Carmen

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PRIMERA PARTE » 19. El hermetismo de Carmen Polo

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19EL HERMETISMO DE CARMEN POLO

Viviendo en El Pardo aprendí a cazar. Me regalaron una escopeta del 20 y desde el principio se me dio bastante bien. Con mi padre empecé a hablar de caza. Para los dos era una gran distracción.

Hasta que no volvió Franco de Hendaya, nadie pronunció tres palabras seguidas en presencia de Carmen Polo. Solo se rezaba el rosario a todas horas. Durante los días que tardaron en regresar, repasaron los misterios gozosos, los dolorosos y los gloriosos. Cuando llegaron a los luminosos, en El Pardo ya sabían que la comitiva viajaba de vuelta a España. Fueron días de mucha tensión, caras de preocupación y ningún tipo de entretenimiento. Desaparecieron el té con pastas y más aún los juegos de cartas. Había una telefonista en la centralita del palacio, María de la Encarnación, que durante esas jornadas no se movió de allí a la espera de la llamada que confirmara que estaban ya en territorio español. La ansiada comunicación llegó y tan pronto tuvo noticia el servicio, la niña fue informada.

—Parece ser que han llamado del palacio de Aiete. Tu padre ya está en San Sebastián. Tranquila, que mañana o pasado estará aquí.

—Gracias, Blanca. Mamá no me dice nada. Está completamente muda.

La actividad en el palacio de El Pardo no volvió a ser la de siempre hasta el regreso de Franco y su séquito. Cuando el coche accedió al recinto de El Pardo, todos aguardaban en la puerta en perfecta formación. La niña hubiera abrazado a su padre delante de todos cuando lo vio descender del coche, pero se contuvo. Su madre no lo hubiera aprobado. Carmencita se alegró de que los peores presagios no se hubieran cumplido. Su madre, sin embargo, se mostró muy poco expresiva, pero se le suavizó el entrecejo. La niña imaginó que era por dar normalidad al reencuentro y no reconocer ante todos que el viaje había tenido trascendencia y peligro.

En las comidas y en las cenas sucesivas no se habló nada de Hendaya. Había demasiada gente sentada en torno a la mesa. Todo se mantenía en absoluto secreto. Lo único que supo la niña fue lo que leyó en los periódicos. Se acostumbró a leer todos los que llegaban al palacio para saber los pasos que daban su padre y su tío Ramón. Vio la foto del encuentro con Hitler en Hendaya y no se dio cuenta de que la instantánea estaba trucada. Su padre aparecía unos centímetros más alto de lo que era en realidad para que el efecto óptico fuera de igual a igual, al menos, en altura. Se hablaba en la prensa nacional de la reunión en el vagón Érika y de cómo su padre había llegado tarde a la cita. Este dato fue muy resaltado por todos. «Franco ha hecho esperar a Hitler», «Hitler plantado en Hendaya», «Alemania tuvo que esperar a España»… Surgieron hasta chistes en donde Franco quedaba por encima de Hitler.

—Imagino que a Hitler no le haría ninguna gracia que los españoles llegaran tarde, pero, conociendo a mi padre, tampoco le gustaría entrar con mal pie en la reunión —comentó Carmencita.

—Parece que las vías de tren estaban en muy mal estado. No me querría ver en la piel del maquinista —comentó Blanca—. ¡Lo que habrá tenido que sudar!

—Yo tampoco querría verme en su piel. —La niña se echó a reír—. Blanca, ahora que ya están de vuelta, ¿podremos volver a salir a casa de la tía Pila —Pilar, la hermana de Franco— o a casa de la tía Zita? Me gustaría ver a mis primos.

—Qué ganas tienes siempre de salir de aquí.

—Señorita, es que estoy siempre sola y me lo paso muy bien con ellos.

—Sola, lo que se dice sola, nunca estás. Pero tranquila, se lo diremos a tu madre. No creo que vea ningún inconveniente y menos estos días en que todo el mundo está contento.

En El Pardo se notaba más trasiego de conocidos y amigos a cualquier hora. Había tal euforia que incluso en la cocina se esforzaron por echar más imaginación en los menús con la introducción de platos nuevos. Aquellas comidas «cuarteleras» —como decía Serrano Súñer— se refinaron algo más. Hasta Camilo Alonso Vega contó más chistes de los habituales haciendo reír a Franco y a cuantos le imitaron. El nuevo optimismo era evidente y palpable. Carmencita, contagiada, deseaba saber más detalles. Gracias a sus primos José y Fernando pudo saciar su curiosidad.

