Carmen

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SEGUNDA PARTE » 27. «Aquí se hace lo que yo digo»

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27«AQUÍ SE HACE LO QUE YO DIGO»

Nadie te preguntaba si querías ser madre. Era lo normal. Te casabas y tenías hijos. Al embarazo se le podrá echar toda la literatura que uno quiera, pero para mí fue la situación más incómoda del mundo. Yo, que no me mareaba nunca, supe que estaba embarazada por los mareos que sufrí al montar en avión.

En el verano del año cincuenta, mientras Carmen comenzaba los preparativos para el nacimiento de su primer hijo, seguía pensando en viajar y en no bajar su ritmo de compromisos. Por entonces, el principal entretenimiento de los españoles era el fútbol, deporte que despertaba pasiones en El Pardo, aunque no tanto en su nuevo hogar. El 3 de julio las calles se quedaron desiertas. Todo el mundo se arremolinó ante el aparato de radio que retransmitía el final del partido Inglaterra-España. El delantero centro español Telmo Zarraonandía —Zarra— recibió un balón servido por Gainza y pegó un derechazo histórico que dio la victoria a España frente a los ingleses, en Río de Janeiro. El primer telegrama que llegó hasta el hotel donde se alojaba el equipo de la selección española estaba firmado por Franco. El gol de Zarra se convirtió en una hazaña histórica a recordar en todas las tertulias. El fútbol había ayudado a reivindicar el honor patrio frente a Inglaterra.

Los gustos de Carmen estaban muy relacionados con el entorno adulto y militar que siempre la rodeó. La caza, montar a caballo, el fútbol, las cartas y largas veladas con amistades. En una de las visitas al palacio de El Pardo se encontró con la amiga de su madre, Pura Huétor, quien la recriminó por no esperar más para tener un hijo.

—¿Cómo no has sido más lista? Pudiendo haber vivido un poco más antes de llenarte de problemas. Los hijos son responsabilidades y ataduras.

—Ya sabes que tendría que confesarme si utilizara algún método para no quedarme embarazada. Es lo que Dios ha querido. Además, es lo normal, ¿no?

—Pura, no se puede desafiar el mandato de la Iglesia —comentó Carmen—. La Iglesia dice que el matrimonio es para procrear. Además, te pueden negar la absolución en la confesión si se hace algo para limitar la procreación. Hay que aceptar todos los hijos que te envíe Dios.

—Las mujeres tenemos que andarnos con ojo si no queremos llenarnos de niños. Eso es lo que le digo. Tampoco creo que Dios vea mal alguna trampilla.

—Pura, a mí no me importa. Los que tengan que venir, vendrán —contestó risueña Carmencita—. Prefiero eso a quedarme con uno y que sea hijo único como yo. Nadie sabe lo que es no tener hermanos.

—Te quejarás de la vida que has tenido —contestó su madre—. A decir verdad, sola no has estado nunca. Has tenido diferentes institutrices que para ti han sido como hermanas mayores.

—Les he tenido mucho cariño, pero han desaparecido de mi vida de un plumazo, quizá cuando más las necesitaba cerca. Por cierto, ¿qué será de Blanca?

—Lo último que sé —contestó Pura— es que se casó con Jesús, el mecánico. Perdió la cabeza por un hombre siendo monja. ¡Qué locura!

—Me gustaría saber dónde vive, hablar con ella… Seguro que se alegrará de saber que estoy embarazada.

—De las personas que no han sabido mantenerse en su sitio mejor no saber más de ellas. Nos faltaron al respeto. Es de las cosas que más daño me han hecho. ¡Una teresiana y mi mecánico! Menos mal que lo hemos llevado en secreto porque es algo realmente escandaloso.

—Lo que me extraña es que nunca haya intentado ponerse en contacto conmigo por carta o por teléfono… Seguramente yo no signifiqué nada en su vida.

Hubo un silencio que ninguna de las tres supo llenar. Carmen Polo sabía que habían llegado cartas, al principio con mucha frecuencia, después fue apagándose la necesidad de Blanca de hablar con Carmencita. Su madre no se lo dijo jamás por si tenía tentaciones de ponerse en contacto con ella. Pura volvió al primer tema de la conversación.

—Vosotras, que sois más jóvenes, tenéis que aprovechar para hacer vuestra santa voluntad y no como nosotras que hicimos lo que querían nuestros padres y luego lo que querían nuestros maridos.

