Carnaval

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VEINTE

 

Dos Hermanas, Sevilla

Llegaron el viernes a la noche, con el tiempo justo para sentarse a la mesa a cenar. Afuera, en el jardín, no vieron a nadie; pero la puerta estaba abierta. Entraron cogidos del brazo; un chavalillo corría por el vestíbulo y el comedor, haciendo el indio y chutando una pelota de un extremo a otro. Una voz cariñosa y autoritaria a un tiempo le reprendió:

—¡Pablo, déjalo ya! ¿No ves que ha llegado tu hermana con su novio? ¡Salúdales!

Después de reconvenir al menor de sus hijos, se dirigió a los jóvenes con expresión zalamera y una amplia sonrisa en su moreno rostro.

—Por fin llegasteis, niños. Tu hermano está en su habitación, jugando con la consola esa que le regaló tu padre en Navidad; le tiene sorbido el seso —se quejó a su hija, y añadió impaciente—: ¿No vas a presentarme a tu novio?

—No, mamá, este chico no es mi novio; sólo es un amigo que…

—No, no, mi niña —la interrumpió la madre—; a mí no tienes por qué darme los detalles. ¡Anda, ve a ver a Antoñito! No sea que piense que le engañamos cuando le dijimos que te venías rapidito p’acá. Y tú —señaló a Raúl—, será mejor que vengas conmigo a comer algo; tienes pinta de estar hambriento.

Mientras Azucena subía a saludar al mayor de los gemelos, Raúl se fue con doña Triana a la cocina; allí, Pablo o Pablito, como le llamaban todos, mojaba sopas de pan en medio de una yema que rebosaba por todo el huevo frito.

—¿Y éste quién es, mami?

Miró a Raúl con indiferencia; Azucena volvía cada verano al pueblo, y cada vez se traía a un tipo nuevo y totalmente desconocido.

—Es el novio o amigo, o yo qué sé qué de tu hermana —respondió la madre mientras abría el frigorífico—. ¿Y tú qué quieres para cenar? ¿Huevos fritos, salchichas, tocino, jamón…? —le ofreció al chaval—. También tengo col guisada…, pero no; no tienes cara de que te guste mucho la verdura, ¿o sí?

—Huevos y salchichas, gracias —agradeció Raúl, hechizándola con una sonrisa de las suyas.

—¿Tú de dónde eres? —le preguntó Pablito a Raúl. Saltaba a la vista que no era del sur; no se parecía en absoluto a ellos.

—Soy del norte: de Navarra.

—¡Ah! —dijo el chavalín por toda respuesta.

—Aquí tienes dos huevos fritos y tres salchichas; si quieres más, me lo dices  —le ofreció a Raúl doña Triana, poniéndole el plato por delante.

—Gracias —repitió él, y repitió también la sonrisa cautivadora.

Empezó a mojar él también el pan en la yema del huevo. ¡Estaba riquísimo!

—Y dime, niño, ¿hace mucho calor por ahí arriba?

—¿Se refiere a Barcelona o a Navarra?

—Pues a los dos sitios, la verdad; acá, ya lo ves: todo el mundo con camisetas de manga corta o sin mangas. No os habréis olvidado los trajes de baño, ¿eh? Mira —doña Triana señaló con el dedo el jardín posterior donde se veía, iluminada por luz de luna, la piscina—, ¿qué te parece? —preguntó, y añadió como disculpándose—: No es muy grande, pero ya os podréis divertir un buen rato. Cuando menos, sirve para quitarse el calor de encima; aunque acá —le avisó—, en cuanto sales del agua, ya estás sudando como un condenado.

—¡Es fantástica! —se admiró Raúl sinceramente.

—Voy a ver a esos niños —se despidió brevemente la madre, saliendo de la cocina.

—¿Y tú qué haces, ya estás de exámenes? —se interesó Raúl mientras veía al chiquillo comer, o más bien devorar, lo que aún quedaba en el plato.

—Pues estudiar, ¡vaya rollo!

—¡Si lo sabré yo! Oye, ¿y qué hacía tu hermana cuando estaba aquí, tenía novio o algo así? —cotilleó Raúl; ahora que les habían dejado solos tenía que aprovechar.

Pablito se encogió de hombros. ¿Qué iba a saber él de eso?

¿Novio? Novios, habría que precisar; la casa de La Motilla ya parecía más un jardín botánico. No había día que no le mandaran flores, de todas las clases, ¡incluso orquídeas! Pero no iba con ninguno y jugaba con todos. No perdía el tiempo, no.

