Carmen

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PRIMERA PARTE » 22. Estreno de cine y funeral en El Pardo

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22ESTRENO DE CINE
Y FUNERAL EN EL PARDO

Los estrenos de cine los veíamos en El Pardo con la familia y los amigos que nos visitaban los fines de semana. También algunos miembros del servicio nos acompañaban mientras veíamos las películas. Yo no era mitómana, no seguía a ningún actor en particular. A mis padres les divertían mucho las películas españolas.

A finales de 1941 concluyó el rodaje de la película Raza que costó un millón seiscientas cincuenta mil pesetas, una fortuna para la época. Los cincuenta decorados que se usaron la encarecieron, igual que los numerosos extras, los casi cuarenta y cinco mil metros de película que se desecharon, así como los sueldos del nutrido elenco encabezado por Alfredo Mayo, Ana Mariscal, José Nieto, Blanca Silos y Raúl Cancio. Sin olvidar el emolumento del director y guionista José Luis Sáenz de Heredia. Raza se basaba en la novela de Jaime de Andrade, que no era otro que el propio Franco. Sin embargo, se mantuvo en secreto para el público durante un tiempo, incluso el mismo director no lo supo hasta el comienzo del rodaje. La película se estrenó en El Pardo, en el lujoso salón donde se hacían los pases con programa de mano sobre el documental del NODO y la película que se iba a ver. Esa estancia, que databa de la época de Carlos IV, tenía una especie de tribuna semicircular con una bóveda con las figuras de las musas Terpsícore y Talía entre dos columnas. Para hacerlo más realista, se perfumaba con el mismo ambientador que se usaba en los cines para que no faltara ningún detalle. El matrimonio Franco se sentaba en unos sillones al pie de la tribuna y a ambos lados lo hacían los invitados o su hija. El ayudante de servicio se situaba justo detrás de Franco, en un sofá amarillo y alargado y en la tribuna lo hacía el jefe de servicio y el resto del personal que acudía a ese pase.

En este estreno, Franco, Carmen y Carmencita eran los espectadores de excepción junto con Blanca, el capellán y el mismo director de la película. Sáenz de Heredia no podía ocultar su nerviosismo cambiando la postura de sus piernas constantemente durante el pase. Se tranquilizó al ver a Franco emocionarse en algunas de las escenas. De hecho, al concluir la película, el Caudillo se levantó de su asiento y le dijo:

—Muy bien, señor Sáenz de Heredia, usted ha cumplido.

—Excelencia, debería pensar en hacer una segunda parte.

—Tiempo al tiempo.

Después de hacer ese primer pase, se estrenó por todo lo alto en el Palacio de la Música de Madrid y en el Coliseum de Barcelona. La película sintetizaba el ideario del buen español desde la perspectiva del régimen.

Mientras todos los que conocían al verdadero autor de la obra lo ensalzaban y felicitaban, hubo una persona de su entorno que no solo no fue capaz de elogiarle sino que criticó su incursión en otras lides más allá de las políticas: Ramón Serrano Súñer. Su cuñada Carmen lo interpretó como unos celos irrefrenables sobre todo lo que hacía o decía su marido.

Las películas que se exhibían en El Pardo eran de estreno. Sobre todo, españolas. El encargado de llevarlas y proyectarlas preguntaba al jefe de casa civil previamente qué películas querían ver y Carmen tomaba la decisión. Entre la proyección del NODO y la película se hacía una parada de treinta minutos para merendar y durante el pase no se hacía ningún comentario a no ser que Carmen diera pie a uno y alguien se atreviera a hablar.

El Pardo se convirtió en un micromundo en el que se podía hacer de todo sin necesidad de salir al exterior. Se construyeron pistas de tenis para que Franco hiciera deporte. Igualmente se habilitaron hoyos de golf para que también pudiera practicar este deporte y así salir del despacho. Todo bajo la indicación de Vicente Gil, que velaba por su salud.

A Carmencita, que cada vez se sentía más aislada y reclamaba más salidas fuera de El Pardo, le impusieron clases de solfeo para que aprendiera a tocar el piano. Las niñas bien de la época lo hacían y ella no iba a ser menos. Blanca, su institutriz, estaba convencida de que acabaría aficionándose a la música.

—Debes tener una afición y la música puede ser para ti extraordinaria. Te va a proporcionar una sensibilidad especial sabiendo combinar de forma coherente los sonidos y los silencios. Aprenderás armonía, ritmo, melodía… La educación no está completa sin música. Podrás manifestar tus sentimientos, tus emociones. Para ti será como una terapia donde expresarte con libertad. Todas tus amigas tocan el piano.

