Carnaval

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TREINTA Y CINCO

 

 

 

 

La pequeña Ainhoa mamaba voraz y silenciosamente. Él las miraba admirado mientras se preguntaba qué puñetas había motivado aquel súbito cambio en Izaskun. Al cabo de veinte minutos, la pequeñina se cansó de tomar. Cerró los ojitos, indicándole a su madre su deseo de seguir durmiendo; Izaskun la colocó en el moisés con delicado mimo,  y a continuación, poniéndose la bata que había dejado en el suelo con descuido, miró a Juanjo y le animó:

—¡Anda, ve y vístete! Ponte los tejanos y la camisa. Mi padre no tardará en llegar de Pamplona, y no querrás que te vea así: desnudo. Es muy pudoroso; verte desnudo le ruborizaría, se sentiría incómodo, casi violento. Además, no tiene muy buena opinión de ti; cree que eres como tu madre.

—Está bien, ya voy —Juanjo recogió del suelo sus tejanos y su camisa, y empezó a vestirse—. ¿Tú vas a quedarte así, con la bata?

—No —sacudió su linda cabeza—, ahora me vestiré también. No he comido nada desde mi desayuno, y ya son las cinco y media de la tarde; ya anochece. ¡Y me estoy muriendo de hambre! —Protestó Izaskun—. ¿Y tú, has comido algo?

—No —respondió Juanjo—; llevo sin comer desde la cena de ayer. Mi hermana me ha quitado el apetito de buena mañana —no le explicó cómo ni por qué—; luego llama mi abuela y me dice que ya has tenido la niña (ella sabe que te adoro), y me propone, o más bien me ordena que venga a verte. Me he pasado la mañana conduciendo, y cuando he parado en Etxe Handia no tenía hambre, sólo nervios, ¡tenía tantas ganas de volver a verte! Pero ahora sí tengo hambre, y mucho.

Izaskun pulsó el timbre para avisar a Emilia, y esta se presentó en menos de un minuto, lo cual hizo sospechar a la muchacha que tal vez estuviera espiando detrás de la puerta; era esta una mala costumbre de Emilia que se remontaba a muchos años atrás, cuando era una jovencita. Le gustaban mucho las historias de los demás. Demasiado. Izaskun la invitó a pasar.

—¿Qué hay de comer hoy, Emilia? Estamos hambrientos. —No esperó respuesta, y volvió a la carga—: ¿Cómo ha llegado tan rápido? ¿Dónde estaba cuando ha oído el timbre? —Izaskun fruncía el ceño y la miraba con suspicacia.

—En la habitación de su mamá, retirándole la comida. Su mamá no ha bajado hoy, ni a desayunar ni a almorzar.

—Muy bien —respondió Izaskun sin inmutarse—. ¿Qué ha dicho que había para comer?

—Consomé de zanahorias, y ternera guisada con setas y frutas del bosque; y para el postre: gratinado de plátano al coñac.

—¡Vaya, Emilia, hoy sí se ha lucido! —la elogió, saboreando ya lo que les esperaba; a Emilia le encantaba la cocina, y siempre andaba experimentando y sacando recetas de los lugares más inverosímiles—. Sirva la comida para nosotros dos, y cuando acabe, vuelva aquí a cuidar de Ainhoa; ya sabe que no me gusta dejarla sola. ¡Hala, márchese! —la despidió con un gesto cordial.

Emilia bajó a preparar la mesa para los dos jóvenes. Sentía pena al ver que a su señorita le importaba muy poco lo que le ocurriera a su mamá. A pesar de reconocer que su señora era la mar de antipática, no se merecía tal desprecio por parte de la hija. Emilia no le había comentado nada a Izaskun de la disputa que sus padres habían mantenido la noche anterior. Ella lo había oído todo; ni siquiera fue necesario pegar la oreja a ninguna puerta. Ellos gritaban lo bastante como para no dejar lugar a dudas sobre su malestar. Si Izaskun había oído algo, poco debió de importarle, puesto que parecía incluso más alegre que el día anterior.