Raúl se dio por vencido, ¿qué podía esperarse? Sólo era un crío de nueve años, ¿qué iba a saber él de la vida amorosa de Azu?

¿Acaso estaba celoso? ¡Vaya una tontería! ¿Y por qué habría de estarlo? El pasado, pasado fue, y nadie lo sabía mejor que él.

—¿Qué pasa, estás celoso o qué? —preguntó de sopetón el chaval, haciéndose el sabelotodo.

—¿Yo? ¡Qué va, hombre! Pero ¿qué dices? ¿Celoso yo? ¡Por favor! —exclamó Raúl haciendo una mueca burlona.

Estando en tan animada cháchara llegó Azucena junto a ellos. Miró a Raúl, rió y dijo:

—Mira que tú no pierdes el tiempo, ¿eh? Llegas y te pones a comer. ¡Anda, ven conmigo a conocer a mi otro hermanito!

La muchacha cogió a Raúl del brazo y le arrastró fuera de la cocina. Subieron las escaleras hasta el piso superior, y corrieron a la habitación de los chicos. Entraron; el enfermo estaba incorporado en la cama, con los mandos en la mano, jugando a un nuevo videojuego.

Realmente, pensó Raúl, ambos chiquillos eran como dos gotas de agua: igualitos, y muy parecidos a su hermana también. El niño tenía la pierna escayolada hasta la cadera.

Les saludó sin simpatía.

—¿Otra vez aquí? —protestó. Le gustaba ver a su hermana, pero no al intruso.

—Antoñito, no seas mal educado. Él es mi amigo, Raúl, y también ha venido a visitarte —le dijo Azucena, mirando de animarle un poco—. Deberías estar contento; me habían dicho que estabas ansioso por que llegáramos.

—Estaba ansioso por que tú llegaras —replicó el niño, todavía medio enfadado.

—No seas grosero —le recriminó nuevamente—. Raúl ha tenido la amabilidad de acompañarme, y los dos tenemos que agradecérselo; si no hubiera sido por él, no hubiera podido venir a verte.

—Gracias —masculló el hermano con desgana. Era evidente que no veía claro por qué debía agradecerle nada a aquel chico desconocido.

—Raúl ya ha cenado, pero yo no, y tengo hambre. Os dejo solos para que os vayáis conociendo. Luego vuelvo, ¿de acuerdo? —propuso Azucena, despidiéndose de ellos. Sabía que acabarían por llevarse bien; no conocía a nadie que no se llevara bien con su hermano.

Se marchó de la leonera que era el dormitorio de los muchachos (¿ya encontraban la cama cada noche?); de veras que lo de la cena no había sido un simple pretexto para largarse, estaba hambrienta. Habían parado a la una del mediodía en una estación de servicio, a medio camino entre Cuenca y Albacete, pero no habían hecho una gran comilona. Bajó las escaleras; una expresión de súbita perplejidad se dibujaba en su rostro al caer en la cuenta de que todavía no había visto a su padre, y ya era muy tarde, no podía estar aún trabajando. Su padre era médico de cabecera, pero eso no justificaba que a las once estuviera fuera de casa; sobre todo porque era contrario a las visitas a domicilio. En cuanto entró en la cocina se lo comentó a su madre.

—¿Y papá, por qué todavía no le hemos visto?

—¡Ay, mi niña! —suspiró toda triste—. ¿Cómo te lo diría yo? —le costaba mucho explicárselo—. Lo que pasa es que…, resulta que…

—¡Habla de una vez! —le reclamó Azucena, ya mosqueada con tanta evasiva.

—Pues es que… ¡Ay, no sé cómo decírtelo! Tu padre se ha marchado de casa. Él me…

—¿Te ha pegado? —la interrumpió su hija.

—No, no. Ya sabes que él nunca le ha puesto la mano encima a nadie. No es de esos. Me ha pedido el divorcio, simplemente. Está con otra. Ya hace tiempo.

—¿Cuánto tiempo? ¿Lo saben ellos?

Azucena estaba preocupada por sus hermanos, ¡eran tan pequeños! No era justo que tuvieran que pasar por eso.

—Sí, claro. Tuvimos una pelea muy gorda —se explicó doña Triana—. Tu padre se fue dando un portazo. ¿Cómo no iban a enterarse?

—¡No puede ser! Realmente es increíble; me parece una pesadilla. ¡Y yo que presumía de familia perfecta! ¿Lo dices en serio? —No parecía una broma pero ella deseaba que lo fuera; lo deseaba con todas sus fuerzas. Preguntó ahora—: ¿Y dónde está él? ¿Quién es la otra, la conoces?

