Carmen

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PRIMERA PARTE » 21. Imposible ser una joven como las demás

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21IMPOSIBLE SER UNA JOVEN
COMO LAS DEMÁS

No recuerdo haber hablado con Ninín por teléfono. Todo era por carta. Entonces se escribía mucho y más siendo guardiamarina. Solo le veía de vacaciones. Fue una época llena de romanticismo.

Mussolini salió del encuentro con Franco y Serrano Súñer, en la Villa Regina Margherita en Bordighera, más convencido de las tesis españolas que de las alemanas. Comprendió la negativa de España a entrar en ese momento en el Eje. Le dieron cifras de la hambruna en España y de la necesidad de recuperación del pueblo tras la dureza de la Guerra Civil. Franco llevaba una nota manuscrita en donde volvió a hablar de Canarias, el Sahara, Guinea; de la aviación y de la escasez de gasolina, de los deficientes transportes y de la falta de trigo y carbón. En un determinado momento, Franco le preguntó si él querría salir de la guerra y Mussolini le contestó con sinceridad que sí.

Franco aprovechó este viaje para hacer un alto en Montpellier y entrevistarse también con el mariscal Pétain. Por si eran retenidos contra su voluntad en algún punto del viaje, volvió a nombrar un triunvirato que denominó «consejo de regencia». Lo componían el recién nombrado ministro del Ejército, general Varela, enemigo declarado de Serrano Súñer; el ministro del Aire, Juan Vigón, y el de Justicia, Esteban Bilbao. Los tres se encargarían de llevar las riendas del régimen en caso de que surgiera cualquier problema.

Por otro lado, con la muerte de Alfonso XIII en el exilio en el mes de febrero, Franco empezó a pensar en el futuro de don Juan de Borbón. Sin embargo, con él ya habían surgido las primeras diferencias cuando el sucesor de Alfonso XIII quiso alistarse como voluntario en el Ejército nacional, primero como soldado en el frente de Somosierra, y después como oficial del crucero Baleares. En el desayuno con el padre Bulart, tras el oficio de la misa, Carmen Polo charlaba con él sobre el tema, en presencia de su hija y la institutriz.

—Señora, todos los balcones de las casas desde Madrid hasta El Pardo están cubiertos de crespones negros. La gente está muy conmocionada con la muerte del rey.

—¿De repente esta explosión popular? No entiendo.

—El pueblo es así. Pienso que creían que tras la guerra su rey iba a regresar.

—¿Y reinar como lo hizo antes de la República? La gente olvida rápido. A pesar de todo, mi marido ha estado carteándose con el monarca. Por cierto, tampoco entiendo las críticas que ha hecho Pedro Sainz Rodríguez a esas cartas. Dice que mi marido se apeó del tratamiento de majestad por el vos y el nos. ¿Cómo quieren que le llamara siendo él Caudillo? Es criticar por criticar.

—La aristocracia que ha conseguido permiso para salir se ha ido a rendirle los últimos honores a Roma. Aunque no todos han llegado a tiempo. Afirman que se les han puesto muchos obstáculos desde el Gobierno. Se lo cuento porque es lo que van comentando.

—Siempre hay críticas, ¿no se lo estoy diciendo? Eso ya lo sabemos. ¿Cuánta gente habrá ido?

—Por el Mediterráneo o por Francia, han logrado ir alrededor de cuatro mil personas. No tantos como hubieran querido.

—Paco va a decretar tres días de luto. Aunque hay personas que quieren sacar provecho de esta situación pregonando que son seguidores de la monarquía. Les creo capaces de utilizar todas las habilidades para conspirar contra el régimen.

—En eso le doy toda la razón.

Carmencita desayunaba sin abrir la boca. Veía a su madre muy preocupada con todas estas expresiones de duelo en muchos de los balcones de toda España. Pero su pensamiento estaba lejos de lo que hablaban en el desayuno. Su mente estaba pensando en la última carta que había llegado a sus manos de Ninín. Sus primas guardaban las misivas sin que su madre supiera nada y se las daban bajo cuerda en alguna de sus frecuentes visitas. No comprendía el motivo de la animadversión de su madre hacia este chico tan apuesto, tan educado y tan leal a la Armada. Blanca la sacó del ensimismamiento en el que estaba.

—Disimula —le dijo en un momento la institutriz—. Sé en quién estás pensando. Tu madre se va a dar cuenta.

—¿Tanto se me nota? —Cogió una tostada de pan y comenzó a untar mantequilla.

—Mucho. Deberías olvidarte de él. Tu madre te va a matar a ti y a mí por consentirlo sin decirle nada.

