blanco, larga hasta los pies. Bastaba pedirle que se la quitara, y él lo haría con la más absoluta reverencia. En tanto la miraba, apenas sin aliento, cayó en la cuenta de que sus tejanos estaban ya en el suelo.

—¡Fiuuu! —silbó ella, sonriente—. Hoy nos hemos olvidado los calzoncillos, ¿eh? Así me gusta más, empezaremos antes. ¿Quieres hacerme el amor por debajo de la ropa, o prefieres quitármela?

Juanjo le quitó la bata con un movimiento rápido y tembloroso, víctima de la emoción del momento. Si era un sueño, esperaba que durara hasta pasadas las Navidades, y si era real… ¡Dios, si era real, ojalá fuera eterno!

Ya desnuda, Izaskun le provocó una vez más.

—¿Qué, te parezco más o menos deseable que antes? —le echó los brazos al cuello y le besó en los labios.

Cuando él se repuso del beso, que le supo a gloria, gimoteó:

—¡Dios, tú quieres acabar conmigo! Vas a enviarme al frenopático como sigas así. ¿Que si estás deseable? ¡Joder, Izaskun, me vuelves loco! Ni siquiera sé qué pasa por tu mente en estos instantes. ¿Qué quieres de mí? La última vez querías que te dejara en paz, y ahora me seduces y me propones que hagamos el amor. ¿Qué ha sucedido en estos cuatro meses para que ahora me desees?

—Quiero casarme contigo; quiero ser tu mujer para lo bueno y para lo malo. Quiero rehacer mi vida a tu lado, y quiero que Ainhoa tenga un padre que la quiera y se preocupe por ella; supongo que el conejito no lo has traído para mí. Has tenido un detalle precioso; es mucho más de lo que nunca ha hecho Raúl. Sé que puedes darme mucho más amor y mucho más «de todo» que él. Y me gustas.

»Entiendo por qué hiciste lo que hiciste cuando me presenté en tu piso aquella tarde; en tu lugar, yo lo hubiera hecho también. Yo también estaba desesperada; obcecada y desesperada por ver a Raúl. En aquel momento me sentí fatal, sucia; pensaba que eras un cerdo, ¡me resultaba tan fácil culparte de mis propias debilidades! Pero cuando conocí a Inés comprendí que había tenido suerte. Tú sólo eres humano; ella tiene muy mala leche. Tú debes comprender la diferencia entre vosotros.

—¿Lo dices en serio? ¿Me has perdonado en serio? ¿En serio quieres casarte conmigo?

Juanjo estaba ebrio de alegría. Abría y cerraba los ojos rápidamente, una y otra vez, y parpadeaba como si le deslumbrara lo que estaba viendo. Y en cierta forma, así era. La mujer más divina de todas le decía claramente que quería casarse con él… ¡Ay, cuando se lo dijera a Inés!

—Sí —contestó ella, y le besó de nuevo, y le empujó hasta hacerle caer en la cama—. ¡Cuidadito de no despertar a mi chiquitina! Después, cuando despierte, te la presentaré. ¡Es una criatura mágica!

—¿Mágica? ¿Por qué? —sus ojos la interrogaban mientras se derrumbaba desmañadamente, empujado por ella.

—¡Ah, ya lo verás! Es una sorpresa.

—¿La segunda? —apostó él, recordando lo que le había dicho su abuela antes de despedirle.

En realidad eran tres las sorpresas que le había reservado su diosa; pero, claro, su abuela todavía no sabía nada de las actuales intenciones de Izaskun. La pobre vieja no tenía idea de lo feliz que era él en esos instantes.

—¿La segunda? ¿A qué te refieres, y cuál se supone que era la primera? —Izaskun le acarició el pelo y le besó en los labios: caricias sinceras, besos sinceros…

—Oh —Juanjo se dejaba mimar, encantado—, mi abuela, la gran señora de Etxe Handia, me ha advertido de que me iba a llevar un par de buenas sorpresas. La primera me la he llevado al ver que te tomaste muy a pecho el comentario que te hice cuando nos despedimos aquella tarde, ¡no pensaba que fueras capaz de hacerlo! —Besó con ternura el trigueño y corto cabello—; y la segunda tiene que ver con Ainhoa, ¿me equivoco?

—¡Oh, sí, vaya despiste! —Le dedicó una sonrisa traviesa—. No te lo he dicho: fue ella quien me ayudó en el parto; ella la sacó y la enfrentó a este mundo cruel y maravilloso. Si no hubiera sido por tu abuela, Emilia y yo no lo habríamos conseguido. Quiero mucho a Emilia, pero ¡pobrecita, entiende tan poco de bebés! Sin embargo, tu abuela sí ha tenido experiencia, y bien curiosa. Sólo tiene sesenta años, y lo ha vivido todo. Nada la asombra ya. Ha visto nacer a sus hijas, a su nieto y a su bisnieta; ha estado en primera línea de fuego, y sabe sobradamente lo que significa parir a una criatura. ¡Me sentía tan segura y confiada a su lado! Es una mujer ejemplar, y le debo mucho. ¡Incluso intentó persuadir a Raúl para que regresara! Ojalá mi padre no olvide su regalo de aniversario, ¡qué menos!

