Carnaval

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CUARENTA

 

Castillo de Arga, Navarra

Raúl llegó a la residencia de la familia Ondaerrea a las diez de la mañana; algo enrarecía el aire: la sensación de que la cosa no andaba bien. No era supersticioso, pero estaba un pelín asustado a su pesar. Por un instante tuvo la desagradable impresión de haber llegado demasiado tarde. Se le pasó pronto. No era de los que les dan muchas vueltas a las cosas.

La morada se le apareció enorme y ¿fúnebre? No, ¿por qué habría de ser fúnebre? La imaginación le estaba jugando una mala pasada. Su pasado no había sido fácil, y no se prometía un futuro mucho mejor.

No obstante su natural pesimismo, él quería creer que a partir de ese día todo sería distinto, y formarían un verdadero hogar él, Izaskun y su pequeña Ainhoa. Y quizá alguno más… ya no vendría de uno. Le habían atado y bien atado. Y por primera vez, parecía hallarle gusto a la idea.

Se detuvo tímidamente ante la puerta principal; sólo había entrado una vez en esa casa, y fue por la puerta de servicio, cogido de la manita de Izaskun, y medio a escondidas. Se rehízo enseguida; esta vez iba a entrar por la puerta grande, y con la cabeza muy alta. Era el heredero de los Goikoetxea; no era el desahuciado del pueblo, sino el joven más rico de la comarca.

Golpeó el aldabón con fuerza, haciéndose oír.

Emilia estaba en la buhardilla de Izaskun, dándole a la niña su primer biberón. Fernando oyó los golpes pero no hizo caso, ya se encargaría Emilia. Ni esperaba visitas ni estaba de humor para recibirlas; se encontraba muy desmejorado, y preocupado por lo que Izaskun se proponía hacer. El aldabón volvió a golpear: una, dos y hasta tres veces; se impacientó al no oír los pasos de Emilia, ¿dónde demonios se había metido? Oh, sí, claro, ¡qué estúpido! Estaba cuidando a la niña, ¡lo había olvidado! Se levantó a regañadientes del sillón del despacho; no le quedaba más alternativa que ir a ver quién venía a molestar a esas horas.

India no salía de su dormitorio desde hacía días, y Emilia devolvía a la cocina las bandejas del almuerzo y la cena prácticamente intactas. ¿Estaría enferma…, o solamente quería llamar la atención? Muy propio de ella. No pensaba hacer más caso de las obsesiones de su mujer, estaba ya muy harto de ella. ¡Ojalá se marchara de una buena vez! Aunque también le inquietaba no poder controlarla cuando abandonara el pueblo.

Meneaba la cabeza mientras iba a abrir. El aldabón golpeaba sin cesar; quienquiera que fuera, venía por un asunto serio y estaba dispuesto a entrar a como diera lugar. Suspiró al agarrar el pomo de la puerta. Abrió. Tragó saliva. Nada ni nadie le había preparado para eso. Había hecho hasta lo imposible para esquivarle durante veinte años, viéndole de lejos crecer y hacerse un hombre. Y ahora, ahí le tenía: frente a él, cara a cara, y a menos de un palmo de distancia.

La expresión de su cara era un crisol de mil emociones dispares: miedo, alivio, sorpresa, ternura, amor, dolor, alegría… y muchas más; la mayoría de las cuales eran sencillamente indescriptibles. Adelantó los brazos en un gesto instintivo y con intención de abrazarle y besarle, pero Raúl retrocedió, también por instinto, y solamente hizo una pregunta:

—¿Dónde está Izaskun?

Estaba claro que venía buscándola a ella, y que él no le importaba en absoluto.

—¡Gracias a Dios que has venido al fin! Izaskun va camino de Barcelona; ha ido a ver a Juanjo, pero todavía estás a tiempo. Ella llamará esta noche; le diré que estás aquí, que has vuelto a buscarla; intercederé por ti delante de ella, aunque te advierto que la última palabra es suya. Es muy terca, y deberías saberlo ya, después de tantos años. Si ha decidido casarse con Juanjo, nadie logrará persuadirla de lo contrario. Sin embargo, la conozco bien y sé que en cuanto sepa que estás aquí volverá. Aún te ama; nunca ha dejado de amarte, aunque tú le hayas dado motivos de sobra. Tienes más suerte de la que mereces; te has comportado como un auténtico cretino y aunque soy tu padre, no puedo pasar por alto tu mala conducta.

—¿Cómo se atreve a decir que es mi padre?

—Porque lo siento aquí —Fernando señaló su corazón—, y eso basta. Lo demás no importa.

—Sí importa.

¿Cómo se atrevía ese hombre a simplificar su vida, veinte años de soledad y preguntas sin respuesta, con un solo gesto? No había ido hasta allí para discutir con ese tipo; pero, ya que estaba, dejaría las cosas claras.

—No puede decirme eso y quedarse tan tranquilo, ¿qué espera que haga, que me arroje a sus brazos y le diga: papá, cuánto te quiero? Pues no voy a hacerlo. Ni hoy ni nunca, de modo que olvídese. Para usted es muy fácil olvidar, ¿verdad? Bien que se olvidó de mí en estos veinte años y ni siquiera quiso verme la cara. ¿Por qué permitió que ella se enamorara de mí?

¡Cómo si alguien pudiera prohibirle a Izaskun algo! Fernando sonrió ante la idea.