—Tranquila, mi niña —la calmó su madre, y se esforzó por responder a todo o casi—. Tendrás que creerlo; tampoco pasó ayer o anteayer. Ya hace un mes que se fue. Estará en la capital, supongo; y en cuanto a la fulana: ni la conozco ni ganas tengo. El otro día llamó y prometió pasarme un dinero para mí y los niños; le dije: «métetelo donde te quepa». No quiero sus limosnas. Ya tengo un trabajo: de cajera en uno de esos supermercados tan enormes. No es nada del otro mundo, pero me da para ir tirando. Y sobre todo, es mío.

—Muy generoso de su parte —masculló Azucena entre dientes—. Y dime, ¿sabe él lo que le ha pasado a Antoñito?, ¿ha venido a verle o piensa venir?

—Estuvo ayer aquí con él, pero no hablaron mucho. Nunca se han llevado muy bien que digamos, y tu hermano está muy resentido; ya sabes lo sensible que es. Y además, aún es muy pequeño para entender razones sobre el comportamiento de vuestro padre.

—Todavía no me has dicho cómo fue que se rompió la pierna.

—Se cayó en el colegio, eso es todo. Iba muy atolondrado jugando con sus amiguitos, y rodó escaleras abajo. ¡Y gracias a Dios que vino sólo con una pierna rota!

—¡Ay, qué niños! Cuando yo tenía su edad no era así… ¿O sí?

Azucena miró a su madre con picardía mientras recordaba viejos tiempos.

—¡Buena eras tú también! Siempre jugando a juegos de muchachos y subiéndote a los árboles como los monos. Pero lo echo de menos —añoró doña Triana; después, con la misma mirada pícara de su hija, preguntó—: ¿Dónde conociste a ese buen mozo?

Miró a continuación las manos de su hija: morenas y de dedos largos y delgados, buscando algo…

—No te canses la vista mirando, mami. No me ha regalado ningún anillo ni lo hará. Raulito no es de esos —la desilusionó—. Solamente somos amigos. ¿Cuántas veces he de repetírtelo? Él tiene novia.

—Y entonces, mi niña, ¿qué hace aquí contigo?

—Es una historia un poco larga y no quiero aburrirte.

—A mí tus historias nunca me aburren. Desembucha.

—Él y su novia están enfadados. Él quería distraerse, por eso ha venido conmigo; únicamente por eso, de veras. Y por hacerme un favor.

—Si tú lo dices… —doña Triana no parecía muy convencida.

—¿Qué hay de cena, qué le has dado a Raúl?

Azucena abrió el frigorífico.

—Huevos y salchichas. Y se lo ha zampado todo.

—¿Y qué esperabas? Come como una lima.

—¿Y tú cómo sabes eso? —se sorprendió su madre.

—Porque… ya le he visto engullir otras veces antes de hoy.

—Parece simpático, ¡y es tan guapo! Es una lástima que sólo seáis amigos.

Doña Triana insistía, porfiada. Su nenita era muy guapa; merecía a un buen chico, y el rubito no estaba nada mal.

Azucena se sentó a la mesa. Suspiró; su madre no tenía remedio. ¡Veía demasiado culebrón! ¿Cajera había dicho? ¡Casamentera es lo que era! Cualquiera le explicaba la que se montaban los tres.

 

 

Raúl y ella pasaron una semana muy entretenida, de un lado para otro, conociendo gente amiga. Azucena era muy popular en su pueblo, y nadie la había olvidado a pesar del tiempo que llevaba viviendo lejos. ¿Quién podría?

Se allegaron hasta la última callejuela de Dos Hermanas, y saludaron y besaron a todos sus conocidos. Que Azucena era simpática y muy graciosa, Raúl ya lo sabía; lo que no imaginó fue tal entusiasmo ante su regreso. Sintió celos. Tantos chicos acercándosele, tantos besándola; en la mejilla, sí, pero besos al fin y al cabo. Pero ella estaba con él, ¿y acaso presumía de llevarle del brazo? Tal vez, y nadie podía reprochárselo.

Repartieron su tiempo entre los amigos, los padres de los amigos, los amigos de los amigos, y su hermano. Antoñito parecía más contento y menos disgustado ante la mera presencia de Raúl.

El clima fue todo lo bochornoso que cabía esperar allá, y en junio. Parecía mentira que los días pasaran tan deprisa; ya se cumplían dos meses de convivencia los tres juntos. Disfrutaron de la piscina todos los días, a cualquier hora; y de las siestas (tan típicas del sur, y a las que tan poco acostumbrado estaba Raúl) bajo los olivos.