—¿No te ha contado nada tu padre?

—Nada.

—Pues creo que Hitler bostezó varias veces mientras tu padre hablaba de lo mal que está España y del hambre que tienen los españoles. Debieron de aburrirle las razones de nuestra negativa para entrar en la guerra y abrió la boca varias veces. Al parecer, lo único que le interesaba es que nos uniéramos al conflicto y le hemos dado largas. Eso no le ha debido hacer mucha gracia.

—¿Y dices que bostezó?

—Varias veces. También cuenta mi padre que cuando arrancó el tren que les traía de vuelta, por poco se cae tu padre. Si no le hubiera sujetado el general Moscardó, se hubiera desplomado delante de todo el mundo, incluido Hitler.

—Eso son tonterías. Lo importante es que no entramos en guerra. Eso es lo mejor, ¿no crees?

—Sí, claro. Pero yo sigo viendo a mi padre preocupado. Me da la impresión de que no podremos estar así mucho tiempo. Hitler quiere que nos involucremos en la guerra. Se lo he oído decir cuando hablaba con mi madre. ¡Y si Alemania aprieta…!

—Cuéntame todo aquello de lo que te enteres porque mis padres no hablan nada delante de la gente y cuando estoy con ellos, siempre hay un montón de personas alrededor.

En el despacho de El Pardo, lejos de donde se encontraban los niños, Franco y Serrano Súñer hablaban en voz baja a pesar de que estaban a solas. Un tapiz coronaba la espalda del Caudillo y unas cortinas de terciopelo burdeos flanqueaban el costado derecho de Serrano Súñer. Habían prometido no comentar con nadie lo que había ocurrido en el encuentro con Hitler más allá de lo esencial: «España, de momento, no se unirá al Eje». Se encargaron de transmitir esta información al mundo. Estaban sentados en torno a una mesa brillante de madera de cerezo con incrustaciones doradas, que habían rescatado del expolio que se había producido durante la Guerra Civil.

—Nos deben ver como unos paletos muertos de hambre. Nos intentaron apabullar con la recepción que nos hicieron. Tanto vino, tanto pato y tanto puro habano —comentó Serrano Súñer—. Hitler se extralimitó diciendo que era el dueño de Europa y que no nos quedaba más remedio que obedecer.

—No me disgustó del todo su tono. Pero se equivoca al pensar que aniquilará a Inglaterra en poco tiempo. Ya le dije que nosotros habíamos pasado de la neutralidad a la no beligerancia, tal y como había hecho Italia el año pasado antes de entrar en la guerra. Pero esperaba más de nosotros a cambio de nada.

—Le quedó claro cuando le hablaste que para nosotros entrar en la contienda suponía que nos tendrían que dotar de todo, hasta de lo más nimio. Ahora mismo, Alemania no puede hacer esa trasferencia de recursos.

—Por eso hay que seguir con la tesis de la neutralidad de cara al mundo.

—Y otra cosa, había que decirle al embajador Espinosa de los Monteros que se ponga de nuestro lado cuando hablamos con los miembros del Gobierno alemán. Ya le llamé la atención en mi primera visita a Alemania y le advertí: «Se ha pasado usted al moro delante de mis narices». —Esa expresión africanista le gustó especialmente a Franco—. Quizá tú deberías decirle algo porque antes de que hablemos nosotros, ya está haciendo gestos de adhesión a lo que dicen los alemanes. Sé que ahora está realizando una campaña en mi contra que ha debido llegar a tus oídos y a los de Hitler. Está diciendo que no soy el interlocutor correcto. Eso es muy grave.

—No tienes nada que temer.

—Le pedimos discreción en Aiete cuando firmamos el texto secreto en el que nos adherimos al Pacto Tripartito, allanándonos militarmente al Eje. Dejamos muy claro que hasta que nuestra situación cambie no vamos a movernos de esa posición. Bien, pues no me fío. Pondría la mano en el fuego por el barón de las Torres y por Antonio Tovar, pero no por Espinosa de los Monteros.

—Por la cuenta que les trae, ninguno hablará. Espinosa guardará también el secreto. No tengo ninguna duda.

—Pues insisto en que a Espinosa habría que asustarle. No puede abrir la boca sobre el protocolo secreto que firmamos. Nos comprometería mucho ante el mundo.

