Carmen

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SEGUNDA PARTE » 35. El principio del fin

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35EL PRINCIPIO DEL FIN

Nos dábamos cuenta de que mi padre se apagaba. Yo no tuve ninguna duda de que estaba cerca su final.

Arias Navarro procedió a una amplia remodelación gubernamental. Diez ministros fueron relevados y otros cambiaron de cartera. Solo seis permanecieron en sus puestos. El presidente compareció ante las Cortes el 12 de febrero para exponer su programa de gobierno basado en «el pluralismo político y la participación». La prensa calificó aquellos nuevos aires aperturistas como «el espíritu del 12 de febrero».

Carmen Franco y su marido no entendieron el nombramiento de Carlos Arias Navarro. No se atrevieron a criticar la decisión. Lo comentaron durante días.

—Arias era el ministro del Interior. El responsable de la seguridad y el responsable en última instancia de que hayan matado a Carrero. Me parece un contrasentido. Al hombre que falla en su trabajo le nombra tu padre presidente —dijo Cristóbal.

—Imagino que ha sido porque es el más joven de los ministros en los que confía. Mi padre le tiene afecto. Piensa que el círculo íntimo que tiene es muy limitado. No puede elegir entre tantos. De todas formas, creo que tienes razón, me hubiera parecido más normal que hubiera nombrado a otro después de lo que ha pasado —acordó Carmen, preocupada con la decisión de su padre.

—Un incompetente al frente del Gobierno. Tu padre no es el que era.

—A mi madre también le cae muy bien Arias Navarro. Ha primado más el afecto que le tienen. En estos momentos, la lealtad también pesa mucho.

—No solo ha primado la opinión de tu madre; José Antonio Girón parece que también ha tenido mucho que ver con el nombramiento del nuevo presidente. Va diciendo que es un franquista químicamente puro. Yo, sin embargo, tengo mis dudas.

Estuvieron varios fines de semana sin acudir a su chalé en el pantano de Entrepeñas. Procuraron pasar el mayor tiempo posible en El Pardo. Precisamente, aprovechando su ausencia, fueron avisados por la policía de que habían robado en su casa y se habían llevado los principales trofeos de caza.

—Esto es obra de alguien que les conoce y saben las piezas que guardaban aquí —les comentó la policía.

Carmen y Cristóbal fueron a comprobar lo que se habían llevado los cacos y se dieron cuenta de que se trataba de expertos conocedores de los trofeos de caza.

—Solo se han llevado las piezas de más valor. Siento que nos hayan quitado el tigre que cacé en la India.

—Tontos no son. Han robado lo más preciado. También ha desaparecido el leopardo que maté en Rampur cuando fuimos Loli Aznar y yo por segunda vez a la India, a casa del embajador; así como los trofeos de Angola y Mozambique. ¿Te acuerdas del búfalo enorme que abatí? De estos viajes ya solo nos quedan las fotos.

—¡Serán cabrones! —Cristóbal estaba indignado—. También falta todo el marfil que teníamos.

—Señores marqueses —les dijo el comisario que llevaba la investigación—, esto tiene toda la pinta de que ha sido un robo por encargo. Si las piezas salen de España serán vendidas a algún taxidermista que ni pregunte por su procedencia. Saben que son robadas.

—En los Estados Unidos hay mucho cazador al que le gusta exhibir sus piezas de caza —comentó Cristóbal—. Todos sabemos que algunas las han matado ellos y que otras las han comprado. Hay un mercado árido a hacerse con ellas de cualquier forma.

El episodio se comentó en familia durante semanas. Otro fallo en la seguridad. Esta vez en la casa de los fines de semana de la propia hija de Franco. Se evitó que la noticia trascendiera a la prensa. El robo solo lo conoció el círculo íntimo de la familia y amistades.

La segunda hija de los marqueses, después de varios intentos, logró casarse con Rafael Ardid Villoslada, hijo de Miguel Ardid Jimeno, al que el marqués de Villaverde no quería como consuegro, al contrario que Carmen Franco que era muy amiga de su mujer. Cuando el joven acudió al hospital a pedirle al doctor la mano de su hija, no fue bien recibido. Rafael, impactado por sus formas, se juró a sí mismo no volver a tener jamás ningún trato con su futuro suegro.

