Carmen

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SEGUNDA PARTE » 34. Una boda como preámbulo del mayor golpe al régimen

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34UNA BODA COMO PREÁMBULO DEL MAYOR GOLPE AL RÉGIMEN

La que llamaron Operación Ogro fue un éxito para la banda terrorista ETA. La seguridad del Estado no se dio cuenta de lo que estaban tramando y eso que la CIA avisó de que se preparaba algo de enorme repercusión. Fue un gran fallo, una incompetencia. Los etarras alquilaron un piso bajo y desde ahí hicieron un túnel. Disimularon diciendo que el ruido que hacían era porque se trataba del trabajo de un escultor. Parece mentira que nadie se percatara, ni los vecinos ni el portero. Por otro lado, Carrero Blanco salía de su casa a misa todos los días por el mismo lugar y a la misma hora. Lo tuvieron fácil los terroristas. Mi padre lo vivió como un ataque al régimen y a él. Se quedó desconcertado con el asesinato de Carrero. Nunca superó esa pérdida.

Y llegó el día, el 8 de marzo de 1972. Se casaba la hija mayor de los marqueses de Villaverde y la primera nieta de Franco. El lugar elegido no podía ser otro que el palacio de El Pardo. Primero, los recién casados se fotografiaron con todo el personal de servicio y después con los distintos miembros de la familia. El padre del novio, Jaime de Borbón, pisaba tierra española después de cuarenta y un años de exilio. Fue el encargado de dar la noticia del compromiso desde París. «Su alteza real, el príncipe Alfonso, duque de Borbón, embajador de España en Suecia e hijo mayor del príncipe, se une en matrimonio con la señorita María del Carmen Martínez-Bordiú y Franco, hija del marqués y de la marquesa de Villaverde y nieta de sus excelencias, el jefe del Estado español y doña Carmen Polo de Franco». Ese comunicado sentó muy mal en La Zarzuela. Los príncipes eran plenamente conscientes de que se estaban moviendo hilos políticos a sus espaldas y se le estaba dando un tratamiento a Alfonso de alteza real que no le correspondía.

El príncipe Juan Carlos empezó a hablar con ministros, con miembros de las Cortes, con aristócratas y con todos los políticos que tenían cargos relevantes. Le trasladó sus temores al director general de Radiotelevisión Española, Adolfo Suárez, y este tomó la decisión de apoyarle retransmitiendo la boda por la segunda cadena, la nueva UHF. Apenas la veía nadie, ya que requería de un dispositivo que no estaba en todos los hogares. Consideró que era la mejor forma de situarse al lado del sucesor designado. Varios ministros del Gobierno pusieron el grito en el cielo cuando supieron que no se retransmitiría por la primera cadena.

Los sectores más progresistas comenzaron a inclinarse del lado de Juan Carlos, que en pequeños círculos hablaba de elecciones, de partidos políticos para España, mientras que Alfonso emparentaba con el propio régimen. Las especulaciones sobre si Franco cambiaría de sucesor tras este enlace no dejaron de aumentar en los días y meses sucesivos.

El Pardo se vistió de gala para la boda de Carmencita, que se preparó como si se tratara de una boda real. Antes de la ceremonia, el infante don Jaime bendijo a los contrayentes. Acudió sin su segunda esposa, Carlota, ya que el matrimonio civil no estaba reconocido en España. Los familiares más íntimos les saludaron y se fotografiaron con ellos antes de la ceremonia. Los novios salieron hacia la capilla con los acordes del himno nacional. El padrino, Francisco Franco, vestido con el uniforme de etiqueta de capitán general de la Armada, daba el brazo a su nieta. Lucía la Cruz Laureada de San Fernando y el Collar Pontificio de la Orden de Cristo. Don Alfonso iba inmediatamente después y lo hacía acompañado de su madre y madrina, Emanuela de Dampierre, duquesa de Segovia. El cortejo les seguía con Carmen Polo a la cabeza, tocada con mantilla española y luciendo un gran collar de perlas, junto al príncipe de España; el infante don Jaime junto a la princesa Sofía; Carmen Franco, marquesa de Villaverde, junto al infante Luis Alfonso de Baviera; Cristóbal Martínez-Bordiú lo hacía del brazo de Victoria Marone; Gonzalo de Borbón, hermano del novio, junto a la también nieta de Alfonso XIII, Alejandra de Torlonia; y Francisco Franco Martínez-Bordiú, hermano de la novia, entró en la capilla del brazo de la señora de Madrigal. Se dio la circunstancia de que los hijos de los príncipes fueron junto a los hermanos pequeños de la novia.

