Carmen

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PRIMERA PARTE » 18. Un viaje que podía no tener retorno

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18UN VIAJE QUE PODÍA
NO TENER RETORNO

OCTUBRE DE 1940

Mientras mi padre se iba al encuentro con Hitler en Hendaya, nosotras rezábamos mañana, tarde y noche, ante la custodia que compramos en la Gran Vía. En ese momento, sí tuve miedo por mi padre.

Ese primer lunes de octubre, a Carmencita le llamaron la atención las numerosas colas que había en muchas de las calles de Madrid. Miraba por la ventanilla mientras acudía a casa de Angelines. Veía las caras de necesidad de las personas que hacían fila durante horas. Algunas se sentaban en sillas de tijera, otras hacían punto aprovechando el tiempo en la larga espera.

—¿Por qué la gente hace tantas colas? —preguntó a su institutriz.

—Es necesario para conseguir alimentos de primera necesidad. Son las colas de racionamiento. Hay mucha escasez. Por eso, hay que dar gracias a Dios de lo que tenemos. Recuerda esta imagen.

—Está la cola del aceite, la de los garbanzos, la de la carne, la de la leche —continuó Jesús mientras las dos manos iban al volante y su mirada atenta a los cruces de peatones por cualquier parte de las calles—. Algunas de esas filas comienzan a formarse de madrugada, antes de que amanezca. No faltan los listos que pretenden colarse con todo tipo de tretas. Me han contado que unas mujeres que se hacían pasar por embarazadas fueron detenidas cuando intentaban colarse alegando que les quedaba poco para dar a luz.

—¡Qué cara más dura! Aprovecharse del buen corazón de la gente. Hablando de colas, también son larguísimas las que se forman para coger el tranvía —comentó Blanca—. Son muy pocos los que tienen coche.

—Y muchos son los que se suben en los estribos o en los parachoques para ahorrarse los diez céntimos del billete. ¡Fíjate en alguno y verás lo lleno que va por dentro y por fuera!

Carmencita vio uno a lo lejos y cuando pasó cerca del coche se quedó con la boca abierta al observar la cantidad de jóvenes que se subían a los estribos para no pagar el billete.

—De todas formas, me llama la atención lo que tiene que esperar la gente para poder comer.

—¡Hay mucha hambre, señorita! Va a costar mucho superar la posguerra —comentó Jesús.

—Hay colas hasta para ir al estanco, a los toros, al fútbol y a los cines —interrumpió Blanca a Jesús, porque le dio miedo que sus comentarios salieran durante una comida o cena y no gustaran a la señora.

—A costa del tabaco los chiquillos se han montado un buen negocio —continuó Jesús, sin darse cuenta de la maniobra que había hecho Blanca.

—¿Cuál? —preguntó Carmencita muy curiosa.

—Pues recogen las colillas y luego las clasifican por cigarrillos negros y rubios. Les quitan el papelillo blanco, lavan con mucho cuidado el contenido y después lo dejan secar. Luego vuelven a emboquillar el tabaco y ahí hacen el negocio. Los venden a las cigarreras que están en las bocas del metro o en las puertas de los cines y los teatros. Hay que espabilarse, señorita… Los niños dejan de ser niños muy pronto. Aquí el que no corre, vuela.

Carmencita se quedó pensativa con esa realidad que se imponía ante sus ojos: los niños trabajaban a edad temprana y se ganaban la vida como podían.

—Prometo no volver a quejarme —fue lo único que dijo.

—Esta es una circunstancia que no vemos en El Pardo. Somos muy afortunadas —repetía Blanca—. ¿Te encuentras bien? No tienes buena cara.

—Me duele un poco la garganta. No sé.

Le puso la mano en la frente y observó que tenía alta la temperatura.

—Jesús, deberíamos darnos la vuelta y regresar de nuevo al palacio. Creo que Nenuca se ha puesto mala —se le escapó el nombre que tenía hasta que acabó la guerra. La niña se apoyó en su hombro. Ya no volvió a mirar por la ventanilla.