La que medió para que Mariola se casara con Rafa, como todos le llamaban, fue Carmen Polo. Le llegó a decir a su yerno: «Tu hija se va a casar. Si no quieres venir, no vengas». El 15 de marzo de 1974 tenía lugar en el palacio de El Pardo la boda entre Mariola Martínez-Bordiú y su novio de toda la vida.

El cortejo lo abría un Franco muy mermado físicamente. Entró en la capilla dando el brazo a su nieta. El general apadrinó aquella boda a la que asistieron los príncipes, Juan Carlos y Sofía. Ejerció de madrina la madre del novio: Pilar Villoslada. El encargado de oficiar la ceremonia fue ni más ni menos que el sacerdote que conocía a todos los nietos desde su infancia, el capellán de Franco y de su casa civil, José María Bulart —quien llevaba al lado de Franco desde octubre del treinta y seis—. En aquel momento solo era un joven sacerdote catalán licenciado en las Sagradas Escrituras. Desde entonces hasta ese día no solo había oficiado la misa diaria que se daba en El Pardo, sino que había también asistido a los presos del bando republicano antes de ser ejecutados, por expreso deseo de Franco. En esas conversaciones, que eran las últimas que mantendrían antes de morir, muchos de los reclusos le comentaban que lo que más les había influido en su ideología había sido la lectura del periódico Mundo Obrero, del Partido Comunista. Eso se le había quedado grabado a Franco, convencido de que la libertad de prensa hacía mucho daño. José María Bulart se había convertido en una persona influyente en la familia. Y, a decir verdad, siempre se posicionó al lado de Mariola en contra de la opinión del marqués de Villaverde, con el que el capellán de El Pardo se llevaba mal.

La boda de la segunda nieta de Franco fue el primer acto social al que asistieron Carlos Arias Navarro y su mujer; así como el ministro de Comercio, Nemesio Fernández Cuesta; los exministros Nieto Antúnez y Solís Ruiz, y el resto del Gobierno.

Tras la ceremonia se sirvió una cena en El Pardo. Esta boda no tuvo el carácter principesco de la de su hermana Carmen, pero sí concitó gran interés mediático que se tradujo en portadas de revistas y artículos en prensa.

Un mes después, otra noticia positiva llegó al palacio de la mano de Carmencita. El 25 de abril nacía su segundo hijo, Luis Alfonso. Se había adelantado sobre la fecha prevista por el médico. Carmen Franco y su marido se encontraban en Sevilla en la Feria de Abril. Ese mismo día, Portugal vivió una revolución incruenta: la Revolución de los Claveles, que puso fin a cuarenta y ocho años de una dictadura similar a la española. Una parte del Ejército portugués se hizo con el poder en tan solo unas horas. La música de José Afonso a través de Radio Renascença fue el inicio y los claveles rojos inundaron no solo las armas de los militares sino las calles de Portugal.

Carmen llamó por teléfono al palacio para dar a su madre ambas noticias. Con su padre solo habló de la revolución que estaba viviendo el país vecino.

—Lo de Portugal era insostenible. Las posesiones de África estaban demasiado lejos de Europa. Y además, hoy tener esas posesiones no es muy popular —le comentó Franco—. De todas formas, la reacción de los portugueses no me extraña en absoluto, son muy cobardes.

Carmen se quedó tranquila porque vio que su padre no le daba demasiada importancia a lo que estaba ocurriendo en Portugal. Los marqueses de Villaverde no regresaron a Madrid hasta que acabó la Feria de Abril donde estaban con amigos. A Carmen le encantaban las sevillanas y bailó todo lo que pudo. Desde que aprendió con su amiga Maruja, antes de casarse, no había dejado de bailarlas en todas las reuniones donde se cantaban. Liberada de embarazos no se perdía un viaje o una reunión con amistades.

