Carnaval
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VEINTIDÓS
Los preparativos para la boda del año en el pueblo cursaban con más celeridad de la prevista; a primeros de mayo el vestido de la novia estaba ya confeccionado; los papeles necesarios, ya tramitados y en regla; la iglesia a punto para recibir a los (¿felices?) novios; y Etxe Handia adornada para la ocasión.
Y en el primer domingo (algo nublado) del mes el padre Severiano, joven párroco del pueblo, casó a los dos jóvenes en una ceremonia mucho más sencilla de lo que cabía esperar, tratándose de la hija menor del gran amo. Hacía muchos años que las gentes del lugar esperaban la boda de Itziar como quien espera un acontecimiento espectacular; no sólo por la hermosura de la joven, que merecía mejor suerte, sino también por ser la joven más rica de los contornos. No era de extrañar, pues, que aquella celebración les decepcionara un tanto.
Habían imaginado algo más sonado, más romántico, más acorde con la estirpe de los Goikoetxea. Aquella boda se les había quedado pequeña; sí que era cierto que Itziar se casaba embarazada, pero aquél no era motivo para apresurarse ni hacer mal las cosas.
Quizá alguien entre la concurrencia se preguntaba por el ánimo de los contrayentes, y muy especialmente de él. Gorka no estaba, lo que se dice, feliz como unas pascuas; todo se le había ido de las manos. Estaba atrapado, comprometido con alguien a quien cada día aborrecía más; y por delante le quedaba una vida entera para torturarse viendo a todas horas a la mujer que amaba, sin poderla tocar, casi sin poderle hablar, sufriendo teniéndola tan cerca, mas sin poder mover un dedo para dar o recibir calor de ella.
Había aceptado aquella locura con la (ingenua) esperanza de ganarse poco a poco el amor, la simpatía o cualquier clase de sentimiento cariñoso por parte de su suegra. En aquellos días que precedieron a la ceremonia, no sólo no había conseguido atraer su simpatía, sino que además se sintió despreciado por ella. Para Graciela, la gran Señora del pueblo, él no era más que un tipo miserable que se vendía por cualquier cosa, un tipo al que se podía comprar con cuatro perras; pero en fin… Graciela estaba convencida de que, de todas formas, su hija no merecía nada mejor que lo que libremente había escogido.
Hacían buena pareja en el sentido de que él mandaba y ella obedecía ciegamente. Besaba el suelo que él pisaba, las botas que él calzaba y el aire que él respiraba. Por eso Itziar, estaba algo más que feliz: estaba aliviada. Iba a casarse con el hombre que amaba, ¿qué más daba quién fuera el padre del crío? Ella tenía lo que quería: la alianza de su matrimonio con Gorka, y a éste en su cama todas las mañanas durante el resto de su vida.
Fernando, mientras, sentado junto a su esposa, presenciaba aquella boda con el ánimo de un reo condenado a muerte, que espera, en su oscura celda, la hora de ir al patíbulo. India, en cambio, parecía bastante animada; despreocupada y casi feliz. Como si el fin de todas sus tribulaciones y miedos se encontrara al final de aquella ceremonia. El buen humor le duró lo que duró la cola que había delante de ellos para felicitar y besar a la novia.
Cuando le tocó el turno a Fernando, se acercó a Itziar con la decisión y naturalidad de un amigo de la infancia, le cogió el rostro con ambas manos y la besó en los labios: un beso que pareció durar una eternidad y dejó sin aliento a la joven y al resto de los concurrentes. Un beso apasionado que dejó muy malparada la reputación de aquel Rhett Butler que hacía suspirar a las jovencitas (y no tan jovencitas) desde la pantalla del cinematógrafo del Centro Juvenil Parroquial.
Si el beso de Fernando fue apasionado y visceral, visceral fue también la reacción de India, que se tradujo en escupir el inmaculado traje de la novia, e inmediatamente después cruzarle la cara de una bofetada a la muchacha que resonó en toda la iglesia.
Fernando agarró a su esposa del brazo y la sacó a rastras de allí.
—¡No sé cómo te atreves a ponerle una mano encima! —los ojos de él echaban chispas.
—¡Sí, hombre, encima tú defiéndela! ¡Ni que fuera tu esposa! Tu esposa soy yo, ¡a ver si te enteras! Esa ramera acaba de casarse con ese pelagatos y tú no le importas una mierda. ¿Qué te crees?