—En realidad, lo que hemos firmado tiene un efecto limitado hasta que no digamos que ha llegado el momento. En principio, no entraremos en ninguna guerra. Estamos ganando tiempo. Espinosa no dirá nada porque Hitler pidió que se guardara esta adhesión en secreto. «Al enemigo hay que pillarle desprevenido», esas fueron sus palabras. ¿Lo recuerdas? Es el primer interesado en que no se sepa nada.

—Pues me ha visitado sir Samuel Hoare. El embajador inglés estaba preocupado pero por sus palabras me he dado cuenta de que sigue pensando que no vamos a movernos de la neutralidad.

—Eso está bien. Yo le sigo dando vueltas al texto que hemos firmado. Es muy vago también en las compensaciones para España, en caso de entrar en conflicto. Ya sabes que me gusta dejar las cosas bien atadas. He pensado en escribirle una carta de puño y letra donde le voy a reiterar las legítimas y naturales aspiraciones que tenemos en orden a la sucesión de los territorios norteafricanos que fueron hasta ahora de Francia. Me veo en la necesidad de reivindicar lo que considero un derecho natural nuestro: el Oranesado y la parte de Marruecos que está en manos de Francia.

—Me parece bien. Pero tengo claro cuál va a ser su respuesta.

—Pues seguiremos sin entrar en el conflicto. Tenemos mucho que perder y ninguna compensación. Si no cede Alemania, no nos vamos a mover ni un centímetro.

Carmencita solo soñaba con salir del palacio. Hasta el fin de semana no consiguió ir al domicilio de la tía Pila. Allí se enteró de otros asuntos que nada tenían que ver con la guerra internacional sino con la propia «guerra» que mantenía su familia con el abuelo Nicolás, del que tampoco se hablaba en su casa. Nunca quiso a su padre y le despreciaba delante de quien le quisiera oír. Al parecer, le había escrito durante la guerra una carta larguísima y dura. Aparte de pedirle dinero, exigiéndole recuperar los ahorros que tenía en el banco antes de estallar la guerra, le decía en tono incriminatorio: «Si pierdes, te van a fusilar y si ganas, te asesinarán como a Canalejas». Se lo comentaron sus primos en voz baja.

—Tu padre debe tener la cabeza como un bombo. Lo dice mamá constantemente. Además, tiene miedo de que le pase algo. Por eso casi no salís de El Pardo. No para de comentar que el abuelo le dijo a tu padre que le iba a pasar como a Canalejas —comentó su prima Carmen Jaráiz.

—¿Qué le pasó?

—Ya te lo he dicho, ¡que lo mataron!

—En casa no se habla de esas cosas.

—Pues aquí sí.

—¿Y qué le pedía el abuelo a papá?

—Quería recuperar su dinero —respondió Mercedes.

—Ya me extrañaba a mí que se acercara a mi padre con afecto.

—De afecto nada. Dice mamá que como tu padre se parece tanto a la abuela, que en gloria esté, no se lo perdona. En la carta, le criticaba porque la guerra había degenerado en una guerra civil sangrienta —intervino la otra prima de su edad, Concha—. El abuelo siempre está criticando a tu padre. Dice cosas muy feas de él.

—No parece que le tenga mucha simpatía. Al parecer, de niño tampoco. Mi padre no habla nada de su infancia ni cuando yo le pregunto. Si comenta algo es siempre sobre su madre. Sé que el abuelo vive en Madrid, en la calle Fuencarral, que tiene un ama de llaves que se llama Agustina y que vive con ellos una sobrina. Y poco más. Por donde va, habla mal de su hijo, y mi padre lo sabe.

—Agustina no es su ama de llaves, es la señora que vive con él, y la que dicen que es la sobrina, es la hija de ellos dos. Eso me lo han dicho mis hermanos mayores —dijo Carmen, otra de sus primas, en tono confidencial.

—No digas eso.

—Mi hermano Fate y mi hermana Pilar lo dan por seguro —insistió Carmen.

—No quiero oír nada más. Tu hermana Pilar tampoco les tiene muchas simpatías a mis padres. Desde que estuvo en la cárcel se ha hecho de izquierdas.

—Ella dice que el tío Paco ya no es el mismo. ¡Que se le han subido los humos a la cabeza!

—No me gusta esta conversación. Acabaremos discutiendo nosotras por lo que dicen de nuestras familias unos y otros. ¡Vamos a jugar!

