Carnaval

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VEINTIUNO

 

Castillo de Arga, Navarra. 1975

Aquel verano le trajo a India la mayor y más alegre de las sorpresas: un nuevo embarazo. Al principio la alegría se apoderó de ella, que, de nuevo, volvía a albergar esperanzas; pero más tarde el miedo fue ganándole terreno a la alegría, y acabó desterrándola del ánimo de la joven esposa.

Los primeros calores de julio sorprendieron a India llorando a lágrima viva; agosto llegó, y el llanto de la joven no cesaba. Todo le daba miedo. Su comportamiento era comprensible hasta cierto punto, pensaba Fernando, pero como siguiera obsesionada sí iba a pasar algo grave.

Intentaba serenarla en lo posible; la acompañaba al médico y a donde hiciera falta; la mimaba y la animaba tanto como podía, pero India continuaba inconsolable. Hablaba de manera fatalista: decía y repetía que la cosa no acabaría bien, que terminaría abortando y que, de ser así, prefería hacerlo cuanto antes; no quería sufrir más, ni esperar en vano (ilusionada como una tonta) algo que no iba a suceder.

Fernando fue siempre un hombre muy considerado y paciente, o de otro modo la hubiera abandonado antes, siendo como era que nunca la amó; pero la paciencia también tenía su límite, y su esposa amenazaba con colmarlo. Un buen día se hartó de las lamentaciones sin sentido de India; le habló claro, como nunca lo había hecho antes, con el ánimo de provocarla y obligarla a reaccionar y dejar de lado tanta autocompasión. No quería herirla, pero ella misma se estaba haciendo mucho daño, y también estaba perjudicando seriamente al bebé.

—Deja de llorar, ¡maldita sea! Vas a matar al crío con tanto llanto inútil. Levántate y haz algo que no sea auto compadecerte. No es el fin del mundo; si sale mal, lo intentamos otra vez y listo. Pero levanta el ánimo porque todavía no estamos de luto. Olvida el pasado; no tiene por qué ocurrir otra vez. Es tu actitud lo que perjudica a la criatura; tómatelo con calma o va a acabar muy mal.

India hipó; aquél no era su Fernando. Jamás le había hablado así.

Sonrió. Le gustaba. Quizá si fuera valiente después de todo. Y si lo era, valía la pena serlo también. Esperó más recriminaciones que no llegaron. Ahora él sonreía y se dirigía a ella con otro tono de voz.

—¿Sabes? Me gustaría que fuese una niña, bonita como tú. Incluso he pensado en un nombre para ella: Izaskun. ¿Te gusta? —le preguntó, animado, y añadió—: Izaskun Ondaerrea. Suena bien, ¿verdad?

—Sí, es un nombre bonito para una niña, aunque un tanto original.

—Mujer, es un nombre vasco, de esta tierra. Más extravagante sonaría un nombre inglés con un apellido como el mío.

—Sí, claro —musitó contrariada y con cara de pocos amigos—. Se me olvidaba que vivo en tierra extraña; siempre he sido y seré una forastera. Gracias por recordármelo, amor —agradeció con ironía.

—Por favor, India, ¿tienes que tomártelo todo a la defensiva? Solamente era una sugerencia, mujer —se disculpó—; si has de sentirte mejor, elige tú el nombre. A mí, en el fondo, tanto me da; lo único que yo quiero es que todo salga bien.

A partir de aquella escena, los ánimos se calmaron un tanto; el embarazo transcurrió tranquilo y fue muy controlado. India guardaba un reposo absoluto, sin moverse de casa; apenas de la habitación siquiera.

El otoño llegó, y con él la visita de Itziar a casa de los Ondaerrea. La chiquilla era muy sensible y nada rencorosa; estaba sinceramente contenta por el nuevo embarazo de la esposa. Nunca sintió celos de India porque nunca amó a Fernando, y creía inocentemente que su llegada sería bien recibida, que India ya había olvidado aquella noche en el río, y no quedaba resentimiento entre ellas.

La infeliz se equivocaba; India se negó a verla. En ella el rencor y el odio aún seguían latiendo, y no estaba dispuesta a enterrar el hacha de guerra. Nadie iba a convencerla de ser la homenajeada de la visita de esa ramera. India sabía que venía a ver a Fernando, ¡como si no supiera ella lo que la buena de Itziar buscaba! Para desgracia de la feliz embarazada, Fernando estaba en casa y no pudo despedir a la inoportuna visita como hubiera deseado. Tampoco le interesaba lo que había venido a decirle ni lo que pudiera decirle a él, o él a ella.