—Vamos a casa —le ordenó—, está visto que no se te puede sacar a la calle sin que armes un escándalo.
—¿Me has tomado por una perra, acaso? ¿Qué es eso de que no se me puede sacar a la calle?, ¿con quién te crees que estás hablando?
—Si te comportas como una perra, como a una perra te trato. Y no quiero verte cerca de Itziar, ¿entendido?
—Suéltame, maldito desgraciado, ¡suéltame! —chilló India, bregando por soltarse de las garras de su marido.
Sin embargo, Itziar ni se había inmutado. Nada que viniera de India podía sorprenderla o decepcionarla más de lo que estaba. Ya había oído de ella suficientes amenazas como para llenar un libro, demasiadas como para poder soportarlas. No esperaba que se quedara callada cuando se enteró de su embarazo, tenía todo el derecho a albergar sus sospechas, pero lo que la sorprendió en aquella conversación que mantuvieron dos días después del compromiso con Gorka, fue el tono hiriente y malévolo con que se enfrentó a ella: insultándola y amenazando a su futuro hijo (India seguía obsesionada con que había de ser varón) con ¡matarlo! si se acercaba a su hijita. Había empezado pidiéndole que se fuera del pueblo; luego se lo recomendó «por el bien de todos»; incluso se lo había suplicado, ¡patético!, para acabar con amenazas veladas y, por último, claramente manifiestas.
Lo que Itziar no entendería, por muchos años que viviera, era el porqué del comportamiento de esa mujer: tan celoso y paranoico. ¿Nunca comprendería que lo que había entre ella y Fernando era puro cariño fraternal? ¡Por supuesto que habían tenido una aventura! Y su barriga bien podría dar fe de ello, pero sólo había sido eso: un error, una historia fracasada, un episodio aislado que no volvería a repetirse. Si hubiera querido de veras a Fernando, ya lo habría conseguido. ¿O qué se pensaba, que era tonta?
No, Itziar no era tonta; podían decir de ella que era más o menos sosa, y el mismísimo esposo hubiera asegurado que era incluso frígida, pero no tonta. Cuando menos, sabía sacar provecho de las circunstancias. Y es que, a pesar de su aire lánguido y algo afectado, Itziar sabía cómo hacer girar al mundo alrededor de su dedito meñique.
En aquellos momentos, todos los habitantes del pueblo estaban expectantes, aguardando qué iba a pasar a continuación. Graciela fruncía el ceño, ¡ya le extrañaba a ella que tuvieran la fiesta en paz! Lo que no se esperaba de Fernando era aquello: semejante descaro; ¿cómo se había atrevido a hacerle eso a su hija? Era poco menos que una deshonra. ¡Qué falta de delicadeza, por Dios!
Y Gorka sin mover un dedo.
A Gorka le importaba un bledo quien besara a su recién estrenada esposa; nada le importaba menos que los cuernos que Itziar quisiera ponerle. Ya se podía liar con quien quisiera, que a él lo mismo le daba. ¡Ojalá lo de ella y ese Fernando hubiera sido algo serio! Entonces hubiera tenido la excusa perfecta para no casarse con ella. Pero el beso solamente era parte de la comedia de aquel día, juraría que Fernando lo había hecho para divertirles y nada más.
A Gorka, además, le parecía increíble que a esa clase de hombre le gustara esa clase de mujer. Aparte, ¿de qué servía cambiar un cubito de hielo por otro? La esposa inglesa de Fernando parecía más frígida, si cabe, que la suya.
Al señor Aranguren le esperaba una vida bien amarga, y a la insulsa de su mujercita no le iba a ir mucho mejor. No iban a consumar el matrimonio porque ya no había nada que consumar. Y él no pensaba volver a meterse en ninguna cama con Itziar, ¡ni loco! ¡Con lo caro que había pagado el maldito «resbalón» en los establos!
La luna (¿de miel?) la pasaron en un refugio-hotel de montaña en los Pirineos Aragoneses; toda una semana para que los novios disfrutaran de total intimidad y de las maravillas de aquellos románticos parajes, con todos los gastos pagados gracias a la generosidad de la suegra. ¡Como si Gorka no supiera que tanta «generosidad» se debía a las pocas ganas que tenía Graciela de tenerles cerca!