Carmencita cortó radicalmente la charla. Poseía una especial habilidad para esquivar los comentarios poco apropiados y las primas desistieron de seguir hablando. Finalmente, sacaron las cartas y se pusieron a jugar al cinquillo y al pinacle. Se olvidaron de los conflictos familiares y de las guerras. Fueron niñas durante una hora larga hasta que les sirvieron la merienda y volvieron las confidencias. Les hacía sentirse mayores el hecho de tener información que sus padres intentaban ocultarles. Sin embargo, a su edad adolescente ya se enteraban de todo.

—Tengo una información muy buena, pero como no quieres que hablemos de cosas de mayores —comentó Concha con misterio.

—¡Dímelo de una vez!

—He oído que el tío Ramón no murió por un accidente casual, dicen que le mató la masonería. Se lo dijeron a mamá, pero no ha vuelto a hablar de eso. Está convencida de que sabotearon el avión de su hermano.

—En casa yo no hablan nada de su muerte. Estamos siempre rodeados de gente. Creo que mis padres han dado por bueno que murió por el mal tiempo. No tenía que haber salido esa mañana.

—La última noche antes de volar y matarse cenó con mi hermano Jacinto, Jate.

—¿Sí? No lo sabía.

—Mi hermano dice que fue una cena muy alegre con la tía Engracia y su hija Angelines. Y que al día siguiente el accidente le pilló a mi hermano embarcado en el Navarra. Esa mañana, tuvieron como misión dar vueltas por las aguas de Mallorca buscando los restos de un avión. Luego el capitán le dijo que estaban buscando los restos del hidro del tío Ramón. Fue un disgusto tremendo para él. Piensa que había estado cenando con él la noche anterior. Le debía mucho al tío Ramón y a Engracia. Cuando cayó malherido en la embarcación Baleares, se lo llevaron a una clínica privada y lo salvaron de algo muy grave: una infección en la sangre. Aun así, mi hermano perdió un riñón. Estuvo gravísimo.

—No tenía ni idea. En casa prefieren que no sepa nada. Si no fuera por vosotros… y por José y Fernando.

—Nosotras siempre tenemos el radar puesto. —Las tres hermanas se echaron a reír.

—De tu hermana Pilar sí he oído hablar más. A mis padres todo el mundo les viene con algún cuento de que no es partidaria del régimen.

—Mi hermana es que lo critica todo. Y cuando fue a ver a tu padre a El Pardo asegura que ya no le reconoció. Que nada tenía que ver con la persona que había conocido antes de la guerra. Le pareció muy frío. Piensa que ella fue dama de honor en la boda de tus padres y tu padre fue incluso su padrino de boda cuando se casó. La tía Carmen le ayudó a elegir el ajuar. Había mucho trato hasta que estalló la guerra.

—Bueno, ya también he notado ese cambio. Mi padre durante la guerra dejó de ser el que era —afirmó Carmencita, y se quedó muy pensativa—. De todas formas, se preocupó por Pilar y la sacó de la cárcel porque se hizo un canje con presos republicanos.

—Cuando volvió a ver a tu padre, ya Caudillo, dice que se sintió un «escarabajo». También le dolió la reticencia de tu madre y las preguntas que le hizo.

—Sé que mi madre preguntó a tu hermana que «con qué bando estaba». Es que les llegó información de que estaba más cerca de los rojos que de los nacionales. Debió de ser ese día que cuenta tu hermana.

—Mi madre le riñó mucho, pero ella es así. Lo debió de pasar muy mal en la cárcel y con su niño recién nacido. Una señora que estaba con ella intentó envenenarlo. Por cierto, creo que la acaban de fusilar. Atando cabos, debe de ser así porque en casa hablan que parece un jeroglífico pero yo, al final, me entero.

—No me contéis esas cosas. Si se entera mi madre, no me dejaría volver aquí —comentó a sus primas.

Interrumpieron la conversación cuando aparecieron en la casa varios amigos de Alfonso y Jacinto. Se trataba de unos jóvenes guardiamarinas. Todas las niñas comenzaron a comentar entre risas lo guapos que eran. Uno de los amigos no paraba de mirar a Carmencita, sin saber de quién se trataba. Ella se dio cuenta y disimuló no devolviéndole la mirada. En cuanto pudo, preguntó a sus primas por él.

—¿Quién es ese chico alto que va de guardiamarina?

—¿Te refieres a Ninín? —Señaló al joven.

—Sí, pero no le señales —le recriminó, ruborizada—. ¿Qué nombre es Ninín?

—Saturnino. Se llama Saturnino Suanzes de la Hidalga, pero todos le llamamos Ninín.