El primer y segundo día, a Raúl le costaba horrores permanecer quieto durante tanto tiempo; hacían el amor todas las tardes, en cualquier rincón de la casa o los alrededores; Raúl la deseaba mucho, y muy apasionadamente. Pensaba en aquellos chicos; la conocían, sí, pero ¿cuántos de ellos sabían amarla como él?

Al quinto día ocurrió algo inesperado.

Deambulaba por la casa sin rumbo, mirando aquí y allá, buscando algo interesante con que entretenerse, cuando la vio en el sofá. ¡Dios, estaba preciosa con aquel vestido blanco y el maravilloso cabello negro que le caía, enmarcándole el rostro, largo hasta la cintura! Pero, ¿estaba llorando? Vio su linda carita manchada de lágrimas; la mirada: vacía y triste. ¡Azucena nunca lloraba! ¿Qué estaba ocurriendo? Temió la peor desgracia, estaba acostumbrado a ellas. La tocó suavemente en el brazo, cogió sus manos, enjugó sus lágrimas con besos, le acarició el pelo con ternura, la miró a los ojos, preocupado, y se decidió a hablarle.

—Por Dios, dime qué te pasa, ¿a qué vienen las lágrimas? No estás viendo ninguna de esas películas ñoñas, ni veo ninguna novela rosa tampoco. No es por tu hermano, tú y yo sabemos muy bien que en unos días le quitarán la escayola y volverá a jugar y a hacer el indio. ¿Qué es lo que te tiene tan mal?

Azucena le miró sin reconocerle apenas, ¿era Raulito, su Raulito egoísta que sólo buscaba satisfacer sus caprichitos de niño mal criado? Sonrió ante aquella nueva visión.

—No tienes por qué preocuparte, no es asunto tuyo; y no lo digo por ofenderte. Sólo nos concierne a nosotros. Tú ya tienes bastantes problemas; no quiero agobiarte con mis confidencias. Además, no puedes ayudarme, y eso aún te haría sentir más impotente. Deberías pensar un poquito más en tu novia y en ese niño. No, no escurras el bulto —dijo entre lágrimas al ver cómo él miraba al techo, ensimismado—. Yo…, nosotras sabemos que ese niño te importa. Un hijo es algo muy serio; no te pido ni te aconsejo, ni te recomiendo que te cases con ella si no quieres. Pero un hijo es lo más grande en esta vida. Al menos para mí lo es.

—Oye, no he venido a que me eches el sermón; sólo estaba preocupado por ti, ¿y qué ocurre al final? Que eres tú quien se preocupa por mí. Y aún no me has dicho qué pasa. Tengo tanto derecho a saber qué ocurre como tú a hablarme de «mi hijo». ¿Me lo vas a decir, sí o no?

—Si te empeñas tanto…, aunque no veo que puedas hacer nada por mí. Si en verdad no necesito ayuda; no es una cuestión de «ayudas». Mi padre ha abandonado a mi madre; se ha ido de casa. La historia de siempre. ¡Es tan ridículo, por Dios! Te lo digo, y me veo como la tonta protagonista de uno de esos culebrones baratos.

—Ejem… Mujer, no te negaré que es la típica situación en la que cualquier gesto parece sobre actuado. Se ha visto tanto en el cine, la televisión, los libros…; pero alégrate, aún los tienes a tu lado. Siempre podrás contar con ellos, dondequiera que estén. Ellos te quieren, ¿no? Tú ya eres una mujer adulta, puedes entenderlo; y tus hermanos… Bueno…, son chicos…

—¿Y qué quieres decir con esa capullada, que no tienen corazón, que les importa un cuerno lo que pasa? Son chicos, sí, Raúl, pero ellos también tienen sentimientos, ¿sabes? Todavía el cinismo no se ha apoderado de ellos y los ha consumido. Aún tienen sueños, aún se ilusionan. Todavía no están de vuelta de la vida, y yo tampoco.

—Tú crees que no tengo sueños, ¿verdad? Que soy un cínico.

—No —rectificó mientras sonreía entre lágrimas—. Eres un pobre niño traumatizado que se las da de duro para que no le hagan más daño del que ya le han hecho.

—¡Joder! Vengo a consolarte porque te veo hecha polvo, y aún te quedan ganas de psicoanalizarme. Desde luego, no estás tan mal como pensaba.

—Te equivocas: estoy muy jodida. Ocurre que tú estás peor que yo. La diferencia, Raúl, es que yo me enfrento a mis miedos, peleo hasta que les gano. Tú no.

