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DIECINUEVE

 

 

 

 

 

De regreso al piso de Irene, el ánimo de Raúl era bien diferente del que había mostrado delante de su prima. Ahora, a salvo de miradas curiosas, podía dar rienda suelta a sus emociones contenidas.

En realidad, era difícil discernir qué era verdad y qué era mentira de todo lo que había dicho Inés. ¿Hasta dónde podía hacer caso de sus palabras? ¿En qué momento la realidad se mezclaba con la ficción? ¿Qué aspectos eran ciertos y cuáles estaban adornados con su desbordante imaginación?

Había sabido mantener, pese a todo, una fría actitud de total indiferencia, como si todo le importara un comino, como si fuera lo más natural que su primo quisiera casarse con Izaskun. Se había comportado como si siempre hubiera tenido muy claro que ella era su hermana, o como si Izaskun fuera una extraña o hubieran estado hablando de otra persona: alguien a quien no conocía en absoluto.

Pero no; él la conocía muy bien, o al menos siempre creyó conocerla, aunque no lo ventilara a los cuatro vientos como hacía ella. ¿Y qué había pasado al fin? Izaskun se había convertido en una perfecta desconocida; Inés la había transformado como por arte de magia en un ser cruel y despiadado, interesado, corrupto y falto de moral.

Decididamente, todo estaba muy liado en su cabeza; necesitaría muchos días para asimilarlo y, seguidamente, investigar algunos hechos. Por el momento, estaba muy cabreado con Irene. ¡Y ella le hablaba de confianza! ¿Ella? ¡Menuda cara dura! Ya le iba a meter bronca, ya; tan pronto la viera, tendrían una amena charla sobre confianza mutua.

Azucena era distinta, ¡por Dios si lo era! Ella sí era una buena amiga, y mucho más discreta y menos parlanchina que Irene. Decidió prestarle más atención, así (de paso) castigaría a Irene por revelar secretos que no le pertenecían, ¡y a Inés nada menos! Parecía no escarmentar después de todo lo que él le había dicho en la fiesta. Todavía confiaba en ella.

Por lo visto, le costaba admitir que su gran amiga era una criatura ruin y perversa. Destruía todo aquello que no podía poseer, y lo que poseía acababa por tirarlo a la basura tarde o temprano. Raúl estaba convencido de que Juanjo acabaría mal; todos los que la conocían acabarían mal parados.

Llegó al piso; aún no había llegado ninguna de las chicas. Ese día no pensaba mover ni un solo dedo por ellas. Estaba demasiado cabreado con todo el mundo. ¡Y pensar que había despertado de tan buen humor! Empezó a sentir un fuerte dolor de cabeza que fue a más, hasta obligarle a echarse en la cama. Necesitaba silencio; silencio y reposo. Intentó dar una cabezadita antes de que llegaran.

 

 

Vengo muerta y estoy fatal. Hoy he tenido una de esas mañanas en que todo, pero absolutamente todo, sale al revés. Y la cosa es que me he despertado como una diosa. La de ayer fue una noche sensacional: volví al cielo con Raúl. Lo cierto es que, sin querer, cada día le quiero más.

Al principio tuve algún que otro remordimiento por haberle dicho todo aquello a Inés. No era asunto nuestro, y yo me fui de la lengua casi sin querer. Mientras estaba en los cálidos brazos de Raúl, arropada por sus dulces besos, solamente deseaba que Inés fuera más discreta con la información que le había dado que lo que yo había sido con la que me habían dado a mí. Después me relajé y disfruté, alentada por un Raúl que me había notado muy tensa, casi rígida. Me preguntó por qué, y yo no supe bien qué contestar, y como siempre (en estos casos) acabé echándole la culpa al trabajo. Y no mentí demasiado porque, como os he dicho, hoy ha sido un día de nervios y tensión que para qué os quiero contar.