Calentó la comida y la sirvió en el comedor familiar: una estancia que cada día parecía más grande, o quizá sólo parecía más vacía. Emilia sonrió ahora al pensar en Ainhoa; pronto llenaría la casa con su presencia constante y alborotadora, como antaño había hecho su mamá. Mientras Izaskun fue niña, la casa se le quedó pequeña; no había lugar que ella no descubriera, curiosa, y pusiera patas arriba. Su voz y su risa eran las reinas absolutas del lugar. Aquella casa estaba nuevamente necesitada de risas.

Una vez lo tuvo todo dispuesto, subió a la buhardilla a cuidar a su nueva niña. Izaskun y Juanjo bajaron al comedor; ambos parecían estar famélicos, y el menú no tenía desperdicio. La larga mesa de haya se les aparecía interminable a sus ojos. Emilia había colocado los platos uno al lado del otro, suponiendo con mucho acierto que los chicos querrían estar juntos.

Se sentaron muy arrimaditos y se sonrieron mutuamente; después vaciaron sus platos con rapidez. No podía reprochárseles su voracidad; en realidad, habrían bajado hacía horas, pero tenían tanto que decirse que sus estómagos se habían visto obligados a resistir valientemente. Cuando salieron para volver a la alcoba, a los besos y las caricias compartidas, apareció Fernando en el vestíbulo. Acababa de cruzar el umbral, y nada le sorprendió más que verles tan agarraditos que sobraban las preguntas. Sonrió a los jóvenes y, mirándola a ella, se disculpó:

—Lo siento, cariño, se nos olvidó que hoy es sábado. Sabes que esa gente de las oficinas sólo trabaja de lunes a viernes. Pero he ido de compras —anunció muy satisfecho—; no creas que tu madre se lo llevó todo la última vez. Ya sabes cuán compulsiva es a la hora de comprar… Pero no pisa las tiendas de bebés. Al contrario que ella, yo las he recorrido todas y he podido encontrar todo lo que Ainhoa necesita. ¿Queréis verlo? —ofreció con una sonrisa de felicidad.

Desde los viejos tiempos en que Itziar le daba un sentido a su vida, Fernando no había estado tan bien consigo mismo y con los demás; estaba incluso dispuesto a aceptar a Juanjo como parte de la familia.

Los chicos le acompañaron al coche: un Rover aparcado frente a la casa. En el asiento trasero, encajada con sumo cuidado, se veía una cuna de madera de haya pintada en un color rojo extremadamente vivo, con los barrotes delgados soberbiamente tallados. A Izaskun le pareció lo más grande y hermoso que nunca vio. Dentro había una docena de bolsas inmensas, con grabados infantiles, que contenían a buen seguro montones de ropa y chucherías diversas.

Fernando abrió el auto, y él y Juanjo sacaron la cuna mientras Izaskun, haciendo malabarismos, cogía todas las bolsas. Entraron la cuna a la casa, la dejaron en el vestíbulo, y salieron otra vez. Izaskun les miró, asombrada.

—¿Adónde vais ahora? —entendía que su padre tuviera que cerrar el coche, pero para eso no necesitaba a Juanjo… Todavía llevaba las bolsas a cuestas, repartidas entre las dos manos, y esperaba (inútilmente) que alguien la ayudara.

—A por el parque y el cochecito —respondió Fernando después de obsequiarles con una radiante sonrisa—; espero que sean de tu agrado. Por supuesto, si algo no te convence, puedo ir el lunes a cambiarlo, pero entonces te vienes conmigo. Así eliges tú. Me he vuelto medio loco mirando cosas, y escogiendo entre colores y tamaños. Que si esto así, que si lo otro asá… Me he divertido muchísimo, lo reconozco. Cuando tú naciste, tu madre lo compró todo sin decirme nada; era su forma de castigarme. Hoy me he desquitado.

