Carmen

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PRIMERA PARTE » 20. El primer amor prohibido

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20EL PRIMER AMOR PROHIBIDO

De jovencita empecé a fijarme en los marinos. Sobre todo, los guardiamarinas me parecían muy guapos. Me fijé en especial en Saturnino Suanzes de la Hidalga. Le llamábamos Ninín. Recuerdo que nos escribíamos muchas cartas porque solo nos veíamos en vacaciones.

No había pasado mucho tiempo desde que Carmencita le preguntara a su madre sobre quién mandaba en aquel régimen: «¿Papá o el tío Ramón?». Fue al final de la guerra, cuando la niña tenía dudas de quién llevaba las riendas del Estado. Su tío salía constantemente en los periódicos y hubo un momento en el que no estaba muy segura del papel de cada uno. Pero Carmen Polo se encargó de dejarle claro que el que decidía sobre la posición de España en la Segunda Guerra Mundial, en la vida de los presos y en las cuestiones internas del régimen era Francisco Franco, su padre.

Durante esos días, en El Pardo había mucho malestar. Carmen Polo estaba nerviosa. Compartía el té de las cinco con las mismas personas de siempre. Aquellas que se convirtieron en su círculo más íntimo: Ramonina de Alonso Vega, las tres Lolas: Lola Tartier, Lola Collantes y Lola Botas de Vallejo-Nágera; así como Tolito Arcentales, viuda de Méndez de Vigo; la tía Isabelina —su hermana— y Pura Huétor de Santillán —quien le contaba todos los rumores y certezas de aquella sociedad emergente tras la guerra—. Su hermana Zita empezó a faltar a estos encuentros donde se repasaba todo aquello de lo que se hablaba en Madrid, los chismes de personas conocidas y lo que la censura se encargaba de que no saliera en los periódicos.

Aunque no le comentaron nada a la niña, esta se dio cuenta de que algo pasaba con sus tíos porque dejaron de golpe de ir todos los domingos con sus hijos. Comenzaron a distanciar sus visitas. Carmencita echaba de menos a sus primos que la ponían al día de todo aquello de lo que no le hablaban sus padres. A todas horas salía el nombre de Sonsoles de Icaza, una mujer casada con un militar con título: el marqués de Llanzol. Su madre torcía el gesto cada vez que hablaban de ella. No podía soportar que le mencionaran su elegancia o su forma de ser tan descarada o de su capacidad intelectual. Había avisado a su hermana, pero esta le dijo que no atendiera a los rumores que circulaban por Madrid donde relacionaban a Serrano Súñer con Sonsoles. Carmen, como hermana mayor, estaba indignada. Por las noches, tras rezar el rosario y antes de dormir, sacaba a relucir el tema. Franco le había dado un toque de atención a su cuñado pero este se lo había negado todo.

—Tienes que hablar con él. No se puede consentir que en nuestra cara esté viéndose con esa mujer. Es vox populi, no se habla de otra cosa en sociedad. Nos está poniendo en ridículo. Él debería saber que es un hombre casado y que su mujer es mi hermana pequeña. Si la ofende a ella, a mí también.

—Carmina, Ramón lo niega todo. Dice que son habladurías. Ahora le necesito cien por cien concentrado en sus viajes a Alemania e Italia. La situación es altamente delicada. Por eso le he nombrado ministro de Exteriores y yo me he hecho cargo de Gobernación.

—Pues la situación de mi hermana también lo es, aunque ella lo niegue. Está ciega y le molesta que se lo diga a la cara.

—Haz oídos sordos. No todo lo que te cuentan es verdad. Está siendo objeto de muchos odios y muchos rencores. La propia Falange Auténtica ha querido atentar contra él con Tarduchy a la cabeza. Te aseguro que tiene muchas más preocupaciones que las de esa mujer. Existen muchos frentes abiertos.

—Está bien, pero no bajes la guardia y pídele más decoro. Ya no solo por mi hermana, sino porque tú eres su cuñado y hay que preservar la moral dando ejemplo.