En realidad, las únicas maravillas que Gorka encontró en aquellos días las halló en el bar del refugio. Desde el vino peleón al auténtico whisky escocés, Gorka no abandonó el refugio sin haber probado todas y cada una de las diferentes marcas de vinos y licores. Regresaba a la habitación de Itziar a las tantas de la madrugada, después de haber ahogado sus culpas, su cobardía y su desamor en las disfrazadas y turbias aguas del alcohol.
Al principio Itziar le esperaba despierta, anhelando caricias que habían de llegar. Finalmente se resignó a considerar su matrimonio como papel mojado. Y el embarazo; Itziar seguía sintiendo náuseas por las mañanas, apenas tocaba el desayuno; comía poco, y sola. Toda la semana sola. Y su vigésimo aniversario, sola. Gorka no se asomó a verla para nada; ni un gesto de cariño, por pequeño que fuera, ni un beso; nada. El balance de su luna de miel se resumía en aquella triste palabra: NADA.
Volvieron al pueblo, mas nada cambió; Gorka sustituyó los bares del refugio y las carreteras por los del pueblo y alrededores. Y por si acaso no tenía suficiente, lo mismo se iba a recorrer los de Pamplona, ¡qué puñetas! ¿Qué importaba ya nada? Itziar cada día estaba más gorda, más irascible, casi insoportable. Aunque… realmente, ¿podía estar más insoportable para él, que nunca pudo soportarla?
La indiferencia acabó tornándose en rabia, y fueron la rabia y el alcohol los que acabaron por hacerle perder el control en aquellas últimas semanas antes del fin. Llegaba borracho en las noches, pero con la libido subida. Pilló a Itziar desprevenida la primera noche, resignada a que él ya no deseaba su cuerpo ni nada suyo, y se alegró al ver que, de pronto, parecía interesado. Sus ilusiones y su alegría duraron sólo un suspiro; Gorka fue todo lo grosero y bruto que puede ser un hombre si está borracho, tanto que ni siquiera ve lo que tiene delante.
Desgarró el camisón de ella con terrible violencia, y le bajó las bragas a la vez que murmuraba incoherencias, obscenidades atroces e insultos, y la miraba lascivamente mientras babeaba. Ella intentó resistirse, decepcionada porque no era así como ella quería tener a Gorka; no era así como ella quería y esperaba que él la amara. Finalmente la forzó con rabia, tanta como fue capaz. Y no sólo aquella noche, sino todas las que le vinieron en gana (que por fortuna no fueron muchas) hasta el final de su matrimonio. ¿No era eso lo que buscaba en él? Si quería románticas veladas debió haberse casado con el otro.
Y llegó otro otoño más; la fecha del parto se iba acercando. Ahora Itziar apenas sí se movía de la cama, y rezaba porque Gorka no tuviera ganas de hacerle «el amor» a su peculiar manera, que a ella le resultaba cada día más dolorosa.
Noviembre trajo lluvias copiosas al pueblo; Itziar estaba ya en el colmo de su gordura, y muy deprimida. Ya no tenía ganas de seguir así; conforme iban pasando los días, menos le apetecía tener aquel bebé, fuese lo que fuere. Quería volver atrás en el tiempo; deseaba no haber conocido nunca a Gorka, y que ella y Fernando pudieran estar juntos. Si ella no se hubiera obcecado de aquella manera con Gorka nada más conocerle, Fernando no se habría ido del pueblo, no habría conocido a India ni se habrían casado. Si… si… si… Era absurdo preguntarse todos los sí del mundo, de su vida, de la vida de otros, ¡como si ahora importase!
Por fin llegó el tan temido día del alumbramiento: un quince de noviembre que amaneció tan lluvioso como el anterior y el posterior. Fue uno de aquellos partos a la antigua, asistidos en casa, donde Graciela asumió el papel de comadrona y médico a la vez. Tan autosuficiente como de costumbre.
Resultó ser, sin embargo, un parto más rápido de lo que Graciela se había atrevido a esperar. Como en todo lo que a sus hijas se refería, Graciela era harto pesimista. No esperaba nada bueno ni ninguna alegría por parte de ellas. Pero aquel bebé fue diferente. Era un varón, se llamaría Raúl y, casi sin querer, trajo un poco de alegría a Etxe Handia, que ya andaba bastante necesitada de algo festivo.