—Yo no quiero ni puedo gobernar los sentimientos de mi hija, Raúl; ella te ama y punto. Yo no tuve nada que ver en eso. Tampoco se lo prohibí, es verdad. Vuestra relación me servía como excusa para saber de ti, de tu vida, de si eras o no eras feliz, de si estabas enfermo o no, de tus notas en la escuela. Yo no la empujé a tus brazos, ella corrió solita. Supongo que yo sólo saqué provecho de la situación. No me estoy justificando, pero no voy a tolerar que creas que incité a mi hija a hacer de «espía» para mí. Las cosas se dieron así. Y créeme cuando te digo que la más dolida en todo esto ha sido mi mujer. India ha hecho hasta lo imposible por apartarla de ti; mi esposa te odia con toda el alma, si es que todavía le queda, pero ella tampoco decide por Izaskun. Por suerte o por desgracia, tenemos una hija con mucho carácter, con unas ideas muy suyas; una mujer hecha y derecha. Vuestra relación la hizo madurar rápido.

—¿Y no le parece repugnante nuestra relación? Usted siempre ha sabido que era mi padre, de eso ha presumido hace un momento. ¿Por qué no le dijo la verdad? Izaskun nunca se hubiera liado conmigo sabiendo que somos hermanos. ¿Cuándo se enteró ella? Sé que lo sabe, pero quiero que me diga desde cuándo lo sabe. Quiero creer que no lo sabía la primera vez que se enrolló conmigo. ¡Dígame que no lo sabía!

—No, no lo sabía. Quédate tranquilo. Su madre se lo reveló cuando Izaskun le anunció que estaba embarazada. Lo sé, lo sé —dijo haciéndose eco de sus pensamientos—, no pudo escoger un momento peor ni más desafortunado. Quería desahogar toda su rabia, y el embarazo de Izaskun fue el detonante.

—¡Tendría que haber abortado! —estalló Raúl.

—¿De veras piensas eso sinceramente? ¿Qué haces aquí entonces? ¿Has venido a recuperar a la mujer o a preocuparte por la hermana? ¿Qué es Izaskun para ti?

—Yo la amo; sin embargo, no puedo evitar sentir repugnancia ante toda esta historia.

—Mmm…, al menos has confesado. El amor no repugna nunca, Raúl; venga de donde venga. No lo olvides.

—Yo nunca olvido.

 

 

—Estoy conmovida. ¡Qué escena tan tierna! Me recuerda a las radionovelas. Emilia debería estar presente, ¡le encantan estas historias!

La voz de India reverberó en aquella atmósfera enrarecida; Fernando, que aún estaba plantado en el umbral, con la puerta abierta de par en par, la sintió a sus espaldas. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal; ya era bastante difícil el enfrentamiento, ¡sólo faltaba ella!

—¿Todavía no le has invitado a entrar, querido? ¡Qué falta de consideración! Y tratándose de tu hijo… Oh, se me escapó —gimoteó India, mordiéndose el labio y tapándose la boca con una mano exquisitamente cuidada; las uñas rojísimas destacaban en una piel blanca, casi traslúcida—. ¡Pobre Fernando, tantos años escondiéndose de su bastardito y una imprudencia mía lo ha echado todo a rodar!   

Parecía verdaderamente arrepentida, pero Fernando no se engañaba respecto a sus intenciones. Tras ese tono de «niña buena» había una decidida actitud guerrera. India no iba a quedarse callada; la ocasión era demasiado buena, y la tentación de tocarle los cojones a Raúl, irresistible. El careo estaba servido.

—Lo sabe, India, no es necesario que te apures tanto —le siguió el juego; quizá ahora que estaban solos los tres, fuera hora de ventilar los trapos sucios.

—O sea que no ha venido a desvelar La Verdad —entonó las últimas palabras como quien anuncia una nueva telenovela. Frunció el ceño, desconcertada—. ¿Y a qué ha venido, pues?

—A ver a Izaskun —contestó Raúl con la cabeza muy alta, enfrentándose a esa mujer, por primera vez sin miedo.

—Pues yo creo que no; Izaskun salió esta mañana temprano, ignoro adónde fue —replicó India en pie de guerra.

—Fue de compras a Pamplona —mintió Fernando. No tenía ninguna intención de explicarle a su mujer los líos amorosos en los que se hallaba enredada su hija.

—Ya le has oído. Ya puedes largarte; cuando vuelva Izaskun, ya te buscará, aunque no seré yo quien le comunique tu regreso —le advirtió al muchacho.

—Yo no me muevo de aquí, milady —Raúl la provocó deliberadamente—. Si este señor, aquí presente, se empeña en proclamarse como mi verdadero padre, entonces esta casa es tan mía como suya. Y se ve a las claras que no podemos convivir en ella usted y yo. Permítame sugerirle que se marche cuanto antes.

Raúl se mostraba tan cortés como altanero.

—¡Maldito mocoso desvergonzado! ¡Echarme de mi casa! Pero ¿quién te has creído que eres? No eres más que un hijo de puta. Has arruinado mi matrimonio y mi vida, me has arrebatado a mi única hija, y ahora me echas de mi propia casa. ¡Tendrás cara dura!

—¡Ya basta! —gritó Fernando, apartándose de la puerta, y atrayendo a Raúl al interior de la casa. A ese paso, todo el pueblo iba a oírles, y ya estaba harto de andar en boca de todo el mundo.

—¡Deje que se desahogue! —Le pidió Raúl—. Ahora que no está Izaskun, puede decirme todo lo que le plazca. Lleva muchos años mordiéndose su lengua venenosa, déjela y que explote de una puta vez. Ya esperaba algo así.

India sonrió y se lanzó al ataque. ¿No quería guerra? Pues guerra iban a tener.

—Eres un sucio bastardo de mierda, y tu madre era una perra asquerosa y cobarde. Cada vez que la recuerdo colgada de ese árbol, doy gracias a Dios por su muerte.

Raúl la abofeteó con tal ímpetu que la arrojó al suelo.