—¿Y de dónde sacas tú que yo tengo miedos?

—No eres Superman, Raúl, no te engañes. Eres un pobre mortal de tránsito por la tierra. Y como todos los demás mortales, vives angustiado.

 

 

A pesar de hallarse en pleno apogeo de los exámenes de final de carrera, Inés no pudo resistir la tentación de volver a Navarra, hacerle una visita de cortesía obligada a su abuela, y visitar también (y no por cortesía, mucho menos obligada) a La Octava Maravilla del mundo privado de su hermano: Izaskun. La bella Izaskun; la inteligente, sensible y casta doncella del Don Juan en que se había transformado su hermanito. Tanta idiotez debía tener una muy válida razón, y ella iba a ir hasta allá para indagar por qué Juanjo estaba tan enfermo de amor.

Sus relaciones se habían acabado de la noche a la mañana; Juanjo había tenido un arrebato (muy peligroso) de decencia, y no consentía que ella le tocara siquiera. Y lo de los poemas, que le había comentado a Raúl como pura broma, era más cierto de lo que a ambos les hubiera gustado. Inés podía jurar que le había visto intentando rimar más de un verso.

Y no sólo eso, también había comprado una gran cantidad de libros sobre budismo y zen; y hacía yoga y chorradas parecidas para purificarse de toda «contaminación» y todo «mal», según él. Su relación personal iba de mal en peor, y si no discutían más a menudo era porque se veían muy poco durante el día, y menos aún en la noche.

Aquel sábado estaba resuelta a decirle cuatro cosas a esa putita; claro que Juanjo y Raúl le habían advertido que la dejara tranquila. Pero aquello era pedir demasiado a un alma como la suya: corroída por la curiosidad más malsana. No pensaba hacerle la vida imposible, al menos no de momento. Sinceramente, su única intención era verla y hablar con ella. Lo mismo se enrollaba de puta madre y acababan siendo amigas para siempre.

A pesar de haber retado a Raúl a que luchara por ella contra Juanjo, conocía lo suficiente a su primito como para saber que, para él, Izaskun ya había sido repudiada. Difícilmente Raúl volvería a acercarse a ella, o reconocería al hijo de ambos, por considerarlo un engendro monstruoso, consecuencia de su abominable relación.

Ella había hecho muy bien su trabajo: les había separado por un tiempo indefinido y, en cualquier caso, muy largo. Conducía el Audi por la autopista, ya en Aragón, contando los minutos que faltaban para llegar, muy impaciente.

 

 

 

 

 

Llegó muy tarde esa noche, pero ella había tenido (que Juanjo no tuvo) la precaución de avisar a la abuela de su visita. Graciela no mostró un efusivo entusiasmo ante la idea de volver a ver a su nieta, sin embargo le dijo que sería bienvenida. Le preguntó a qué iba y por cuánto tiempo pensaba quedarse. Inés la tranquilizó diciéndole que sólo iba a permanecer en el pueblo un día escaso y que, ¡por supuesto!, iba a verla a ella, a su abuelita querida, a la que tanto había echado de menos. Graciela fingió tragarse el cuento, y le aseguró que la aguardaría despierta.

Al llegar, las luces del dormitorio de Graciela permanecían encendidas, y las ventanas abiertas para aliviar el calor. Y también para ver cuándo llegaba la nieta; a duras penas podía contener su curiosidad; la última vez que vio a la muchacha fue hace diez años.

Inés golpeó con impaciencia el aldabón una, dos, y hasta tres veces. Tardaron en contestar; allí no había criados, a pesar de la inmensidad de la mansión. Al igual que antaño, Graciela seguía manejando sola la casa, sin nadie que la ayudara. Ella sola se bastaba para hacerlo todo, o al menos de eso presumía. Aunque Etxe Handia pertenecía a la (ilustre) familia de su difunto marido, cuando llegó recién casada con Jon, tuvo el poder suficiente para echar a los sirvientes, alegando que no podía soportar la presencia de gente extraña a la familia.

Con parsimonia, porque ya no era una jovencita para bajar corriendo los cuatro tramos de escaleras, Graciela fue a recibir a su nieta.

Inés la vio como si no la conociera; ambas se miraron a los ojos. No esperaba encontrarla tan avejentada; la recordaba como una matrona severa, pero joven y lozana. La mujer que tenía ante sí, toda vestida de negro, y más abrigada de lo usual para la estación, todavía conservaba algo de la frescura de otros años, pero muy poco. Iba ligeramente encorvada; en sus ojos no había brillo alguno; la sonrisa había desaparecido, Inés se preguntó si alguna vez estuvo ahí. La mujer miró a la nieta. Si Inés había juzgado que su abuela estaba ya anciana, Graciela había esperado encontrar a una cría de once años con largas trenzas de cabellos castaño claro. Ninguno había heredado el cabello negro de su madre.