—Pura, no creas que las cosas han cambiado mucho. Mira, en febrero nacerá mi hijo o mi hija. No creo que se acabe mi vida social cuando venga al mundo. Tengo mucha ayuda: una cocinera, un ama de llaves y, cuando llegue el momento, contrataré a una institutriz. Estoy feliz con la noticia de ser madre. Además, es para lo que me han educado.

A Carmen Polo le gustaba mucho hablar del ascendente aristocrático de su yerno. De modo que cambió de tema. Era una forma de reivindicar que su hija había entrado a formar parte de la nobleza. De hecho, la madre de Cristóbal, condesa de Argillo, desempolvó sus títulos y repartió entre sus hijos marquesados, condados y ducados. Al marido de Carmencita le donó el marquesado de Villaverde. Nada pudo hacer más feliz a Carmen Polo.

—Me ha dicho mi consuegra que son descendientes de un príncipe moro y mallorquín.

—¡Qué maravilla! —comentó Pura—. Sangre noble.

—Cuando Jaime I anexionó Mallorca, se convirtió al cristianismo y se hizo bautizar con el mismo nombre del conquistador: Jaime de Gotor. Todo ocurrió antes de trasladarse a tierras catalanas.

—¿Y el marquesado de Villaverde de cuándo data? —preguntó Pura Huétor, que tenía el título de marquesa de Huétor de Santillán por su marido.

—Del siglo XVIII, de 1736. Estoy muy contenta de que mis nietos tengan título. Ha sido un gesto muy bonito de Esperanza. ¡Por cierto, cada día está más sorda y resulta más difícil hablar con ella!

—¿Su hijo no puede hacer nada por aliviarle la sordera?

—La ha llevado a los mejores especialistas, pero no hay nada que hacer. Dentro de poco viajaremos a Washington y tratará de averiguar los avances que hay allí, aunque no sea de su especialidad.

El matrimonio Martínez-Bordiú-Franco aceptó la invitación del embajador Lequerica y durante días se alojaron en la Embajada de España en la capital de los Estados Unidos. Les acompañaban el doctor Parra —por el que se hizo médico Cristóbal— y su mujer. El flamante marido de Carmen Franco tenía que asistir a unas conferencias y aprovecharon la circunstancia para conocer varios estados de América. Carmen había estado veinte años sin coger un avión y ahora deseaba no bajarse de él. Fue una visita privada para ver también centros hospitalarios y los diferentes tratamientos de las cirugías cardiacas y pulmonares. Cristóbal preguntó también por distintos tratamientos para la dolencia de su madre, pero no le dieron ninguna esperanza de que recuperara la audición. Mientras tanto, las mujeres de los dos médicos aprovecharon para ver museos y hacer algunas compras.

—Estos maridos nuestros están obsesionados con los últimos avances en cirugía —comentó Carmen—. Ya podían haber estudiado Económicas porque a Cristóbal le gustan mucho los negocios y mejor le iría, ¿no crees?

—Tienes toda la razón. Los sueldos de los médicos dejan mucho que desear.

—Mira ahora para Juan Carlos, el hijo de don Juan, tras sus estudios de bachiller en España se plantea si estudiar Economía en la Universidad de Lovaina en Bélgica, como quiere Gil Robles, o estudios militares en España, como quiere mi padre.

—Te aseguro que no estudiará Medicina. Lo tengo claro.

—Veremos lo que decide su padre o mejor dicho «el consejo de rabadanes» que tan mal le aconseja, por cierto.

—Lo que debería hacer tu padre es cerrar el camino de la instauración de la monarquía.

—A él, cuando toma una decisión, es difícil hacerle cambiar.

—Pues me he enterado de que el jefe de la facción carlista, Javier de Borbón y Parma, se ha proclamado rey en Montserrat, bajo el nombre de Javier I.

—Y ha aparecido también en escena el hermano mayor del conde de Barcelona, don Jaime, que ha conseguido la patria potestad de sus hijos: Alfonso y Gonzalo. Los dos vienen a estudiar a España y ahora reclaman sus derechos a la Corona de España.

—Menudo lío. ¿Don Jaime no renunció a sus derechos por ser sordomudo?

—Sí.