En cuanto llegaron al palacio y contaron la incidencia a su madre, hicieron llamar a Vicente Gil para que la viera. En ese momento el médico se encontraba en el pueblo ayudando a los componentes de la Escuela de Instructoras Generales de Juventudes Isabel la Católica. En cuanto le dieron el mensaje, regresó al palacio.

—¿Qué ocurre? —le preguntó a Carmen Polo.

—¡Vaya a por su maletín! Carmencita no se encuentra bien.

Al cabo de cinco minutos, el médico estaba reconociendo a la joven.

—Abre la boca —le pidió, metiéndole un instrumento de metal que le produjo una arcada.

—Una amigdalitis de libro. Tienes unas placas enormes. Me temo que si te siguen repitiendo estos episodios lo mejor será extirpar las amígdalas.

—Si no hay más remedio —dijo Carmen Polo, resignada ante lo que le decía el médico.

—Cuando se repiten tanto, es mejor atajar el problema. Ahora necesitamos bajar la fiebre y curarla. Luego hablaremos de la operación.

—La operación no tiene ningún peligro, ¿verdad?

—Son más los éxitos que los fracasos. Los riesgos son mínimos.

—Vicente, vamos a esperar. No me vale que los riesgos sean mínimos.

La niña escuchaba al médico y a su madre sin pronunciar una palabra. Se encontraba muy mal y lo único que quería era dormir. Fueron tres días de cama hasta que la inflamación empezó a remitir.

Durante su convalecencia, Ramón Serrano Súñer cambió de cartera. Pasó de ser ministro de la Gobernación a ministro de Asuntos Exteriores. Todos lo interpretaron como un ascenso. Todos menos él, que intuía que desaparecer de la política nacional era una pérdida de poder. Tomó el relevo a Beigbeder en el palacio de Santa Cruz. Franco estaba convencido de que la amante del ministro pertenecía a la Inteligencia británica como así se lo había comunicado su servicio de información. La situación estaba muy tensa a nivel internacional y el espionaje era esencial para saber cuál sería el papel de España en el conflicto internacional. Las presiones de los dos bandos cada vez eran mayores. Antes de cambiar de cartera, Serrano Súñer tuvo que viajar a Berlín y durante quince días preparó todos los detalles de la cita que tendría lugar el día 23 de octubre en Hendaya. Despachó con el ministro alemán Von Ribbentrop y con el propio Führer. Era de enorme transcendencia el encuentro entre Franco y Hitler días después. En Alemania se daba por hecho que Franco se uniría al Eje. En España, por el contrario, las cosas no estaban tan claras.

En el palacio de El Pardo, aparentemente todo funcionaba con normalidad, pero de despachos para fuera, se notaba crispación y tensión en el ambiente. Angelines fue a visitar a su amiga convaleciente en la cama.

—¿Cómo te encuentras?

—Mucho mejor —dijo, pero antes de seguir hablando bajó el tono de su voz—: Angelines aquí está pasando algo muy grave.

—¿A qué te refieres?

—Papá se va de viaje con mi tío y veo a mamá muy nerviosa. Excesivamente nerviosa.

—¿A qué crees que se debe?

Carmencita habló en un tono todavía más susurrante.

—Se va a un sitio muy peligroso donde puede pasarle algo malo.

—¿Sí?

—Sí. Mamá no para de rezar y nos pide a todos los que estamos a su alrededor que no paremos de hacerlo. Yo creo que mi padre y mi tío van a correr un serio peligro.

—¿No te han dicho adónde van?

—No quieren que lo sepa. Lo llevan todo con un enorme secretismo.

—A lo mejor no es como tú piensas. Lo que tienes que hacer es salir de la cama y jugar a las cartas como nuestras madres. ¡Vamos al salón! Allí nos enteraremos de algo más.

Habían aprendido a jugar a las cartas tiempo atrás y se apuntaron esa tarde a ver cómo lo hacían sus madres a la hora del té. Así sacarían más información de aquello que tanto preocupaba a Carmencita. Sin embargo, cuando llegaron al salón era Pura Huétor, la marquesa de Santillán, la que estaba hablando mientras hacía aspavientos. Las jóvenes se quedaron heladas cuando la oyeron.