—Blanca, por favor.

—Tu madre no le conoce, pero debe imaginarse que los marinos tienen un amor en cada puerto y no quiere eso para su hija.

—Es increíble. Primero debe conocer a la persona antes de rechazarla, porque imagino que no todos los marinos son iguales.

—Tienes que entenderla. No quiere para ti la vida de mujer de militar.

—Pues ella bien que se enfrentó a su padre, que tampoco quería para ella esa vida al lado de mi padre.

—Los tiempos son distintos. Venimos de una guerra encaminados a otra a nivel internacional. Son momentos muy convulsos.

Carmen cesó de hablar con el padre Bulart y les pidió que se incorporaran a la conversación. Se quedó mirando a su hija como intentando ver algo más de lo que percibía a simple vista.

—Muchos secretos me parece que tenéis las dos.

Carmencita y Blanca interrumpieron las confidencias que hacían tan bajito que eran difíciles de escuchar hasta para ellas. La que habló fue su hija y siguió la estela de la conversación sobre el rey.

—Ha tenido que ser muy duro para él morir en el exilio porque dicen que conocía que llegaba su final —dijo Carmencita en voz alta—. De hecho, abdicó en favor de su hijo don Juan porque sabía que le quedaban pocos días de vida.

—Pues, ¿sabes qué le dijo Mussolini a tu padre cuando se han visto ahora? —Carmencita dijo que no con la cabeza—. Pues que «la monarquía y la dictadura son un monstruo de dos cabezas».

—¿A qué se refería?

—Que una cosa u otra pero que las dos no —le explicó la institutriz.

—Eso mismo —corroboró su madre.

—¿Traerán los restos del rey a España? —preguntó Bulart.

—En su día acordará el Gobierno el traslado de los restos al panteón de El Escorial. Es donde deben estar. Ahora lo que oficiaremos en España será un funeral de Estado en la basílica de San Francisco el Grande.

—Muy bien pensado. Muy adecuado —manifestó el sacerdote.

El desayuno fue interrumpido por el ayudante de Franco, que avisó de la llegada del fotógrafo Juan Gyenes Remenyi, de origen húngaro aunque español por matrimonio. Venía solo, sin ayudante. Se lo había recomendado a Carmen su amiga Pura Huétor: «Todo el que se precie ya ha sido retratado por él», le dijo. Desde entonces, tenía ganas de que su marido fuera fotografiado por el que llamaban «el mago magiar de las sombras». Franco no opuso resistencia a la sesión de fotos, pero exigió que no tuviera que desplazarse a ningún estudio. El fotógrafo accedió y llegó acompañado de su cámara y su trípode. Era consciente de que no tendría mucho tiempo para realizar un buen retrato. Antes de que posara, le pidió a Carmen ver los salones para buscar un buen encuadre donde realizar la sesión. No quería que detrás hubiera ningún tapiz, pero resultó muy complicado porque siempre había uno allá donde dirigiera su mirada. No había forma de no sacar un perro, un ciervo, un aguador o una escena bucólica de las que tradicionalmente reflejaban los tapices, cuando miraba por el visor. Encontró una esquina donde no salía ninguna imagen de fondo y pidió que le retiraran los muebles para poder colocar allí a Franco. Este no apareció por el salón hasta que no estuvo todo listo. No hablaron mucho fotógrafo y fotografiado. Se saludaron sin más y cruzaron cuatro palabras.

—Excelencia, dé un paso hacia adelante y la cabeza un poco hacia arriba —le pidió Gyenes—. Así. No se mueva.

El fotógrafo comenzó a disparar la cámara. Franco estaba serio, con la mirada parecía taladrarle su pensamiento. No hizo nada por mantener una conversación. A veces, miraba a Carmen y esta le pedía premura al fotógrafo.

—Una más. Excelencia, imagino que está pensando en lo que tiene que hacer hoy, pero necesito que se olvide de todo. —Quería arrancarle alguna sonrisa pero en todas las fotografías aparecía con gesto serio, severo. Se le ocurrió que se cambiara de uniforme hasta tres veces. El jefe de la casa civil le avisó que ya sería el último cambio.

—Ya ha pasado media hora —comentó Carmen.

—Lo tengo. Por mí, está todo correcto. Ya he acabado.

Franco se fue de allí y Gyenes, mientras recogía, le comentó a Carmen la conveniencia de hacerle otra sesión más adelante con un terciopelo negro sobre sus hombros para que destacara más el rostro.

—No creo que haya ningún inconveniente. Pero dejemos pasar un tiempo.

—Por supuesto. Cuando usted encuentre el momento me avisa. Y, señora, espero que algún día me proporcione el gusto de fotografiarla junto a su hija.