Fernando le sujetó porque temía que le hiciera más daño; las hostilidades habían llegado a tal extremo que cualquier acto de violencia incontrolada por ambas partes era posible. A él también le hubiera gustado abofetearla después de haber oído lo que había dicho de Itziar; sin embargo, él ya llevaba demasiados años escuchando la misma canción y había dejado de dolerle. En cambio, Raúl era joven y de genio fogoso al parecer, y no soportaba que nadie insultara a su madre. Fernando le admiró.

India se levantó con dificultad; ya no era una ágil jovencita de quince años. Se marchó a su dormitorio con el paso más regio que pudo aparentar, incapaz de respirar por más tiempo el mismo aire que ese hijo de perra. ¿Cómo se había atrevido el mocoso a ponerle una mano encima?

«Le mataré; no importa cuándo, no importa cómo ni dónde, pero lo haré», se juró a sí misma. Ésa había sido la gota que había colmado el vaso, y la última de sus razones; tenía miles, pero ese indigno atropello a su persona era sin duda la definitiva.

Raúl se tranquilizó un poco al verla marchar; podía disculparle, por respeto a Izaskun, muchas cosas a esa arpía, mas no un insulto a su madre. ¡Ni uno solo!

—Debes aprender a controlarte —le recomendó Fernando—. Yo también he sentido muchas veces deseos de matarla, sobre todo cuando hablaba así de tu madre. Pero mira de ponerte en su lugar, los celos llevan años carcomiéndola por dentro. Si tu madre hubiera muerto de otra forma…

—¿Qué intenta decirme?

—Quizá todo hubiera sido diferente; India esperaba, deseaba, e incluso rezaba para que tu madre muriera. Eso fue lo que me encendió de furia: su regocijo ante el penoso desenlace. Cuando tu madre se mató, yo me volví loco: de dolor y de culpa, ¡tú no sabes lo que es eso! Ver cómo la mujer que más has amado se quita la vida. No soportaba ver a nadie. Me marché del pueblo y pasé un par de años vagando por ahí, y bebiendo. En el fondo, Gorka y yo no éramos tan diferentes. O tal vez las penas de amor (o el desamor) nos afectan a todos por un igual.

—No me explico cómo Izaskun pudo salir del vientre de esa mujer —se maravilló Raúl.

—Yo tampoco, en serio; yo tampoco lo entiendo muy bien. Con Izaskun siempre bromeaba sobre el tema. Le decía: lo único bueno que ha hecho tu madre en la vida ha sido parirte. Ella es tan distinta, supongo que se parece más a mí.

Raúl le miró de arriba abajo despectivamente.

—Izaskun es mucho más íntegra y valiente que usted. Usted no le llega ni a la suela de los zapatos; lo único que Izaskun heredó de ustedes es el atractivo: pura fachada, sus miserias nada tienen que ver con ella.

Fernando no protestó ante su agudo comentario; era una verdad como un templo. Sonó el timbre del teléfono; dejaron que Emilia descolgara. Estaban de pie, a medio camino entre el vestíbulo y el despacho. Al cabo de cinco minutos, Emilia bajaba por la escalinata con una expresión aterradora en el rostro y los ojos anegados en lágrimas.

—¡Por todos los cielos, Emilia! ¿Qué diablos ocurre, por qué llora de ese modo?

—La s-se… ñ-ño… la s-seño… la s-s-señorita… Mi s-se-ño-ño-rita Iz-Iz-Izaskun… Ha m-mu-muerto.

—Maldita sea, Emilia, ¿cómo se atreve a bromear con algo así? —le gritó Fernando ahora; su asombro se había trocado en ira.

—Pero… señor, ¿de veras me cree capaz de una broma de tan mal gusto? Yo casi he visto nacer a la señorita y la he querido más que si fuera mi propia hija. ¿Cómo iba yo a bromear con algo semejante?, ¿se ha vuelto loco?, ¿por quién me ha tomado? —se indignó Emilia entre sollozos entrecortados.

—Lo peor… Lo peor es saber que usted no bromearía jamás con algo semejante.

—Ese señor está esperando para hablar con usted; me pareció entender que era un policía o alguien de la Guardia Civil.

—De acuerdo —le costaba horrores hablar y no menos razonar; la angustia le estrujaba el corazón—; nosotros hablaremos con ese señor. Vaya a cuidar a Ainhoa. Y ni una palabra de esto a mi esposa, ¿entendido? Enjúguese las lágrimas, no quiero que la señora sospeche nada, no hasta que sepamos de cierto lo que ha sucedido. Sean buenas o malas noticias, soy yo quien debe comunicárselas. ¿Ha quedado claro?

—Sí, señor.

Antes de que Fernando pudiera entrar para coger el teléfono, Raúl ya había agarrado el aparato con manos temblorosas.

—¿Dónde está? ¿Qué ha ocurrido?

Su voz era moderadamente alta; sin embargo, tampoco quería que India se enterara, de manera que se abstuvo de gritar como un poseso.

—¿Con quién hablo? —preguntó Aguirre al otro lado.

—Con su hermano —Raúl soltó lo primero que se le pasó por la cabeza, sin pensar—. ¿Qué le ha pasado a Izaskun? ¿Dónde está?

—Su hermana ha sufrido un gravísimo accidente, y lamento decirle que no ha sobrevivido. Ha muerto desnucada pero no ha sufrido. Era lo mejor que le ha podido pasar.

—¡Maldito cabrón hijoputa! ¿Cómo tiene cojones de decirme que es lo mejor que le ha podido pasar? Solamente tenía veinte años, ¡veinte! Y usted, mamón de mierda, va y me dice que es lo mejor que le ha podido pasar. Me dan ganas de matarle.

Al otro lado, Aguirre cerraba los ojos; odiaba esa faenita. Desde luego no esperaba que le dieran las gracias, pero eso… Intentó continuar hablando con el joven; suponía que era joven, por la voz.

—Le ruego que se traslade a Zaragoza para reconocer el cadáver. Después de las formalidades y de que se le practique la autopsia, podrá llevársela para enterrarla en su pueblo o en su ciudad natal.