—Como os digo. Vi a Jesús con la institutriz en una actitud nada decorosa.

—Pero exactamente ¿qué hacían? —preguntó Carmen Polo.

Las niñas intentaron entender algo de lo que estaba diciendo Pura con tanta indignación ante la atenta mirada de Zita y de la mujer del general Camilo Alonso Vega.

—Cogió la mano de la institutriz y la besó. Pero ahí no quedó la cosa. Ella parecía que lloraba y él la puso la mano encima del hombro.

—¡Pero qué desfachatez! Ella es religiosa. No me parece que sea decoroso dejarse besar la mano y ya no digamos consentir una mano en el hombro. ¿Adónde vamos a llegar? Voy ahora mismo a pedir explicaciones.

—Bueno, yo puedo dar una explicación. —Carmencita salió en defensa de su institutriz—. Debió de ser el día en el que quedé en la casa de una amiga y Jesús y Blanca tuvieron que esperar a que yo merendara. Estaba Blanca muy preocupada por su padre. Al parecer tuvo noticias de su familia y se la veía muy afectada —Creyó necesario echar una mano a Blanca.

—¿Ves? Las cosas no son como parecen. Todo tiene una explicación —intervino Zita.

Pura se quedó completamente desarmada con la versión de la niña. Lo que parecía indecoroso se convirtió en un acto de compasión entre los dos miembros del servicio. Al parecer, una enfermedad grave del padre de Blanca estaba precipitando su final. Siguieron tomando el té con pastas como si nada hubiera ocurrido. La niña había cortado de raíz las especulaciones. La marquesa no se quedó muy convencida, pero decidió no seguir con el mismo tema.

En realidad, Carmencita no mentía. Desde aquel día en el que Jesús le besó la mano, Blanca no había dejado de llorar cuando estaba en su habitación. Ella la oía todas las noches. Lo del padre se lo había comentado la propia institutriz para justificar sus lágrimas. Había algo de verdad en todo aquello pero la situación del padre era mala desde que había acabado la guerra. Así lo relataba la familia en las cartas que volvieron a llegar al palacio. Fue una buena excusa para justificar su estado de ánimo. Sentía algo por el mecánico y se lo había dicho. El problema era otro, ella había entregado su vida a Dios y ahora todo su mundo se desmoronaba.

—De todos modos, las cosas que bien están, bien parecen —comentó Carmen Polo—. Hablaré con ella para que no vuelva a ocurrir. Te agradezco mucho Pura que me cuentes aquello que yo no alcanzo a ver. Si no es por ti, no me entero. Carmencita no me había dicho nada.

—Mamá, no pensé que debía contarte nada de Blanca y de su estado de ánimo. Yo estoy también preocupada por otras cosas.

—¿Qué cosas?

—El próximo viaje de papá. Sé que algo malo puede pasarle.

—Aquí lo único que vamos a hacer es rezar a todas horas. Los niños no tenéis por qué saber mucho más.

—Yo ya no soy una niña.

—Cuidado con perder las formas. Aquí se hace lo que decidimos los adultos.

Carmencita miró a su amiga. Era evidente que algo estaba ocurriendo y no la querían hacer partícipe de ello. No se atrevió a seguir indagando. Esa misma tarde, antes de la cena, Carmen Polo habló con la institutriz. Consideraba necesario decirle que cuidara las apariencias.

—Blanca, me ha dicho Carmencita que su padre está mal y que usted tiene una honda preocupación.

—Sí, señora.

—Si quiere este fin de semana vaya a verle a su casa.

—Muchas gracias.

—Antes quiero decirle que sea la última vez que les vean a usted y al mecánico en actitud poco apropiada.

—¿Cómo dice? —La institutriz se ruborizó.

—Que no quiero que nadie me venga a decir que Jesús le ha cogido la mano y la ha besado. Uno no solo tiene que ser honrado, sino parecerlo. Ese episodio, ya nos ha aclarado Carmencita que fue por la gravedad de su padre, pero no quiero que se vuelva a repetir.