Los alrededores de la capilla del palacio se encontraban a rebosar de invitados que hicieron dos filas para ver la llegada de los contrayentes. Carmen iba vestida con un traje confeccionado por Cristóbal Balenciaga, a pesar de que el modisto había cerrado sus casas de costura cuatro años antes. El diseñador había elaborado dos bocetos, pero Carmen y su madre eligieron el más regio para la ocasión. Su confección se llevó a cabo en el taller de Felisa y José Luis, en Madrid. Felisa había trabajado junto a Balenciaga mientras estuvo en activo. Dirigió toda la confección otra de las mejores manos del taller del diseñador: Emilita Carriches. Ella fue quien la ayudó a vestirse el día de la boda. En su confección se emplearon catorce metros de doble ancho de raso natural, de color blanco con un reflejo gris rosáceo. Los bordados, donde predominaba la flor de lis, emblema de la Casa de Borbón, habían sido realizados a mano. Destacaba uno sobre los demás: el que sobresalía a la altura del pecho. Para dicho trabajo se habían utilizado veinte carretes de hilo de plata y más de diez mil perlas; así como dos mil quinientos brillantes pequeños, dos mil doscientos medianos y mil setecientos grandes, además de nácar y cristal. El manto que lucía medía siete metros de largo. Antes de dar por terminado el traje, Balenciaga le hizo varias pruebas a la novia en las que tuvo que caminar una y otra vez por el salón en sesiones agotadoras. Quería que el traje se adaptara perfectamente a su cuerpo, como así fue. La corona que ceñía en su cabeza era de brillantes y grandes esmeraldas, regalo de sus abuelos maternos. Parecía la boda de una heredera al trono.

El Gobierno en pleno con su vicepresidente a la cabeza, así como los presidentes de las Cortes y del Consejo del Reino, esperaban en el interior de la capilla. Durante la ceremonia el cuarteto de madrigalistas de Madrid y el coro de voces blancas de la Escuela Superior de Canto interpretaron canciones antiguas, como las Cantigas de Alfonso X el Sabio. El arzobispo de Madrid, don Vicente Enrique y Tarancón, no muy proclive a Franco, ofició la misa.

—¿Venís sin ser coaccionados? —preguntó a los contrayentes.

—Sí, venimos libremente.

Carmen Franco al oír esa pregunta del cardenal deseó que su hija no se hubiera visto coaccionada ante este matrimonio que tan bien había caído en la familia. Observó la cara de su madre que se apreciaba, a simple vista, henchida de felicidad. Su marido también se mostraba orgulloso de la decisión de su hija. No obstante, a ella le recorrió un escalofrío por todo el cuerpo al pensar en su juventud y en la inconsistencia de una relación que se había fraguado en pocos meses. ¿Se habría sentido coaccionada, como preguntaba el arzobispo? Miró los gestos, expresiones de su hija y comprobó que la voz era muy tenue, casi imperceptible. Hablaba bajito, como un susurro. A Alfonso se le oyó más en el sí quiero que dio ante dos mil invitados. Carmen tuvo la sensación de que era él quien deseaba más este matrimonio. Los dos parecían príncipes de un cuento de hadas.