Se quedó con el nombre del joven que realmente le intrigaba. Ella siguió jugando con Concha, Carmen y Mercedes a las cartas. Entre partida y partida, aprovechó para que le dieran más detalles. Entre otros, su edad: era cinco años mayor que ella. No le pareció importante porque se pasaba los días con personas mayores y le gustaba.

—Su padre murió recién iniciada la guerra. Era capitán de infantería del Ejército, estaba a las órdenes de Camilo Alonso Vega. Ha estudiado en el colegio del Pilar de Vitoria. Toda su familia está ligada a la Armada y al Ejército. Su madre también es hija de un coronel de artillería del Ejército. El chico es el hermano mayor de cinco y el único varón.

—¿Viene mucho por aquí?

—Solo cuando está de permiso. Ya sabes que los marinos pasan más tiempo en el mar que con sus familias. Está en la Escuela Naval Militar de San Fernando, en Cádiz, como caballero aspirante. ¿Por qué tanto interés? ¿Te gusta?

—Solo era curiosidad —dijo ruborizada.

No cruzaron palabra, pero no dejaron de mirarse. Aquel chico vestido de uniforme blanco impoluto era el causante de los nervios que se le habían formado en el estómago. El joven tenía mucha personalidad y sentido del humor. Carmencita no entendía muy bien lo que le estaba pasando, pero se sentía agitada con la presencia del chico que le gustaba de verdad. Se miraban furtivamente y se sonreían. Había algo en él que realmente le hacía diferente al resto. Dejó de interesarse por ganar a las cartas y estuvo, lo que quedaba de tarde, más pendiente de la conversación de sus primos con los jóvenes guardiamarinas que de lo que pasaba en la mesa. Se dejó ganar siempre con la mirada puesta en el muchacho que le sonreía sin parar. Seguía con los nervios en el estómago, pero no dijo nada a sus primas. Hubiera deseado que se alargara la tarde pero llegó la hora de irse y se despidió de todos. Ninín le dirigió una sonrisa que recordó durante semanas.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó al despedirse.

—Carmen.

—Mi nombre es muy feo, por eso todos me llaman Ninín. Encantado de conocerte.

—Igualmente. —Le dio la mano y se dispuso a marcharse de allí disimulando su interés por aquel chico.

—Perdona, ¿volveré a verte? —la retuvo él.

—Sí, los fines de semana suelo venir a casa de mis primos.

—¿Vendrás el próximo sábado?

—Lo intentaré.

—Estaré esperando ese momento.

Carmencita creía que el corazón se le salía del pecho. Aquel joven, sin saber todavía quién era, mostraba atracción hacia ella. No le importaba su apellido sino ella. Era la primera vez que le ocurría algo así. Además, ya tenía catorce años y se sentía más mayor de lo que realmente era. De hecho, ese mismo día, cuando llegó a casa le pidió a su madre ir de compras. Ya no quería vestir como una niña sino como una señorita de más edad. Sintió que atrás quedaba una etapa de su vida que había estado llena de sobresaltos y traslados. Ahora soñaba con salir del palacio y pasar más tiempo con sus amigas. A la vez, necesitaba saber más de aquel chico que tanto le había gustado. Deseaba volver a verlo. Su madre, sin saber qué le había ocurrido para mostrar ese cambio tan repentino, le preguntó extrañada.

—¿Ha ocurrido algo que yo no sepa?

—Mamá, ya no soy una niña. No quiero llevar tantos lazos. Mira cómo visten las chicas de mi edad. Creo que ya debería vestir de otra forma.

—Está bien. Iremos a hacerte varios trajes. Me parece bien.

—Y me gustaría poder salir con mis amigas, con mis primas, sin que nadie venga detrás vigilándome.

—Eso tendrá que seguir siendo así. ¡Eres la hija del Generalísimo! No adelantes pasos. Tendrás que cumplir dieciocho años y ser presentada en sociedad. Todavía te quedan cuatro años.

—Por favor, por lo menos, déjame ir con más frecuencia a casa de la tía Pila.

—¿Quién estará en esa casa para que tengas tanto interés en ir?

—Nadie. Amigas y amigos de los primos.

—¡Céntrate en tus estudios! Eso es lo que tienes que hacer.

—Pero si estoy todo el día estudiando con la señorita Blanca. Solo salgo alguna tarde.

—Muchas me están pareciendo. Tu responsabilidad es formarte como una persona de bien. En la calle no se aprende nada bueno.

—Pero si solo voy a casa de mis amigas y de mis primos…

—¡Eres una niña! Te queda mucho para ser presentada en sociedad. De momento, las salidas entre semana las vamos a suspender.