Pero no; Inés había crecido mucho en esos años y su imagen era lo menos parecido a la de una adolescente en crisis o acomplejada. Por el contrario: estaba muy segura de sí misma, tenía un aire de suficiencia muy provocativo, vestía ropa de firma, conducía un coche muy caro (en opinión de Graciela), caminaba con mucha elegancia, y toda ella respiraba poder; poder adquisitivo y algún otro.

Saludó a su abuela con cortesía y buenos modales, pero sin dejarle la menor duda de que no era a quien había venido a visitar; no esperaba disfrutar de ninguna charla con su abuelita querida.

Lo importante a esas horas era comer algo y dormir. A la mañana siguiente la esperaba una entrevista, y en el mejor de los casos no sería fácil. No pensaba desperdiciar ideas ni palabras con la vieja, a la que probablemente no volvería a ver.

Le pidió la cena en un tono autoritario al que Graciela no estaba acostumbrada; se miraron a los ojos, había todo un mundo de desafío en sus pupilas. Graciela le sostuvo la mirada durante un largo minuto y acabó por contestarle, con voz seca y ruda, que ya era mayorcita para prepararse ella solita la cena, que a ver si creía que a esas horas iba a ponerse delante del fogón.

Por primera vez en su vida, Inés tropezaba con alguien a quien no podía dominar a su antojo; eso habría significado, en otro momento, el comienzo de interminables discusiones entre ella y Graciela. Inés estaba demasiado cansada para discutir, y también para prepararse ella solita la cena; además, pensó, estaba bastante gordita; un poco de dieta no le vendría nada mal. Le preguntó a su abuela dónde podía dormir; cuando Graciela le indicó el camino (prácticamente le tuvo que dibujar un plano) a las habitaciones de huéspedes, se marchó.

Graciela la vio partir, perpleja; no imaginaba a su nieta tan altanera ni antipática. Pero, en definitiva, no había hecho más que salir a su madre. Casi sin querer, puesto que si Juanjo le había dicho la verdad, poco conocían ellos a Inmaculada. Debería haber vigilado más a esos chicos, pero ¿cómo iba a saber ella que los mellizos vivían solos? Además, estaba Raúl.

Injusto o no, le debía a Raúl mucho más que a ellos; y más que a Raúl, a su hija Itziar. Se había equivocado mucho con ella. Con las dos. Y ahora, sola en esa mansión que tan poco significaba para ella, las echaba de menos. A las dos. Las había perdido de la forma más absurda. Tal vez no estaba tan preparada para la maternidad como todo el mundo le aseguró. De lo contrario, a ver por qué había fracasado de manera tan estrepitosa. Quizá siguió demasiado los consejos ajenos, y demasiado poco a su intuición y a su corazón. Todos parecían saber qué era lo mejor para Inmaculada e Itziar. Todos menos ella.

Inés se despertó tarde a la mañana siguiente, y sin prisa se arregló cuidadosamente procurando dar la mejor impresión. Sin darse cuenta, ya estaba compitiendo con Izaskun.

Después de casi dos horas, el resultado de sus esfuerzos no era nada despreciable. Si quería parecer el maniquí caro de un establecimiento de categoría, lo había conseguido.

Bajó las escaleras una a una, poco a poco, como una estrella de cine que sabe que, abajo, esperándola, hay una corte de reporteros dispuestos para una rueda de prensa, rendidos a sus pies. Pero no había nadie aguardándola, y hubo de ir a buscar a su abuela ¡a la cocina! (¿por qué diablos no tenía sirvientes aquella vieja?) para preguntarle dónde podía encontrar a Izaskun; ya sabía que era la niñita del alcalde, y le hacía mucha gracia.

¡Vaya, vaya con Raulito! De repente había pasado de ser el hijo de un vagabundo borracho a ser el hijo del alcalde. Eso sí era superación personal. Resultaba de lo más divertido; ya vería si a la rubita le parecía igualmente gracioso.

Graciela se sorprendió ante su petición.

—¿La dirección de Izaskun? ¿Para qué quieres tú la dirección de Izaskun, qué tienes tú que ver con ella?

—No es asunto tuyo, abuela.

—Sí lo es —la contradijo—. Yo no voy repartiendo direcciones a diestro y siniestro, sin ton ni son. Dime, ¿qué tienes tú que ver con ella?