El nombre fue un capricho de la madre, escogido en el último momento como una improvisación. No se le pidió consejo ni opinión a Gorka (tampoco a Fernando), ni falta que hacía, ni hubiera sido posible; ninguno de ellos vio nacer al crío ni se preocupó por él. Se preparó todo para el bautizo, que se celebraría el último domingo del mes.
Era aquel niño un robusto bebé, sano y de voz potente (berreaba mucho y siempre a deshora), carita de ángel, mofletudo, de enormes ojos azules, boca pequeña, naricita recta y cabellos abundantes y muy rubios. Indudablemente se parecía mucho a Gorka. Lo mismo que a Fernando. Lo que era a Itziar, desde luego no había salido. Para nada. Y como Graciela ignoraba por completo la aventura fugaz que su hija y Fernando habían tenido nueve meses atrás, por siempre habría de creer que su nieto era la viva imagen de Gorka.
A Itziar se le agotaron los pechos antes del bautizo de Raulito; circunstancia de lo más alarmante en el pueblo, donde sólo había una farmacia cuyo propietario era de lo más reacio a criar a los bebés con algo que no fuera la leche materna. Graciela recurrió a la persuasión en primer lugar, a las súplicas en segundo, y al final lo consiguió al mostrarse claramente insultante y muy grosera; a regañadientes, el boticario le vendió algún que otro bote de leche en polvo para lactantes y algunas papillas nutritivas y saciantes.
Su nieto tenía muchísimo hambre, y lo que era peor: una garganta y unos pulmones mucho más desarrollados de lo normal. ¡Ay, qué llanto el suyo! Graciela, no obstante, aún podía aguantar algunas noches sin dormir. Ya la habían hecho abuela por segunda vez (y esperaba que por última) y solamente contaba con cuarenta y un años recién cumplidos. ¡Bonito regalo!
El bautizo de Raúl fue mucho más discreto que la boda de sus padres; tanto que solamente acudieron la madre, la abuela, el padre legítimo (cuya única aportación a la vida del niño fue el apellido) y la tía. Inma apareció por el pueblo dos días antes del bautizo, sin los niños y sin el marido. Según dijo, no tenía idea de que Itziar estuviera casada, ni de que hubiera tenido ya un hijo. Simplemente había vuelto para ver a la familia, eso era todo.
Graciela todavía se pregunta cómo Inma pudo ser tan oportuna; en aquellos momentos era muy importante que Itziar se sintiera arropada por los suyos. Lo que Inma se preguntaba, en cambio, era quién era el padre de su sobrinito ¡tan rico! No creía que fuera Gorka; no había necesitado entablar ninguna charla íntima con India para concluir que aquel niño era de Fernando. A ella nadie la engañaba; recordaba con meridiana claridad la última vez que vio a Fernando, hacía ya más de cuatro años, ¡tan preocupado por su hermanita, y sólo hacía dos o tres días que no la veía! Aquella noche todo le delataba: los gestos, la mirada, el tono de la voz… Pero, en fin, si Gorka se había casado con ella, por algo sería…, aunque no entendía qué demonios podía ser.
Esa mañana, en la iglesia, le miró fijamente; Gorka estaba muy, pero que muy lejos de ser un papá feliz; estaba distraído, pálido, con esos ojos vidriosos y brillantes de quien ha bebido bastante en ayunas. Definitivamente, no era el tipo que ella conoció; parecía una sombra de sí mismo.
Con más pena que gloria fue bautizado Raúl. Debió ser un acontecimiento alegre y gozoso, pero más parecía un velatorio o una obligada misa por el alma de algún pobre difunto al que ya nadie recordaba.
Las caras estaban más serias de lo habitual.
Fernando se asomó discretamente a las puertas de la iglesia casi al final de la corta ceremonia. No quería ser visto ni llamar la atención de nadie, mas no lo consiguió. Inma, que presentía que de un momento a otro llegaría, continuamente giraba la cabeza; así fue inevitable que le viera: medio escondido, con un ojo puesto en Itziar, y el otro mirando de advertir presencias indeseables.
Inma le guiñó un ojo mientras le sonreía con malicia, como si le dijera: «Lo sé todo, ¿o qué creías?» Fernando escapó por piernas tan pronto captó el mensaje, antes de que fuera demasiado tarde y hubiera de dar explicaciones por «espiar» un acto sacramental al cual no había sido invitado.