Era importante no alterarse por cosas como esa, y menos en aquellos días. En cuanto naciera el bebé, Fernando ya no se separaría de ella, por mucho que amara a Itziar o a cualquier otra que se le cruzara en el camino. ¿El divorcio? ¡Ja, estaban en la España franquista! Sólo mencionar tal cosa ya era pecado. Además, ella era católica de los pies a la cabeza, y muy creyente. ¡Jamás le concedería el divorcio!

Dejaría que ellos hablaran con tranquilidad, que él se desahogara diciéndole cuánto la amaba; ya habría tiempo de decirle cuatro cosas a Itziar cuando conviniera, pero no ahora. De hecho, la conversación que tuvieron ellos no tenía nada de particular que pudiera preocuparla o inquietarla siquiera. Fue una amigable charla entre dos jóvenes que hacía mucho tiempo que no se hablaban, por tal de evitar comentarios suspicaces y males mayores. El amor flotaba en el aire, sí; pero sólo era eso: flotar. Nada más; ni un gesto más claro, ni una palabra más comprometedora.

 

 

Enero trajo al pueblo nieve, lluvia y fuertes ventiscas; pero no sólo la nieve y el frío vinieron a alojarse, vino también (o más bien regresó) Gorka. Ése fue el regalo que los Reyes Magos de Oriente le dejaron a Itziar en el año 1976. Aquella mañana todos los niños del pueblo corrían al encuentro de sus juguetes favoritos y largo tiempo esperados.

También el regreso de Gorka había sido esperado por Itziar, muy enamorada todavía. Lo lamentable era que Gorka no había vuelto para ver a Itziar, ni para enamorarla tampoco. Nada más lejos de sus intenciones. Con sinceridad, más vale decir que lo que Gorka esperaba era no ver a Itziar. Confiaba en que se hubiera casado y se hubiera marchado de allí. No le deseaba mal alguno, sólo que se mantuviera lejos: en Madrid, o en Valencia, o en Sevilla, o en Vigo, o dondequiera que fuese, pero bien lejos de él y de Graciela. Porque Gorka estaba enamorado de la madre, no de la hija. Había regresado buscando una segunda oportunidad, y deseaba que esta vez la boba de Itziar no le estropeara los planes entrometiéndose como la primera vez.

Cuando Gorka llegó en 1970 al pueblo, Graciela fue la primera mujer que vio. Y nunca olvidaría la impresión que tal visión tuvo en su corazón. Fue uno de esos flechazos, uno de esos amores imposibles que sólo se viven una vez, y por los que merece la pena cualquier sacrificio, cualquier sufrimiento. Parecía inevitable el encuentro si se tiene en cuenta que Gorka recorría Navarra de norte a sur; llegó desde Roncesvalles, su pueblo natal. Tenía por aquel entonces veinticuatro años, y era lo que se dice un buscavidas; un correcaminos. Un vagabundo sin oficio ni beneficio, que no llevaba más a la espalda que el camino recorrido; era, eso sí, alto, rubio y guapo; de tipo atlético, y los ojos tan azules como un cielo de verano. Irresistible, pero vagabundo al fin y al cabo. ¿Y qué podía tentar más a un buscavidas que una joven viuda, rica y hermosa?

Todo habría ido sobre ruedas si Itziar no se hubiera puesto por delante; su madre acababa de enviudar, y las chicas ya eran más que adolescentes. Graciela necesitaba pasión en su vida y en su alcoba, y él podía satisfacerla hasta que ardiera sólo de pensarlo. Sí, todo habría ido estupendamente si esa chiquilla no se hubiera encaprichado con él.

Era bonita, sí, pero ¡tan servil, con tan poco coraje! Graciela sí era toda una mujer. La hermanita de Itziar se las daba de listilla, pero no dejaba de ser un pendón. Le vino como un flash a la memoria la tarde en que Inma se le insinuó y le provocó descaradamente hasta llevárselo a la cama (improvisada en los establos) para joder con él, y sólo por fastidiar a Itziar; para demostrar (por enésima vez) quién era la mejor de las dos. ¡Por Dios, si incluso estaba embarazada! Esto se lo confesó después, para tranquilizarle.

Con Itziar no había llegado a tanto; sí era verdad que algún beso se le escapó sin querer, solamente para contentar a la cría.

Graciela continuaba siendo su asignatura pendiente.

Confiaba en que 1976 le trajera un poco más de suerte. Se conformaría con no ver a Itziar por los alrededores de Etxe Handia; eso le daría tiempo para tantear a Graciela y ver qué hacer. La suerte le dio la espalda tan pronto llegó a la plaza. La vio ya de lejos; no había escapatoria.