—Ahora mismo no puedo prescindir de él. La situación internacional es muy delicada. Está haciendo un buen trabajo y eso que cada vez resulta más incómodo para los militares del Gobierno, para los propios alemanes a los que admira e, incluso, para los ingleses y americanos que le quieren fuera. Ahora tú también. Realmente no tiene más apoyo que el mío.

—Mientras tenga el tuyo… el resto da igual. Se cree superior a todos. No hay más que oírle. Eso es lo que le pasa. Solo faltaba lo del Ministerio de Exteriores.

—Hace años le ensalzabas. Incluso quisiste que se lo presentara a tu hermana porque te parecía un buen partido. Hoy le quieres lejos, pero te recuerdo que ya es familia. Apartarle del Gobierno traería consecuencias familiares.

—Bueno, ya las está trayendo. Mientras más responsabilidad le das, más nos alejamos Zita y yo. Mi hermana no quiere oír hablar de los rumores y está molesta de las habladurías. ¡Claro que le admiraba cuando nos fuimos a la Academia de Zaragoza! ¡Mucho! Él ha cambiado en cuanto se ha visto con poder. Sale más en los periódicos que tú y casualmente es quien maneja la prensa. No dudo de su trabajo, pongo en cuarentena sus formas. Nada más. Estoy muy disgustada por mi hermana, de la que me siento responsable desde que faltó mi madre. Deben cesar las habladurías. No puede ver más a esa mujer.

—Volveré a hablar con él, pero créeme que tenemos preocupaciones mayores como el futuro de España. De entrada, tiene que volver a Alemania. Hitler quiere nuestra adhesión y va a volver a decirle que no. Solo él puede hacerlo, arriesgando mucho.

—No lo sabía.

—Ahora ya lo sabes —zanjó Franco, y cogió un libro de su mesilla y se puso a leer.

Carmen se acostó y siguió rezando en silencio sin poder quitarse del pensamiento a su hermana pequeña. Desconocía si Zita sabría de este nuevo viaje de su marido a Alemania. Atravesar la frontera era peligroso, sobre todo, si a quien iba a ver era al mismísimo Hitler. Resultaba difícil pensar en los problemas que podrían surgir sabiendo que volvería a decir que no a las pretensiones alemanas. España seguiría sin unirse al Eje a pesar de las presiones. ¿Podría regresar sin novedad Serrano Súñer? ¿En qué circunstancia se iba a producir su regreso después de una nueva negativa a entrar en guerra? Esa noche Carmen apenas pegó ojo.

Carmencita tampoco pudo conciliar el sueño esa noche pensando en Ninín Suanzes, en su sonrisa y en su forma de mirarla. Por primera vez en su vida, había sentido mariposas en el estómago. Se había dirigido a ella sin saber de quién era hija. Ella por encima de su apellido, sin que importara nada más. Por primera vez brillaba por sí misma sin necesidad de acudir a aquello de «hija de Franco». Sin embargo, el idílico pensamiento se truncó cuando en su cabeza recordó la conversación que había mantenido con sus primas sobre el abuelo Nicolás. Se enteró de que hablaba mal de su padre ante quien le quisiera oír. Sin embargo, su progenitor jamás comentó nada. Simplemente miraba para otro lado, aunque siempre estuviera informado de todos sus comentarios. Carmencita sabía que el nombre de su abuelo no se podía pronunciar en el palacio y no lo hizo ni ante sus padres ni ante la señorita Blanca. Otros primos, José y Fernando, fueron los que en una visita le contaron que su padre había regresado a Alemania a entrevistarse con el Führer. Estaban nerviosos porque le habían visto muy raro. Les dio la sensación de que se despedía para siempre de ellos.

—Mi padre nos ha estado hablando como si ya no fuera a volver. Nos ha dicho que nos portemos bien con nuestra madre y que la cuidemos. ¿Tú sabes algo? Nos hemos quedado muy preocupados.

—No tengo ni idea —les dijo Carmencita.

—Creo que esta visita es peor que la de Hendaya. En esta va solo nuestro padre sin el tuyo. Yo creo que vamos a entrar en la guerra. Tenías que ver la cara de mi padre, todo un poema.

—Habla bajo. ¿Se va solo para hablar de nuestra participación en la guerra?