—Pero antes de sentarme al piano me van a enseñar solfeo, ¿no? Es que eso es un rollo. Lo sé por mis amigas. Yo quiero sentarme al piano y tocar, pero aprender a leer partituras me parece muy difícil.

—Es cierto que te puede resultar arduo al principio, pero aprender las notas, el pentagrama, los compases, los sostenidos, las corcheas… al final, te parecerá atractivo. No vayas con una idea preconcebida.

—Está bien. Mamá quiere que tenga la mente ocupada todo el día para no pensar. Pero ya con tus clases y la Enciclopedia de Ibáñez Martín ya tengo suficiente.

—Hay que ampliar el conocimiento, Carmencita. Se te da muy bien la lengua, las matemáticas no tanto y con la historia también te defiendes. El saber no ocupa lugar.

—Estaría leyendo historia siempre. Pero a mamá no le gusta que esté todo el día con novelas o biografías.

—Por eso vamos a probar con la música. Creo que vas a encontrar un buen aliado para tu ocio.

—Yo lo que quiero es salir de aquí a pasear con mis amigas.

—Pues acuérdate de que hasta tu puesta de largo, tendrás que salir con tu madre.

—Pero ¿quién va a querer salir conmigo y con mi madre? Me quedaré en El Pardo. Pero aquí tampoco puedo salir a cazar cuando yo quiero, ni puedo leer todo lo que me gustaría, es que no puedo hacer nada de lo que deseo.

—¡Cuánta gente querría estar en tu situación! Hay que saber conformarse con aquello que nos toca vivir. Tienes edad para rebelarte pero debes aprender a que los adultos tomen decisiones por ti y acatarlas. Ser obediente también es una virtud.

—¿Cómo quiere que esté si no puedo ni cartearme con la persona que quiero? ¿Cómo cree que me siento?

—Eres muy joven. Te enamorarás de otro joven que le parezca mejor a tu madre.

—Pero, explíqueme, ¿qué tiene de malo Ninín?

—Pues que no tiene la posición que tu madre desea para ti. Así de sencillo. Cree que la hija de Franco debe casarse con un buen partido, de familia que tenga una buena posición. Y Ninín no la tiene. En la Marina se tiene de todo menos dinero.

—Pues debería recordarle a mi madre que el abuelo Felipe pensaba lo mismo de papá. Parece mentira que, con lo que ella pasó hasta casarse, no me comprenda.

—Tu madre tiene razón en que eres muy joven para pensar en noviazgos. Date tiempo. Dios dirá. Ninguna sabemos cuál será nuestro futuro. Deja a la Providencia.

Por un momento, Blanca también se lo decía a sí misma. Ya no se resistía a hablar con Jesús, el mecánico. Se miraban tan tiernamente que en el servicio se dieron cuenta de que algo estaba sucediendo a la vista de todos. Hacía días que se había rendido a la evidencia de que se gustaban. Lo que no sabía era cómo gestionar su salida de las teresianas y su futuro con el joven que no había intentado, ni por un minuto, disimular su amor por ella.

—¿Le pasa algo, Blanca? —Devoraba días que la niña la observaba más despistada de lo normal. Parecía que sus pensamientos estaban lejos de allí.

—No, no… Es que se avecinan días tormentosos.

—¿Por qué lo dice?

—No sé, tengo la intuición. —Era algo más que eso, pero no se lo quiso decir a la joven. Ella tenía que tomar una decisión crucial sobre su futuro como monja y eso le quitaba el sueño.

En el despacho, Luis Carrero Blanco daba los pormenores de las primeras bajas de la División Azul en el frente del Este junto al Ejército alemán. Entre las mismas se encontraba el hijo del alcalde de Madrid, Alberto Alcocer. También comentaba los datos que llegaban del agente secreto que tenían infiltrado en las filas de la masonería. Era clave que de este hecho no tuviera conocimiento nadie en el Gobierno, tampoco nadie de su entorno. Les había hecho entrega de la transcripción de dos documentos. El primero, un mensaje cifrado de Diego Martínez Barrios, como gran maestre del Gran Oriente español. El segundo, una circular del soberano gran canciller de la Asociación Masónica Internacional a los Orientes de España y Portugal.

—¿Estás seguro de la autenticidad de estos documentos? —preguntó Franco.

—Absolutamente. Me fío de nuestro agente.

—Pues está claro que van a intentar acabar con el régimen. Me he convertido en su principal enemigo a batir.

—Desde luego, excelencia, en estos documentos se da la orden clara y tácita de desprestigiar su figura y ahondar en el descontento que existe entre el Ejército y la Falange.

—Ya que lo sabemos, intentemos mover nuestros hilos para contrarrestar su fuerza y organización. Cerca de nosotros están muchos masones con piel de cordero que se mueven con total impunidad. No nos podemos fiar de nadie, ni de nuestra sombra.