—¿Y cómo lo sabe tu padre?

Estaba abrazado a ella y la besaba por doquier, con los ojos, con los labios…

—Te olvidas de algo que me dijiste cuando estuve en tu casa: mi padre y tu madre eran amigos; y que yo sepa, tu madre es hija de tu abuela. Y por si eso no bastara, recordemos por unos instantes el amor encendido que le profesaba (y le sigue profesando) mi padre a tu tía Itziar. ¿Cómo era ella? —indagó ahora Izaskun. Buscaba una opinión más objetiva que la escuchada a diario en su casa—. Aquí no hay jueces muy imparciales que digamos; uno por exceso, y la otra por defecto, ninguno ha sabido darme nunca una idea clara de ella.

Quiso explicarle más, que aquella mujer había destruido inconscientemente a su familia, que «gracias a su suicidio» Raúl era como era, que… Pero todavía era pronto para tales confidencias.

—Pues, cariño, yo no la conocía apenas —la desilusionó—. Has de tener en cuenta que cuando murió, Inés y yo éramos unos críos. La recuerdo muy dulce, por eso. Siempre estuvo con nosotros aquellas Navidades. Al marido sí que no le vi jamás. Inés asegura que la palmó; se acuerda de nuestro abuelo paterno, que murió después de dos años bebiendo como un cosaco… Y bueno, supongo que razón no le falta.

—¿Ah, no? Ya puedes decirle que está equivocada. Gorka está vivito y coleando —le anunció con una amplia sonrisa—; de hecho, estuvimos comiendo juntos un mediodía de agosto. Vino a buscar a Raúl… pero no le gustó lo que vio y salió decepcionado (como todos).

Izaskun se volvió de espaldas y pidió un pequeño masaje; él accedió entusiasmado. Mientras la acariciaba como a un pétalo de rosa, ella continuaba hablando de su encuentro con Gorka.

—Sucedió que volvió al pueblo a buscar a Raúl, como ya te he comentado, y tu abuela le mandó derechito a la panadería; cuando acabé mi turno nos fuimos a comer a Pamplona. Es un gran hombre; nunca amó a la madre de Raúl, ¿sabes?, pero sigo pensando que es un gran hombre. Casi te diría que Raúl no merece tal suerte. Aunque… le he dado vueltas en la cabeza… y algo aquí dentro, en mi corazón, me dice qua no vino a buscar solamente a Raúl, sino algo más. Pero no sabría decirte el qué.

—Yo tampoco puedo imaginármelo —y tampoco quería; Gorka le importaba un bledo; ni siquiera sentía celos de él. Estaba demasiado a gusto al lado de ella mientras masajeaba con ternura exquisita su espalda. Sus manos subían y subían hasta la nuca descubierta—. ¿Cuándo te cortaste el pelo? No quería…, no imaginaba que lo harías; lo dije un poco por burlarme y otro poco por mortificarte. Por celos. ¡Te amo tanto! Pero es cierto; ahora lo veo, mi amor: eres igualita a él. No quiero que te enfades; estás muy sexy, realmente preciosa; me gustas muchísimo así. Me dan ganas de comerte.

La mordió con suavidad en el cuello, como un vampiro.

Izaskun se volvió, y los dos se besaron una y mil veces; él se detuvo ahora.

—¿Podemos hacerlo? No sé… me da un poco de miedo; el parto es muy reciente, ¿no? Jamás haría algo que te doliera. Te deseo con locura, lo confieso, y quisiera tomarte ahora, hacerte mía una vez más… Pero si no es conveniente, si te causa dolor, no lo haré. Te cubriré de besos y caricias hasta que mis labios no lo resistan más. Y mañana Dios dirá.

—No sé, cariño; yo también lo deseo, pero quizá no sea oportuno, es demasiado arriesgado… Aunque, ¿cuándo fue malo hacer el amor? Y si tienes cuidado y no me violas —le sonrió con picardía—, a lo mejor no pasa nada. Podemos intentarlo…

Lo intentaron; él empezó suavemente, con reverencia y temor, pero ella era una criatura fogosa que lo quería todo. Pronto olvidaron sus remordimientos y miedos, y se entregaron sin reservas. Los dos, en un abrazo, alcanzaron finalmente el cenit de su relación. Izaskun no sintió, como temía, ningún dolor; sólo placer, mucho placer; tanto que casi logró apartar de su mente recuerdos inadecuados, recuerdos que la unían a otro ser en otro tiempo muy lejano… La felicidad la embargaba. Estaban sentados, tan apretaditos que el grito se perdió entre sus cuerpos y no llegó a despertar a Ainhoa.