India le estaría esperando en casa, seguramente muy disgustada, sabiendo dónde estaba él. Pero la necesidad de verles, a ella y al niño, era muy grande, muchísimo más de lo que nadie (salvo Inma) imaginaba. Nunca tuvo pretensiones de engañar a nadie; si Gorka, Inma o Graciela se lo hubieran preguntado, él no habría dudado un instante en asumir su paternidad. Era Itziar quien había engañado a todo el mundo para poder casarse con Gorka.
Ahora ya estaba todo hecho. El niño llevaba el apellido de Gorka y tenía unos padres; su hijita Izaskun también merecía tener a sus papás. Así que, por el bien de todos, Fernando regresó a su casa con el firme propósito de olvidarse del niño y, de ser posible, de la madre también. Gorka no tardó mucho más que Fernando en desaparecer de la escena. ¡Maldito fuera lo que le importaban ese crío y la madre que lo parió!
Hasta ahí había llegado su parte en aquella comedia. Punto y final. Él se largaba bien lejos, y que Itziar se apañara con el mocoso. A Graciela no iba a tenerla en sus brazos ni en mil años que viviera, y ya estaba harto de convivir con una mujer a la que aborrecía y consideraba la mayor culpable de su fracasada vida.
Se fue como la otra vez: sin un adiós, en silencio. Esta vez hubiera sido de lo más peligroso para él tratar de despedirse. No lo sentía; no lamentaba para nada dejarla, ni tampoco tenía ganas ni tiempo para escribir una florida nota de despedida. Itziar olvidaría y seguiría adelante con el crío. Él le había visto, aunque vagamente. Parecía un ángel, la clase de niño que hace las delicias de las mamás; con él Itziar sería feliz.
Cogió la carretera que llevaba a Pamplona; no llevaba equipaje, solamente lo puesto y un puñado de billetes arrugados en el bolsillo, para ir tirando. Nadie pareció advertir su marcha, ni una sola cabeza se volvió. ¿Por qué, absurdamente, él esperaba que la de Graciela se volviera antes que las demás?
Diciembre sorprendió a Itziar en compañía de un hijo mimoso, dulce y cada día más tranquilo, compensándola por la ausencia del marido al que ya ni recordaba. Si Gorka se había ido, pensaba Itziar, pues adiós y buena suerte. Ella ya no quería a ese ser manchado y degenerado en que se había convertido el hombre al que tanto amó. Raúl consolaba su tristeza, alegraba su corazón con sus risas primerizas y su mirada limpia, sin nubarrones oscuros. Un cielo de primavera en vísperas de Navidad.
Si las Navidades fueron alegres y animadas para Itziar, el nuevo año le trajo un gran desasosiego. La depresión se apoderó de ella brutalmente, encerrándola entre las cuatro paredes de su dormitorio, sin más compañía que la de su hijito. Raúl cambiaba por días; había perdido algo de peso y estaba menos vivaz, más sosegado. Se pasaba horas en la cuna, distrayéndose con un conejito de peluche o un payasito de trapo.
El invierno de 1977 fue uno de los más fríos que conocieron las gentes del pueblo; Graciela no quería sacar al pequeño por miedo a que se resfriara. Con una enferma en la casa ya había bastante. Itziar seguía sin querer salir de casa, comía muy poco y adelgazaba a ojos vista.
Graciela la llevó al médico casi a rastras, lo cual no sirvió de mucho porque el buen doctor no les dijo nada que ya no supieran, ni pudo recetarles nada porque, según dijo, para superar aquellos males lo único que hacía falta era tener un corazón fuerte y muchas ganas de vivir. Como Itziar no tenía ni una cosa ni otra, las dos se marcharon de regreso a Etxe Handia sin otra cosa aparte de un buen consejo.
La primavera y el amor a su hijo reavivaron un poco a Itziar y la sacaron por unos días de su letargo. Volvió a sonreír. El buen tiempo ayudó tanto a la madre como al niño, que salían a dar largos paseos desde Etxe Handia al pueblo, y de vuelta; Itziar empujaba el cochecito con renovadas energías sacadas de sólo Dios sabe dónde. Era como si de repente hubiera comprendido cuánto la necesitaba Raúl, y cuánto le necesitaba ella a él.