Estaba muy hermosa, debía reconocerlo; más alta, más rellenita, y parecía más madura…, pero aún se movía con aquel aire lánguido que le enfermaba; él no podía soportar esa apatía en nadie. ¡Si no hubiera más mujeres en el mundo…! Cuando llegaba la hora de las comparaciones, la pobre Itziar siempre salía perdiendo.

Ahora avanzaba hacia él, estaba casi a tocar, y para mayor desgracia suya no llevaba ningún anillo en ninguno de sus largos y blancos dedos. ¡Mierda! Aún estaba soltera.

Le sonrió mientras hablaba con aquella voz dulce que él recordaba tan bien.

—Has vuelto. Ya pensé que nunca regresarías por aquí. Y no te culpo; todo es tan aburrido que mata. La única buena noticia es que Inma ya no está, ¡gracias a Dios! Ya no podía soportarla más.

—No te reconozco —dijo él—. No sabía que le tuvieras tanta tirria a tu hermanita, pero dejémoslo. ¿Cómo es que no te has casado? —Esperaba con fervor que ella le dijera que estaba comprometida y a punto de hacerlo. Añadió—: Francamente, no pensaba encontrarte aquí.

—¿Y a dónde iba a ir, y con quién? —¿A qué venía el interés por su vida amorosa, acaso no veía lo evidente?—. ¿Y por qué tendría que casarme? —parecía divertirse con sus preguntas, aunque no adivinaba sus intenciones, y tampoco quería hacerse muchas ilusiones—. Sólo hay un hombre en el pueblo que merezca la pena… aparte de ti, claro —le confesó en susurros—. Pero ya está casado, y va a ser padre cualquier día de estos.

Lo dijo sinceramente, sin pena, rabia ni rencor.

—¡Vaya por Dios! —Gorka fingió apenarse—. Lo siento.

—Pues yo no. Fernando es encantador, pero no es mi tipo. Somos demasiado parecidos.

—No lo sabía; ni siquiera sé quién es Fernando.

—Un viejo amigo mío…, y un antiguo pretendiente también.

—Qué interesante.

—¿Vas a quedarte muchos días esta vez? ¿Te marcharás sin despedirte como hace seis años? —quiso saber ella ahora; en su voz había un vago deje de ironía.

—No tengo idea de cuánto tiempo voy a quedarme. Quizá hasta el verano. No lo sé, ni sé tampoco cómo voy a despedirme.

—Si te quedas este verano aquí, nos veremos a menudo —sonrió—. Ahora he de irme; mi madre sigue del mismo humor que siempre. Como tarde un poco más, me desollará viva.

Se despidió y le envió un beso.

«¡Ojalá lo hiciera!», pensó él cruelmente, pero ya era demasiado tarde para decirle nada; ya se alejaba por la calle de la iglesia, camino de Etxe Handia.

Estafado y derrotado. Otra vez esa mujercita sosa volvía a entorpecerle los planes; ya había perdido otra oportunidad de conquistar a Graciela. Con que su mamá tenía mal humor, ¿eh? Pues muy bien, prefería mil veces la mala leche de Graciela a la estupidez de su hija. Se resignó y acabó por hacerse a la idea de salir con Itziar en un plan más o menos serio; al menos, de ese modo, vería a Graciela a menudo.

 

 

Y llegó febrero. India seguía enclaustrada en su dormitorio, postrada en su cama, guardando reposo hasta el día del alumbramiento, para el cual faltaba aproximadamente un mes. Ya no estaba tan asustada, se esforzaba en mostrarse optimista y era muy, muy cuidadosa. Procuraba moverse lo menos posible.

No quería alarmarse, ni siquiera cuando Fernando la informó de que iba a encontrarse con Itziar. No sabía qué podía pasar en esa cita, mas ya no le tenía tanto miedo a ella.

Se rumoreaba que salía con Gorka, un tipo con el que ya había estado años atrás, y del que parecía estar muy enamorada. Esos rumores tenían a Fernando de un humor de perros. Su marido estaba celoso, y eso sólo podía significar una cosa: todavía estaba enamorado de la maldita Itziar.

Sí, el humor de Fernando no era muy bueno aquel día; había conseguido una pequeña «entrevista» con Itziar, pero no las tenía todas consigo. Y sí, estaba celoso, y mucho. Y por supuesto que aún amaba a su Itziar, porque sí era suya; él fue el primero que la amó, y estaba dispuesto a todo si ella se lo pedía.