—Muy generoso, sí señor —Raúl estaba fuera de sí, y no poder desahogarse como quería aún le enfurecía más—. Me lo dice como quien regala algo. Ustedes los de la pasma no tienen sentimientos ni alma, solamente son robots mecanizados. Me dan asco. ¿Tiene usted hijos?

La pregunta de Raúl era desconcertante y pilló a Aguirre por sorpresa. Le contestó:

—No, no tengo. Todavía no.

—Pues yo sí —le explicó Raúl sin saber muy bien por qué—, y un buen día tendré que levantarme y explicarle a mi hija que su madre está muerta, que nunca más la conocerá.

—Lo siento —dijo el atribulado funcionario—; sé de su dolor, y comprendo que me odie por haberle dado esta nefasta noticia. Para mí esto tampoco es fácil, ¿sabe? Nada fácil.

No, no lo era; para colmo, ya no entendía nada. ¿No había dicho que era su hermano? Entonces, ¿a qué venía lo de los hijos? Sea como fuere, daba lo mismo pues la chica había pasado a mejor vida.

—¿De veras, Robocop? Pues no creo una palabra. —Raúl sollozaba y se desmoronaba poco a poco. Gimió entrecortadamente—. Usted no ha perdido nada; yo lo he perdido todo.

Soltó el auricular y lo dejó colgando; unas afiladas garras le estaban desgarrando todo por dentro, haciéndole más daño del que jamás imaginó sufrir. Fernando agarró el auricular y habló con el guardia con más calma, con la calma que tiene quien ya ha perdido lo más grande y ha sobrevivido a esa pérdida. Tomó notas de lo que el hombre decía y colgó. Su semblante también aparecía demacrado, pero su serenidad era otra: la que sólo dan los años. A Raúl todavía le quedaba mucho por aprender; esa lección era dolorosa, de las que hieren a muerte, pero él era fuerte y lo superaría. Le tocó en el hombro y le avisó:

—Debemos marcharnos, si nos apresuramos podremos volver para la hora del almuerzo… Es un decir, porque yo no tengo ningún apetito e imagino que tú tampoco.

—¿Quién piensa ahora en comer? Quisiera despertar de esta pesadilla, pero no veo cómo.

—Estamos atrapados en ella, hijo; hemos de convivir con este mal sueño.

—¡Le dije mil veces que no condujera ese trasto, no era coche para ella! —exclamó de pronto Raúl, exasperado.

—No me vengas ahora con recriminaciones. El coche no tiene nada que ver, tú sí. Si hubieras estado en tu lugar, ella jamás se habría ido, ni a buscar a Juanjo ni a buscar a nadie.

—¿Me está acusando de su muerte?

—Yo no te acuso de nada, hijo, no seas bobo. Pero deja ya de comportarte como si fueras la única víctima de todo esto. Aquí hay que llorar por Izaskun, no por ti.

—¿Acaso cree que no la voy a llorar? Estaba dispuesto a lo que hiciera falta, incluso a casarme con ella. Y ésas son palabras mayores para mí. Pero con Izaskun no existían sacrificios; el más insoportable, a su lado, era como pasear por el paraíso.

—No hay sensación más desagradable que la de haber llegado demasiado tarde —apuntó Fernando con tristeza.

—Es más que eso: es como si todo se derrumbara, como si toda mi vida se hubiera ido al carajo —le confesó Raúl con exagerado dramatismo mientras salían de la casa.

—Anda, vamos —le desconcertaba la actitud melodramática que adoptaba el muchacho, pero no estaba ahí para hacerle reproches, sino para consolarle; había pagado un precio muy alto para reencontrarse con él. Le miró y esbozó una débil sonrisa—. Esto es algo terrible, pero eres muy joven y lo superarás. —Le dio unas palmaditas en el brazo—. Será mejor que vayamos en tu flamante descapotable. Si lo dejas aquí… tal vez no lo encuentres cuando regresemos.

—Por supuesto que no voy a dejar mi coche al alcance de esa bruja.

—¿Te llevarás a la niña? —le preguntó.

—Sí, claro. Es mi hija.

—Lo es —reconoció Fernando a su pesar; Raúl no parecía muy maduro para enfrentarse a tamaña responsabilidad, y para colmo ahora debería hacerlo todo solo. Sin embargo, él no tenía autoridad moral para impedírselo. De repente lo recordó; quizá no estaba tan solo. Le tanteó—: ¿Volverás con esa muchacha?

Se acomodaron en el coche.

—¿Qué muchacha?

—La chica con la que vivías en Barcelona. Vivías con una chica, ¿o con dos? No hace falta que mientas ni disimules porque Izaskun me lo contó todo.

—¿Y qué quiere que le diga? Podría decirle algo como esto: Oye, Irene, iba a casarme con Izaskun… pero, ¿sabes? ¡La ha palmado! ¿Y ahora qué hago yo, eh? ¿Por qué no nos juntamos de nuevo? Me ayudas a cambiar pañales y cantamos algunas nanas a dúo, ¿qué tal? ¿Se lo imagina? Yo no. Lo crea o no, no soy tan cabronazo. Jamás le haré esa guarrada a ninguna de las dos ni me rebajaré a suplicarle a nadie. Veré cómo me las arreglo con Ainhoa, pero no voy a utilizar a Irene como chaleco salvavidas.

Entretanto decía esto, y lo decía muy en serio, Raúl puso el motor en marcha y salieron del pueblo, en dirección a Zaragoza. No iba a ser un viaje fácil, y él no se sentía mejor en compañía de ese hombre. No tenía por qué deberle nada. Para él no era más que el padre de Izaskun y el abuelo de Ainhoa. La casa de los Ondaerrea nunca sería suya; había disfrutado provocando a la bruja inglesa pero no hablaba en serio. Por más que ese tipo se arrodillara y derramara lágrimas de cocodrilo, él no daría su brazo a torcer. El muy cabrón había renegado de él durante veinte años… ¿y qué esperaba ahora? Se le escapó una sonrisita.