—Pues ahora rectifica. Lo que veo es que todos estos jóvenes van a estudiar otras carreras que no son las de nuestros maridos. ¿Quién les habrá engañado para meterse a médicos?

Las dos se echaron a reír y continuaron visitando la ciudad.

—Creo que deberíamos parar. Estoy embarazada, aunque no noto más síntoma que un mareo tremendo cuando viajo en avión. Salvo eso, no tengo ninguna molestia.

—Mejor para ti porque cuando un embarazo te da problemas desde el principio, los nueve meses se convierten en una auténtica tortura. De todas formas, creo que debemos aflojar el ritmo de estos días.

Los Estados Unidos se mostraban ante los ojos de los dos matrimonios como la cuna de los grandes avances. El doctor Martínez-Bordiú consideraba los hospitales de Columbia y Dallas como la mejor escuela de cirugía cardiaca. Hizo numerosos contactos con importantes médicos de allí para regresar de nuevo a aprender nuevas técnicas de las manos más avanzadas. El embajador les llevó a numerosos actos sociales y les presentó a políticos, artistas e intelectuales americanos. Se pararon a charlar en francés con un miembro de la cámara de representantes que tenía una carrera meteórica y que nadie dudaba en su ascensión al Senado. Su nombre: John Fitzgerald Kennedy. El político americano tenía una sonrisa magnética y unos ojos que taladraban al interlocutor mientras hablaba. Lequerica le explicó al joven matrimonio Martínez- Bordiú-Franco que había participado en la Segunda Guerra Mundial.

—Ha destacado como gran comandante en el Pacífico Sur. Estuvo a punto de morir cuando la lancha torpedera en la que iba fue localizada por un destructor japonés que la partió en dos. La tripulación estuvo nadando horas hasta que fueron rescatados. Lograron sobrevivir todos.

—Me apetece conocerle más —aseguró Cristóbal—. Me ha gustado mucho su trato y su interés por España. Dice que si vamos por Massachusetts no podemos dejar de llamarle.

—Estos contactos nos convienen y más ahora que el Congreso de los Estados Unidos ha aprobado la enmienda McCarran por la que se autoriza una línea de crédito a España por sesenta y dos millones de dólares.

—Le aseguro, Lequerica, que vendremos aquí con la frecuencia que me dejen los compromisos y los enfermos.

—Pues si su mujer está más libre, aquí tiene un lugar preferente siempre.

—Mi mujer no se mueve si yo no voy con ella. En nuestro matrimonio se hace lo que yo digo.

Carmen torció el gesto. Aquella demostración de posesión y decisión sobre sus actos no le gustó. Sin embargo, no le desautorizó en público. Se dio cuenta de que la libertad que creía haber adquirido al casarse pasaba por las decisiones de su marido. Pensó que debería adaptarse a esta situación y que haría mejor aquello que le gustase y que procuraría que pasase cuanto antes aquello que realmente le disgustara. Estaba acostumbrada a obedecer. Supo enseguida que sus horas de libertad serían aquellas en las que su marido estuviera trabajando. Entonces se haría su santa voluntad. Se adaptó sin ninguna frustración a su nueva situación. Pensaba que a las mujeres no les quedaba otra que obedecer. Ya se lo había advertido su suegra: «A estos andaluces les gusta mucho mandar. Sé lista y no te opongas nunca frontalmente a su voluntad. Si me haces caso, te irá bien». Carmen siguió su consejo.

Pasaron las primeras Navidades de casados en la finca de Arroyovil de sus suegros. Franco y Carmen Polo llegaron escoltados tras una larga caravana. La casa estaba llena de invitados distribuidos en dos salones. Había autoridades de Jaén y de provincias cercanas. Martín Jesús, el casero, era quien disponía y organizaba las actividades campestres de los días previos a fin de año. A raíz de la boda, los Martínez-Bordiú se convirtieron en hombres imprescindibles en los consejos de administración de empresas e instituciones. La familia Franco se sentía desplazada por la de Cristóbal que empezaba a copar los principales puestos en las empresas de más renombre, en la banca y en las instituciones.

Hiciera frío, lloviera o tronara, no se suspendía una cacería, aunque las condiciones climatológicas fueran completamente adversas. Andrés, Cristóbal y Tomás fueron los encargados de comprobar la compleja organización de ojeadores, secretarios, coches… La noche anterior había llovido con intensidad por lo que Cristóbal se acercó a su suegro.