Se encontraron en los viejos establos de Etxe Handia: un lugar bien a salvo de miradas; un nidito resguardado para los amores clandestinos. Itziar no iba a ver a Gorka hasta bien entrada la noche, y bien sabía ella que él no iba a ir antes de hora a su encuentro. Fernando había dejado a su mujer en cama, más o menos tranquila.

Ella ya estaba ahí, sentada sobre montones de paja, cuando él entró; le esperaba para charlar un rato con él, para desahogarse diciéndole cuán complicado era todo, y las dudas que tenía sobre su relación con Gorka; las sospechas que albergaba su corazón de que había algo tras las miradas y palabras de cortesía que su novio dirigía a su madre. El corazón de Itziar comenzaba a tambalearse, y necesitaba de una mano amiga que volviera a ponérselo en su sitio y la tranquilizara.

Llevaba un vestido rojo de lana, entallado, que remarcaba con gracia cada curva de su cuerpo. Fernando no sabía qué quería ni para qué le había llamado, pero en aquellos momentos fue incapaz de pensar, viéndola frente a él en todo su esplendor. La besó en los labios con arrebato; esta vez ya no le era posible contenerse. Se había contenido durante demasiado tiempo; había perdido demasiados años, y no estaba dispuesto a perder un minuto más. Itziar olvidó lo que quería decirle, y respondió a los besos de él con pasión; Fernando, viendo que ella no le rechazaba, siguió adelante; continuó con las caricias y los besos guardados, reservados sólo para ella. Apenas sin darse cuenta la desnudó para al final tomarla y hacerla suya.

La mayor de las sorpresas fue descubrir que él había sido el primero, no Gorka. Fernando se hinchó de orgullo; ya nada sería lo mismo. Después de aquella tarde podía regresar a su casa, junto a su amante esposa embarazada, sabiéndose feliz al haber conseguido lo que más anhelaba en la tierra: el don precioso que era el amor de Itziar. Después de todo, no había llegado demasiado tarde. Sin embargo, aquello también le convenció de que Gorka no amaba a Itziar, ni siquiera la deseaba físicamente… si no, ¿cómo se explicaba ese milagro?

Lo duro sería convencerla a ella, mas él no lo haría. Ella le había hecho muy feliz; él no tenía derecho a decirle algo que la haría muy desdichada. Y al fin, tal vez Gorka acabara amándola como ella merecía; se conformaría si aquel cerdo la amaba la mitad de la mitad de lo que la amaba él. La perspectiva de la unión, ya fuese física o espiritual, de Itziar y «su amor» no ilusionaba a Fernando, pero poco podía hacer salvo desearle felicidad a su amada y bastarse con lo que ella, generosamente, le había entregado.

Conforme pasaban los minutos, desde la consumación del acto, Fernando se sentía más y más reacio a volver al vacío de su casa. Estaban juntos, todavía desnudos y abrazados, en un lenguaje en el cual las palabras sobraban, apurando sus últimos minutos antes de que cada uno regresara con su pareja.

A las nueve se despidieron. Fernando emprendió el camino hacia su casa y su destino; entretanto, Itziar entró en su habitación y se cambió de ropa para ir al encuentro de Gorka. Mientras elegía lo más adecuado, se paró a meditar lo ocurrido. Había sido tan maravilloso como el mejor de sus sueños, y ella no se arrepentiría nunca… Sólo que… Mmm… se había equivocado de pareja. ¡Vaya desastre! Itziar se cubrió el rostro con las manos, suspirando. No le quedaba otra opción más que seducir a Gorka en un plazo de veinticuatro horas, y excitarle lo bastante como para empujarle a llegar hasta lo irremediable; era muy importante que Gorka le hiciera el amor. Y cuanto antes, mejor. Tenía que reparar el error cometido. Decidió ponerse lo más provocativo y descarado que tenía a su alcance; debía jugar fuerte aquella baza. No podía perder; si no jugaba bien sus cartas, no solamente perdía a Gorka, sino que a lo peor ganaba un mocoso bastardo y un montón de problemas añadidos.

Se reunió con Gorka a las diez y media en los mismos establos donde horas antes había retozado con el otro. Era el lugar favorito de las hermanas Goikoetxea para hacer sus travesuras. También estaba la ribera del río, pero ¡por Dios que allí uno se moría de frío en invierno! Los establos eran más calentitos y conservaban aquel olor animal que excitaba las pasiones. Había mucha luz, y en un rincón algunas mantas para ese tipo de situaciones.