Fernando le miraba de reojo; tanto silencio le estaba matando. Si no hablaba con él, enloquecería.

—Ainhoa necesita una madre —le recordó—. Es muy duro asumir la responsabilidad de la niña tú solo.

—No estoy dispuesto a casarme con la primera chica que encuentre sólo para darle una madre postiza a Ainhoa —dijo Raúl sin apartar la vista de la carretera—; Izaskun iba a casarse con Juanjo por despecho —replicó dolido—, no porque Ainhoa necesite un padre. Quería castigarme. Muy bien, ya lo ha hecho, ¡y a conciencia! Pero el precio a pagar ha sido demasiado alto.

—¿Por qué no te quedas en Navarra? —le propuso, pero sonó más a una súplica que a otra cosa.

—¿Para qué, para que juguemos a las casitas y dar así marcha atrás al reloj? No, gracias. A mí me espera un trabajo en Barcelona, y tal y como está el patio, no tengo intención de dejarlo.

—¿Y cómo vas a cuidarte de la niña si trabajas todo el día? Necesitarás a una canguro. Podrías pedírselo a Emilia y llevártela contigo —le sugirió Fernando inesperadamente—; pero tendrás que pagarle un salario de todos modos. ¿Dónde trabajas? —le preguntó ahora con sincero interés.

—¿Está valorando si soy capaz de cuidar de mi hija, acaso pretende disputarme su custodia?

—No digas tonterías, quiero ayudarte. Ainhoa también es mi nieta. Pero eso no importa ahora mucho; vamos a enfrentarnos a algo muy desagradable. Ah, casi se me olvida… ejem… Mmm… Izaskun había cambiado mucho desde la última vez que la viste —le avisó—; me refiero a su aspecto. Tal vez no la reconozcas a simple vista. He pensado que era justo advertirte.

—No entiendo qué quiere decir.

—Ya lo verás. Veas lo que veas, no digas nada —le aconsejó—. Yo me ocuparé de todo.

Se instaló un ominoso silencio entre ambos a partir de ahí, y durante un buen tramo del camino hasta la morgue. Cuando ya entraban en Zaragoza, Raúl le sorprendió con una inesperada cuestión:

—¿Por qué ha querido que le acompañe?

—No te quiero cerca de India, ¡sólo Dios sabe lo que haría si se le presentara una oportunidad!

No era ese el único motivo, por supuesto; tenía necesidad de él, una necesidad desesperada de tenerlo cerca. Lo quería con locura; curiosamente, ahora no podía soportar la idea de separarse de él. No podía tocarle, lo sabía; él no lo permitiría. Había dejado muy claros sus sentimientos al respecto. Se conformaba teniéndole cerca. Raúl le miró en silencio. Podía percibir su angustia; Fernando no la ocultaba, pero era mayor de lo que se habría atrevido a confesarle al chico. Lo peor no iba a ser identificar el cadáver, no; esa escena ya le resultaba vagamente familiar… en otro momento… en otro lugar… No…, lo difícil de veras iba a ser explicarle a India lo ocurrido. Enloquecería; ya podía oír sus gritos, ¿se atrevería a reconocer que estaba aterrorizado ante la responsabilidad que se le venía encima? Izaskun era lo único que le quedaba a India, a diferencia de él, que todavía podía contar con Ainhoa y Raúl.

Cuanto antes se lo dijera, tanto mejor; retrasarlo no les haría bien a ninguno de los dos.

Llegaron al anatómico forense con el alma encogida en un puño. El médico que les recibió se mostró excesivamente técnico al explicarles las particularidades del accidente y el estado de la víctima. Había muerto desnucada; su rostro presentaba numerosos cortes en la frente, nariz, pómulos y barbilla, causados por el choque frontal con la luna del parabrisas. El resto del cuerpo no presentaba heridas, salvo un hematoma en la parte posterior del cráneo, allá donde se había desnucado.

Les reiteró sus condolencias y se alejó por unos minutos.

Raúl enrojeció de furia al escuchar su glacial explicación. ¿Cómo cojones podía decirlo con esa frialdad? ¿Acaso no comprendía sus sentimientos, acaso jamás estuvo enamorado, acaso no había perdido a un ser querido… o simplemente el trabajo cotidiano le había deshumanizado?

¡Él se sentía tan derrotado, y tan culpable por sentirse derrotado! Después de la actitud gilipollas que había mostrado en los últimos diez meses, no tenía derecho a llorar esa muerte. ¿Quién iba a tomarle en serio? ¿Cuántas veces no se rió de los sueños adolescentes de Izaskun de casarse con él y tener una familia? Y ahora que se disponía a afrontar el reto, el destino le sacudía violentamente.

«Has llegado tarde a clase como siempre. Como siempre».

Su maldita indecisión le había costado la vida a Izaskun y había dejado huérfana a Ainhoa. Ahora el trabajo sería doble, la carga más pesada, y el corazón más oprimido.

Raúl se encontraba solo en la sala de espera, a pesar de estar rodeado de gente de toda edad, raza y condición social que, como él, esperaban o habían recibido ya las peores noticias en relación a sus seres queridos. Seres queridos, reflexionaba él en silencio mientras aguardaba nervioso a que le llevaran a reconocer el cadáver; Izaskun había sido un ser muy querido por todos, incluso por esa zorra que tenía por madre. Había algo angelical en ella que él vio pero de lo que no hizo apenas caso por considerarlo una cursilería poco propia de hombres.

¿De qué le había servido tanta hombría? De nada.