A las siete menos cuarto de la tarde, los novios repetían ante el cardenal arzobispo de Madrid los tres síes de la liturgia del sacramento del matrimonio católico: sí, quiero; sí, otorgo; sí, recibo. Carmen Franco recordó que justo veintidós años antes, en la misma capilla, había contraído matrimonio con Cristóbal Martínez-Bordiú. Se preguntó si tenía la misma ilusión hoy que cuando se casó. Evidentemente, su matrimonio había pasado por altos y bajos, pero no se arrepentía de aquel día en el que creyó que, a partir de ese momento, sería mucho más libre. El tiempo le había hecho comprender que no había sido así. La libertad absoluta, pensó, era una entelequia. Había tenido siete hijos y la mayor contraía matrimonio con un descendiente de Alfonso XIII. Miró de reojo a Mariola y la vio emocionada. Su segunda hija deseaba casarse con Rafael Ardid, con el que salía desde los quince años. Se habían conocido en el pantano de Entrepeñas, pero Cristóbal le había prohibido casarse con él. Aspiraba a una boda como la de Carmen. A Mariola se le saltaron las lágrimas durante la ceremonia. Su madre estaba segura de que era de pena. Estaría pensando más en ella que en la boda de su hermana. Mariola, a punto de licenciarse en Arquitectura, se decía a sí misma que en cuanto alcanzara la mayoría de edad, los veintiún años, se casaría con Rafael con la aprobación de su padre o sin ella. Carmen Franco volvió la mirada a Francis, estudiante de Medicina, siguiendo los pasos profesionales de su padre pero enfrentado a él desde que tenía uso de razón. Francis vivía, desde hacía seis meses, con los abuelos en El Pardo. Cristóbal quiso imponerse a sus hijos, pero ya era tarde. Demasiado tiempo fuera de casa, en el trabajo, de viaje o en actos sociales. El día que le quiso dejar claras a su hijo una serie de condiciones para seguir viviendo en casa, le dijo que «si no estaba de acuerdo podía coger la puerta e irse». Francis la abrió y se fue. A su abuela le había dicho que necesitaba tranquilidad para seguir con sus estudios y a Carmen Polo le pareció bien que se fuera a vivir con ellos. Francis había vivido un primer curso convulso en la universidad, en donde estuvieron más tiempo de huelga que dando clase. En cuanto podía se escapaba a cazar por el monte de El Pardo. Nada le gustaba más que salir con su abuelo. No participó de las huelgas estudiantiles.

Mery y Cristóbal, en plena adolescencia, siempre protestando por el coche oficial que les traía y les llevaba al colegio, disfrutaban con la boda. La Ferrolana, como la llamaba Franco, tenía mucha personalidad y no aceptaba ningún consejo, ni tan siquiera de Nani. José Cristóbal quería seguir los pasos de Mariola. Se reía mucho con ella cuando esta le contaba cómo había tenido que correr delante de los grises, de la policía. Su facultad era el punto de encuentro de las manifestaciones del resto de universidades y en más de una ocasión se vio envuelta en ellas. Arantxa y Jaime, demasiado pequeños todavía para darse cuenta de lo que estaba sucediendo en la capilla del palacio, estuvieron junto a miss Hibbs y los hijos de los príncipes de España.

Al acabar el oficio religioso, los novios firmaron en presencia del ministro de Justicia que ejerció como notario. Desde la capilla, el flamante matrimonio se dirigió andando, junto a la comitiva, al palacio. Los invitados saludaron a los novios. Entre ellos, se encontraba la begum Aga Khan, los príncipes de Mónaco, el príncipe Bertil de Suecia y sus sobrinas: Desirée y Christina; Imelda Marcos, esposa del presidente de Filipinas, así como las hijas del presidente de Portugal y los hijos del presidente de Paraguay. Todos se habían dado cita en un enlace cargado de connotaciones políticas y monárquicas.