Voy a la cocina para ver qué hay de comestible; hoy ya no disfrutamos del chef, y lo lamento porque hay que decir que en estos últimos días nuestro Raulito se había esmerado mucho delante de los fogones. El chico sabe mucho; pasa que es un gandul redomado, pero eso ya lo sabéis desde hace tiempo, y él os lo ha demostrado de sobras. Saco unos filetes y una lechuga porque hoy no estoy para guisos. No oigo nada, ¿se habrá ido Raúl a comer fuera? Voy a la habitación de Azucena; golpeo en la puerta, pero nadie responde. Pruebo en su dormitorio; abro la puerta y le veo en la cama. Le llamo: 

—¡Raúl! ¿Raúl, estás dormido? —susurro, acercándome a él.

—No —masculla en voz baja por toda respuesta, sin moverse.

—Soy yo, Irene, ¿estás enfermo? —insisto ahora más preocupada.

—¡Vete! No tengo ganas de hablar con nadie, ¡mucho menos contigo! —exclama malhumorado y continúa en la misma postura fetal.

—¿Se puede saber qué mosca te ha picado? Esta mañana, cuando te has despertado, estabas de muy buen humor.

—He charlado con mi primita, y eso siempre me cabrea —se mueve y me mira, enojado—. Sobre todo si descubro que me has traicionado. ¡Y tú hablabas de confianza! ¿Por qué cojones tuviste que decirle que Izaskun está embarazada? Ahora le hará la vida imposible, ¡cómo si no la conociera!

—Creí que no te importaba ella, digo, Izaskun.

—Pues claro que me importa —me mira con expresión burlona, se echa a reír y suelta—: Es mi hermana. ¡Bonita noticia, eh!

—¿Has bebido, vas colocado, me estás vacilando… o realmente lo dices en serio?

Parpadeo. ¿Estaré soñando, será que no me he levantado hoy de la cama, que todo lo que ha ocurrido y está ocurriendo no es más que puro sueño?

—No estoy borracho y no me drogo —sonríe  perversamente—; tampoco te estoy tomando el pelo. Solamente me estoy desahogando contigo.

—Pues acaba de desahogarte y explícame qué es eso de que Izaskun es tu hermana.

Voy de sorpresa en sorpresa, y no consigo reponerme. La vida con Raúl se parece cada día más a una montaña rusa… o al Dragon Kahn. ¿Habéis estado alguna vez en Port Aventura?

—Es muy sencillo —Raúl sigue riendo y hablando con una voz que no es en absoluto la suya—. He perdido una amante, pero he ganado una hermana. ¡Felicítame!

—Tú dirás lo que quieras, pero estás colocado; borracho cuando menos.

—No —insiste en negar lo que parece evidente—. NO HE BEBIDO NADA, ni siquiera el agua mineral que he pedido. Te lo juro.

—Jura lo que quieras, pero tú no estás bien. Y yo no entiendo nada, pero no haré más preguntas. Me voy a comer y a ver si ya ha llegado Azucena. Tú descansa; no creo que te apetezca comer nada ahora.

Estas noticias son de las que le trastocan a uno el apetito.

—De acuerdo, pero que nadie me moleste. No voy a decir ni una palabra más de esto por el momento. Sólo es asunto mío. Y de nadie más, ¿entendido?

—Perfectamente —le digo, sonriendo—. Descansa y trata de dormir un rato; te veo muy mal.

Salgo del dormitorio despacio; yo tampoco estoy muy bien que digamos. El ruido de una llave en la cerradura casi me asusta; pero sólo es Azucena, y lleva un paquete en la mano derecha. ¿Qué demonios será?

Me saluda:

—¡Hola! ¿Cómo estamos?, ¿qué hay de comer? ¡Vengo hambrienta!

—¿Y eso? —curioseo, señalando el paquete primorosamente envuelto.

—Oh, esto… Son bombones, mujer. Nada del otro mundo. Me los ha regalado un cliente; viene mucho por la tienda… a comprar perfumes… pero no para su mujer, sino para su querida —me susurra al oído, y añade en un tono entre pícaro y escandalizado—: ¡Una jovencita de dieciocho años!