Los hombres no lloran, no hablan de amor, no se emocionan en público…, y una sarta de tonterías de ese estilo que su abuela le había inculcado de pequeño por temor a que saliera marica. ¿Y qué si hubiera sido así? Ya había visto demasiado para andarse con prejuicios de poca monta.

Fernando apareció a su lado sin que casi se diera cuenta. Le advirtió:

—Tranquilo. Sobre todo no te exaltes ni te impresiones demasiado; no es tan macabro como lo pintan, aunque su rostro no es agradable de ver, como supondrás. Parece dormida.

—¿Dónde está? —se inquietó Raúl; las esperas no eran su punto fuerte. Quería acabar de una vez con todo ese asunto.

—Ven, sígueme —le indicó Fernando. Parecía sorprendentemente sereno.

Fueron a una aséptica habitación, toda blanca, más fría que el mármol, repleta de cámaras de acero inoxidable parecidas a esos congeladores que uno ve en la carnicería del barrio. El pensamiento hizo que Raúl se estremeciera involuntariamente. Un hombre de bata blanca les saludó con una leve inclinación de cabeza, comprensivo. Ése era un momento muy difícil para los familiares y nada de lo que él hiciera o dijera podía aliviarles.

Abrió una de las cámaras y sacó una camilla; Izaskun había sido muy alta, y los tobillos y los pies sobresalían por debajo de la nívea sábana que cubría su cuerpo desnudo. Retiró la sábana y les mostró el rostro del cadáver.

Fernando se sobresaltó ligeramente… el cuerpo estirado, esa expresión de paz de quien está por encima de cualquier sufrimiento… Itziar… El recuerdo le sacudió por lo doloroso que era y giró la cara por un breve instante, pero no huyó como aquel día. Esta vez estaba totalmente involucrado; esa criatura sí era algo suyo: era su hija, y tenía todo el derecho del mundo a mirarla una y mil veces si le venía en gana. No tenía por qué esconder su dolor.

Raúl estaba paralizado, mirándola. Quiso acariciarla y besarla, pero no se atrevió. La palidez de su piel, el rigor mortis, y los numerosos cortes que hollaban su cara le provocaron un primitivo terror. Estaba muy hermosa; ni siquiera reparó en que se había cortado el pelo o en el color. ¿Qué podía importar eso ya?

Fernando le tocó en un hombro con suavidad, y le susurró con voz calma:

—Vámonos, aquí ya no hay nada que hacer. Trasladarán mañana el cuerpo al tanatorio de Pamplona, y de allí lo llevaremos al pueblo para enterrarla el domingo próximo en el cementerio, junto a tu madre. Quiero que las dos estén juntas, y sé que Izaskun lo hubiera deseado así también. He pensado en el domingo porque supongo que trabajarás el sábado. No me has dicho aún dónde, pero en vísperas de Navidad todo el mundo anda muy ocupado, incluso yo.

—Trabajo en un supermercado, por si le interesa saberlo. Quizá no le parezca lo bastante digno para el hijo bastardo de un alcalde, pero debió haberlo pensado veinte años atrás. Y aunque me hubieran amamantado con la misma leche que a Izaskun, no habría hecho carrera. Soy muy inteligente como seguramente ya sabrá, digo, por las notas del cole, pero odio los libros y odio empollar. No va conmigo todo ese sacrificio.

—¡Lástima! A pesar de todo, respeto tu decisión; no tengo alternativa. Y de todos modos, a ti te importa un rábano lo que yo piense, ¿me equivoco?

—No. ¿Volvemos al pueblo? Son las cuatro de la tarde, y quisiera pasar a saludar a mi abuela. He pensado que ella podría cuidar de Ainhoa durante un tiempo, hasta que me organice un poco y encuentre un piso decente donde meternos los dos.

—¿Otra carga para Graciela? ¡Pues buena se va a poner! Más te vale saber que tu abuela tiene ahora otros asuntos en qué ocuparse.

—¿Otros asuntos?

—No diré una palabra más, no es asunto mío.

—No sé a qué se refiere, pero ya lo averiguaré. No se preocupe.

 

 

Regresaron a casa alrededor de las siete de la tarde; India les vio llegar en el descapotable.

«Así que han ido juntos a alguna parte», se dijo intrigada.

Con toda seguridad se había tratado de una conmovedora charla paterno-filial, en la cual se habría hecho una defensa apasionada de todas las virtudes de santa Itziar. Los años no habían apaciguado su cólera, ni atenuado su odio por aquella mujerzuela, y su suicidio no hizo sino enervarla más. Pretendía convertirse en una mártir a los ojos de todos: todo el pueblo compadeciéndola, todos al cementerio a llevarle flores…

La odiaba a muerte; ni lo que ocurrió el día del entierro, ni la aventura que tuvo con Gorka (y que pudo haber durado más de lo que duró, pues Fernando había desaparecido de escena) había calmado sus ansias de venganza.

La puerta del dormitorio se abrió inesperadamente.

Era curioso que su marido se permitiera el atrevimiento de entrar sin llamar.

Le interpeló con voz ronca:

—¿Cuánto tiempo llevabas sin entrar a este dormitorio? ¿Ya recordabas cómo llegar a él?

—Déjate de ironías y siéntate. Lo que vengo a decirte no es fácil —la avisó y le suplicó—: No me lo pongas más difícil.

—Si me vas a decir que tu bastardo viene a vivir aquí, entonces ruega a Dios para que no nos tropecemos… O correrá la sangre por las escaleras.

No se lo estaba poniendo muy bien si ya de entrada quería matarle, sin saber lo que aún le quedaba por anunciar. Se lo dijo de carrerilla, era lo mejor.

—Izaskun ha muerto.