La actualidad española no era tan idílica como pudiera parecer tras la boda. Había muchas protestas en las fábricas y en la universidad. Don Juan Carlos se fue a Estoril a pasar el día de San Juan junto a su padre. Los consejeros de don Juan habían hecho públicas unas declaraciones que habían vuelto a provocar la indignación de Franco. Este, tres meses después del enlace, nombró a su mano derecha, Luis Carrero Blanco, presidente del Gobierno. En realidad, ya ejercía como tal desde hacía tiempo. Por otro lado, se intensificó la información de los servicios secretos norteamericanos sobre España. En esas notas que enviaban al Departamento de Estado se señalaba a Carrero Blanco como el cerebro gris de Franco. En el juicio de Burgos había sido inflexible y llegó a decir: «Presione quien presione, el Gobierno debe mantenerse duro y si hubiera que aflojar, que el Consejo del Reino sea el blando». Para los Estados Unidos el que gobernaba era Carrero. El último informe remitido desde la embajada concluía con una frase pronunciada por un alto cargo español a un agente de la CIA: «Lo mejor que podría surgir de esta situación actual sería que Carrero desapareciera de escena». Esas notas tan solo tenían un punto tranquilizador para los Estados Unidos con respecto a Carrero Blanco: «Su odio al comunismo». Por otro lado, inquietaba a los diplomáticos americanos «tanta vida política clandestina sin cauce y sin voz». Ciertamente, se sabía que cada vez había más obreros y estudiantes que se afiliaban al Partido Comunista y al Partido Socialista en la clandestinidad.

El detonante de más movilizaciones fue el proceso 1001 a los dirigentes del sindicato Comisiones Obreras por ser una organización ilegal y por su vinculación con el Partido Comunista. El 8 de noviembre ya se conocían las peticiones de pena solicitadas por el fiscal: más de ciento sesenta años de prisión. Veinte años y un día para Marcelino Camacho y Eduardo Saborido; diecinueve años de reclusión para Sartorius y García Salve; dieciocho años de cárcel para Fernando Soto y Muñiz Zapico y doce años para Acosta, Zamora, Santiesteban y Fernández Costilla. La Iglesia tomó partido y en la XVII Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal algunos obispos dejaron oír su voz ante el ministro de Justicia para pedir clemencia para estos sindicalistas encarcelados.

Durante esos días, se fundaron los llamados Guerrilleros de Cristo Rey, jóvenes ultras que actuaban utilizando la violencia. Surgió también el FRAP, un grupo armado antifascista, auspiciado por el Partido Comunista de España (marxista-leninista), cuyo objetivo era crear un movimiento revolucionario. En este clima de agitación social apareció otro grupo de oposición al franquismo: el Movimiento Ibérico de Liberación. Uno de sus miembros, el anarquista Salvador Puig Antich, fue detenido durante una accidentada operación policial en la que resultó muerto el subinspector Francisco Jesús Anguas Barragán. Durante el proceso judicial no llegó a establecerse si el policía fue víctima del anarquista o del fuego cruzado producto del tiroteo con la propia policía. A pesar de todo, Salvador Puig fue considerado autor del homicidio y se le condenó a muerte por garrote vil. La sentencia se hizo pública en noviembre del setenta y tres. Idéntica suerte corrió un joven alemán, Heinz Chez, por la muerte de un miembro de la Guardia Civil. Para el 20 de diciembre se convocaron más de cien manifestaciones ilegales en toda España en protesta por las condenas y por el método de muerte tan ancestral que se iba a utilizar. El mecanismo del «garrote» consistía en poner al preso un collar de hierro atravesado por un tornillo que al girarlo causaba a la víctima la rotura del cuello. Las protestas internacionales fueron clamor en todo el mundo.

Los servicios de inteligencia españoles, con el teniente coronel San Martín a la cabeza, hicieron llegar a Carrero un sobre cerrado. Contenía una carta del teniente general Iniesta Cano, director de la Guardia Civil, con un par de informes policiales. Al parecer, agentes infiltrados en el Partido Comunista y en la banda terrorista ETA coincidían en que se estaban preparando acciones subversivas y terroristas al más alto nivel. Por un lado, se estudiaba secuestrar a personas allegadas al príncipe Juan Carlos —a alguno de sus tres hijos—, la mujer de Carrero Blanco o la del teniente general Iniesta Cano. Igualmente, se sabía que ETA preparaba una acción de gran envergadura en Madrid, sin precisar cuándo pensaban llevarla a cabo. Carrero Blanco tomó nota. Reforzó la seguridad de su mujer y avisó al príncipe.