—Así será, señora.

Blanca pensó que lo que mejor que podría hacer de ahora en adelante era no volver a pasear con él por la calle. Mientras esperasen los dos a Carmencita en alguna de sus salidas, ella se iría a la iglesia a rezar. No cruzaría una sola palabra con él. Tenía la sensación de que había mil ojos escrutando lo que hacía o decía.

Al día siguiente, Carmen Polo le propuso a su hija que fuera con ella a Madrid. No lo dudó. Deseaba ir a la capital y abandonar, aunque fuera un instante, su permanente encierro en El Pardo. Ese día de otoño era especialmente frío. A pesar del tiempo, la gente seguía haciendo colas como comprobaron a través de las ventanillas del coche a su paso por Madrid.

—Jesús, vamos a la Gran Vía. Me han dicho que hay varias tiendas de objetos religiosos por allí. Quiero comprar una custodia para hacer una adoración permanente al Señor hasta que mi marido regrese del viaje que va a hacer.

—Mamá, ¿adónde va papá?

—Tú mejor que no sepas nada. Tu padre va de viaje pero volverá pronto.

—Entonces, ¿por qué hay que rezar?

—Por si las cosas se tuercen en el viaje.

—Mamá, ya no soy una niña pequeña. Sé que papá se va a algún sitio peligroso y me gustaría saberlo.

Jesús miraba por el espejo retrovisor. No estaba informado del viaje de Franco. Se limitó a escuchar.

—Tú tienes que obedecer sin más. Y rezar, no pararemos de rezar hasta que tu padre regrese al palacio.

Llegaron a la tienda y, después de mirar las diferentes custodias de plata, se inclinó por la que tenía una pequeña cruz en la parte superior. El dueño del establecimiento no se esperaba una visita tan ilustre y no pudo disimular su nerviosismo. No sabía si debía cobrar o no. Alguien del séquito le dijo al oído que se pasara más adelante por El Pardo. Cuando se fueron de la tienda, al dueño le temblaban las piernas.

En el palacio, se ultimaban los detalles del viaje a Hendaya. Todos eran conscientes de lo que significaba para el futuro de España. Estaban los ayudantes, el jefe de la casa civil, el jefe de la casa militar y algunos ministros, entre los que se encontraba Serrano Súñer, que le acompañaría al viaje junto con el barón de las Torres y Antonio Tovar.

—Hitler ha aplazado la llamada Operación León Marino —la invasión de Inglaterra— por la Operación Félix, la conquista de Gibraltar. No habla de otra cosa y exige nuestra entrada en la guerra. En Hendaya va a volver a insistir sobre el asunto y es a cambio de nada. A nuestra lista de exigencias para entrar en el conflicto ha dicho que no. Hitler me lo dijo personalmente aduciendo que no puede herir a Francia con nuestras pretensiones.

—Hay que protocolizar el futuro —contestó Franco—. Tenemos que ganar tiempo como sea pero no podemos decir un no tajante. La no beligerancia en estos momentos para nosotros es crucial. ¿Cuándo llega Himmler?

—Mañana.

—Hay que volcarse en esta visita. No quiero ni un solo fallo.

—Está todo organizado al detalle —le dijo Salgado-Araujo.

—Está bien.

Aunque era prioritario todo lo relativo al viaje, Serrano le pasó una lista con los últimos flecos de su ministerio anterior que ahora era asumido por el propio Franco.

—Descontando las absoluciones, los tribunales de la jurisdicción castrense han condenado a ciento tres mil personas, cuarenta mil desde el final de la guerra. Me dicen que harán falta tres años para juzgar a todos los acusados que aguardan juicio.

—¿Tenemos datos fidedignos del número de personas que están en las cárceles?

—Aproximadamente doscientos cincuenta mil internos, de los que cien mil tienen sentencias condenatorias emitidas por tribunales militares. Ocho mil y pico con penas de muerte.

—¿Firmes?