—Estoy todo el día aquí encerrada. Me gustaría tener la misma vida que las chicas de mi edad.

—No está bien visto que estés todo el día por ahí. Aquí está tu familia y aquí debes estar.

Después de un rato callada, contestó a su madre:

—Lo que tú digas, mamá. Al menos, podré salir los fines de semana. —Pensaba que había quedado con Ninín en volver el sábado—. ¿Vamos a comprarme ropa?

No le costaba obedecer, pero se empezaba a rebelar contra su encierro casi permanente en El Pardo. Intentaron por todos los medios que su tiempo libre se llenara de actividades. Volvió a montar a caballo y a salir al campo. La dejaron acompañar a su padre alguna tarde cuando salía de caza por el monte. Le gustaban aquellos olores a jara y lavanda, así como la sensación de estar al aire libre. El campo suavemente jalonado de encinas y matorrales se erigía como el único lugar donde podía moverse sin que nadie fuera detrás de ella. Fue adquiriendo conocimiento de aquellas tierras que guardaban tantos árboles diferentes, algunos centenarios, y tantas especies animales. Le gustó saber que en este espacio verde habían cazado reyes y personalidades de gran renombre y prestigio. Aquel monte estaba conformado por lomas pequeñas y onduladas que bajaban en pendientes suaves hacia el valle del Manzanares. No se cansaba de visitar dos olmos de enorme altura que tenían dos siglos de historia.

Por más que pretendía abarcar con sus brazos la base de su tronco, le resultaba imposible. Los alcornoques también eran de grandes proporciones, las encinas y los pinos inundaban el suelo de bellotas y piñones. Salir a caminar por aquellos montes era como un festival de colores y olores.

Tanto significaba para ella pasear al aire libre que su madre le dio permiso para cazar con su padre. Uno de los cinco cazadores que les acompañaba la enseñó a disparar con un calibre pequeño. Tuvo en sus manos una escopeta repetidora de calibre 20. Durante muchos días, fue dándole instrucciones.

—Al introducir los cartuchos ten mucho cuidado, es muy fácil herirse el dedo pulgar con la teja de alimentación, aunque lo hagamos de forma perfecta, siempre saldrás con alguna rozadura en el dedo.

Empezó cazando conejos, aves, nunca piezas mayores. Lo cierto es que pronto destacó por su buena puntería. Su padre, que hablaba muy poco, se volvió más locuaz al explicarle las reglas esenciales del buen cazador.

—Antes de cazar revisa las armas que vas a llevar y trátalas a todas como si estuvieran cargadas. No puedes tirar cuando estén cerca los ojeadores. Tampoco puedes disparar de lado, la bala hay que hincarla. Tira certeramente y recuerda: pieza malherida es pieza perdida. Si sigues estas normas nunca tendrás accidentes, pero si te las saltas un día puedes tener un problema o provocarlo. No se puede hablar, el silencio ayuda a la concentración. Solo podrás hacer algún comentario cuando te estés trasladando de un ojeo a otro. Nunca puedes distraer a un cazador. ¿Lo entiendes?

—Sí. —No se atrevió a decir mucho más. Carmencita había aprendido que la discreción era una virtud. A su padre no le gustaba mucho la gente charlatana.

—Pues mira mucho y aprende.

—¿Empezaste a cazar hace mucho?

—Cuando dirigía la Academia Militar de Zaragoza, los fines de semana se organizaban batidas de jabalíes. Allí empecé a cazar con mis compañeros. Lo que quiero que aprendas es lo que te puede pasar con las armas. Un soldado que conocí en África murió a causa de una bala vertical que cayó sobre su cabeza. Se quedó en el mismo lugar en el que iniciamos el asalto de una colina. Con esta historia lo que te quiero transmitir es que no tires al aire sino solamente cuando estés segura de que la bala quedará soterrada una vez que dispares sobre una presa. No tires en los visos.

Saliendo con su padre por los montes de El Pardo empezó a saber más de caza y de pájaros. Le enseñó a distinguir unos de otros por su plumaje o por su trino. Por fin, compartía algo con él después de la guerra que no fuera solo mesa y mantel en presencia de mucha gente. Había encontrado la fórmula para sacar a su padre del hermetismo en el que siempre andaba sumido. Era la primera vez, desde hacía muchos años, que hablaban a solas y que compartían una afición. Realmente ese fue su punto de conexión a partir de ese momento.

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