Las imágenes de la Revolución de los Claveles se prohibieron en España. Había miedo de que el entusiasmo se contagiara. De todos modos, la noticia trascendió. En Madrid, se acabaron todas las reservas de claveles rojos. Justo una de las visitas a la habitación, donde acababa de dar a luz Carmencita, llevaba un ramo de claveles rojos. Sin embargo, una pareja de policías paró a las jóvenes compañeras de Iberia, donde había trabajado como secretaria de dirección, y les dio el alto. La policía confiscó el ramo y lo tiró a un contenedor de basura. Cuando se enteraron de que iban a ver a la nieta de Franco, pidieron disculpas.

Alfonso de Borbón estuvo presente en el parto. Se alegró de saber que se trataba de un varón de cuatro kilos de peso, sonrosado y tranquilo. Un mes más tarde, el segundo nieto de Franco era bautizado en la capilla de El Pardo. El padre José María Bulart ofició el rito dándole el nombre de Luis Alfonso Gonzalo Víctor Manuel Marco de Borbón y Martínez-Bordiú. Lo mismo había ocurrido año y medio antes cuando nació Fran. También fue bautizado en El Pardo con el nombre de Francisco de Asís Alfonso Jaime Cristóbal de la Santísima Trinidad y de Todos los Santos. Sus padrinos habían sido sus dos bisabuelos: Franco y Victoria de Rúspoli. Manuela Sánchez Prat, apodada la Seño, se hizo cargo del niño nada más nacer. Incluso durante los primeros meses se trasladó a Suecia. Ahora ya en Madrid, desde hacía un año, era la encargada de estar a todas horas a su lado. Carmen Franco la contrató nada más conocerla un verano en el pazo de Meirás, en la casa del gobernador civil de La Coruña. Sus amigas y ella visitaron a Carmencita muchas tardes.

—Yo creo que el nacimiento de un nieto se vive con más intensidad que el de tus propios hijos. Te das más cuenta de lo que ocurre. Pero mi mayor alegría ha sido el nacimiento de mis siete hijos. Esa es la verdad. —Carmen se quedó pensativa.

—Tienes razón —dijo María Dolores Bermúdez de Castro—. De todas formas, no es lo mismo el nacimiento de un hijo de tu hija. Se vive de otra manera.

—Claro, con las hijas se tiene más contacto.

—Tu hija va por tu mismo camino —le comentó Maruja—. Se va a cargar de hijos.

—Espero que sea más lista que yo. He pasado toda mi juventud embarazada.

—Y cuando no lo estabas, te ibas de viaje al lugar más lejano que encontrabas. No he conocido a nadie con tantas ansias de conocer mundo que a ti —dijo María Dolores.

—Tienes razón. Creo que se debe a que siempre he estado encerrada entre cuatro paredes. Pienso que ese es el motivo.

—Con tanto niño, no podrás regalar a tus nietos tu enorme colección de muñecas —comentó Maruja.

—Bueno, ni a mis hijas. A saber dónde las tiene mi madre. Yo estoy encantada con que sean niños.

—¿Fueron muy duros tus padres contigo, Carmen?

—¡Qué va! Nunca me dieron un tortazo. Bueno, tampoco les di la oportunidad. Yo siempre me he adaptado a todo lo que me han dicho y nunca he rechistado con tanto cambio de una ciudad a otra. Lo veía natural.

Antes del nacimiento de Luis Alfonso, los duques de Cádiz abandonaron El Pardo y se trasladaron a un piso a la calle San Francisco de Sales. Allí, Carmen e Isabel Preysler, casada con el cantante Julio Iglesias y vecina suya, se hicieron íntimas amigas en poco tiempo. No obstante, Carmen Polo regaló al matrimonio una parcela en la zona exclusiva de Puerta de Hierro para que se construyeran un chalé.