Aquel verano Graciela se llevó a su hija y a su nieto a Galicia. Pasaron allí todo el mes de julio, disfrutando del sol y las playas de La Coruña y Pontevedra; haciendo excursiones un día sí y otro también. Graciela se fatigaba mucho, y protestaba diciendo que ya no estaba para aquellos trotes, pero ni un día desistió, viéndoles a ellos dos tan risueños: madre e hijo, riendo sin parar.
El viaje había resucitado a Itziar; le había devuelto la sonrisa y el brillo en la mirada. Y era lo justo, ¡qué caray! Itziar sólo tenía veintiún años; tenía toda la vida por delante. Una vida con algunos espinos, claro; no era fácil vivir como ella vivía: con un hijo y sin marido. Le iba a costar Dios y ayuda encontrar quien la quisiera sin hacer demasiadas preguntas.
A primeros de agosto regresaron a la hacienda, satisfechos y felices. Fernando les esperaba junto a la reja de hierro que daba entrada a los jardines. Necesitaba hablar con Itziar.
—¿Dónde has estado metida todo este tiempo? —le preguntó, angustiado—. Es preciso que hablemos, por favor, Itziar. Es muy importante —le suplicó.
—Baja la voz —Graciela se marchó con el niño; estaba claro que aquel par querían intimidad—. Hemos ido a Galicia, de vacaciones. Lo necesitábamos Raúl y yo. ¿Qué quieres? —Itziar se removía, molesta. Aquella situación la incomodaba; era muy violento estar allí, a solas con él.
—¿Has vuelto a saber algo de Gorka? —se interesó él.
—¿Has venido hasta aquí para mortificarme?
—De ningún modo —contestó él—. Jamás fue esa mi intención, y bien lo sabes. Ya no puedo más, amor; yo te necesito. Me juré a mí mismo no volver a molestarte cuando te vi casada con él. Pero él no está. Tú y yo podemos ser felices juntos. Yo te amo; soy capaz de todo por ti, de dejarlo todo. Podríamos irnos juntos, los tres. Raúl es hijo mío, ¿verdad? ¡Dímelo, necesito saberlo! Aunque… no, da igual de quien sea hijo porque yo os quiero a los dos con locura. Tú lo sabes, ¿verdad que lo sabes? Me casé con India por despecho, porque no podía tenerte a ti. Cuando la conocí tenía el corazón destrozado; me sentía despreciado por ti, relegado a un rincón de tu vida porque ese miserable había venido para embobarte. Y ahora, ¡mírate! ¿Adónde se fue Tu Gran Amor, eh?
»Pero no, no he venido hasta aquí para herirte ni mucho menos. Al contrario: he venido a recordarte que tenemos una oportunidad de rehacer nuestras vidas. Si no lo haces por mí, hazlo por Raúl; él nos necesita a los dos. ¡Por favor! —suplicó Fernando, después del discurso más largo y difícil de su vida.
La miraba suplicante y lleno de amor, arrebatado hasta el punto de hacer todo lo que ella le pidiera. En los ojos de Itziar había un pequeño aleteo de duda, como si realmente considerara la proposición de Fernando. No parecía del todo descabellada, pensaba, y así lo expresó mientras sonreía y dejaba sin aliento a aquel hombre enamorado.
Las palabras sonaban como música en sus oídos; su voz era dulce; el tono, tranquilo.
—No sé qué decir. En verdad, no sé qué decir, Fernando. Sólo puedo agradecerte tan conmovedora declaración —le acarició la mejilla—; nunca es demasiado tarde para decir lo que se siente de veras —otra caricia y un beso fraternal—. Pero… yo… Fernando, yo no sé si debo permitir que abandones a tu mujer y a tu hija por mí. Yo aprecio que quieras ayudarnos, y no sabes cuánto te lo agradezco, pero necesito reflexionar. Sí, Raúl «puede» ser hijo tuyo, aunque… esa noche, después de que tú y yo… ya sabes…, yo también me acosté con Gorka, así que… en fin, los dos tenéis las mismas posibilidades. Sé que puedo confesarte esto sin que me tomes por una cualquiera; procura entenderme. Lo nuestro fue muy bello, pero tú ya estabas casado e ibais a tener un bebé. ¿Qué podía esperar yo de ti? Aparte, yo amaba a Gorka; sí, fue un error, ya lo sé. Pero le amaba y quería retenerle junto a mí.