—Mi general, ¿suspendemos la cacería?

—No, no… quizá mejore el tiempo en las próximas horas. Además, ya tenéis todo organizado.

Franco se subió a un todoterreno, un Willys grande, acompañado de su hija y de su yerno, así como por el tío, Pepe Sanchiz, casado con una hermana de la madre de Cristóbal, que era el encargado de conducir. Carmen estaba encantada de acompañarles, a pesar de su embarazo de siete meses.

—No me perdería una cacería ni por todo el oro del mundo —comentó—. Ya sé que mamá lo desaprueba, pero me siento estupendamente.

—No hay ningún problema —afirmó el doctor—. Vas en coche y si hiciera frío hemos traído mantas suficientes para abrigar a un regimiento.

Cuando llegaron al primer ojeo había una línea con veinte puestos, de los que solo tiraban siete u ocho. En ellos se posicionaron Franco, Carmencita y los invitados de mayor renombre. El resto se limitaron a observar sin disparar ni un solo tiro. El coronel Enrique Puente Bahamonde —primo de Franco, al que llamaban Pontón— era gran aficionado a la caza. No fue uno de los elegidos para tirar y a Andrés Martínez-Bordiú, hermano de Cristóbal, se le ocurrió que los dos podrían cazar también si se quedaban rezagados. Se encargaron de tirar a buena distancia del ojeo donde estaban los demás y de no provocar ningún accidente. Cuando Cristóbal se dio cuenta, les echó una bronca enorme.

—No entiendo por qué has tomado la decisión de disparar detrás de nuestra posición. Podías haber provocado algún percance. Eres un irresponsable.

—Hemos tomado todo tipo de precauciones. Nosotros también sabemos y deseamos tirar. Cuesta mucho quedarse de brazos cruzados mirando cómo cazan los demás cuando tenemos escopetas y unas ganas inmensas de cazar.

—Pues te aguantas las ganas y te quedas como los demás mirando. Además, es posible que hayamos matado más perdices de las que deberíamos. Lo mismo has puesto en peligro la cría del año que viene. Eres un inconsciente.

—Cristóbal, no es para tanto. No te pases con nosotros. No ejerzas tanto de yerno de Franco. Soy tu hermano, no lo olvides.

Cristóbal le echó una mirada de pocos amigos, pero se dio la vuelta y se retiró a la casa familiar. Al día siguiente volvieron a cazar por la mañana. El sol del invierno les acompañó haciendo de la caza de perdices todo un acontecimiento social. Pepe Sanchiz, como buen valenciano, se atrevió a cocinar una gran paella. Se había encendido en el jardín un buen fuego de leña para la que sería la última comida del año. Franco también participaba del rito y movía los ingredientes con una gran cuchara de madera.

—Jamás se ha metido entre fogones y aquí le gusta brujulear en el fuego —observó Carmen Polo.

—Lo mismo se aficiona —le contestó Esperanza, su consuegra. No había entendido nada de lo que había dicho Carmen, pero se lo imaginaba. Su sordera en estas circunstancias pasaba desapercibida porque sus comentarios estaban relacionados con lo que veía.

Cuando llegó el momento de echar el arroz, Franco dejó su sitio preferente junto a la paella a Pepe y ejerció de ayudante de cocina de su amigo, algo poco habitual y muy celebrado por todos los invitados. Quizá ese fue el único momento en el que cedió la primera posición y la toma de decisiones.

Concluida la comida, muy alabada por los muchos aduladores que allí se dieron cita, los invitados se retiraron a descansar para acudir de nuevo a la finca a las nueve de la noche. Era la hora prevista para la gran cena de fin de año. Todos vestidos de esmoquin y traje largo celebraron el nuevo año al son de doce golpes sobre una cacerola. El encargado fue el infalible casero Martín Jesús. El ritual concluyó brindando con champán y asistiendo a una actuación de un cantaor de flamenco y varias bailaoras demostrando su raza sobre un pequeño escenario. Salieron muchos invitados a bailar sevillanas. Entre ellos, Cristóbal Martínez-Bordiú, incapaz de hacer un desaire a la bailaora que le sacó al escenario. Ese año Carmencita se quedó en el asiento.