—Sí.

—Yo he leído que mi padre no quiere entrar en ella. Eso viene en los periódicos, pero él no me ha dicho nada.

—Pues espérate a este viaje. No sé por qué creo que algo gordo va a pasar. Se lo he visto en la cara a mi padre sin necesidad de que me lo dijera de viva voz.

—¡Vaya! ¡Otra guerra!

Sus madres conversaban del mismo tema a pocos metros de ellos. En esta ocasión, Carmen no habló de la marquesa de Llanzol para no seguir creando tensión entre las dos. Su hermana había acudido al palacio, después de tiempo sin ir, para pedir ayuda en caso de que en este viaje algo se torciera en Berchtesgaden.

La ciudad, ubicada en los Alpes de Baviera, a treinta kilómetros al sur de Salzburgo y a ciento ochenta kilómetros al sureste de Múnich, se disponía a recibir a Serrano Súñer con todo el aparato del Estado y Von Ribbentrop, su ministro de Exteriores, ejerciendo de anfitrión. Después de almorzar en su finca de caza se dirigieron al Berghof. Al ministro español le sorprendió que el propio Hitler estuviera en la puerta de su residencia esperándole impaciente con una amplia sonrisa. Cuando entró en el interior y se dirigieron a la sala de reuniones, pudo ver que las paredes estaban cubiertas de mapas de España con las operaciones militares que querían poner en marcha inmediatamente. Interpretó que daban por hecho que España se sumaría al Eje. Todos fumaban puros habanos para celebrarlo antes incluso de que el ministro español pronunciara una sola palabra. Hitler subió a Serrano a otra sala donde ya comenzó a hablar de la necesidad de obrar con rapidez.

—He decidido la conquista de Gibraltar y de acuerdo a lo convenido en Hendaya, ha llegado el momento de fijar la fecha de entrada de España en la guerra. Como ha comprobado tengo la operación minuciosamente preparada. Dilatar más esta situación no mejorará su economía, más bien al contrario. Cuento con doscientas treinta divisiones de las que ciento ochenta y seis se encuentran inactivas dispuesta a actuar sin demora.

Aquello le sonó a Serrano Súñer a una amenaza en toda regla. Hizo como que no se inmutaba y continuó escuchándole. El barón de las Torres traducía y Antonio Tovar tomaba notas mientras se desabrochaba ligeramente la corbata. Al final, el ministro español se decidió a hablar intentando ganar tiempo.

—No tengo instrucciones precisas de mi Gobierno, ni tan siquiera un criterio concreto. A nivel personal puedo decirle que comprendo vuestra preocupación por dar un nuevo rumbo a la guerra. Sin embargo, me veo en la obligación de informarle que el Mediterráneo tiene dos puertas: Suez y Gibraltar. Nunca estará cerrado en tanto una de ellas quede abierta. Si no cierra Suez, la medida será inútil. Por otro lado, el cierre del Estrecho significaría el cierre automático del comercio a través del Atlántico. Y ahora justamente estamos recibiendo los primeros cargamentos de trigo que ya hemos comprado a los americanos. Estamos hablando de cuatrocientas mil toneladas.

Se armó de valor y le hizo partícipe de las quejas de Franco sobre el suministro alemán del material necesario para fabricar aviones en Sevilla y le indicó que Alemania no estaba dando la ayuda necesaria. Hitler contestó a la evasiva elevando la voz.

—Cuando ustedes sean beligerantes les atenderemos como a nosotros mismos. Igual que hicimos con Italia.

—Simplemente por nuestro encuentro en Hendaya, el presidente americano embargó treinta mil toneladas de trigo que iban a embarcar rumbo a España. Necesitaríamos mucho apoyo de Alemania.

Hitler se estaba impacientando y se puso de pie con un gesto recriminatorio. Serrano Súñer, después de un largo silencio, volvió la vista sobre el Führer y dejó deslizar una lágrima ante la situación de impotencia que tenía.

—Tanto el Caudillo como yo quisiéramos seguiros desde ahora mismo. Confiamos en vuestra victoria y en la justicia de vuestra causa, pero España no puede combatir. Mi patria no resistiría el sacrificio. —La lágrima se deslizó por su mejilla hasta desaparecer por el mentón.