Los hijos universitarios de Carmen Franco, Francis y Cristóbal, incluso Mery que estudiaba Restauración, estaban muy preocupados por la situación que se viera en el entorno estudiantil, completamente antifranquista. Los rumores sobre la salud de Franco llegaban a las aulas y siempre había quien celebraba la noticia de su inminente muerte. Ellos procuraban pasar desapercibidos y lo lograban siempre que los profesores no pasaran lista y dijeran sus nombres en voz alta. Los hermanos pequeños lo comentaban con Nani, la persona más cercana para ellos. Sus padres siempre estaban de viaje como para explicarles lo que sucedía en la calle. Tampoco se lo podían decir a sus abuelos porque pensaban que sería demasiado cruel. La institutriz ejercía de padre y de madre para los hijos de los marqueses. Se había preocupado en estos años de que hablaran inglés perfectamente; así como de que no perdieran el sentido de la realidad y les hacía comprender que la posición que tenían no iba a durar toda la vida. «Cuando vuestro abuelo falte, todo cambiará», les repetía constantemente. Beryl Hibbs, Nani, durante esos días se encontraba muy mal de salud. Le habían diagnosticado una anemia ferropénica aguda que la obligaba a constantes transfusiones de sangre. La estricta inglesa, querida por todos los hijos de los marqueses, era capaz de enfrentarse al mismo Franco si no se seguían sus instrucciones en cuanto a reglas y horarios. También fue quien les dio el cariño y el afecto que necesitaban cuando eran adolescentes y no tenían a sus padres cerca.

—¿Por qué no podemos tener a nuestros padres en casa como el resto de los niños? —preguntaban los dos pequeños.

—Porque vuestros padres tienen muchos compromisos sociales a los que acudir. Tenéis que comprenderlo. No os falta de nada. Lo tenéis todo —les respondía Nani.

—Queremos unos padres. Eso es lo que queremos —solían decir los más pequeños y, a veces, los mayores.

El único que se escapó de la influencia de Nani durante unos años fue Francis, que seguía viviendo en El Pardo y cada vez estaba más unido a su abuelo. Aunque se encontraba muy deteriorado físicamente, no desaprovechaba la oportunidad de salir a cazar con él. Max Borrell también les acompañaba. Era el hombre de caza infatigable y el compañero imprescindible en las largas jornadas cinegéticas. Fue precisamente Borrell quien le dio la idea —años atrás— a Franco de que había que repoblar de caza el monte de El Pardo. Los dos amigos eran poco habladores, pero se entendían a la perfección en sus silencios. Francis, en compañía de los dos, se lo pasaba mejor que con los jóvenes de su edad. Pensaba que no debería estudiar Medicina y que tendría que haber hecho Agrónomos porque en plena naturaleza era donde se encontraba bien.

José Cristóbal fue el último de los medianos en reivindicar ir a estudiar sin coche oficial, como ya habían conseguido sus hermanos mayores. Seguía los pasos de su hermana Mariola y estudiaba Arquitectura. Su gran afición a las motos le llevó a comprarse un ciclomotor Mini-Montesa, después de ahorrar durante cuatro años el dinero que le daban. Eso le llevó a enfrentarse con su padre, que no soportaba verle encima de una moto.

—¿No te basta con que haya muerto mi mejor amigo conduciendo una?

—Esta moto no corre tanto como la de tu amigo.

—¡Todas son peligrosas!

Finalmente José Cristóbal condujo por las calles de Madrid subido en su Mini-Montesa.

En Navidad, la Cabalgata iba al palacio la víspera de Reyes. Miembros de la casa militar se disfrazaban de Melchor, Gaspar y Baltasar. Recorrían el pueblo de El Pardo y luego acudían al palacio y les repartían los regalos a los nietos de Franco. Los últimos regalos que recibieron fueron una caja de soldados, una bicicleta y una tienda de campaña.

Los niños se daban cuenta, según cumplían años, de que los ayudantes de su abuelo se escondían detrás de las barbas y pelucas de los Magos. Nani era quien establecía cuántos regalos podían recibir los niños. Un día, José Cristóbal descubrió, en una habitación del palacio, gran cantidad de presentes no entregados. La señorita Hibbs les dijo que ella había ordenado que no se les entregara todo lo que recibían. Se quedaron disgustados ante tanto paquete que ni tan siquiera estaba abierto. Había bicicletas, dos ciclomotores, muñecas, rompecabezas, juegos de mesa… Todo lo que un niño o un joven podría desear.