—Antes de casarme aprendí a bailar sevillanas en casa de mi amiga Maruja —explicó a los invitados—. Viví muy intensamente el primer Rocío de mi vida. Fuimos a caballo porque los caminos estaban en muy mal estado. Me encanta bailar, pero en mi estado mejor que no lo haga.

—Sí, no vayas a echar el niño en mitad de la sevillana —comentó Cristóbal con la respiración un tanto entrecortada después de haber bailado.

—No estaría bien visto —zanjó Carmen Polo.

Franco observaba desde un sillón de orejas de color azul cómo también salía a bailar su emergente amigo Sanchiz, tío de Cristóbal. Fue el único momento en el que se le vio reír con ganas.

—Lo tuyo no es el baile —comentó entre dientes.

En un aparte, el empresario Alfonso Fierro se puso a hablar con Cristóbal y le dijo que, en sus viajes al extranjero, se había encontrado en la prensa muchas críticas a Franco y al régimen.

—Siempre nos critican que no haya elecciones libres y cuestionan mucho la falta de apertura… —señaló el empresario.

—Mira, no nos podían ni ver durante la guerra y, ahora, los americanos están dando marcha atrás. Saben que su enemigo y el nuestro es el mismo: el comunismo. Te digo que las cosas están cambiando con respecto a España. Acabo de llegar de Washington. Me ha contado nuestro embajador que las Naciones Unidas van a examinar de nuevo el caso español. Esto puede dar la vuelta en cualquier momento.

Carmen, por su parte, hablaba con varias conocidas. Todas muy interesadas en su embarazo.

—Esto hay que desmitificarlo. Es una lata tremenda. No hay quien duerma por la noche. Estoy deseando dar a luz y saber si viene un niño o una niña. A mí me da exactamente igual.

—Mejor un niño. Este mundo está pensado para los hombres —dijo su amiga Angelines.

—En eso tienes razón. Lo que sea, que venga bien. Esa es mi única preocupación. Cuando nazca saldremos de dudas. No tendremos que esperar mucho para saberlo.

El 26 de febrero de 1951 nació María del Carmen Esperanza Alejandra de la Santísima Trinidad y de todos los Santos Martínez-Bordiú Franco. Esos fueron los nombres que recibió en el bautismo haciendo un guiño a las dos abuelas.

—La niña ha nacido grandísima y con mucho pelo, todo ha ido estupendamente bien. Mi hija no ha tenido ningún problema —dijo ufana Carmen Polo.

Su nieta había nacido en El Pardo. Cuando Carmen rompió aguas, se llamó al médico, pero allí aparecieron todos los ayudantes y médicos de Franco. La espera se hizo larga por los gritos de Carmencita. Cuando se sintió el llanto de la primera hija de Carmen Franco Polo, los nervios se pasaron. Todo fueron apretones de manos y enhorabuenas para el Yernísimo que no ocultaba su alegría tras el nacimiento de su primera hija.

Enseguida las doncellas arreglaron a la flamante madre y al bebé. Los familiares y jefes de la casa civil y militar, así como los ayudantes, pudieron pasar a la habitación y felicitar a la madre primeriza. La niña parecía tranquila en los brazos de Carmen.

—¿Le darás el pecho? —preguntó Pura.

—Sí, claro. Me ha subido la leche y me han dicho que puedo amamantar a mi hija sin problemas.

—Es estupendo. Nada como la leche de la propia madre. También te diré que hay unas amas de cría estupendas con unos pechos enormes para que tu hija se críe grande y fuerte.

—Seré yo quien amamante a mi hija. Quiero vivir ese momento que todo el mundo me dice que no me debo perder.

—Está muy mitificado. También te diré que lo que hay que evitar es que te salgan grietas en los pezones. Ese es un dolor horrible —le dijo Pura Huétor.

—¡Pura, por favor! No vamos a hablar de eso ahora. Es un momento de alegría ver a mi hija así de bien y a su niña estupendamente. ¡Hablar de grietas!

—¡Bueno, tú te acordarás por tu hija! —le comentó su amiga.

—Yo ya no me acuerdo de nada. ¡Qué cosas tienes!

Hubo un momento de silencio. A Carmen Polo le molestaban esas preguntas. Tampoco entendía que su amiga Pura soltara eso delante de las personas que había allí.

—Me hace mucha ilusión el nombre que la vas a poner —comentó Pura para salir de ese momento tan tenso—. El nombre está muy bien pensado. Sobre todo, me parece estupendo que tu nombre, y el de tu madre, vaya en primer lugar. Solo utilizará uno. Los demás, al final, sobran.