—¡Ah! —contesto,  poniendo cara de saber cómo van esas cosas—. ¿Y por qué te los ha regalado a ti?

—¡Por simpática y guapa!

—¡Qué modestia, por favor!

—Es lo que ha dicho él. ¿Y Raúl? —pregunta en voz baja, como si intuyera lo que ocurre.

—Está durmiendo. Está pachucho.

—¿Qué le pasa, agujetas de tanto trabajar? ¿O tiene fiebre?, ¿resfriado?

—No. Está depre, eso es todo.

—¿Y por qué, si puede saberse?  

—Cosas suyas. A mí no me ha dicho ni una palabra —miento descaradamente para no meter más la pata (si es posible).

—Ya se le pasará. Debería buscarse un curro, aunque fuera por horas. No sólo de prostitución vive el hombre.

—Propónselo, a ver qué te dice —la animo.

—Pues lo voy a hacer, porque ya está bien de tanto cachondeo.

—¿Tan pronto te hartas?

—No, si por mí puede hacer de amante cuanto quiera, pero que haga otras cosas, no sé… lo que sea, lo que quiera… Siempre que sea algo de provecho, por supuesto.

—No, si razón no te falta, pero lo mismo te manda a la mierda —la advierto—; ya le conoces.

—Pues le mando yo a él… después de darle un par de sopapos, por cretino.

—Así me gusta —levanto el brazo, simulando un  gancho  de izquierda—, sólo que espera unos días para hablarle del tema porque, lo que es hoy, no te va ni a escuchar.

—¡Joder! ¿Tan mal está? —protesta, mosqueada, y sigue—: Pues que espabile, porque el chollo no le va a durar toda la vida, digo yo.

—¿Y a qué viene tanta prisa para que nuestro Raulito se ponga a currar?

La verdad es que la veo muy rarita…

—A que estoy harta, Irene. Nosotras trabajando todo el puto día, y él tocándose los cojones. Por una semana que le hemos hecho trabajar, ¡y hay que ver la cara de mártir que nos ha puesto! Que no, Irene, que no. Algo tenemos que hacer; al principio me hizo gracia, pero ya pasa de castaño oscuro. 

—¡Uy! Te veo de muy mala leche; creí que los bombones te chiflaban, pero ya veo que, con o sin ellos, has tenido una mañana muy chunga. ¿Qué ha pasado? —me intereso con ánimo de consolarla.

—Sí  —admite mientras se tira en el sofá con expresión de absoluto cansancio—, tienes razón: no ha sido mi mejor mañana. Pero no tiene nada que ver con el trabajo —me aclara—, allí me va de coña. No sé…, será que estoy con el SPM o algo de eso. No me hagas mucho caso. Pero mantengo lo de Raúl: tenemos que convencerle para que mueva el culo, ¡no va a estar toda la vida en este plan!

 

 

Raúl estuvo dos días sin levantarse de la cama ni dar apenas señales de vida; el miércoles salió y se dejó ver por el salón, ya bien entrada la noche. En el sofá descansaba Azucena, mirando un programa de la televisión y con un libro en la mano, ¿leyendo?

La saludó:

—Hola, ¿cómo puedes ver la tele y leer al mismo tiempo? Si continúas así te dolerá la cabeza.

—En realidad —Azucena levantó la vista  y clavó sus ojos  en los de Raúl—, no hago ni una cosa ni otra; estoy por decidir si nos vamos en avión, en tren o en autocar. ¿Tú qué prefieres? —sonrió de oreja a oreja, ¡le encantaba sorprender a la gente!—, porque a mí me da igual.

—¿Eeeeh?

Raúl la miró sin comprender.

—Digo que qué prefieres: ir en avión, en tren o en autocar —repitió pacientemente; la mayoría de la gente no está acostumbrada a la hospitalidad andaluza de buenas a primeras—. Nos vamos tú y yo a Dos Hermanas mañana a la tarde. Ya que no quieres trabajar —le miró con un leve reproche en los ojos—, al menos vendrás conmigo y me harás compañía.