Franco veía morir a toda una generación de políticos que habían formado parte de su vida militar y política. Había enterrado recientemente a Agustín Muñoz Grandes que había combatido junto a él en la guerra de Marruecos, en la Guerra Civil y en la Segunda Guerra Mundial. Incluso, sabía que barajaba el sueño de sucederle. Sin embargo, una insuficiencia cardiorrespiratoria le mantuvo hospitalizado hasta su muerte en 1970. Cinco años antes había fallecido Winston Churchill, uno de los políticos a los que más respeto tenía y con el que mantuvo una relación epistolar durante la Segunda Guerra Mundial. Le admiraba, entre otras cosas, porque le consideraba un militar, un hombre de formación castrense, condición imprescindible para ser un hombre de Estado, pensaba. El penúltimo en morir fue el general De Gaulle, que no le caía bien, aunque, al ser militar, se entendían. Sobrevivió dos años al mayo del sesenta y ocho francés donde hubo tantas revueltas obreras y estudiantiles. Una vez cesado, vino a España, tras los pasos de Napoleón y para estudiar las batallas de la guerra de la Independencia española. Antes fue a ver a Franco al palacio de El Pardo donde mantuvieron una larga entrevista. Los dos interlocutores pensaron que el que tenían enfrente se encontraba ya muy viejo. Le había comentado a Franco que «después del rey de Suecia era el político del mundo que más duraba en el poder». Sobre la Guerra Civil llegó a manifestar que «las guerras civiles en las que en ambas trincheras hay hermanos son imperdonables porque la paz no nace cuando la guerra termina». Murió en noviembre de 1970. El verano del setenta y uno, Franco recibió el último golpe anímico con la muerte de su compañero de promoción miliar y amigo íntimo, Camilo Alonso Vega, al que había ascendido dos años antes a capitán general, grado que solo habían alcanzado Muñoz Grandes y el propio Franco. Este sabía que no le quedaba mucho tiempo. La enfermedad de párkinson era cada día más evidente. Por el contrario, frente a los rumores de mala salud, su familia y sus ministros daban otra imagen de campechanía y estado físico inmejorable.

Mientras tanto crecían los rumores de una posible alteración de la línea sucesoria. De hecho, se produjeron miles de anécdotas donde la familia consentía comentarios que daban pie a especulaciones. En un restaurante donde el marqués de Villaverde estaba siendo homenajeado por sus colaboradores y amigos, en presencia de Alfonso y Carmen, levantó su copa y brindó por la «princesa más bella de Europa». A Carmen Franco no le gustó ese brindis. Con su amiga Maruja hizo un comentario, todavía con la copa en la mano.

—Cristóbal se ha pasado. No le hace falta más título que ser la nieta mayor de Franco.

—Deberías decirle algo, porque luego estas cosas trascienden.

—Ni se me ocurre, con lo autoritario que es. No está en mis planes enfrentarme a él.

—Lo sé. Si no te pliegas podéis tener un choque muy fuerte.

—Muy ordeno y mando. He aprendido a callarme.

En noviembre de 1972, el matrimonio Borbón-Martínez-Bordiú recibió el ducado de Cádiz. Franco pidió a Carrero Blanco y al ministro de Justicia Oriol que preparasen el debido decreto concediendo a su nieta y a su marido dicho ducado con tratamiento de alteza real para él y sus descendientes. Carmen Franco se lo comunicó a su hija, que estaba a punto de dar a luz.

—No hagas caso a los que te dicen que serías una buena reina. Tu abuelo ya ha tomado la decisión y no va a dar marcha atrás. De todas formas, os ha concedido el ducado de Cádiz.

—Le daré las gracias en cuanto le vea.

—Es su regalo antes de que nazca tu hijo. Ha querido reparar los continuos desaires a Alfonso por parte de don Juan. Acuérdate de lo que ha tenido que pasar tu marido al no ser considerado ni infante ni príncipe ni nada. Él y su hermano Gonzalo han soportado que la sociedad española les llamara despectivamente «los doños». El tratamiento de don a todas luces era insuficiente.

—Eso ya lo tienen superado. Además, te voy a decir algo: no creo que el hecho de ser reina o rey te dé la felicidad.

—Ya te digo yo que todo lo contrario. Es una carga muy difícil de sobrellevar.