Desde el asesinato de Carrero Blanco, Franco dormía muy mal. Tomaba un somnífero suave que le habían recetado para no pasar la noche en blanco: Luncalcio. A primeros del mes de julio cuando ya estaban pensando en ir a San Sebastián —un periodo más corto de lo habitual después de lo de Carrero— y posteriormente trasladarse al pazo de Meirás, comenzó a tener unas molestias en un pie. Cuando Vicente Gil le examinó, observó un pequeño edema en el tobillo y pierna derecha. A su médico de cabecera no le gustó lo que vio y pidió a su amigo Francisco Vaquero que acudiera a verle al palacio. Después de explorarle minuciosamente afirmó que tenía una flebotrombosis incipiente. Todas las opiniones médicas coincidían en que había que trasladarle al hospital. Este extremo había que consultarlo con el presidente del Gobierno, y Carlos Arias Navarro dijo que no era conveniente.

A Cristóbal Martínez-Bordiú no se le podía comunicar porque no se encontraba en España. Había acudido a la elección de Miss Mundo que se celebraba en Manila. Cada día se le veía menos por la consulta del hospital o por su propia casa. En El Pardo todos los médicos coincidían en que tenía que ser hospitalizado. Vicente Gil tomó la decisión final de ingresarle en el hospital que llevaba su nombre, el Francisco Franco, y no en La Paz. Cuando se lo comunicó al paciente, este preguntó si era grave lo que tenía.

—No, mi general.

—Vicente, esto va a ser una bomba.

—Mi general, la bomba sería que a su excelencia le pasara algo.

—Eso va a tener implicaciones políticas.

—Carecen de importancia al lado de su salud —replicó el doctor—. Eisenhower y Stalin ingresaron en su día en hospitales. No será el único caso de un alto mandatario que lo haga.

—¿Me van a operar?

—No.

Al final, Franco fue ingresado en la planta F de la Ciudad Sanitaria Provincial Francisco Franco, en la habitación 609. A los médicos les resultaba muy difícil explicar a su mujer y su hija la diferencia entre riesgo y gravedad. Entendieron perfectamente que el tiempo jugaba a su favor a la hora de disminuir el riesgo, aunque el cuadro que presentaba era grave.

Durante su convalecencia, Franco estuvo muy poco expresivo aunque los ministros se empeñaban en decir lo contrario a la prensa que estaba apostada a la salida del hospital. Radios, televisiones y periódicos de medio mundo comenzaron a informar de la evolución del estado de salud del jefe del Estado. Había muy poca información y los rumores iban de boca en boca.

Recién llegado de Filipinas, apareció Cristóbal Martínez-Bordiú en el hospital. Sorprendió su buen humor. Incluso no puso pegas a que hubiera sido hospitalizado en otro centro que no fuera el suyo. Su mujer, por el contrario, estaba muy seria. Había desaprobado el viaje a Manila de su marido, pero este no le había hecho caso.

—Franco está para que le hagan fotografías en pijama y en bata —comentó el marqués en voz alta.

—¡Y una mierda! —contestó Vicente Gil—. No consiento que al jefe del Estado se le hagan fotografías en pijama y batín hasta que no esté más recuperado.

—Los españoles se quedarían más tranquilos al ver que al Caudillo no le ocurre nada. Se oyen todo tipo de especulaciones.

—Si pasa un periodista por la puerta, disparas contra él —le dijo Vicente Gil al jefe de los servicios de seguridad.

En esta ocasión Carmen no quiso mediar. Estaba muy preocupada por la salud de su padre y la fragilidad de su madre, plenamente consciente de lo que estaba ocurriendo. Sabía que era el principio del fin. No se lo comentó a nadie. Su madre se había instalado en una habitación contigua y había que ocultarle el estado real de su padre. Jamás pensó que hablaría con ella sobre la tumba de su padre en caso de que muriera.

—Tendremos que pensar dónde debería descansar tu padre, si se produce lo inevitable.

—Ahora no es momento de hablar de eso.

—Tu padre nunca pensó en el Valle de los Caídos como el lugar en el que descansar.

—Lo sé. Mamá, no es el momento de hablar de estas cosas.

Al día siguiente continuó la tensión en las habitaciones contiguas a la de Franco. Cristóbal siguió dando que hablar en el hospital.

—¿Tienen ustedes una máquina de contrapulsación extracorpórea?

—No —contestó el doctor Rivera.

—Yo dispongo de una en La Paz. Si no encuentran inconveniente, la puedo traer.