—¿Y por qué? Quiero decir, ¿qué pasa, qué se te ha perdido a ti en… cómo has dicho que se llamaba?

Le sonaba a chino todo lo que le decía.

—Muy sencillo: vamos a ver a mi familia —Raúl disimuló su incomodidad ante la propuesta; las familias no se le daban muy bien, pero no quería precipitarse y ser desagradable. No todavía. Siguió escuchándola—: Más concretamente a mi hermano. El pobre se ha roto una pierna. Mi madre me llamó ayer y me pidió que, por favor, fuera para allá, aunque sólo fuese un fin de semana, porque Antoñito estaba muy decaído y me echaba mucho de menos. De modo que esta tarde he hablado con mis jefes, tanteando por si podían darme permiso para no trabajar el sábado… ¡y se han enrollado muy bien y me han dado una semana entera de vacaciones! ¿Has estado alguna vez en Sevilla o Andalucía?

—¿Tienes un hermano?

—¡Oh, claro! —Azucena se dio una palmada en la frente—. Nunca te he hablado de mi familia; tú tampoco me hablabas de la tuya ni mostrabas ningún interés por saber de mi vida fuera de estas cuatro paredes… Por eso no te conté nada. Pero ahora que me lo preguntas, te lo digo: tengo dos hermanos gemelos; tienen nueve años. Unos críos, pero yo los quiero mucho; no tengo otros. Me hubiera gustado tener una hermana mayor —se lamentó a continuación—, como Irene, que me diera consejos y me prestara la ropa y el maquillaje, pero no tuve suerte. No me has contestado, ¿has estado alguna vez en Sevilla? —insistió y añadió—: Te gustará, aunque en esta época del año ya hace demasiado calor por allá abajo. No te preocupes —le susurró en un tono cómplice— porque nosotros tenemos piscina. No da para hacer competiciones internacionales, pero tú y yo cabemos, y eso es lo único importante. ¿Qué me dices?

—¿Tengo elección? ¿Puedo excusarme, rechazar semejante invitación?

—¡Por supuesto que no! Sería una grave ofensa.

—Entonces ¿cuándo nos vamos? —se entusiasmó Raúl.

—Ya te lo he dicho: mañana, después de comer. Todavía no me has dicho cómo prefieres viajar, y he de comprar los billetes, y ya vamos muy justos de tiempo —protestó ella inútilmente.

—¿Y por qué has tardado tanto en decírmelo?

—Esperaba a que salieras de tu hibernación —le miró con ternura sin saber por qué—; no sé qué te pasa, y no soy tan curiosa como para inmiscuirme. Pero sea lo que sea, ¡olvídalo! —le pidió—. Si te he propuesto este viaje es para que te distraigas y, de paso, me distraigas a mí. ¡Fuera preocupaciones y malos rollos! Olvida todo lo que te impida disfrutar de una tierra como la mía, ¡y dime de una puñetera vez cómo ir!

—En mi coche, por supuesto. —Raúl había despertado del sueño y ya pensaba con claridad—. ¿Has subido alguna vez en mi descapotable? —presumió llevado de su natural narcisismo.

—¿En tu coche? —gimoteó Azucena—. ¡No llegaremos ni para cuando le quiten el yeso…! ¡Y la gasolina! ¿Tienes idea de cuánto hay de aquí a Sevilla? ¿Te has vuelto loco?

—Tranquila, nena. No tienes ni idea de lo rápido que va mi descapotable. Pero, además, cuando estés sentada cómodamente, y sientas el sol y el viento en tu pelo, me pedirás que suelte el acelerador para poder disfrutarlo más tiempo y mejor. Y la radio… ni te cuento lo genial que suena: ¡de puta madre! Y el asiento trasero, Mmm… ¿Has hecho alguna vez el amor bajo las estrellas? No hay nada igual.

—¡Hijo, ni que me lo estuvieras vendiendo!

—¿Vender yo mi coche? Sería como vender a mi madre. ¡Nunca! Ni a ti.