—Yo salgo muy mal en las fotos.

—Espero que pueda demostrarle que eso es un error.

Carmencita, que estaba por allí callada sin abrir la boca hasta ese momento, expresó su opinión.

—A mí me encantaría tener un buen retrato suyo. Todo el mundo dice que usted retrata como nadie los ojos, las expresiones de la gente.

—Muchas gracias.

—Muy bien. Pues volveremos a vernos, ya que mi hija desea una fotografía suya. No se lo he comentado, pero mi marido es muy aficionado a la fotografía. No se lo ha dicho, pero saca muy buenas fotos.

—Desconocía esa afición. Es bueno saberlo.

Gyenes se despidió de todos y se fue de allí con su máquina al hombro. Estaba convencido de que no tardarían mucho en volver a llamarle. De hecho, comenzó a imaginar en cómo retrataría a Carmen Polo si se lo pidiera y se dijo a sí mismo que la sacaría sin ningún adorno y ningún collar a pesar de que las perlas la acompañaban siempre en todas las fotografías.

A primeros de marzo de 1941 el Senado norteamericano aprobó la ley de préstamo y arriendo en favor de las democracias acosadas por el fascismo. Carrero Blanco, quien cada día tenía más predicamento ante Franco, dio la voz de alarma.

—Se trata de la primera señal de que los Estados Unidos se alinean en favor de Gran Bretaña. Esto no ha hecho más que empezar. La guerra se va a complicar.

Por el contrario, Serrano Súñer hizo hincapié en el avance de los carros de combate del alemán Rommel en las fronteras de Egipto, amenazando el canal de Suez y frenando el avance británico en Libia. Un mes después, Alemania comenzaba la invasión de Yugoslavia con una consigna: aniquilarla como nación.

—Por fin, Hitler mira hacia otro lugar lejos de los Pirineos —comentó—. Sin embargo, eso no significa que no tenga a España en su retina. Es un respiro nada más.

En uno de sus desayunos, el padre Bulart le comentó a Carmen cómo se notaba que los Estados Unidos había disminuido drásticamente los suministros de carburantes, lo que había provocado que prácticamente solo circularan coches oficiales por las calles.

—El racionamiento de combustible apenas permite usar los vehículos a los pocos particulares que poseen uno. No sé cuándo acabará este castigo de los Estados Unidos.

—Bueno, dicen que el gasógeno puede suplir a la gasolina.

—Este sistema de carburación solo posibilita trayectos cortos, pero es una solución.

—Da la sensación de que a los coches les ha salido una joroba. Me parecen muy graciosos con los gasógenos a la espalda —manifestó Carmencita.

—Pues te aseguro que tiene poco de gracioso. Han salido varias patentes para suministrarlo. Ya he visto, señora, que el coche de su excelencia también lo lleva.

—Me han dicho los primos que en Valencia se han puesto de moda los «taxi-ciclo».

—¿Y eso qué es? —preguntó su madre.

—Pues como una bicicleta con dos asientos traseros para dos personas.

—Pues al que vaya en ellos le parecerá estar en China.

—¡Qué cosas! —dijo sonriendo Carmen Polo.

—Lo que me dicen es que hay mucho estraperlo con las ruedas —comentó Bulart—. No hay un viaje en el que no haya cuatro o cinco pinchazos.

—¿También con las ruedas? Las carreteras están en muy mal estado. Están llenas de baches y sin señalización. Hay que dar tiempo al tiempo. No se puede hacer todo de golpe, pero se debe acabar con el estraperlo.

—Hay quien piensa que es más fácil sacarse un dinero así que trabajando. Me cuentan que en el trenecillo de Arganda que sale de la estación del Niño Jesús hasta Sacedón, los estraperlistas, antes de llegar a los diferentes destinos, lanzan los bultos, sacos, fardeles por las ventanillas y chavales de la edad de Carmencita o más pequeños, en connivencia con ellos, salen corriendo a recogerlos. De todas formas, el estraperlo está en todas partes. Hay muchos pisos en los que se sabe que venden telas, en otros jamón, hasta medicinas, queso o tabaco. La gente se las ingenia para vender de todo.

—Pues esto no puede ser. Hay que acabar con eso. ¿No le parece?

—Por supuesto.

Carmencita seguía pensando en Ninín y en la última carta que le había escrito. Era una misiva romántica donde le proponía iniciar un noviazgo formal para el verano que estaba en ciernes. Carmen se dio cuenta y comenzó a hablar de ella.

—Debería mantener una conversación con mi hija y quitarle los pájaros que revolotean por su cabeza. ¿Se da cuenta de que está como ausente?