Hitler, después de observar atónito la desolación del ministro español, se desplomó sobre su asiento y tardó un rato en hablar.

—Está bien. Debo decir que no comparto su punto de vista, pero me hago cargo de las dificultades del momento. En fin, creo que España puede tomarse algún mes más para prepararse y decidirse. Créame que cuánto antes lo haga, mejor.

—Quisiera añadir algo más. Como me preguntarán los embajadores cuál ha sido el motivo de esta visita, propongo manifestar que he venido a pedir cereales. Sería muy positivo que, efectivamente, nos enviarán trigo.

—Está bien, lo estudiaremos.

Al día siguiente los periódicos daban la versión que había sugerido Serrano Súñer: España había pedido ayuda a Alemania ante la falta de abastecimiento. Tras celebrarlo los tres enviados en sus habitaciones con cierta contención antes de salir del país, se subieron a un coche con el que recorrieron miles de kilómetros hasta que cruzaron los Pirineos. Se dirigieron a San Sebastián y fueron recibidos allí con una solemnidad más apropiada para Franco que para el ministro de Exteriores. Este telefoneó en cuanto pudo a El Pardo para comunicar el éxito de la misión. La noticia corrió como la pólvora. Carmen lo celebró con sus amigas. El personal del servicio, fuera de la mirada de la anfitriona, también. Jesús acudió rápido a la habitación de Carmencita donde se encontraba Blanca. Les informó de la buena nueva con tanta euforia que Blanca y él se abrazaron.

—¡No entramos en guerra, Blanca!

—Son buenísimas noticias.

Carmencita asistía al abrazo del mecánico y la institutriz un tanto atónita pero no le dio importancia. A pesar del exceso de confianza entre ellos, creyó que realmente todos estaban al cabo de la calle del peligro que entrañaba el viaje de su tío y que su regreso era un motivo de celebración para todos. La niña se fue de su habitación para hablar con su madre. Carmen, muy sonriente, departía con sus amigas mientras tomaba té con pastas en animada conversación. Se acercó hasta ella para que le diera más detalles.

—Mamá, ¿no entramos en guerra?

—No, parece que las instrucciones que le dio tu padre al tío Ramón han sido entendidas por Hitler.

—Todo el mundo habla del tío Ramón y del éxito de la misión.

—El éxito es de tu padre, no lo olvides. ¡De tu padre!

—¿Lo sabe ya la tía Zita?

—Sí, claro.

—¿Y mis primos?

—Imagino que también. Ahora déjanos a los mayores, que tenemos muchas cosas que comentar.

—Está bien, mamá.

La niña entró en su habitación y se encontró con que el mecánico todavía seguía allí hablando con Blanca mirándola tiernamente, muy cerca uno de la otra. De hecho, Blanca se sorprendió con la irrupción de Carmencita.

—Bueno, ya me voy. Lo dicho, una suerte —se excusó Jesús.

—Mientras no haya más guerras vamos bien —contestó Blanca.

—¡Con Dios! ¡Un gran día! ¡Lo que se dice un gran día!

La institutriz se ruborizó pero la niña no dijo nada. Se puso a leer, como hacía siempre que terminaban las clases. Se quedó pensativa ante la amistad cada vez más evidente entre Blanca y Jesús. Se propuso no hacer ningún comentario fuera de las cuatro paredes de su habitación. Tenía claro que podía ocasionarle algún problema a su institutriz y decidió callar. Blanca era su maestra, su confidente, su amiga y su única compañía en aquel palacio en el que cada vez se sumaba más gente a las comidas.

La situación era muy tensa y nada más regresar Serrano Súñer, Franco convocó una reunión urgente con los ministros militares. Allí todos expusieron sus ideas sobre la posible entrada de España en el conflicto. El ministro de Exteriores les decía que a otra próxima cita con Hitler debería ir con algo más que un no. El almirante Carrero Blanco realizó un informe que cedió al ministro de la Marina, Salvador Moreno, en el que se exponía las razones estratégicas por las que España no debía unirse al conflicto. Franco escuchaba sin emitir opinión.