Abrió el maletero y sacaron primero el parque azul de red, plegable; después, el cochecito último modelo, práctico y muy manejable, y plegable también.

Izaskun lo miraba todo, entusiasmada. Le parecía increíble que todo aquello lo hubiera comprado su padre para Ainhoa. ¿Acaso se había vuelto majareta?, se preguntaba. Como una tonta, continuaba esperando que alguien le echara una mano, pero al verles tan atareados dio la vuelta, se metió en la casa, fue a grandes zancadas hasta uno de los salones y desparramó las doce bolsas en un sofá.

Fernando y Juanjo entraron en ese salón, pisándole los talones, cargando a cuestas el parque. Lo desplegaron; Fernando lo inspeccionó meticulosamente; luego miró a su hija y preguntó:

—¿Será lo bastante grande para ella, habrá suficiente espacio? —En la tienda parecía más grande, o de lo contrario no lo hubiera comprado—. Si es la misma clase de espíritu inquieto que eras tú, se sentirá enjaulada  al cabo de dos días. —Frunció el ceño, pensativo—. No quiero que mi nieta se sienta prisionera en un parque; úsalo sólo cuando sea indispensable. El cochecito —continuó explicándose— es otra cosa; podrás recorrer con él hasta la última callejuela del pueblo, aunque espérate a que pasen las Navidades para sacarla porque hace un frío horrible y…

—¡Papá —le interrumpió—, papá, tranquilízate, ni que fueras tú el padre! —le aconsejó, percibiendo su nerviosismo. Segundos después se le ocurrió aquella idea: su padre intentaba recuperar el ayer; deseaba malcriar a Ainhoa como no pudo hacerlo con Raúl, ni siquiera con ella misma.

Para su padre aquel revuelo era como volver al otoño de 1976, al mismo día en que Raúl estaba viviendo sus primeras horas, al igual que Ainhoa ahora. Izaskun le miró con renovada ternura, ¡era tan bueno con ella! No recordaba que se hubiese opuesto nunca a su relación con Raúl, y bien sabía que no le habían faltado motivos para ello. Había tomado aquello con la misma calma y, al fin, con el mismo entusiasmo que ella. A su madre, en cambio, según su beata moralidad de puertas afuera, seguía repugnándole aquella nieta suya.

—¡Soy su abuelo! —le recordó Fernando, interrumpiendo repentinamente los pensamientos de su hija—. Tengo todo el tiempo, el dinero y el derecho del mundo para malcriar a mi nieta si se me antoja. ¿Acaso se te olvida, jovencita, quién manda en este pueblo? No serás tú quien me prohíba mimar a Ainhoa si así me place.

—¿Quién ha hablado de prohibirte nada? —le calmó Izaskun entre risas, divertida al ver que se había molestado.

Padre e hija se abrazaron; después Izaskun, mirando a Juanjo, recordó que debía presentarles, aunque tenía la sensación de que ya no era necesario. Igualmente hizo la presentación oficial.

—Papá, él es Juanjo, el primo de Raúl; Juanjo, él es mi padre, al que quiero muchísimo, y al que tú también aprenderás a querer. Quiero que os llevéis bien —rogó, mirando a Juanjo—. Hacedlo por mí. Juanjo y yo vamos a casarnos después de Navidad, aunque aún no tenemos fecha fija; podemos consultarlo después en mi habitación —le propuso al joven.

Él, mientras tanto, la miraba embelesado, con los ojos muy abiertos, y ya con alguna lagrimita de emoción. Fernando les miraba conmocionado. No era eso lo que él había oído de labios de ella la noche anterior; Izaskun habló de conocerle mejor, no de matrimonio. ¡Casarse después de Navidad! ¡Por Dios, si faltaban «cuatro días» para Navidad! ¿Qué quería decir exactamente con «después»?