—¡Júrame que no es una broma, que no es un sueño! —suplicó Juanjo echándose perezosamente en la cama cuan largo era, y estirando sus largos brazos hacia atrás—. ¿Cuándo nos casamos? ¿Pensaste en el trabajo que te ofrecí como modelo? —preguntó mirándola con dulzura.

Todo su cuerpo, toda su escala de valores, toda su vida había sido brutalmente sacudida por ese terremoto llamado Izaskun. Sentía hormiguitas corriendo por su piel cada vez que oía su voz, y el corazón le iba a mil por hora, tanto si estaban juntos como si no. ¡Era fantástico!

—Cuanto antes, mejor; esto responde a tu primera pregunta. Y sí, pensé en trabajar como modelo; y eso responde a la segunda —contestó ella, frotando cariñosamente su nariz contra la de él.

—¿Cuánto antes? —titubeó él inseguro; no quería que se precipitara y se arrepintiera después—. Hubiera jurado que necesitabas tiempo para olvidar a Raúl.

—A Raúl no voy a olvidarle nunca. —Quiso ser muy sincera con él; estaba dispuesta a dibujar un futuro mejor a su lado,  pero no quería ni podía borrar  de un plumazo el pasado—. Olvidaría mi infancia, mi adolescencia, mi primer amor, mi «primera vez»; es demasiado, supongo que puedes comprenderlo. ¿Cómo te sentirías si yo ahora te exigiera que olvidaras a Inés? Y sabes que me cae fatal. Pero es tu hermana, y Raúl es mucho más que un noviete de juventud. Son catorce años de recuerdos inolvidables. Y Ainhoa. Es excesivo pedirme eso, y lo sabes; sabes que no eres justo pidiéndome eso.

—Lo siento, amor. No pretendía eso; sé que él estará siempre presente en tu vida, no importa lo mucho que a mí me duela. Sólo espero que te permita vivirla en paz.

—Por supuesto que nos dejará, bobo —le tranquilizó con una de sus deslumbrantes sonrisas—; no estoy dispuesta a consentirle que se entrometa en mi vida. Nunca más. Y quiero que sepas que Ainhoa lleva mi apellido, y que así será hasta el fin de los días.

—En definitiva, es el de Raúl también, ¿no?

—No el que figura en su partida de nacimiento, ni en su documentación. Mi padre nunca le reconocerá; no por maldad, es que nadie puede certificar eso.

Después de tanto beso, tanto abrazo, tanto revolcón y tanta charla, Ainhoa despertó de su sueño. Reclamaba su alimento con un llanto persistente pero no escandaloso. Juanjo se admiró al ver cómo Izaskun cogía a la pequeña en brazos y la sacaba del floreado moisés.

Se la mostró, sonriendo, y llamó su atención.

—¿Ves los ojitos? ¿A que nunca contemplaste nada igual?

—¡Hostias! —Juanjo la miraba boquiabierto—. ¿Y esto no será malo para ella? Jamás vi a nadie con un ojo de cada color.

—El médico dijo que no nos preocupáramos, no es tan extraordinario como parece. Es sólo la alteración de un gen. Según me explicó mi padre, el doctor le miró los ojos durante un buen rato con un oftalmoscopio y no le encontró nada raro. Con todo, nos aconsejó llevarla a revisiones periódicas porque los ojos claros son más sensibles y propensos a sufrir infecciones de cualquier tipo. Cuando nos instalemos en Barcelona buscaré al mejor oftalmólogo; dicen que hay uno muy famoso allí llamado Barraquer, ¿te suena? —Izaskun había oído hablar de él en más de una ocasión—. No importa mucho ahora; mira y dime si no están despiertos y llenos de vida. Por lo demás, está fenomenal; pesa tres kilitos y ochocientos gramos, y mide sesenta centímetros. Llegará a ser tan alta como yo, de eso estoy convencida.

»Y bien, tú decides, ¿quieres quedarte aquí, viendo cómo le doy el pecho, o prefieres dar un garbeo por la casa mientras tanto? Pero vuelve, ¿eh? Tenemos muchas cuestiones que discutir todavía… Me gustaría que pasaras la noche conmigo. Tal vez lo encuentras muy precipitado.

—Un poco sí —reconoció—, pero me gusta la idea de pasar la noche a tu lado; tampoco somos ya unos desconocidos. Y si vas a ser mi mujer, incluso me parece lógico.

—¿Qué, te quedas o te vas? Esta mocosita tiene hambre.