—Estaba todo preparado para que entraran sus tropas en nuestro país. Ha tenido que desistir de la operación que denominó Félix al ver que era imposible nuestra participación. Pienso que, ante esta negativa, ha estado tentado también a la invasión. Yo creo que le he dejado claro que si nos pretendía invadir se arriesgaba a una guerra de guerrillas como ocurrió con Napoleón en la guerra de la Independencia. Sé que ha tomado nota, pero volverá la presión sobre nuestra posición en el conflicto más pronto que tarde.

—No nos vamos a mover de donde estamos —aseguró Franco sin añadir más.

—Pues habrá que pensar en algo que le satisfaga. Solo estamos ganando tiempo. Hitler quiere más de nosotros.

Ese fin de semana, Carmencita volvió a verse cara a cara con el guardiamarina Ninín Suanzes. Esta vez pudieron hablar más. Se dio cuenta de que el joven ya sabía de quién era hija. Estaba segura de que se lo habrían dicho sus primos. Sin embargo, siguió igual de atento, sin aparentar cambio alguno en su actitud, y con la mirada puesta en los ojos de Carmencita.

—Vuelvo a navegar. Si me permites una dirección, me gustaría enviarte alguna carta. Los marinos pasamos mucho tiempo en la mar y nos acordamos de los ojos de las chicas bonitas.

—¡Claro! —Cogió un posavasos de cartón y le escribió su dirección. El corazón parecía que se le iba a salir del pecho.

—Pero ¿te puedo escribir al palacio de El Pardo? —dijo con incredulidad al leer la dirección.

—¿Por qué no? Es mi casa.

—¿A tus padres les parecerá bien?

—En casa los marinos están muy bien vistos —dijo riéndose—. De hecho, mi padre hubiera querido ser marino igual que su padre y su hermano mayor, pero finalmente se alistó en el Ejército. De modo que no temas. No habrá ningún problema. ¿Tardarás en regresar?

—Hasta Navidades no volveré por aquí. Prometo escribirte. Espero que tú también me mandes alguna carta. El tiempo en la mar se pasa muy lento.

—Por supuesto.

No se dieron ningún beso. No hubiera estado bien visto. Los primos y los amigos se despidieron igualmente de Ninín. Tardarían en volver a verle. Aunque Carmencita disimuló y siguió jugando a las cartas con todos. Se acordaba una y otra vez de las palabras que había pronunciado el guardiamarina. Se preguntaba qué le diría en sus cartas. Aquel chico realmente le gustaba.

Hasta que no llegó la primera carta del joven no sonaron las alarmas en El Pardo. Fue el día en el que Carmen fue informada de la llegada de una carta a nombre de su hija que no era para pedirle ayuda o para participar en la inauguración de algún acto. En el remite el nombre de alguien al que no conocían: Ninín. Antes de que la leyera ella, ya sabía su madre el contenido de la misma. ¡Se trataba de una carta de amor! El joven que escribía era un marino que loaba los ojos de su hija, así como su sonrisa. Deseaba volverla a ver y expresaba su intención de proponerle una relación más seria.

A la primera persona a quien Carmen llamó al orden fue a la institutriz.

—¿Me puede decir qué significa esta carta de amor a mi hija?

—No tengo ni idea. No sé de qué me está hablando. —La cara de Blanca era todo un poema.

—Quisiera saber qué hace usted cuando acompaña a mi hija. ¿Cómo es posible que haya conocido a alguien sin que usted sepa nada? Está a todas horas con ella. ¿No le ha comentado nada?

—No. Se lo habría dicho de haber sabido algo. Tal vez sea el joven el que se ha enamorado de ella. Yo no le daría más importancia.

—Yo sí se la doy porque no quiero que mi hija se enamore de ningún marino. Imagino que sé dónde se ha visto con este chico. Seguramente en casa de mi cuñada Pilar. Mi sobrino es marino y será uno de sus amigos. Haga venir a mi hija.

No tardó mucho en entrar Carmencita. Por la cara de la institutriz, sabía que no la llamaba para nada bueno. No tenía ni idea de qué es lo que podía haber sucedido.