—¿Qué significa después para ti?

—Febrero, marzo, abril, junio, agosto… No lo sé, papi —respondió ella—. Ya te he dicho que no hay fecha fija.

—Has dicho «después de Navidad» —había un tono recriminatorio en la voz de Fernando—; a mí eso me ha sonado a enero. Y lo encuentro muy apresurado. —No se molestaba en hablarlo privadamente con ella, y le importaba muy poco que Juanjo le escuchara—. Necesitas tiempo para poner alguna distancia entre Raúl y tú. Entiendo que estás dolida y quieres castigarle, pero ¡ojo, hijita, no sea que acabes tú más castigada que él!

—Ya está bien, papá —Izaskun protestó débilmente mientras abría una de las bolsas—; quiero ver qué le has comprado a mi niña.

Lo primero que vio la joven fue una docena de peleles de una lana muy suave, en colores muy vivos: rojo, azul, verde, amarillo, y otros blancos y rosas. La segunda llevaba en su interior una gorrita, unos guantes diminutos y una bufanda de lana. Todo muy blanco. La tercera contenía toallitas, geles y colonias. La cuarta esta rebosante de jerseis de lana y ganchillo, de tacto muy fino y colores claros. En la quinta y la sexta había pañales. En la séptima y la octava vio, cuidadosamente dobladas, camisitas y braguitas. En las otras restantes se amontonaban juguetes, sonajeros, muñequitos de trapo y peluches.

Izaskun permanecía boquiabierta, abriendo una bolsa tras otra, y sacando y esparciendo su contenido; lo observaba todo con una mezcla de arrobo y estupefacción. Juanjo, entretanto, la observaba a ella con adoración; tan encandilado que ni siquiera era consciente del tremendo cambio que se había operado en él, y que de seguro provocaría terribles discusiones con Inés cuando volviera a Barcelona.

—Ei, Juanjo, ¿puedes superar esto?

—¡Por supuesto! El conejito no es más que un tentempié para ir abriéndole el apetito a Ainhoa, a la vista de lo que la espera. ¡Déjame que te ayude a subir todo esto arriba! —se ofreció sonriente.

—¿Qué conejito? —preguntó Fernando con un atisbo de celos.

—Juanjo ha venido detrás de un conejo casi más grande que él. ¡Tendrías que haberlos visto! Pero son totalmente inofensivos.

Izaskun miraba a Juanjo con una nueva ternura. Ciertamente, su regalo la había conmovido, incluso más de lo que le había expresado. El joven ya llevaba todas las bolsas a cuestas, y parecía tener prisa por subir, y mucha más por quedarse nuevamente a solas con ella. Caminaba hacia la escalinata mirando en derredor, apreciando el buen gusto y el lujo predominante en cada rincón de la casa. Izaskun hizo ademán de ir tras él, pero Fernando la detuvo.

—¿Por qué? —no era una pregunta a nada en concreto, sino a todo en general; ni entendía qué hacía Juanjo allí, ni porque ella (a la desesperada) le había dado el sí.

—¿Por qué qué? No sé a qué te refieres —aclaró y continuó—: ¿Acaso te molesta que él esté aquí? Pues se va a quedar a pasar la noche conmigo.

—¿Aquí? —vociferó Fernando. La precipitación con que ella lo estaba decidiendo todo le ponía de muy mal humor. No entendía esas prisas por emparejarse de nuevo.

—Sí, aquí —respondió Izaskun, muy seria ahora—; ya es hora de que el amor regrese a esta casa. Desde los días en que Raúl llegaba a escondidas para hacerme el amor, nadie aquí ha usado las sábanas para un fin más o menos romántico; ¿acaso has regresado a la cama de mamá, o ella a la tuya? No tienes derecho a condenarme al mismo vacío emocional que vivís vosotros; no comprendo cómo podéis seguir actuando así, ¿a quién pretendéis engañar?