—Alfonso, sin embargo, insiste mucho en tener un título.

—Un ducado es una grandísima distinción.

—Sabes que a mí eso me da igual.

—Pero a tu marido no.

Tras el viaje de novios, el matrimonio se había alojado en El Pardo, en la habitación llamada de «los monos» por los tapices que la adornaban. El protocolo se reforzó hasta el punto de que la vida de palacio empezó a girar en torno a los nuevos «príncipes». Los ayudantes, secretarios, militares, jefes de las casas civil y militar tuvieron que modificar el tratamiento que le habían dado desde siempre a Carmencita y comenzar a utilizar «su alteza». Carmen Polo así lo exigió. Incluso en la mesa, Carmencita ocupaba un lugar de honor por encima de su madre y de su propia abuela. También se la servía la primera.

El protocolo alcanzó la máxima expresión con el nacimiento del primer hijo de Carmen y Alfonso, el 22 de noviembre de 1973. El nuevo miembro de la familia llegó al mundo en el sanatorio San Francisco de Asís de Madrid. Nadie dudó de que debería llevar el nombre del abuelo: Francisco. Carmen Franco compartió su alegría con las primeras amigas que acudieron a visitarla.

—Ha sido muy emotivo. No estuve en el parto pero sí en la habitación del hospital y cuando vi al niño hecho un gusanito me he emocionado mucho.

—¡Es lógico! Estarías preocupada por tu hija —le dijo Angelines.

—No, eso no. Piensa que yo he parido tantas veces que no sentía ningún miedo. Jamás he tenido una sola complicación. Todos mis partos han sido naturales. Por eso, todo el proceso hasta que nació el niño no me chocó mucho.

—Quien tiene que estar como loca es tu madre —apuntó Maruja.

—Sí, por supuesto. Piensa que es su primer bisnieto.

El niño fue bautizado en El Pardo siendo sus padrinos el propio Franco y Emanuela de Dampierre. La bisabuela impuso un nuevo tratamiento al recién nacido. Cuando se refería a él, Carmen Polo preguntaba por «el señor». «¿Le han dado ya el biberón al señor?», solía decir. El personal del palacio no se acostumbraba a ese tratamiento a un niño recién nacido, pero tuvo que adaptarse a los nuevos tiempos.

El diario ABC criticó las formas del palacio de El Pardo. Eso le sentó muy mal a Alfonso. Por esos días, don Juan le envió una invitación de boda a su sobrino. Se casaba su hija, la infanta Margarita, con el doctor Zurita. Esa invitación estaba dirigida al «excelentísimo señor embajador de España». Nada más recibirla, Alfonso la devolvió por no llevar el tratamiento de «su alteza real». Finalmente no asistió.

Por segunda vez, Franco le pidió a Carrero Blanco que preparara un decreto para otorgar el título de príncipe de Borbón al marido de su nieta. Pero al presidente del Gobierno no le dio tiempo a hacerlo. El 20 de diciembre, Luis Carrero Blanco acudió a misa, como hacía cada día, a la iglesia de San Francisco de Borja. Tras el oficio religioso volvió a subirse a su coche oficial para regresar a su domicilio a desayunar. Cuando circulaban por la calle Claudio Coello de Madrid, a las nueve y veintisiete minutos, los terroristas de ETA activaron las cargas explosivas, que habían preparado durante días, en el momento en que el vehículo pasó por la zona señalada con pintura roja e hicieron saltar su coche por los aires. La explosión acabó con la vida del presidente del Gobierno, de su escolta, Juan Antonio Bueno, y de su chófer, José Luis Pérez. El coche, un Dodge de casi mil ochocientos kilos de peso, voló por los aires y cayó en la azotea de la Casa Profesa anexa a la iglesia. Los escoltas que viajaban en el vehículo que iba detrás, no se dieron cuenta de nada por el espeso humo tras la deflagración. Pensaron que la explosión había sido producida por un escape de gas. No creyeron que se trababa de un atentado terrorista. De hecho, comunicaron por radio a la Dirección General de Seguridad que «necesitaban cambiar de coche porque el suyo estaba lleno de cascotes a causa de una explosión de gas». En aquellos primeros momentos ni se podían imaginar que el presidente del Gobierno acababa de ser asesinado.