A Graciela no se le escapaban las razones que tenían sus hijas para ir a los establos; seguro que no era por ver a los caballos. No había ni uno solo. Una vez los hubo, hacía muchos años, pero los vendieron. Ella ya no vio ninguno cuando llegó a Etxe Handia. A lo mejor a las niñas les hubiera gustado aprender a montar, pero mucha pasión no debieron de tener porque nunca se lo pidieron. Lo único que ella deseaba ahora era que, en vista de que Itziar había decidido usar los establos como lugar de fornicación, al menos tuviera la decencia de no dejar rastro, y tomar un mínimo de precauciones para no tener que lamentarse después.  

Gorka quedó estupefacto al ver a Itziar con unos atavíos nada propios de ella, pero que le quedaban fenomenal, ¡qué caray! Parecía estar esperándole para seducirle. Llevaba un finísimo camisón negro que dejaba ver el cuerpo totalmente desnudo. ¡Si ni siquiera llevaba ropa interior!

Estaba estirada perezosamente en el suelo, con los brazos extendidos detrás de su cabeza, y los cabellos negros derramándose sobre la mullida manta. La mirada que le atravesó era toda una invitación a poseerla; hubiera sido imposible resistirse… incluso para él, que no había estado nunca muy dispuesto. Ahora ella tomaba las riendas de aquella aventura; por primera vez se le apareció muy deseable a los ojos.

Le guiñó un ojo y le invitó a recostarse a su lado.

Gorka aceptó la maldita invitación y se acomodó cerca; la miraba como si no fuese la misma Itziar, y por un breve momento la confundió con Graciela. Fue esa confusión de imágenes en su mente lo que le empujó a seguir aquella noche. Tan sugestionado estaba que ni se extrañó de que ella no fuese virgen; ya que, en su imaginación, él no lo hacía con la hija, sino con la madre. Y de Graciela no podía esperar virginidad a esas alturas.

El par de copas que se había tomado en el bar de la plaza también contribuyó, en parte, a la confusión que se había adueñado de sus sentidos. Estaba algo bebido, o de lo contrario hubiera pensado con más claridad. El acto se consumó con gran pasión; lo curioso era que ninguno de ellos lo hacía «de corazón».

Pero Itziar consiguió lo que esperaba. Si llegaba a haber embarazo, ya tenía a quien echarle la culpa. Estaba salvada.

A la mañana siguiente Gorka empezó a ver más claro lo sucedido; los revolcones de la noche anterior habían sido parte de un sueño etílico; no era posible, no podía haberse dejado atrapar por esa boba. ¡Lo último que había querido era llegar a eso con ella! Presintió que los problemas no habían hecho más que empezar. Había tenido un resbalón, y sería muy raro que no tuviera que pagarlo.

 

 

Las contracciones empezaron la noche anterior; Fernando e India estaban acomodados en una suite doble en el hotel Iruña Park, de Pamplona. Esta vez no querían imprevistos ni arriesgarse a un parto a la antigua en su casa del pueblo. India exigía las mejores atenciones, el personal más cualificado y la asistencia más controlada.

Ese día todo iría sobre ruedas; la pequeña Izaskun tendría todos los cuidados que merecía. Al comienzo, las contracciones fueron muy espaciadas, pero Fernando no perdió tiempo y la llevó enseguida en un taxi al Hospital General. Quería que estuviese bien atendida desde el primer momento para que, si surgía algún problema, pudieran actuar con rapidez.

India pasó el resto de la noche allá, y al rayar la madrugada las contracciones eran cada vez más frecuentes y más dolorosas. El médico llegó pronto a verla y la atendió durante todo el parto, que fue más rápido y mucho mejor de lo que ellos esperaban. A las ocho de la mañana del día diez de marzo de 1976 venía al mundo Izaskun Ondaerrea Smith, tal y como fue anotada en el acta de nacimiento.

Por fin la casa de los Ondaerrea era un hogar, por fin era aquél un matrimonio feliz y orgulloso. Porque Izaskun era, sin lugar a dudas, el bebé más lindo que había nacido ese día. Era una criatura algo regordeta (pesaba más de cuatro kilogramos) pero exquisitamente formada. La cabeza estaba cubierta por una pelusilla muy rubia, herencia más materna que paterna; en el rostro de piel de azucenas destacaban unos ojos de un verde salvaje: preciosos, inmensos y llenos de chispa; la nariz era apenas un pellizco en aquella carita de ángel; la boquita chiquita de labios carnosos y sonrosados estaba muy bien dibujada; la barbilla presentaba el simpático hoyuelo típico de la familia Ondaerrea; y a los lados de la carita, las orejas: dos diminutas obras de arte, esculpidas con la delicadeza de un Michelangelo y el toque mágico de las hadas. Y del cuerpo, ¿qué decir? La gente se obstina en afirmar que todos los bebés son tan parecidos entre sí, que sólo una madre puede distinguir al suyo entre un millón; pero ella era alguien especial: indefinible e inconfundible. Y su belleza no había hecho más que despuntar.