Izaskun se había enojado finalmente; la hipocresía de su padre le había amargado el día. Le quería, sí, y mucho; desde que no se hablaba con su madre, él había sido su único apoyo. Pero ahora su falsa moralidad la ponía de los nervios. Se despidió de él; Juanjo estaba solo, y ella quería regresar a su lado.

—Me voy a la buhardilla —le dijo, y ofreció a continuación—: ¿Quieres que te ayude a subir la cuna? La cuna deberíamos subirla; las otras cosas podemos dejarlas aquí abajo. Sería una pena, ya que has traído esa monería de cuna, que mi niña continuara durmiendo en el moisés; está bien para las siestas, pero ya me parece demasiado pequeño. ¿Vamos?

Subieron entre los dos la cuna; pesaba lo suyo, pero no suponía un gran esfuerzo al llevar el peso compartido. Golpearon la puerta con los nudillos, era muy raro que Juanjo la hubiera cerrado. Izaskun entró sin más miramientos; Juanjo contemplaba a Ainhoa mientras mecía con suavidad el moisés. Le saludó. Fernando entró la cuna adentro; la habitación se les había quedado pequeña y hubo que arrinconar algunos trastos para hacerle sitio.

Izaskun le despidió con un gesto que indicaba que tres eran multitud. Fernando se marchó; no parecía muy tranquilo al ver que se quedaban allí solos, pero ¿qué podían hacer que no hubieran hecho ya? Le habían hecho abuelo; ya no le podía prohibir nada a su hija. En realidad, nunca pudo.

Izaskun y Juanjo pasaron juntos toda la noche: amándose y conociéndose más íntimamente. Abrazados estrechamente vieron la salida de un nuevo sol.

India estuvo en un tris de descubrirles, pues hizo un leve intento de llegar a la buhardilla, hacer las paces con Izaskun y ver a su nieta. Nunca entró; en el último instante el odio pudo más que la curiosidad y más que el amor de madre. Lo intentó de veras, pero no podía olvidar quién había dejado embarazada a su hija. India estaba dispuesta a todo para hacer sufrir a Raúl hasta lo insoportable; ver a la mocosa empeoraría las cosas. Era imprescindible distanciarse de la pequeña. Si llegaba a verla, no podría olvidar su rostro, y eso quizá la detendría en el momento crucial. Y ella no pensaba detenerse; ni por Fernando, ni por su hija, ni por nadie. Raúl tenía una deuda con ella, y la pagaría. Si era preciso, con sangre.

Fernando estaba muy disgustado; presentía que Izaskun iba en camino de cometer uno de los más grandes errores de su vida. Sabía que debía darle la libertad de escoger y equivocarse. En fin, ahora ya no era como antes; si la cosa no funcionaba, pedía el divorcio como había hecho India, y sanseacabó.

Todavía no le había dicho a Izaskun ni una palabra del divorcio, ése sí era un tema que había discutir en privado; sabía que su hija se mostraría aliviada, e incluso contenta. ¿Qué era lo que le había dicho antes? «No comprendo cómo podéis seguir actuando así». Si reflexionaba, él tampoco entendía cómo aquella triste situación podía haber durado tanto. Era paradójico: estaba tan convencido de que India jamás le daría el divorcio, que el anhelo murió en él. Y ahora era ella quien se lo exigía. Ni qué decir tiene que él no dudaría en acceder, ¡y de mil amores, claro!

 

 

Raúl había parecido tranquilo todo el día. Ni en el trabajo, ni en casa de Irene había dado muestra alguna de perturbación, ni de sentirse violentado a causa del nacimiento de su hija. De nuevo llevaba la máscara puesta: la de la despreocupación, la del chico duro al que nada ni nadie le importa. Y no se sentía culpable. Ya había visto cómo todos los que le rodeaban llevaban una máscara igual a la suya; todos se escondían del mundo tras sus caretas. El mundo, la vida, no eran sino una farsa: un grandísimo y multitudinario carnaval.