India se levantó de un brinco; saltó de la cama como esos muñecos de muelles que salen de las cajas-sorpresa. Estaba pálida, y sus ojos verdes eran como faros en la noche: relámpagos felinos y asesinos. Se movió inquieta por la habitación, retorciéndose las manos y caminando muy rígida; parecía mucho más alta y esbelta de lo que él la recordaba.

Fue al tocador y sacó del penúltimo cajón una automática de nueve milímetros, pequeña y manejable; el tipo de arma que se lleva cómodamente en un bolso de mano. Se encaró con Fernando para mostrársela, la amartilló y la apuntó a su cabeza.

—¡Por Dios, India! —le gritó atónito y aterrorizado—. ¿De dónde has sacado eso?

—¡Pobre Fernando! Si no hubieras estado tan ensimismado toda la vida, pensando en esa furcia, me hubieras visto meterla en la maleta que hice de recién casada para venir aquí. Lleva años escondida; la metí en la maleta delante de tus narices, y ni te diste cuenta. Pero ¿qué más da? Lo importante no es cuánto tiempo lleva reposando en el cajón, sino que ahora ha llegado el momento de hacer buen uso de ella.

—No lo hagas India —le suplicó—; ése no es el camino. Tienes mucho por lo que vivir, tienes una nieta…

—¡No estarás pensando que quiero suicidarme! —Le interrumpió entre estruendosas carcajadas—. Estás conmigo: con tu esposa; no con esa niña de papá, débil y sin agallas.

—¿Y para qué ibas a quererla si no?

—¡Uy, qué poca memoria tenemos! —le embromó—. Y no será por las veces que te lo he ido avisando en estos años. Voy a matar a tu bastardito, ¿quieres probar de impedírmelo? Veamos qué tal se te da —dijo resuelta, mientras caminaba hacia la puerta, automática en mano.

La detuvo; ella ya lo esperaba. Forcejearon y cayeron al suelo; él le mordió la mano, obligándola a soltar el arma; después la abofeteó y la empujó lejos de su lado. India le miraba divertida. Fernando la miraba airado pero muy seguro de sí mismo. La pistola estaba a tocar de su mano. Iba a hacerlo.

La mano que agarró la pistola, apuntó a la cabeza de ella y apretó el gatillo era una mano firme, con la determinación del hombre que ha decidido hacerse responsable de sus actos pasados, presentes y futuros. Efectuó dos disparos, aun cuando uno solo ya habría bastado; la cabeza rubia de India cayó hacia atrás, desmayada sobre una alfombra que empezaba a teñirse de rojo. Miraba la puerta con los ojos vidriosos abiertos de par en par; sus labios dibujaban una expresión burlona, como si todavía estuviera riéndose de su marido. Jamás imaginó que llegaría a tener el valor necesario para detenerla, pero estaba claro que le había subestimado.

Exhaló el último aliento mientras Raúl entraba en la habitación, seguido de Emilia, que llevaba a la niña en brazos; habían llegado hasta allá guiados, a la vez que espantados, por las voces y los disparos. Emilia abrió la boca para gritar, pero Raúl se la tapó con una mano al adivinar su intención. Ya era bastante sórdido todo como para, además, asustar a Ainhoa con más gritos.

Raúl miraba a la mujer que yacía en el suelo; su boca tenía ya ese rictus de amargura inconfundible. Después miró a Fernando; todavía agarraba la pistola como si no pudiera soltarla. Murmuraba:

—La he matado. Se acabó, Raúl. Ya nunca más te hará daño. Jamás te pondrá una mano encima; ya no tienes por qué tener miedo. Nunca más te hará daño.

Raúl entendió; podía odiarle más o menos por lo que hizo, o por lo que no hizo; o considerarle más o menos cobarde. No obstante, aún era capaz de comprender que la sangre derramada en esa alfombra podría haber sido la suya en cualquier otro momento en cualquier otro lugar. Que esas balas le habían estado reservadas especialmente a él desde hacía años. Y que ese hombre, aunque no hubiera hecho otra cosa buena en toda la vida, al menos le había salvado a él la suya.

—Gracias —musitó. No estaba emocionado, ni tampoco iba a abrazarle. No significaba nada para él. Le debía la vida, sí, pero no haría un melodrama con su gratitud.

Fernando dejó caer el arma, y ambos salieron al pasillo. Emilia había desaparecido para volver a los pocos minutos, muy perturbada, y con dos sobres en la mano. Hacía unas semanas, cuatro para ser exactos, su señorita le había entregado unas cartas. «Son para mi padre y para Raúl. Si algún día me pasara algo, entrégalas», le había dicho. Y más pronto de lo que ellas hubieran querido había llegado ese fatídico día.

—¿Y ahora qué ocurre, Emilia, qué lleva ahí, y por qué trae esa cara? —eran preguntas estúpidas, y Fernando lo sabía. Las había hecho sin pensar.

—La señorita Izaskun me dio esto para ustedes —declaró, entregando a cada cual su sobre. Y se retiró de inmediato y con discreción para ir al lado de la pequeña.

Era paradójico que la carta más abultada fuese a parar a manos de Fernando, y que la otra,  que apenas sí  contenía una hoja, estuviese destinada a Raúl. Éste se extrañó mucho al tomarla entre sus manos, aunque supuso que la hoja estaría repleta de su caligrafía de arriba abajo, y por las dos caras, puesto que sólo había escrito una. La abrió; la miró con perplejidad y enfado. La hoja estaba prácticamente en blanco; únicamente, en el centro de la página delantera, había unas cuantas palabras escritas con tinta negra. Y ni tan siquiera eran sus propias palabras, sino un verso que, de no ser por las circunstancias que lo transformaban en algo escalofriante, era cursi y muy del estilo de ella.

Lo leyó en susurros.

Rezaba así:

 

Por un instante nuestras vidas se encontraron…

Nuestras almas se rozaron.

 

No había nada más.