El escolta del segundo coche envió un nuevo aviso por radio: «Soy Juan Franco, no veo el coche del presidente. Aquí hay un gran socavón. Enorme, enorme. Mucho humo, polvo, cascotes. El inspector Galiana está herido y Alonso ha ido a la casa del presidente para asegurarse de que ha llegado. Un momento, Alonso está aquí de vuelta». Después de unos segundos volvió a transmitir: «Alonso me está diciendo que el presidente no ha llegado a su casa».

Alertado el director de seguridad llamó a Castellana 3, a José María Gamazo, subsecretario de la Presidencia, por si Carrero Blanco hubiera ido directamente a su despacho.

—No vendrá hasta las once menos cuarto —le contestó Gamazo—. Tiene antes una visita fuera de aquí. Después celebrará un consejillo para tratar el tema del proyecto de ley de asociaciones políticas. ¿Ocurre algo?

El domicilio de Carrero Blanco estaba justo enfrente del domicilio de los marqueses de Villaverde. Carmen Franco estaba en pleno sueño —no le gustaba madrugar— cuando el servicio le dio la noticia. No se la podía creer. Inmediatamente recibió una llamada del palacio. Era su madre.

—Carmen, estamos destrozados. ¿Te has enterado de la noticia?

—Sí. Terrible. Menos mal que no iba Angelines, su hija. Sabes que acompañaba a su padre muchas mañanas a oír misa a los jesuitas y luego regresaban a casa a desayunar. Si llega a ir hoy, estaríamos hablando de una muerte más.

—Tengo que llamar a Carmen, su viuda. Imagino cómo estarán Luisito, Lucía y Angelines. ¡Qué tragedia!

—En realidad, al no poder atentar contra papá, lo han hecho contra Carrero. Ha sido un ataque directo a papá y al régimen. Por lo que se ve era un blanco fácil.

—Iba todos los días a misa como hago yo. Era de misa y comunión diaria. Siempre a la misma hora.

—La rutina se lo ha puesto muy fácil a los terroristas. Me visto y me voy para allí.

—Sí, ven cuanto antes.

A Franco le había dado la noticia Juanito, su ayudante. El doctor Vicente Gil intentó tranquilizarle después del mazazo que acababa de recibir. No quiso masajes. Estaba consternado. Primero le dijeron que había tenido un accidente y que estaba herido. Posteriormente le contaron la verdad. Apenas pronunció una palabra hasta el almuerzo. «Me han cortado el último hilo que me unía a este mundo», le dijo al marino Antonio Urcelay. Su hija quiso verle nada más llegar a palacio. Le comentó que el presidente hacía siempre el mismo recorrido.

—Uno nunca debe hacer el mismo camino. Eso es dar muchas facilidades al enemigo.

—Ha sido un milagro que hoy no fuera Angelines con su padre. Va siempre.

—Han querido atentar contra el régimen y lo han conseguido.

—¿Y cómo no se dieron cuenta los vecinos o el portero de lo que se estaba fraguando en ese sótano, de dónde salió tanto cable para la detonación? —preguntó Carmen queriendo saber más datos sobre cómo había ocurrido el atentado.

—Dicen que un etarra estaba vestido de electricista sobre una escalerilla y que, al paso del coche a la altura de una señal, conectó los cables que estaban unidos a una gran cantidad de explosivos —comentó el jefe de la casa militar.

—Ha sido un fallo, una incompetencia —llegó a decir Franco con un hilillo de voz.

—Todo se ha interrumpido desde ese momento —intervino el marqués de Villaverde, que acudió en cuanto pudo al palacio—. Está el ambiente muy caldeado, mi general.

—Blas Piñar ha llamado a Carlos Arias. Está muy nervioso —contó Salgado-Araujo.