Todos iban disfrazados por la vida: Irene, Azucena, Juanjo… Incluso Izaskun, que siempre había sido transparente como el agua de un arroyuelo, ya se había convertido en una experta en mentiras y tretas sucias.

Por culpa de aquel maldito carnaval, ahora se encontraba con una hija que nunca pidió, pero que la boba de Irene no olvidaría. A él le gustaba la pelirroja, muchísimo. Ahora que su relación con Izaskun era imposible (¿cómo podría acostarse con ella otra vez?), había decidido compartir con Irene algo más que el colchón…, siempre y cuando no le diera sermones gratuitos acerca de sus supuestas responsabilidades como padre.

Aunque esa noche la había pasado con Azucena. Estaba muy cabreado con Irene por hacer locuras con su precioso cabello rojo. Por Dios, ¿a quién se le pudo ocurrir cortar aquellos rizos? El castigo que le había infligido esa noche estaba tan justificado como el que sufrió él por el asunto de Izaskun, acaso más. ¡Qué caray! Él no tenía ninguna obligación de ir pregonando por ahí que tenía «una novia» en el pueblo.

La sevillana estaba preciosa con aquel vestido tan femenino y la melena negra cayéndole por la espalda… le había vuelto loco. ¡Qué puñetas, a él le gustaban las chicas con el pelo largo! ¿Acaso Irene nunca lo sospechó? Tal vez le pareció sólo casualidad que sus amigas, todas…, incluida su prima Inés, llevaran el pelo largo. Raúl se consideraba con todo el derecho a tener sus preferencias y a enfadarse si, arbitrariamente, alguien las menospreciaba como había hecho Irene.

Izaskun ya aprendió la lección después de aquel verano en que tuvo, como la pelirroja, la brillante idea de cortárselo; luego de ver su disgusto, nunca más se le ocurriría volver a hacerlo, ¡seguro!

Dejando el tema de las cabelleras aparte, Raúl apenas podía dominar su curiosidad; llevaba distraído toda la mañana en el trabajo (aunque solamente se había dedicado a cargar y descargar camiones) pensando en los ojos de su hija: uno diferente del otro. ¿Realmente era posible eso? Y si se parecía tanto a ellos, debía de ser bellísima.

La modestia no fue nunca una virtud destacada en Raúl, y los halagos y mimos de Izaskun no le aportaron mucha a lo largo de los años… Ni los de ella, ni los de las demás. ¡Ni que hubiera sido la única! Sólo hacía falta recordar el incidente del día anterior; ¿podía considerarse una atención semejante hacia su persona como un regalo?

Cuando salió al mediodía se paró delante de todas y cada una de las cabinas telefónicas que encontró a su paso, y frente a todas tuvo que resistir la tentación de entrar y marcar el número de Izaskun. Ni siquiera sabía para qué; pero una voz interior le susurraba que no, que dejara las cosas como estaban, que ya estaban bien así; que recordara quién era ahora Izaskun.

«Es mi hermana, mi hermana, mi hermana, mi hermana, ¡se acabó!», repetía de regreso al piso.

Se moría de hambre; la mañana había sido dura, y todo se le había venido encima. ¿Cómo demonios podía hacer bien su trabajo si su abuela le venía con órdenes y recriminaciones? Y encima, ni le había felicitado, ni él a ella tampoco; de modo que al día siguiente le tocaría hacerlo.

«Perfecto —chasqueó los dedos—, ya tengo una excusa para llamar y enterarme de las últimas noticias».

Casi olvidó que el día anterior no había querido saber nada del tema. Raúl no era consciente de sus contradicciones; simplemente funcionaba por impulsos, sin pensar dos veces las cosas, sin pararse a pensar cuánto daño hacía con tanto de cal y tanto de arena.

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