—¿Hablas de mí? —La joven salió de su ensimismamiento.

—Sí, hablo de ti. Muchas novelas y películas rosas estás viendo estos días. Y eso te hace pensar en temas que no corresponden a tu edad. ¿No le parece, padre?

—Es lo que tiene ser joven, señora. Lo considero completamente normal. Estos chicos han pasado ya página a la guerra y ya piensan en otros asuntos. Hacen bien. Nosotros somos adultos y vemos la vida con otros ojos, pero ellos no.

—Padre Bulart, no sea tan condescendiente. Ella ahora debe centrarse en seguir estudiando y en su puesta de largo para cuando cumpla dieciocho. Es muy joven para pensar en otras cuestiones. Da la sensación de que los chicos de hoy en día tienen mucha prisa.

—Acuérdese de cuando usted tenía pocos años. ¡Es ley de vida!

A la hora del té, Carmen recibió a su hermana pequeña. Zita consideraba que se estaba cercando a su marido y a pesar de la tirantez que había surgido entre las dos, acudió a las cinco en punto. Carmen intuía a qué venía y prefirió quedarse a solas con ella desconvocando al resto de sus amistades.

—¿Cómo es posible que se le haga esto a mi marido? —comentó dolida—. Le quitan a sus dos amigos y colaboradores. ¿Qué más le van a hacer? —Franco acababa de cesar a Antonio Tovar y a Dionisio Ridruejo.

—Algo habrá pasado que a ti y a mí se nos escapa.

—Tu marido se está dejando aconsejar por los enemigos de Ramón. Parece mentira que no sepa quién está siempre a su lado de manera incondicional.

—Ya, pues a Paco le ha dolido mucho que Ramón presentara su dimisión.

—Hizo lo que sentía porque tu marido ya no le consulta todo como antes. Y, desde luego, si le hubiera preguntado, le hubiera dicho que Galarza no entrara en el Gobierno y menos para una cartera tan comprometida como es Gobernación.

—Sé que Paco estima mucho a Ramón y de hecho le ha pedido por favor que no le dejara. Está pensando en hacer alguna remodelación más en el Gobierno, con presencia de más «azules», para satisfacer a tu marido. De todos modos, ni tú ni yo debemos entrometernos en estos asuntos.

—He venido a hablar contigo para que no solo escuches a los que le critican y se inventan chismes, sino que me oigas a mí también, que soy tu hermana. Creo que después de todo lo que está arriesgando con el tema de la contienda internacional no se le puede pagar alejándole de sus incondicionales. Paco ha sido muy injusto.

—No me gusta que digas eso. Lo considero una falta de respeto. También Paco se ha llevado un gran disgusto cuando le ha presentado su dimisión. Creía que Ramón le era incondicional.

—Y lo sigue siendo.

—Pues lo disimula muy bien.

Días después de esta agria conversación, concluía Franco la remodelación del Gobierno incorporando a tres falangistas que no se habían distinguido precisamente por ser sumisos: José Luis Arrese para la Secretaría General del Movimiento; Miguel Primo de Rivera que pasó de gobernador de Madrid a ministro de Agricultura, y, finalmente, José Antonio Girón de Velasco que fue nombrado ministro de Trabajo.

A pesar de este cambio, incorporando a tres personas cercanas a la Falange, Serrano sentía que algo se había roto entre su cuñado y él. De hecho, dejó de frecuentar El Pardo a no ser que le llamaran. Fue perdiendo muchos resortes de la política interior y dejó de ser el mediador con las jerarquías de la Falange. Sentía tanta repulsión por Arrese, a pesar de ser falangista, que ni se esforzó en contrarrestar su mala influencia sobre Franco. También observó que ascendía el marino que hacía un par de años había recomendado a su cuñado: Luis Carrero Blanco. Pasó a ser subsecretario de la Presidencia y se convirtió en su sombra. Nada más concluir la ceremonia de su nombramiento, Franco le pidió que se presentara ante Serrano Súñer, ya que era el presidente de la Junta Política. El Cuñadísimo le hizo una confidencia que inmediatamente llegó a El Pardo: «Usted, desde su puesto, debe cuidar al Generalísimo de los oportunistas porque son tiempos de adulación y servilismo». Cuando le informó de la visita de Carrero, este ya conocía sus palabras: «Ya sé que te has metido conmigo», le dijo. Serrano Súñer se quedó sin habla. Le dio a entender que esas críticas eran porque deseaba tener más poder. Algo que reiteradamente pensaban los ministros militares y la propia Carmen Polo.