Franco estaba en shock. No podía pensar, ni tan siquiera comentar lo ocurrido. Los ojos se le anegaron de lágrimas. En palacio no recordaban haberle visto así nunca. Sabía que tenía que nombrar un nuevo presidente del Gobierno. No obstante, le faltaba su consejero, su leal almirante. Tenía que asimilar el asesinato de su mano derecha desde hacía treinta años. Se retiró a su despacho. Carmen y su madre recibieron a las amistades que quisieron acercarse hasta el palacio esa tarde.

—Ha sido una incompetencia de Arias. No me digáis que no estaban advertidos de que se preparaba una buena en Madrid —aportó Pura Huétor sin pelos en la lengua.

—No entiendo cómo sus itinerarios no estaban más controlados —apostilló Dolores Bermúdez de Castro.

—Eso no lo entiende nadie —afirmó Carmen Polo—. ¡La mano derecha de Paco! ¡Qué golpe más duro! Es como si hubieran matado a alguien de nuestra familia. Va a ser muy difícil de superar. Paco ha estado anonadado, incluso pensando que no era un atentado, durante horas ha estado hablando del accidente.

—Alguien debería dimitir —insistió Pura—. No hay derecho a que ocurran estas cosas.

—Estoy completamente de acuerdo —convino Carmen Franco, y se quedó callada de golpe.

Estaba convencida de que todos eran posibles objetivos de ETA. Había que reforzar la seguridad de toda la familia. No estaba a salvo nadie. También se dio cuenta de que aquella muerte afectaría a la frágil salud de su padre.

—Esto no lo va a superar nunca —le confesó en voz baja a su marido, el doctor Martínez-Bordiú.

Ese día frío y gris de diciembre, todos los nietos de Franco que acudían a clase en colegios o facultades fueron sacados de forma atropellada de los recintos de estudio por los escoltas. En el coche oficial tan solo se les dijo que Carrero Blanco había muerto en un atentado terrorista. Ninguno pidió más explicaciones. Eran plenamente conscientes, sobre todo los mayores, de que la situación que se vivía era de extrema gravedad.

Franco presidió las exequias por el alma de su amigo y mano derecha. Cuando fue a dar el pésame a su viuda, no pudo reprimir las lágrimas. Resonaban en su memoria las palabras de Carmen, su viuda: «Lloro porque casi todos los presidentes de España acaban siendo asesinados». Seis meses después se cumplía su infausto presagio.

En su mensaje de Navidad, pocos días después Franco habló de la muerte de Carrero diciendo que «no hay mal que por bien no venga». Palabras muy comentadas y criticadas. El Caudillo había decidido no mostrar en público la más mínima expresión de flaqueza. Al contrario, decidió desmontar el Gobierno de Carrero que solo llevaba seis meses.

Tenía que elegir nuevo presidente del Gobierno. Ocho días después del asesinato tomó una decisión. Le pidió a Juanito que llamara al almirante Nieto Antúnez y al presidente de las Cortes para que se presentaran los dos de inmediato. Vicente Gil, que todas las mañanas le decía lo que pensaba, habló sin rodeos.

—Mi general, este ya es uno de los pocos cartuchos que su excelencia puede disparar. Usted no puede nombrar a Nieto Antúnez presidente del Gobierno. Como persona leal que soy, le debo decir que es un negociante. Debería oír a sus subordinados.

—¿Qué te parece Torcuato?

—Torcuato Fernández Miranda es uno de los hombres a quien más agradecido estoy. No obstante todos los cargos que ha nombrado son jóvenes socialistas.

—¿Y García Rebull?

—Mi general, es uno de los pocos hombres a los que le digo siempre: «A tus órdenes», pero solo vale para mandar la tropa.

El Caudillo se fue andando despacio a desayunar. Allí le estaba esperando su mujer, quien se puso a hacer una defensa de Nieto Antúnez para que fuese nombrado presidente del Gobierno. Vicente Gil no pudo morderse la lengua.

—Señora, Nieto Antúnez es un golfo, sencillamente un golfo. Un trepador. Nada claro y, además, forrado de millones. Pregunte a su ayudante.

—No, no. ¡Márchate!

Carmen Polo no quería seguir oyendo sus descalificaciones. Al final de ese desayuno, Franco ya había tomado una decisión: Carlos Arias Navarro.

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