Al día siguiente los felices papás y su hermosa niña volvieron a Castillo de Arga; debió haber sido el inicio de una de las etapas más dichosas para aquella familia recién estrenada, sin embargo en el pueblo les aguardaba el primero de una larga serie de incidentes. El principio del fin de su vida en común.

 

 

Era día de mercado en el pueblo. Una docena de tenderetes diversos se extendían formando un círculo alrededor de la plaza. Ropas, útiles de casa, comida fresca y en conserva, chucherías, plantas y flores; incluso animales vivos, como polluelos, conejos o tortugas, estaban expuestos a la vista, invitando al consumo masivo y algo descontrolado por parte de los lugareños. Eran las diez de la mañana, y los vendedores ya estaban hartos de ver y ver pasar a los posibles clientes, que no acababan de decidirse entre una col y una coliflor, o entre unos boquerones y una merluza.

Itziar iba a comprar todo aquello (que no era poco) que su madre le había encargado. Esa mañana no se había levantado con muy buen pie; se había sorprendido de la imagen pálida y escuálida que le había devuelto el espejo. Ése no era su día, eso estaba claro. Se detuvo ante el puesto del pescado para comprar el rodaballo y las sardinas que figuraban en su lista de la compra. El pescado era tan fresco como siempre, pero aquel olor… Aquel olor le revolvía todo por dentro; empezó a ver borroso, el mundo y la gente iba dando vueltas delante de sus ojos; de repente, un velo negro lo tapaba todo, y al final perdió el conocimiento, cayendo redonda al suelo.

No era aquél, ni mucho menos, el lugar más indicado para desmayarse; y por descontado, no el más discreto. La gente se arracimaba alrededor de la figura desvanecida en el suelo. Sí, era la hija menor de los Goikoetxea. ¿Qué le había ocurrido, por qué se había desmayado tan de repente?, ¿estaría anémica… o preñada? Las mujeres eran fieras defensoras de esta última suposición. Llegó el médico al cabo de unos minutos; alguien fue a Etxe Handia a avisar a Graciela, quien acudió presurosa, alarmada y muy, muy enfadada. Si había algo que la ponía de mal humor era el poco juicio de sus hijas. Rezaba para que no se tratara de un embarazo. Con lo de Inma ya tuvo bastante. Sin embargo, sus plegarias no llegaron a tiempo; el doctor ya le había diagnosticado a Itziar un embarazo de poco más de un mes.

Lo peor y lo más bochornoso era que se había hecho público. Ya todo el pueblo estaría enterado aquella noche a lo más tardar. Y eso incluía a Gorka: aquel desaprensivo.

«Pero no —mascullaba Graciela—, que no crea que se va a largar así como si nada, dejando a mi hija con la barriga. ¡Faltaría más!».

Fue corriendo a la pensión de doña Edurne, ¡con qué velocidad corrían las noticias, Dios santo! El muy desvergonzado ya estaba liando el petate. Bien había hecho ella en verle las intenciones desde el primer día, y aun así él parecía correr más. Pero afortunadamente para el honor de los Goikoetxea, aquel cerdo todavía no se había marchado, aún podía detenerle.

Se encaró con él, y le preguntó:

—¿Adónde vas tan rápido, a salvar tu polla? No te equivoques conmigo. Tú de aquí no te mueves; Itziar está esperando un hijo tuyo, y vas a cumplir con ella, ¡digo si vas a cumplir!

—¿Y quién va a obligarme? ¿Tú? No me hagas reír.

Gorka reía, aunque ¡maldito fuera si sabía por qué!

—A la gentuza de tu calaña no hace falta obligarla, basta con tentarla. Tú y yo sabemos que ganas mucho más quedándote aquí, casándote con ella y viviendo en Etxe Handia. ¿O no era eso lo que andabas buscando cuando asomaste las narices por acá? Pero si no te basta, todavía puedo pagarte una mensualidad… por las molestias —ofreció Graciela—. ¿Qué me dices?

—Pagarme para que me quede… no para que me marche. ¡Vaya, vaya, eso sí es una novedad! Déjame hacerte una pregunta, querida suegra: ¿te importa algo la felicidad de tu hija? Yo no la amo, y no voy a molestarme en lo más mínimo por hacerle la vida agradable; Itziar no me importa un rábano, pero puesto que me das tantas facilidades, ¿por qué no?