No tuvo mucho tiempo para las peleas internas en el Gobierno ni rencillas caseras, porque el 22 de junio las tropas alemanas cruzaron la frontera rusa. Hecho que recogió la prensa española con notable eco y euforia. Grupos de falangistas comenzaron a manifestarse por el centro de Madrid hasta concluir a la altura de la Secretaría de Falange que estaba en la calle Alcalá esquina a la avenida de José Antonio. Dos ministros, Arrese y Primo de Rivera, le pidieron que llegara lo más rápido posible para arreglar la tensa situación. La aparición de Serrano Súñer fue acogida con vítores por la multitud. Como pudo salió al balcón del edificio y pronunció unas breves palabras: «No es momento de discursos, pero sí de que la Falange dicte la sentencia condenatoria: Rusia es culpable. Culpable de nuestra Guerra Civil y culpable de la muerte de José Antonio, nuestro fundador. Y de la muerte de tantos camaradas y de tantos soldados en aquella guerra por la agresión del comunismo ruso». Esa escueta frase era reveladora del nuevo camino de su política exterior. Pensó que era el momento de apoyar a Alemania. De hecho, el día 23, el ministro de Exteriores, de pleno acuerdo con Franco, ofreció al embajador alemán la participación de una unidad de voluntarios españoles en la lucha armada contra el comunismo. No tardó en llamarse División Azul por la marea con camisas de Falange que se presentó voluntaria. Su primer jefe fue el general Agustín Muñoz Grandes, viejo conocido de Franco en la guerra de Marruecos. El 14 de julio, la ciudad de Madrid despedía a los voluntarios de la primera expedición.

Por entonces Carmen y su hija ya estaban de vacaciones. Primero, en el palacio de Aiete en San Sebastián y después en el pazo de Meirás, adonde se trasladaron a finales de julio. La joven pensó que allí sería más fácil ver a Ninín Suanzes los fines de semana o en los permisos que le daban como guardiamarina en Marín, Pontevedra. Mientras la tensión internacional crecía, la relación entre Carmencita y el marino iba asentándose. A su madre, completamente ajena a esta amistad, no le parecía mal que saliera con sus amigas. El verano era más propicio a hacer planes fuera de casa. El joven, romántico y enamorado, se atrevió a coger su mano en un cine al que asistieron con varios amigos. Carmencita no se imaginaba que unos ojos vigilaban sus pasos y que su madre sabría poco después que no había interrumpido la relación con el marino. Cuando llegó a casa, la llamó al orden. Carmen estaba nerviosa, paseaba de un extremo a otro de la habitación mientras hablaba con su hija.

—Te dije que no quería que vieras a ese chico y no me has hecho caso. ¿No te das cuenta de que desobedeciéndome te pones en boca de todos? Haz el favor de no volver a verle.

—Pero, mamá, está aquí muy poco tiempo. Enseguida volverá a navegar. Es imposible que no le vea, piensa que es amigo de mis primos y yo voy con ellos.

—Pues solo saldrás conmigo. Allá adonde yo vaya, irás tú. Vamos a acabar con esas salidas, que no me gustan nada. Deberás esperar a tu puesta de largo. Luego ya hablaremos.

—Te has olvidado de lo mal que lo pasaste cuando tú querías salir con papá y tu padre no te dejaba.

—Mi padre me envió a un convento. Yo no voy a hacer eso contigo, pero tendrás que estar allá donde yo esté. No me gusta que salgas con un marino, ya lo sabes.

—Pero, mamá, papá quería ser marino.

—Pero es distinto. No voy a discutir contigo. Se hará lo que yo digo y tú te vas a limitar a obedecer.

—Lo dices porque el abuelo Nicolás abandonó a la abuela y temes que me pase igual. Pero no todos los marinos son iguales.

—He dicho que estarás conmigo este verano y eso es lo que vas a hacer.

—Lo que tú digas. ¿Me puedo ir a mi cuarto?

Carmen asintió con la cabeza y su hija se retiró a su habitación. Echó de menos a Blanca, que durante unos días se fue con su familia. Estaba sola sin poder tener la complicidad de su institutriz. Volvería a estar encerrada entre cuatro paredes a pesar de ser verano. Era la joven más envidiada y, por otro lado, la que menos podía hacer aquello que quisiera. Pensaba que cualquiera era más libre que ella. A través de una de sus primas, pudo hacer llegar un mensaje a Ninín: «Tenemos que dejarlo. Motivos familiares». El chico salió durante días con sus amigos por los lugares que solía frecuentar Carmencita con la esperanza de volver a verla. Sin embargo, regresó a Marín sin poder despedirse de ella.

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