—¿Se puede? —pidió permiso para entrar en la habitación.

—Pasa. ¿Me puedes explicar quién te escribe esta carta de amor? —Le enseñó un sobre.

A Carmencita le dio un vuelco el corazón. No tenía ninguna duda sin haber leído ni una sola letra. Se trataba de la carta que Ninín le prometió que iba a enviar.

—¿Has leído una carta dirigida a mí? —contestó a la madre con gesto enfadado.

—Sí, aunque no lo sepas te mandan muchas cartas con peticiones e invitaciones. Mi secretaria las abre y te aseguro que no tienes edad para recibir este tipo de cartas. ¿Me puedes decir quién es Ninín?

—Es un guardiamarina que he conocido en casa de la tía Pila. No sé qué es lo que ves mal. Es un buen chico, de familia de tradición militar.

—Me da igual, pero tú no vas a volver a ver a ese chico. ¿Me oyes?

—¿Qué dice en esa carta para que te hayas ofendido de esa manera?

—No lo vas a saber porque ahora mismo la voy a romper. —Hizo mil añicos la carta delante de su hija.

Carmencita no había visto a su madre así de enfadada nunca. No dijo nada más y se retiró a su cuarto. Por un momento, sintió que las piernas le fallaban. Nada más abrir la puerta, se fue a su cama y apoyada en la almohada sintió ganas de llorar pero se tragó las lágrimas. Ya se había convertido en un hábito. Hubiera querido dar rienda suelta a sus sentimientos, pero estaba acostumbrada a ahogarlos. Le hubiera gustado leer aquella misiva de la discordia. Siempre le quedaría la duda de qué puso Ninín para incendiar a su madre. Se preguntaba si el joven diría algo sobre sus sentimientos hacia ella. Debería escribirle cuanto antes para que no le enviara más cartas allí. Se le ocurrió que sería mejor que a partir de ahora pusiera las cartas a nombre de alguna de sus primas Jariaíz. Por más vueltas que le daba no entendía la reacción de su madre. ¿Por qué se había enfadado tanto?

El siguiente fin de semana acudieron sus tíos Ramón y Zita y sus primos a los que tanto echaba de menos. Parecía que las cosas entre las hermanas eran menos tensas. A Carmencita no la dejaron salir, pero se quedó con José y Fernando hablando de todo lo que ocurría en sus familias.

—A mi padre —decía José— le ha llamado Mussolini. Ha citado a tu padre y al mío para una reunión en Bordighera. Seguro que es para volver a presionar sobre la participación de España en la guerra. Hitler achaca a mi padre que no entremos en la guerra.

—¿Mi padre irá también? Es muy raro que salga de aquí.

—Sí, también viajará. Te iré contando todo lo que sepa. ¿Sabes que ha habido una conspiración para matar a mi padre?

—Ni idea. ¡Qué barbaridad!

—Pretendían eliminarlo para que fuera sustituido por «un camisa vieja» que propiciara de una vez la conquista de Gibraltar. Piensan que mi padre lo está frenando todo. El asunto de Gibraltar es un tema que a la Falange le preocupa mucho de forma recurrente.

—Pero, no entiendo nada, ¿por qué querían matarle?

—Porque quieren más cambios y un falangista que capitaneaba una junta clandestina de falangistas quiso acabar con él. Pero le ha salido el tiro por la culata. Mi padre tiene muchos enemigos pero este ha ido muy lejos.

Estamos preocupados, aunque disimulamos delante de él.

—Te aseguro que a mí no me ha llegado nada, pero eso tampoco es nuevo. ¿No tenéis frío? Vámonos cerca de la chimenea.

Concluía el año cuarenta con un fuerte temporal de viento y nieve. Y comenzaba el mes de enero del año nuevo con pobreza y hambre de la población, también con la noticia de la abdicación primero del rey Alfonso XIII en la persona de su hijo Juan de Borbón y un mes después con la noticia de su muerte en el exilio, en Roma. Fue una noticia que llegó con el frío de aquel comienzo de año que no hacía presagiar nada bueno.

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