—Sabía que te faltaría integridad para negarte. ¿Ves qué fácil ha sido comprarte? Como un juego de niños. Ahora vas a ver a Itziar y te le declaras ceremoniosamente, como si no supieras nada de su estado de buena esperanza, y le pides que se case contigo. Esta noche estás invitado a cenar para la petición formal de su mano. Ve a comprarte un buen traje; ponlo a mi cuenta. No soporto ver a la gente desaliñada. Haremos una boda rápida; no por nada, pero quiero que mi Itziar esté muy hermosa vestida de novia. A Inma no pude verla casada, se casó en Barcelona, y me dio mucha lástima. ¿Entendido? —inquirió Graciela, satisfecha, como colofón a su discurso.

Aquello había sido pan comido para ella; estaba muy acostumbrada a mandar y a dirigir las vidas de todos, y a salirse siempre con la suya. El honor de la familia, y no es que a ella le importara tanto, ya estaba salvado. Pero ¡qué caray! Ya estaba más que aburrida de andar sacándole las castañas del fuego a su hija menor. ¡A ver si espabilaba!

Aquella noche fue hecho oficial el compromiso de los jóvenes, y la mano de Itziar fue pedida por un hombre más deseoso de que se lo tragara la tierra.

 

 

 

Tal y como era de prever, la noticia del embarazo de Itziar llegó antes del atardecer a la residencia de la familia Ondaerrea. La trajo Emilia con el alboroto propio de la jovencita que vive cada chisme con un tremendo entusiasmo, como si se tratara de una radionovela. Fue a la hora del almuerzo.

Los Ondaerrea seguían el horario inglés de las comidas por consideración a India. Ella ya estaba en el jardín, junto a la mesa, tomando el sol en la chaise longue y esperando a que Emilia sirviera el almuerzo. La pequeña Izaskun ya había mamado y dormía plácidamente en su cunita adornada con encajes.

Emilia, empujando la cancela de hierro forjado, entró gritando; como un vendedor de periódicos propagaba la noticia:

—¡La señorita Itziar está embarazada! Se desmayó en el mercado. El doctor ha dicho que está de un mes. Señora India, ¿ha oído la noticia? —¿Cómo diablos no iba a oírla con los gritos que pegaba la dichosa muchacha?—. ¡La señorita Itziar está embarazada! Se ha armado un gran revuelo allá en la plaza. Ha sido muy emocionante. Señora India, ¿me oye? —preguntaba una y otra vez la buena de Emilia, sin bajar una décima el tono de voz. 

—¡Por Dios bendito, Emilia, baje la voz! Por supuesto que la he oído. ¿Realmente lo dice en serio, está segura de que el médico le ha dicho que estaba de un mes?

India estaba lívida; si la hubieran pinchado ahí mismo no le habrían sacado ni una gota de sangre. Estaba paralizada: muda de horror y de asco, de vergüenza y de rabia, de ira, de celos…«Maldita perra del demonio, ¡maldita y mil veces maldita!», pensaba. Estaba roja de tanto contener la respiración, y se mantenía rígida, con todo su esbelto cuerpo en tensión, ¡y no era para menos!

—Sí, señora —Emilia interrumpió su rabia—. El doctor ha dicho que debía de estar de un mes; la señora Graciela ha ido corriendo a ver al padre de la criatura, al menos eso decía todo el mundo. Ya sabe, ese joven que vino al pueblo hace poco, ¡tan guapo! —suspiró Emilia, pensando en Gorka, y continuó en el mismo estado de excitación—: ¡Qué lindo, señora India, tendremos una boda en el pueblo! ¿Qué le pasa, señora India, se encuentra mal? —Emilia vio de repente la palidez de su señora—. ¡Ay, no me asuste! ¿Quiere que avise al señor Fernando? —se ofreció, angustiada. ¡Su señora se veía tan mal!

—No —meneó la rubia cabeza—, déjelo, Emilia. Déjeme en paz, por favor —le pidió.

Necesitaba estar a solas consigo misma, serenarse un poco. No quería perder los estribos delante de Fernando; delante de él no. No quería darle el gusto de ver cómo estaba sufriendo por culpa de ella. Le conocía de sobras: todavía la defendería. Graciela perdía el tiempo; Gorka no era el padre de ese bastardo; pero, en fin, ya estaban bien las cosas así. Fernando no podía abandonarla, ni a ella ni a Izaskun. ¡Ni hablar! Ya iba a tener, ya, una conversación con él; más valía dejar las cosas claras desde un principio. Y en cuanto a Itziar…, al día siguiente iría a Etxe Handia y le haría una pequeña visita. Ya iba siendo hora de que tuvieran una confrontación de mujer a mujer.