—Bueno, a mí también me pusieron María del Carmen Ramona Felipa María de la Cruz —explicó la flamante madre—. Solo le faltó a mi madre ponerme el nombre de la tía Isabel.

—No me dejaron poner más. Claro que lo pensé.

Se echaron a reír. Rápidamente los médicos allí presentes sacaron a las visitas.

—Hay que dejar descansar a la madre y a la niña —comentó Vicente Gil, haciendo salir a todos de la habitación.

Al día siguiente pasó un fotógrafo oficial e hizo la foto de Carmen junto a su hija con un camisón y bata de encaje. Su madre le aconsejó que se pusiera un collar de perlas y unos pendientes a juego. La joven marquesa estaba muy guapa y sonriente posando junto a su hija. Esa foto se publicó de inmediato en toda la prensa nacional, comentada en todas las radios e incluso la buena nueva llegó al extranjero. Esa mañana y las cinco siguientes no dejaron de llegar telegramas de felicitación y ramos de flores.

Carmen se estrenaba como madre sin demasiado instinto maternal. El final del embarazo y el posparto le impedían viajar y salir fuera del palacio que siempre le asfixiaba. Deseaba recuperarse cuanto antes para poder volver a su vida de recién casada.

Quince días después del nacimiento de la primera nieta de Franco y casi a punto de cumplirse doce años del final de la Guerra Civil, se produjeron muchos disturbios en Barcelona y la primera huelga en las fábricas de Cataluña. Todos los disturbios arrancaron por un aumento de las tarifas de los tranvías. Las calles de la capital condal se llenaron de octavillas incitando a la población trabajadora al paro el día 9 en la mayoría de los talleres y fábricas. Varios piquetes de obreros detenían a los tranvías obligando a los viajeros a bajarse. Frente al Ritz, un numeroso grupo de huelguistas apedrearon la fachada principal. Se volcaron vehículos y tranvías. La Guardia Civil intervino para restablecer el orden. La Policía Armada a caballo irrumpió en las principales arterias de la capital. El delegado del Gobierno compareció ante la prensa al día siguiente para decir que la indignación por las subidas de precio de los tranvías había sido una excusa y que el momento había sido aprovechado por «agitadores profesionales al servicio de ideologías políticas de triste recuerdo».

Días después, estas protestas se registraron en Vizcaya y Guipúzcoa, con la participación de miles de obreros. En Madrid también se intentó, pero la huelga fue frustrada. De forma temporal se suspendieron en Cataluña las nuevas tarifas tranviarias mientras se estudiaba una solución definitiva. Franco no tardó en afirmar en su primer discurso ante Hermandades de Labradores y Ganaderos que «la huelga es un delito».

Durante esos días de disturbios, en las comidas y en las cenas había caras de preocupación y se hablaba poco, por no decir que nada. Franco quería acabar con aquel descontrol de un plumazo. Cristóbal intentó sacar algún tema de conversación en la mesa y alcanzó a comentar que en el hospital no se hablaba de otra cosa que de platillos volantes.

—¿Pero a cuento de qué? —preguntó curiosa Carmen.

—Dicen que varios pilotos han ido en avión a San Sebastián, Irún y Bilbao y allí han podido observar en el cielo «un fenómeno de naturaleza desconocida», un platillo volador.

—Por favor, eso son tonterías —intervino Carmen Polo.

—Serán tonterías, pero la noticia ha vuelto locos a los periodistas, ¿o no lee los periódicos?

—La gente cree ver cosas que no existen —apoyó Carmencita a su madre.

—Pues ya son muchos los que dicen haber visto trazar a un objeto la figura de un ocho. Y eso es imposible con la tecnología que conocemos.

—Ahora la gente dirá que ve extraterrestres —apostilló Carmen Polo.

—Ha acertado, porque ya lo están diciendo. —Cristóbal se echó a reír.

Franco se limitaba a comer sin participar en la conversación. Pensaba en los disturbios y no atendió lo que decía su yerno con el que cada vez se entendía menos. Le llegaban por todas partes noticias de sus excesos amparándose en su parentesco con el Caudillo. Decidió no expresar nada. Ni una mueca, ni una sonrisa, ni una palabra. Nada.

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