Ainhoa la miraba suplicante; si no callaban ese par, se pondría a berrear.

—Me quedo. ¡Es tan bonita que no me cansaré nunca de contemplarla!

—¿Has visto, mi chiquitina?  —Le murmuró Izaskun a su hija con cariño—, Juanjo está embelesado contigo. ¡Ya tenemos a otro en el bote! Y ahora —la animó sonriente— vamos a tomar un poquito de leche de la que guarda mamá, ¡que es de confianza, ya lo sabes!

—Es enternecedor verte. ¿Piensas en tener alguno más? Me refiero a… a si te gustaría darle un hermanito a Ainhoa.

—¡Por Dios —gimoteó ella horrorizada—, espera a que crezca un poco este bicho! —Se acomodó en su silla de bambú y agarró al conejo de una oreja—. No tengo prisa por volver a parir, gracias; además, ¿no te olvidas de algo, no ibas a hacerme famosa? ¿O ya no quieres verme desfilar por las pasarelas de medio mundo? ¡Pues vaya mala pata, y yo que había decidido posar para ti en exclusiva!

Izaskun colocó al bebé para que empezara a mamar del pecho izquierdo.

—Por supuesto que voy a hacerte famosa. —Juanjo se entusiasmó con la idea. Añadió—: Y si trabajas conmigo, lo vamos a pasar muy bien; conocerás a la gente del mundillo, pero más importante aún: ellos tendrán la inmensa fortuna de conocerte a ti. Te mirarán y te desearán. Los chavales del instituto tendrán pósters enormes con tu foto en sus habitaciones; los hombres soñarán contigo las veinticuatro horas del día…, pero no podrán tenerte porque sabrán que eres mía, porque entonces ya nos habremos casado —fantaseaba—. Ahora mismo ya estás estupenda para hacerte el primer book, aunque si lo prefieres podemos esperar a que pasen las Navidades. Serás el boom del 97, eso ya te lo garantizo. Tu pelo está muy bien, pero quizá le falte luminosidad; yo le daría más color, ¿qué prefieres, un rubio platino o un rubio más intenso, tirando a pelirrojo?

—¡No quiero teñirme de pelirroja! —protestó Izaskun de repente, enfurecida. Por nada del mundo quería parecerse a Irene.

—No, mujer —la apaciguó—; no pretendo «teñirte» de pelirroja, solamente quiero avivar el tono para un mayor contraste con tus ojos. El rubio que tienes es bonito pero demasiado apagado; ese rubio queda para las chicas del montón: las que se pasan la vida soñando y mirando las revistas de moda. Tú, mi amor, vas a aparecer en las portadas de esas revistas; debes ofrecer una imagen que impacte desde el primer segundo. El corte te queda sensacional, ya te lo dije antes; te da un aire andrógino que ahora se lleva mucho. ¿Qué decides, tesoro?

—Prefiero el rubio platino —suspiró— si no me queda alternativa. —Cambió a la niña de pecho—. ¿Cuándo me lo he de teñir? —preguntó a regañadientes, no muy convencida ni entusiasta. Una cosa era cortárselo, pero ¿teñírselo? Eso nunca entró en sus planes.

—Podrías estar lista para Nochevieja. Quiero llevarte de fiesta, y quiero que pases la Navidad conmigo. Además, has de venir conmigo a buscar piso; no voy a elegir yo solo y por mi cuenta el que va a ser nuestro hogar.

—De acuerdo, de acuerdo —concedió ella, y le regaló otra de sus radiantes sonrisas por las que él suspiraba—. Miraré de arreglarlo. Dejaré a Ainhoa aquí, con Emilia y mi padre. Pero regresaré a buscarla porque si quieres estar conmigo, Ainhoa viene también. ¡No voy a pasar la Navidad sin ella! Cuando te marches pídele el número a Emilia. Y si llamas por sorpresa, reza para que no descuelgue mi madre. A su juicio, tú no eres mejor que Raúl ¡Y no puedes ni imaginar la tirria que le tiene!

—Lo sé —asintió con la cabeza—; mi abuela me contó algo. No obstante, aseguró que no puede odiarme más que a él. Eso me resultó tranquilizador.

—Pues no es más que un pobre consuelo. Si yo fuera tú, no me confundiría de puerta cuando salgas de esta habitación, puede ser peligroso. ¡Y por favor —suplicó Izaskun entre risas—, no se la presentes a tu hermana! Este mundo ya está bastante podrido; no necesita la alianza de esas dos.

Lo último que quería era que su madre e Inés se conocieran.

Juanjo también rió; conocía de sobras a su hermana. Si Inés llegaba a enterarse del odio (extremo) que la madre de Izaskun profesaba a Raúl, volvería al pueblo veloz como un rayo para concertar una amistosa entrevista con ella. ¡Menudo par!

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