Al día siguiente llegó desmontada una máquina que no sabía nadie cómo ensamblar. Cuando consiguieron hacerla funcionar, se decidió dejarla rellenando de suero glucosado por si el Caudillo tenía algún problema en su convalecencia. Cuando se enteró, a Vicente Gil se lo llevaron los demonios.

—Si al Caudillo le conectan a esta máquina, es probable que no se muera de una embolia sino de una septicemia. Esa chocolatera, para el marqués. ¿Me habéis oído? ¡Para el señorito! Si le pasa algo a Franco en mi ausencia, le lleváis directamente al quirófano de Rivera.

El enfrentamiento entre Cristóbal y Vicente Gil cada día era más enconado. Franco parecía que mejoraba y después de dos semanas, comenzó a despachar en el hospital con Carlos Arias Navarro. Todos los días también venía a verle el príncipe y hablaban a solas durante un buen rato. Al poco tiempo comenzó a dar paseos por el pasillo.

—¡Mi general, desfila mejor que la Legión! —le dijo Vicente Gil eufórico de verle más recuperado.

Franco sonreía ante las cosas que le decía Vicentón, como le llamaba. Carlos Arias comenzó a barajar la posibilidad de que pudiera estar en los actos del 18 de julio en La Granja. Sin embargo, Gil se opuso tajantemente.

—Allí yo no dispongo más que de un orinal y una jeringuilla. Bajo mi responsabilidad, el Caudillo no se va a La Granja.

Ese 18 de julio todavía en el hospital, Franco se encontraba raro, nervioso, inexpresivo. Tampoco tenía apetito. Al día siguiente se produjo lo que tanto temía su doctor, una hemorragia digestiva provocada por los medicamentos anticoagulantes que le daban cada día. Con motivo de esta complicación se incorporó al equipo el doctor Hidalgo Huerta.

Cristóbal y Vicente Gil continuaron chocando. La última vez, el marqués presumió ante sus amigos de que si él no hubiera estado en el día a día, el Caudillo se hubiera muerto. Paco Vaquero —uno de los médicos que le atendieron desde el primer momento—, al oír eso, se enfrentó a él.

—Esto que estás diciendo es una majadería. Mientras tú perseguías a las mises de Filipinas, nosotros cumplíamos aquí con nuestra responsabilidad profesional para salvar al Caudillo. No te volveré a mirar nunca más a la cara.

El marqués de Villaverde se enfadó muchísimo y entró como una exhalación en la habitación de su suegra. Sus gritos se oían desde el pasillo de la planta.

—¡El doctor Vaquero me ha insultado en público y no puedo tolerarlo!

Felipe Polo, que había escuchado la discusión con Vaquero, entró a su vez en la habitación de su hermana al oír las voces y se atrevió a desmentir a Cristóbal.

—Carmen, eso que te cuenta tu yerno no es exacto. El doctor Vaquero le ha contestado muy duramente, pero no le ha insultado. Lo que le ha dicho es lo que se merecía, porque él sí que estaba insultando a los médicos que atienden a Paco. Yo lo he oído.

—Mira, Cristóbal —contestó Carmen Polo—, desde que estás aquí no me das más que disgustos y no has hecho más que complicarnos la vida. —Estaba dolida por sus salidas nocturnas y sus viajes.

—Pues si quieres que me marche, me voy ahora mismo.

—Sí, márchate.

Cristóbal, sorprendido, recogió su chaqueta y salió de la habitación. Desautorizado, estaba enfadadísimo. Esa noche, ante el enojo evidente de su marido, su mujer le pidió que regresara.

—Tienes que ser más prudente con tus comentarios. Ya estamos bastante nerviosos con la salud de mi padre como para aguantar tus ofensas. Limítate a ayudar y no a crear problemas. Mi madre no está para disgustos. Ella también se encuentra muy delicada. Me preocupa mucho su corazón.

—El que está mal es tu padre. Pero yo creo que sale de esta. Es evidente que está llegando al final. Habrá muchos que lo estén celebrando.

Carmen no le contestó. Estaba convencida de que su padre se apagaba. Se preguntaba qué ocurriría con la familia tras su muerte.