—Yo, nada —admitió de buen humor—, pero te recuerdo que Juanjo está encoñado con ella. Eso podría convertirla en mi cuñada.

—¡Por Dios, niña, no seas ordinaria! Está bien, tienes razón, te la daré —concedió al darse cuenta de que, efectivamente, si Juanjo iba en serio, las muchachas acabarían siendo cuñadas; pero antes quiso saber—: ¿Vienes de parte de tu hermano?

—No, vengo a ver qué cara tiene.

—Eso te lo puedo decir yo. Es muy linda.

—Quiero verla personalmente.

Graciela le indicó dónde vivía; no ganaba nada negándose. Si ella no se lo decía, cualquiera en el pueblo lo haría. No entendía nada, pero confiaba en que la cosa no pasara de ahí. Izaskun le caía bien, y las intenciones de su nieta no parecían muy buenas. Inés tomó nota mentalmente y se ausentó sin más despedidas ni agradecimientos.

 

 

El pueblo era pequeño, tal como lo recordaba, y le costó muy poco esfuerzo localizar la casa del alcalde. Emilia le abrió la puerta. Izaskun y ella estaban solas ese día.

Miró a Inés de arriba abajo; la señorita Izaskun nunca había tenido una amiga de esas. Tal vez anduviera buscando a la señora India; eso le parecía mucho más probable. La señora acostumbraba a relacionarse, aunque no mucho porque apenas hacía vida social (y menos en el pueblo), con esa clase de personas altivas y estiradas.

Su señorita Izaskun era mucho más sencilla, y sus compañeras de trabajo en la panadería eran sus amigas. Vestía tan bien como aquella desconocida, pero su gracia y donaire eran otros. La joven que estaba ahí de pie, aguardando impaciente, era arrogante y su mirada era terriblemente despiadada.

¿Qué andaba buscando allí?

Le preguntó a quién buscaba, y el motivo de su visita.

Confirmó que venía a ver a Izaskun, y se anunció como Inés García Goikoetxea; añadió que era la prima de Raúl, confiando en que esas palabras mágicas le abrirían la puerta deseada.

Emilia la invitó a entrar con suma cortesía, y le rogó que esperara un instante, que iba a avisar a la señorita.

¡Gracias a Dios, aquella casa sí tenía criada!

Izaskun estaba reposando; estaba por cumplir su cuarto mes de embarazo, y seguía a rajatabla las recomendaciones del doctor. No quería sobresaltos, pero Emilia le dio el primero del día al entrar sin golpear.

—¿Qué ocurre, Emilia, se le han olvidado los buenos modales? Hay que llamar a la puerta antes de entrar —la reprendió—, ¡se lo he repetido mil veces!

—Perdone, señorita Izaskun —se disculpó—, abajo hay una señorita esperándola, y parece que lleva prisa.

—¿Y no tiene nombre esa misteriosa señorita?

—¡Oh, sí, señorita Izaskun! Me ha dicho que se llamaba… A ver… Mmm… Inés. Eso es, Inés es su nombre. ¿La conoce usted? Yo no la había visto antes de hoy; no en el pueblo.

—Conque Inés, ¿eh? —Izaskun sonrió; la entrevista prometía mucho. Ya tenía ganas de verle la cara a esa tiparraca, ¡a ver si era tan guarra como su condenado hermano!—. Bien, ya era hora de que apareciera. Dígale que suba hasta aquí —le ordenó—, no tengo ganas de bajar escaleras, y menos en mi estado. Dese un poco de prisa, ¡por Dios!

—Sí, señorita Izaskun. Ahora mismo.

Inés, mientras, contemplaba con ojos admirativos el amplio salón donde había entrado; los cuadros, las esculturas, el decorado de la estancia… Aquella gente era rica… en buen gusto. Quizá si se llevara bien con la rubita, después de todo. Era de su tipo: una niña pija. El ojito derecho de papaíto.

Emilia entró en el salón; se dirigió a Inés y le anunció:

—La señorita Izaskun me pide que la acompañe a su alcoba. No le apetece bajar escaleras, y tampoco le conviene hacer esfuerzos. Está embarazada, ¿sabe? —esto último se lo susurró confidencialmente, ¡como si Inés no lo supiera ya!

—Muy comodona su señorita, pero está bien. Vamos, no quiero perder más tiempo.