No probó bocado del almuerzo. Sencillamente no podía comer nada en un momento como aquél. Se levantó y entró en la casa; subió a la habitación de su hijita y se quedó con ella, mirándola, ¡tan bella!, hasta que llegó Fernando del Ayuntamiento. Cuando le vio entrar en el jardín le hizo una seña para que esperara ahí donde estaba a que ella bajara a su encuentro. Salió del dormitorio de Izaskun; estaba serena y más apaciguada, también seria y muy enfadada.

Tan pronto estuvieron frente a frente, le miró con picardía y le susurró al oído:

—Tu amiguita se ha quedado preñada, ¿qué vas a hacer, vas a decir la verdad, a dar la cara? —le desafió, curiosa. 

—¿De qué me hablas? ¿Qué amiguita? ¡Ay, India, no hay quien te entienda! Creí que habías cambiado pero ya veo que sigues con tus obsesiones de siempre, ¿de qué amiguita me hablas?

Fernando era todo inocencia… ¿O había perdido la memoria?

—No te hagas el desentendido, no conmigo. Por si no te has enterado todavía, te lo deletreo: I-t-z-i-a-r s-e h-a q-u-e-d-a-d-o e-m-b-a-r-a-z-a-d-a. ¿Lo quieres más claro? No, por favor, no te molestes en desvelarme la paternidad de ese niño; la sé de sobras. ¡Felicidades, amor, vas a tener la parejita! ¡Qué tonta fui! —gritó India entre la risa y el llanto—. Creí que Izaskun bastaría para colmar tu necesidad de descendencia. Por lo que veo, te importaba mucho más de lo que pensaba la perpetuación del dignísimo apellido Ondaerrea, y como no tuve el varón deseado, has ido a buscarlo a otro coño. ¡Claro, como a tu esposa le cuesta tanto parir un hijo que necesita tres intentos por cada uno, no quisiste arriesgarte y esperar a que yo te lo diera! No, si yo lo entiendo. Y seguramente fue más placentero tenerlo con ella, porque a ella siempre la has amado más que a mí, mucho más que a mí, ¡y no me lo niegues! No me insultes ni humilles de nuevo. No más.

—¿Has acabado? ¿Puedo explicarme, defenderme? —le suplicó él, atónito.

—¿Qué vas a decirme? Me muero de curiosidad por ver qué cuento vas a contarme —India se cruzó de brazos, belicosa—. Te escucho impaciente.

—Ese niño puede ser de Gorka también. ¿Por qué ha de ser mío? —protestó en un vano intento por defenderse y defender también su matrimonio, aunque bien sabía él que el niño era más suyo que del otro.

—Niégame que te fuiste a la cama con ella mientras yo reposaba por la salud de nuestra hija, ¡vamos, niégamelo! Sé contar, Fernando; sé sumar ocho y uno. Y me acuerdo del día en que me dijiste: «Voy a ver a Itziar, pero no es nada serio». ¿Qué es serio para ti? ¿Un coito no es algo serio? ¿Fornicar no es un asunto serio? Acláramelo, Fernando, ¿qué es serio y qué no para ti?

—No puedo negártelo —se rindió—. Tú ganas. Sí, me acosté con Itziar; sí, le hice el amor; sí, tal vez ese niño sea mío. ¿Y qué, ya te sientes mejor? Ya te lo he dicho, ya he confesado mi falta. ¿Qué piensas hacer? ¿Vas a dejarme, vas a irte con mi hija…, o ahora vas a devolverme el golpe y decirme que Izaskun no es hija mía? Deja el drama, ¿sí? Nuestras vidas no van a cambiar por esto. Itziar se casará con Gorka porque es lo que quiere; no quiere casarse conmigo. Lo nuestro no fue más que un desliz…, y no fue en la cama, querida; ocurrió en los establos. ¿Contenta? Y yo no buscaba perpetuar ningún apellido, ¿cuándo me ha interesado a mí eso?, ni fui a buscar un varón a ninguna parte, porque… ¿a ti quién te ha dicho que ese bebé vaya a ser varón? Lo mismo resulta ser una niña como la nuestra. Y cuando le hice el amor a Itziar no pensé en tener un hijo con ella. Simplemente no pensé en nada. Los hombres no pensamos cuando follamos. No somos tan calculadores como vosotras.

—¡Basta! —le exigió, tapándose la cara con las manos—. ¿Cómo te atreves a decírmelo con esa frialdad? Me estás haciendo daño.

—El que tú te has buscado, amor. Ni más ni menos.

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