—¿Qué sucederá el día que falte mi padre?

—Tranquila. Él lo tiene todo atado y bien atado. No ocurrirá nada.

—Las cosas cambiarán. Estoy convencida.

A los pocos días había que firmar una declaración de principios con los Estados Unidos en Consejo de Ministros. Para rubricarla necesitaban que Franco cediera sus poderes al príncipe don Juan Carlos. El marqués, que regresó de nuevo al hospital, siguió dejándose notar. Se opuso a que Carlos Arias entrase en la habitación a decírselo. «Esa noticia puede provocarle tanto impacto que vuelva a sangrar», afirmó. Pero su médico, sobre el que Cristóbal no tenía ninguna autoridad, le autorizó a que entrara.

Cristóbal Martínez-Bordiú se cruzó en su camino. Les impidió el paso a los dos.

—De ninguna forma van a entrar.

Vicente Gil le dio un empujón y metió en la habitación.

—Mi general, el presidente del Gobierno desea verle.

—El convenio… la firma… que pase. —Franco intuyó el tema que le traía hasta la habitación del hospital.

Arias empezó a explicarle que el capítulo 11 de la ley orgánica preveía que, en ausencia o en enfermedad del jefe del Estado, asumiese los poderes el príncipe… Franco no le dejó acabar.

—Cúmplase la ley, presidente.

Arias se fue con la firma del traspaso de poderes. Cuando se quedaron solos Gil y el yerno de Franco, volvieron los enfrentamientos.

—¡Vaya flaco servicio que has realizado a mi suegro! ¡Vaya buen servicio que has hecho a ese niñato de Juanito!

—No vas a poner en duda mi fidelidad absoluta al Generalísimo. No te consiento ni que lo expreses en voz alta.

Los tira y afloja entre uno y otro no cesaron durante toda la convalecencia de Franco. A punto de cumplirse un mes, la mejoría fue tan evidente que madre e hija comenzaron a sonreír después de unos días tan angustiosos para ellas. No obstante, se abrió otro frente de desencuentro con el doctor Manuel Hidalgo, director del hospital, y Vicente Gil. Hidalgo, en esta guerra de consejos, se había decantado por seguir las instrucciones de Cristóbal. Finalmente, las fotos en batín de Franco se hicieron y se publicaron. Se podía ver al general paseando por el hospital escoltado por sus médicos. Pasados dos días, Carmen Franco, después de hablar con su hija Carmen, sabiendo que a su padre le iban a dar el alta, convenció a su madre para que Gil abandonara. «Médicos hay muchos, pero yerno solo hay uno». Nadie de la familia quiso comunicárselo en persona, por ello un médico del hospital fue el encargado de decírselo.

—Se ha creado un equipo médico y usted no está. La familia me ha pedido que se lo comunique. Nos han dicho que tiene que irse.

—Está bien, cada uno manda en su casa.

Al día siguiente, Vicente Gil, a pesar de lo que habían dicho, decidió regresar al hospital antes de que dieran el alta a Franco. Carmen se acercó a hablar con él.

—Vicente, mi madre y yo queremos que te marches a casa. Está a punto de llegar Cristóbal y así evitaremos roces. Mi padre ya se va a El Pardo.

—Llevo toda la vida junto a su excelencia —apretó los dientes para no llorar—. Está bien, haré lo que me dices. Te recuerdo que yo te he llevado conmigo a todas partes cuando eras una niña y te he comprado bollos suizos siempre que me los pedías. He estado al servicio incondicional y leal de tu padre durante toda mi vida profesional. Lo sabes.

—No me lo pongas más difícil, Vicente.

El médico recogió todas sus cosas y se fue con un hondo pesar. Le había dedicado toda su vida a Franco y ahora sentía que de un plumazo le apartaban sin el menor remordimiento.

—Nadie podrá decir que no he sido leal ni que me he enriquecido —fue lo último que dijo a Carmen antes de abandonar el hospital.

El 9 de septiembre Franco y su familia regresaron al palacio de El Pardo. El marqués de Villaverde y los doctores Castro Fariñas y Pozuelo fueron los encargados de comunicarle que su problema médico ya estaba resuelto y que podía continuar con su vida normal.

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