Miró a Fernando; él también estaba leyendo, pero su carta era mucho más larga y seguramente daba muchas más explicaciones.

Sintió celos; ¿por qué a él sólo le había escrito ese dichoso y ridículo versito?

Raúl no recordaba lo que antaño le habían disgustado las explicaciones de Izaskun, ni lo poco que le gustaba que ella le hablara de amor o le manifestara sus sentimientos; se resistía a recordar cuántas veces se burló de ella, tildándola de cursi y sensiblera. Y ahora se quejaba lastimosamente porque Izaskun había reducido su historia de amor a once palabras contadas.

—¿Qué te pasa? —se interesó Fernando al levantar la vista y ver su cara de pocos amigos.

—Estoy cabreado —le confesó—; después de catorce años, y esto es lo único que se le ocurre decir.

Le enseñó el verso. Fernando lo leyó y sonrió.

—¿Y qué esperabas? ¿Alguna vez te molestaste en escucharla? Apuesto a que no; a ti lo que te interesó fue su cuerpo —le reprochó—; y lo único que te apetecía por aquel entonces era llevártela a la cama, ¿me equivoco?

—¿Cómo se atreve a decirme eso? Yo la amaba.

—Pues lo has disimulado a las mil maravillas, chaval. Ahora me sales con que «la amas», ¡qué casualidad! Justo hoy, cuando la has perdido. Que esto te sirva de lección, hijo, para no volver a darle la espalda a quien te quiere y te necesita. Volverás a enamorarte —le aseguró—, y volverás a sonreír. Y tienes a Ainhoa. 

—¿La tengo?

No creía merecerla.

—Por supuesto que sí, y más te vale que sepas cuidar de ella —le recomendó.

—¿Qué va a hacer ahora? —inquirió Raúl, inquieto por su suerte.

—Entregarme. Ya no soy un chaval para ir huyendo por los bosques, y no estoy motivado para escaparme. ¿Escaparme a dónde? Para la poca vida que me queda, lo mismo me da pasarla fuera que dentro.

—¿En la cárcel? —se horrorizó Raúl.

—¿Y dónde si no? —un encogimiento de hombros, una sonrisa a medias irónica—. No pienso alegar demencia. La maté sabiendo muy bien lo que hacía.

—Pero usted es el alcalde —se escandalizó—, ¿qué pensará la gente?

—Eres muy ingenuo —le miró como si no le creyera; ¿realmente era tan inocente como parecía?—. Todo el pueblo sabe que eres hijo mío; eso ha sido un secreto a voces, incluso antes de que muriera tu madre. Y por supuesto, también sabían que mi matrimonio era un espejismo. El único sorprendido eres tú. Ni siquiera a Izaskun la hubiera sorprendido este desenlace.

—Le escucho y juraría que está orgulloso de haberla matado.

—¿Orgulloso? No. Pero ya hace años que dejó de preocuparme si está viva o muerta. En los últimos meses no hacía otra cosa que provocarme, no debería resultar tan extraordinario que finalmente haya estallado. Tú eras un motivo importante, pero no el motivo. Nunca le perdoné que hiciera Fiesta Mayor de la muerte de tu madre. Ya la oíste esta mañana, ¡cuántas veces he deseado matarla cuando decía esas palabras!

—¿Siempre ha sido tan frío?

—No —negó con rotundidad, y le regaló una inesperada y dulce sonrisa—; no cuando vivía Itziar. En esos años era un amante apasionado —la nostalgia le embargó— y uno de los pocos románticos que quedaban por aquel entonces. Y tu madre era alguien muy especial.

—¿Por qué no se casaron? —quiso saber.

—Porque ella nunca me amó —admitió con una terrible simplicidad y sinceridad—. Las mujeres como Itziar se apasionaban por hombres como Gorka porque tenían lo que a ellas les faltaba: coraje y un buen par de cojones.

—Entiendo. Él nunca la amó como usted.

Desde luego que no. Pronto comprenderás por qué.

—Pronto, ¿por qué pronto?

—Será mejor que vayas a ver a tu abuela; es ella quien tiene las respuestas, no yo. Te necesita y tú la necesitas a ella —le dijo como despedida.

—Sí, más vale que me marche ya. Me llevo a la niña —le avisó—; supongo que ella querrá verla.

—Llamaré a Emilia para que la prepare, aunque tal vez sería más conveniente que te acompañara. Vas a llevarte el coche, ¿no?

—Sí, claro —contestó.

 

 

Al cabo de diez minutos Raúl partía en dirección a Etxe Handia, con Emilia en el asiento del copiloto; Ainhoa dormía como un lirón en los brazos de la mujer. El viaje en coche duró apenas un cuarto de hora.

Raúl se apeó del auto y le indicó a Emilia que saliera también.

—Vamos adentro. Usted me espera en el vestíbulo con la niña. He de hablar a solas con mi abuela.

Al otro lado de la mansión estaba estacionado el Hyundai Coupé de Gorka: negro y resplandeciente. Raúl no lo vio, y entró convencido de encontrar sola a su abuela. Subió las escaleras de tres en tres; no parecía muy afectado, sólo él sabía que la procesión le iba por dentro.

Entró en el dormitorio sin golpear ni avisar, como ya era costumbre en él.

Estaban desnudos y jadeaban. Él encima de ella, besándola en los labios, tomándola con pasión apenas contenida, ¡la amaba tanto! Ella estirada lánguidamente, con la cabeza vuelta hacia un lado; la melena negra y brillante se extendía como la hermosa cola de un pavo real. Estaba bellísima y más feliz que nunca. Ahora miraba la puerta por donde había entrado Raúl.

Le vio, se apartó con brusquedad de Gorka, empujándole, y se cubrió con la sábana mientras enrojecía de vergüenza y exclamaba:

—¡Oh, Dios! ¡Raúl!

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