—Treinta y cuatro mil no lo son todavía. La justicia militar ha generado una cifra sin precedentes de reclusos. El proceso está siendo extremadamente lento.

—Hay que revisar los expedientes. No podemos ir con la misma celeridad que cuando acabó la guerra y se hicieron efectivas mil ochocientas condenas a muerte. Este año llevamos ochocientas cuatro —comentó Franco Salgado-Araujo.

—Los capitanes generales son los que tienen que tomar la decisión de proceder o no a la ejecución final. Eso quedó claro en la norma I. A mí solo me deben llegar las solicitudes de conmutación de la pena capital.

—Está claro. Por cierto, la misma suerte que Luis Companys —el que había sido presidente de la Generalitat acababa de ser ejecutado en los fosos del castillo de Montjuich— me temo que va a correr el exministro de Gobernación, el socialista Julián Zugazagoitia.

—La Gestapo está haciendo una gran labor al entregarnos a traidores detenidos en Francia —manifestó Serrano Súñer.

—Con los traidores no nos tiene que temblar el pulso —zanjó Franco el tema—. Los entregaron las autoridades de ocupación espontáneamente. Se les juzga y se les ejecuta. Más de lo que hicieron con nuestros generales.

Carmen Polo llegó con la custodia de plata al palacio de El Pardo. Hizo llamar al padre Bulart y este de inmediato se hizo cargo de ella. El ambiente era de preocupación, aunque no se expresara verbalmente. El sacerdote estaba informado de todo. Tal vez era la persona que tenía más información de todo el palacio.

—Cuando mi marido se vaya de viaje expondremos al Santísimo y haremos turnos para su custodia. Hay que rezar más que nunca.

—Por supuesto.

—Me da miedo que ocurra algo en este viaje. Tengo esa intuición.

—No se anticipe a los problemas. Señora, deje actuar a la Providencia. Confíe plenamente en la destreza de su marido. Si ha podido con la Guerra Civil, le aseguro que podrá con esto también. Hitler le tiene mucho respeto.

Carmencita por fin sabía, gracias al padre Bulart, que a quien iba a ver su padre era a Hitler. Ahora entendía los nervios de su madre. Sabía por lo que había oído en las comidas y en las cenas que no le gustaba que le llevaran la contraria. Intuyó que en aquel viaje lo que iba a hacer su padre era decirle que no a alguna de sus pretensiones. Se retiró a su cuarto y se lo comunicó a Blanca.

—Ya conozco quién es esa persona tan misteriosa que va a ver mi padre, ni más ni menos que a Hitler. Deduzco que le va a decir que no a sus pretensiones de que entremos en guerra. ¿Y si a mi padre le secuestran y le dejan junto con mi tío allí detenido? Tiene mucho poder y con tal de que se haga su voluntad puede ser capaz de cualquier cosa.

—No sé qué decirte. No creo que se atrevan, pero lo que sí harán será convencerle con amenazas de que entremos en guerra. ¡Otra guerra! Sería terrible. ¡De nuevo a las armas! ¡Dios mío! ¡Vamos a rezar!

Su institutriz, igual que su madre, todo lo solucionaba rezando. A lo largo del día, la niña había oído misa y rezado tres rosarios. Con el último rezo ya contestaba automáticamente.

Heinrich Himmler llegó a España y pasó tres días entre el País Vasco, Madrid, Toledo y Cataluña. Junto a Serrano Súñer preparó al detalle los pormenores del viaje a Hendaya, pero también el ministro español obtuvo asesoramiento para la nueva policía secreta que quería poner en marcha en España. A fin de cuentas, Himmler era el responsable de las SS, la Gestapo y la policía alemana desde que los nazis alcanzaron el poder. Se interesó por el Cid en su estancia en Burgos y por el santo grial en su viaje a Montserrat. Cuando llegó a la estación del Norte de Madrid fue recibido con todos los honores con gigantescas esvásticas alternadas con símbolos de Falange y banderas de España. Sonó el himno alemán y le presentaron armas tras el recibimiento de Serrano Súñer junto a la élite militar y parte del Gobierno español.