Entró en la buhardilla después que Emilia golpeara y abriera la puerta. Miró alrededor: la habitación era muy pequeña; muy acogedora, sí, y demasiado romántica para su gusto. La niñita pija era una sentimental de mucho cuidado. Y tan guapa como Juanjo e Irene la habían descrito. Sintió como la envidia le carcomía el alma. Izaskun estaba sentada en la cama, cruzadas las larguísimas piernas. No parecía tan alta, pero no podía engañarse: lo era; la muy jodida era más alta y más guapa de lo que ella sería jamás. Miró la barriga con repugnancia; no se le notaba apenas la preñez. Ella, ignorante, no hubiera notado nada anormal.

Izaskun dejó a un lado la revista que estaba hojeando, y le hizo una señal a Inés para que se sentara. La miró a los ojos y le habló con sinceridad, sin paños calientes.

—¿Qué quieres, a qué has venido? Si es a disculparte por la guarrada que me hizo tu hermano, ¡olvídalo! Que sea él quien dé la cara.

—Oh, oh, la versión de Juanjo no es esa. Él afirma que los dos estuvisteis de acuerdo en hacerlo. Además, tú eres la responsable de todo lo que le está pasando a mi hermano: está imbécil perdido por tu culpa.

—Tu hermano ya era bastante imbécil antes de que yo naciera. Por lo que sé, me lleva algunos años.

—Sí —Inés frunció los labios—, ahora que lo pienso, tienes razón. Pobrecito, ¡qué le vamos a hacer si él es así! Claro que Raulito no es mucho mejor, y no irás a decirme que de eso tampoco tienes tú la culpa.

—Raúl es como es, y yo en eso no tengo nada que ver. ¡Ya me hubiera gustado a mí cambiarle!

—¿Esta barriga es suya? —preguntó—. Quiero decir —intentó precisar—,  ¿realmente te la ha hecho él?

Inés señaló con un dedo acusador el vientre de Izaskun.  Sabía que era de Raúl, pero disfrutaba muchísimo mortificándola igual que al bobo de su primo. Ya sabía que nunca podrían llevarse bien. ¡Izaskun era estúpida y asquerosamente romántica!

—¡Por supuesto que sí! —le contestó Izaskun, presa de la indignación; esa arpía era mucho peor que su hermano—. ¿Por quién me has tomado?

—Por una zorra muy lista. Enredas a mi hermanito y a Raúl, les enfrentas, sabiendo de antemano que nunca tendrás a ninguno, ¿o acaso crees que voy a quedarme cruzada de brazos?

—Tu hermano me importa una leche. Y en cuanto a Raúl, nada podrá jamás separarnos. Mis padres ya lo intentaron a su patética manera, y fracasaron. ¿Acaso eres tú más que ellos? No me hagas reír.

—De modo que tú eres una de esas mujeres valientes que luchan por su amor y lo defienden a capa y espada contra todo. Lo siento mucho por ti; lamento estropearte el cuadro, pero Raulito no es tan valiente como tú. Su estómago puede más que su corazón. Cuando le conté la verdad de su pasado y vuestro papá, se desmoronó. Sencillamente, no podrá volver a pensar en ti con el estómago lleno, ¡le dan unas ganas de vomitar! Ciertos afectos le revuelven las tripas. Hazte un favor y háznoslo a nosotros de paso: aborta. ¡Ese niño no puede nacer! ¿No ves que es una monstruosidad? Raúl no quiere verte más; prefiere curarse en salud, y yo le entiendo. Todo esto es muy escabroso. Cuanto antes acabe, mejor.

—Te olvidas de un detalle, Inés, o tal vez no te lo he dicho: tus consejos me importan una mierda; los de Raúl, ni eso. Casi estaba decidida a hacerle caso a mi madre —le mintió con mucho descaro—, pero tú me has hecho cambiar de parecer. Gracias, Inés, necesitaba tu punto de vista para tomar la decisión más justa.

—Así, ¿vas a abortar al fin? —inquirió sin atreverse a mostrar demasiado entusiasmo.

—En absoluto, ¡ni lo sueñes! Voy a tener esa criatura. Tú, con tu maravilloso e insuperable sentido común, me has hecho ver las cosas claras. No olvides recordarle a Raúl que ni se atreva a acercarse a mí o al niño, no sea que le siente mal la comida. Ahora es sólo mío. Siempre lo fue; lo concebí sin su permiso, lo estoy gestando sin su permiso, lo pariré sin su permiso, lo amamantaré sin su permiso y lo educaré sin su permiso. ¿Y sabes por qué? Porque con el permiso de Raúl yo me limpio el culo. Y ahora, si me disculpas… El médico me recomienda reposo y mucha tranquilidad. Adiós, Inés. No te molestes en regresar.

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