—Mira que eres bruto, ¡si tu madre te oyera!

Raúl la miró con amargura.

—Pero mi madre no me oye; está muy lejos.

—Más lejos está la mía. De aquí a Navarra no hay tanto como a Sevilla —le recordó con una amplia sonrisa. Raúl la divertía mucho, aunque a veces también la sacara de quicio.

Raúl se explicó mejor; por lo visto, Irene y ella no se lo contaban «todo».

—Oh, oh, no me has entendido. Mi madre está en «el cielo». Murió.

—¿Por qué no me lo habías dicho antes? —protestó, golpeándole suavemente en el hombro, a modo de broma—. ¡He quedado como una idiota! —se lamentó—. Anda, vete a dormir; mañana debemos madrugar y prepararlo todo. No hay que llevar mucha ropa; allí cualquier cosa que no sea un traje de baño sobra.

—¿Ya no trabajas mañana? ¿Cuándo volvemos?

—¡Niño, qué prisas! No nos hemos ido, y ya quieres saber cuándo regresamos. Mira que luego no desearás marcharte. ¡Si lo sabré yo! Quien pisa tierra andaluza deja su corazón al partir.

—¡Qué poeta estás hecha! —se burló él cariñosamente, riendo.

—Eso lo llevamos todos en la sangre, y cuando nos enamoramos de algo o de alguien, lo echamos pa’fuera. ¿O no sabías tú eso?

—No te había notado yo antes la vena andaluza. Será que la idea de ir pa’llá ha despertado a la gitanilla que hay en ti.

—Ahora eres tú el que se ha puesto poético, y eso sí es una novedad. Pero me gusta, me gusta mucho —se lo demostró con un beso—. Hasta diría que vas madurando, como la fruta al sol.

—O a golpes.

—¡Hijo, que dramático! ¿No te he dicho que te alegres?

Azucena le zarandeó nuevamente, esta vez animándole. Odiaba ver gente deprimida o triste. Ella era por naturaleza un espíritu alegre.

—Sí, si me alegro —Raúl rió, y mimoso la achuchó—. ¿Vamos a dormir?

—¿Juntos o por separado?

Le besó en los labios, sintiendo algo todavía indefinible, que bien podía ser amor.

—Como tú quieras —concedió él, pero la advirtió—: Ya sabes que a mí no me gusta dormir solo. Necesito compañía o de lo contrario, duermo fatal. ¿Y tú?

—Yo duermo más a gusto contigo —admitió ella—, pero la soledad tampoco me quita el sueño.

—Pues vamos, y continúa contándome historias de tu tierra y tu pueblo. No quiero parecer un guiri.

—Mi amor, lo vas a parecer igual con ese pelo tan rubio y esos ojos tan azules… ¡y el acento!

 

 

Se marcharon ayer, después de la comida, y me dejaron sola otra vez.

Yo entiendo que ella tuviera que irse, lo que no me explico es por qué se lo llevó a él. ¡Ni que estuviera hablando de un secuestro! Si la acompañó fue porque le dio la gana.

Se largaron en el VW Golf Cabrio descapotable amarillo. El mismo coche en el que regresé de Sitges con él. Aunque el nuestro fue un viaje mucho más corto; nosotros apenas nos conocíamos, no hubo diálogo, y cada cual andaba muy ensimismado.

Ahora va a ser muy diferente: ellos ya se conocen, y mucho. El viaje es muy, muy largo, y da para muchas caricias, besos, achuchones y todo lo que la imaginación dé. Y después: una semanita en el chalecito de marras; con la excusa del hermanito patitieso, van a pasar siete días de aúpa.

Y yo aquí: agobiada de calor… y celos; porque con el calor se intensifican todas las pasiones del ser humano; todo hierve dentro de una: lo bueno, lo malo y lo regular.

De no ser porque tengo tres sesiones de fotos esta semana, aparte de una campaña publicitaria, yo también me largaría con viento fresco para huir de la monotonía, el tedio, la melancolía y los recuerdos.

Siempre me quedará París.

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