En una de las comidas, tras concluir la visita de Himmler, Carmencita escuchó a su tío Ramón cómo le decía a su padre lo impresionado que se había quedado uno de los hombres más poderosos del Tercer Reich.

—Le ha sorprendido con agrado cómo hemos llevado nuestra política de depuración del enemigo. Sin embargo, ha dicho que vería más útil incorporar a los represaliados al nuevo orden que aniquilarlos.

—Nosotros no necesitamos que nadie nos diga cómo llevar nuestros asuntos.

—Han sido comentarios que merece la pena escuchar. Por cierto, en esta visita le ha dado más papel al agregado de seguridad de su embajada en Madrid, Paul Winzer. Hemos firmado un acuerdo para perseguir a enemigos del Tercer Reich en territorio español. A cambio, ellos nos van a ayudar con el entrenamiento de nuestra policía.

El subsecretario del Ejército de tierra en ese año, Camilo Alonso Vega, participaba en la comida junto a su mujer, Ramona Rodríguez Bustelo. Conocía a Franco desde que estudiaron juntos en la Academia Militar de Toledo.

—Me ha llegado que el padre Andreu Ripoll, al frente de su visita a Montserrat, se ha quedado con muy mala impresión del alemán. Dice que ha demostrado muy poca educación porque cortó sus palabras de agradecimiento con un abrupto: «¿Dónde está el grial?». El abad Marcet se negó a recibirle por considerarle un perseguidor de sus compañeros de orden en Alemania. Afortunadamente, no se ha enterado.

—Por esos pequeños detalles podemos estropear una visita tan trascendente como la de Hendaya —respondió Franco.

—Bueno, educadamente le dijo que allí no se encontraba el grial. Le enseñó el monasterio benedictino, pero Himmler volvió a enfadarse cuando le prohibieron el paso a los subterráneos. Lo peor no fue eso, sino que desapareció su cartera de su habitación en el Ritz.

—¿Pero cómo ha podido pasar? Eso ha sido obra del servicio secreto británico.

—Estamos investigando. Al parecer, lo que llevaba en la cartera eran sus papeles sobre la relación que había encontrado entre el Montsalvat o castillo del grial que Wagner mencionaba en su ópera Parsifal y la basílica de Montserrat.

—Este hombre… Bueno, mejor no hacer ningún comentario en público.

Carmencita no alcanzó a oír adónde viajaría su padre. Siguió comiendo como si no se enterara de lo que se decía en la mesa.

—Trató de convencer a los monjes de que tras los rasgos oscuros de la piel de la Moreneta se ocultaban otros claramente arios —comentó con cierta sorna Alonso Vega—. Tampoco ocultó su deseo de descubrir el santo grial para dotar al nazismo de poderes mágicos y dominar el mundo. Se ha llevado una honda decepción al no encontrarlo.

—Menos mal que la visita ha durado tres días —comentó en voz baja Carmen Polo.

—Nosotros partimos mañana hacia el palacio de Aiete y desde San Sebastián iremos en tren hasta nuestro destino —comentó Serrano Súñer.

Carmencita ya sabía algo más. Saldrían de España por el norte. La despedida de la comitiva se hizo con nervios contenidos.

La niña dio un beso protocolario a su padre. Ya le había advertido su madre que no hiciera nada que reflejara preocupación y que el servicio interpretara mal. Nada más salir los coches del palacio, Carmen Polo comenzó a velar la custodia que el padre Bulart había instalado convenientemente para esta ocasión. Desde ese momento, siempre hubo en el oratorio dos personas. Familia y amigas de Carmen Polo se fueron turnando para que nunca estuviera solo el Santísimo que allí estaba expuesto.

Supieron en una cena que Franco había dejado a tres de sus generales para formar un triunvirato de gobierno por si les pasaba algo en la visita. Todos parecían prepararse para lo peor.

—No me cuentan nada, pero sé que este viaje es de una enorme trascendencia —comentó Carmencita a Blanca, y la institutriz no pudo por menos que darle la razón. Ya no era una niña y no se la podía engañar.

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