—Son indignantes las mentiras e insultos que vierten contra su excelencia. ¿Lo ha leído?

—Sí. —No quería ser más explícito pero le irritó leer que «se había de procurar abrir las cárceles en que gimen, en dantesco infierno, rebaños desdichados de hombres honrados, prisioneros por la tiranía más espantosa que registra la historia. Sometido todo a la voluntad despótica de un solo hombre, pigmeo-idiota, engreído en la adulación más baja y servil que ha deshonrado a la humanidad».

—Entre sus objetivos no solo está su excelencia, hay otros que yo diría que incluso son más inmediatos. Quieren acabar con su cuñado.

—No le hace falta mucha ayuda exterior. Se está encargando él de enemistarse con todos, incluido conmigo.

—Hagamos como que no sabemos nada de estos documentos. Actuemos con total normalidad, ya que, de no ser así, comprometeríamos a nuestro informador. Quizá en los próximos meses debería salir más de El Pardo para que no baje el nivel de popularidad, como asegura Kindelán que está sucediendo.

—Eso haremos. Refrescaremos la memoria de nuestra cruzada yendo a las principales capitales. Empezaremos por Barcelona y Sevilla.

—Me encargo de organizarlo. Le aseguro que todos recordarán que hubo un Ejército que les vino a salvar del caos de la República. También conviene saber que la oficialidad sigue leal a su excelencia. Esto solo se puede saber viajando y dejándose ver.

—Eso haremos. Empiezo a escuchar voces, como la de Kindelán, que insisten en que es tiempo ya de la restauración de la monarquía. Y te aseguro, Luis, que ese momento no ha llegado todavía.

—Yo creo que es don Juan de Borbón quien está pidiendo regresar a todo el que le quiere escuchar. Kindelán le hace demasiado caso.

—Tengo la seguridad de que no hará nada contra mi voluntad. Es cierto que don Juan se está moviendo a todos los niveles. Pero no me fío, no me fío. El momento, desde luego, no ha llegado.

Acudió al palacio de El Pardo Pilar Franco junto a sus hijas. Carmencita veía el cielo abierto cuando recibía la visita de alguien de su edad. Estar siempre entre adultos le resultaba asfixiante. Ese día, durante el almuerzo, la hermana de su padre aprovechó para hablar de El Ferrol y de su casa en el paseo de Herrera, desde la que no se veía el mar. Los arsenales de la Armada les impedían la vista. Era un piso muy grande con varias plantas. Franco, incorporado a la mesa con sus ayudantes, se olvidó de los masones, de los comunistas y hasta de la guerra mundial. Mientras hablaba su hermana, esbozaba algo parecido a una sonrisa.

—No teníamos cuartos de baño y había unas pilas muy grandes donde nos bañábamos. ¿Lo recuerdas?

Franco asentía con la cabeza mientras su hermana rememoraba episodios del pasado.

—¿Recuerdas aquella vez que jugábamos subidos en el armario de nuestros padres? Estábamos los cuatro arriba y te empujamos y nos diste un susto de muerte porque creíamos que te habíamos matado. Te echamos agua y no reaccionabas hasta que abriste los ojos y nos dijiste: «No estoy muerto, ¡pero qué burros sois!». —En la mesa todos se echaron a reír. Franco escuchaba a su hermana. Le gustaba que le recordara pasajes de su vida de «cuando era persona», como solía decir. Pilar continuó—: Nuestra madre tenía una especial devoción por la Virgen del Chamorro. La leyenda decía que cortando una piedra apareció la forma como de una imagen de la Virgen. Se conservaba la piedra y todo el mundo le tenía mucha devoción. ¿Sabes que cuando no estabas en la ciudad, pedía a la Virgen que te librase de los peligros? Pues yo creo que por eso las balas te han respetado. ¿No crees?

Mientras los Franco seguían repasando sus vivencias, Carmencita y sus primas aprovecharon para hablar de Ninín en un aparte de la mesa. Disimulaban entre cucharada y cucharada del pote gallego que habían preparado en El Pardo para la ocasión.

—Ya se ha ido a Marín quien tú sabes —comentó una de sus primas.

—Tenías que haberle visto, estaba muy compungido por la prohibición de tu madre —dijo otra.

—Imagino. Pero mamá no quiere que siga viéndole y lo voy a cumplir. Sé que todos mis pasos tarde o temprano los sabe mi madre. No puedo hacer otra cosa más que obedecerla. Me ha dicho que cuando me presente en sociedad podré decir lo que pienso, pero mientras tanto no. Ya ves, la opinión de los hijos no cuenta.

—Al final, el tiempo pasa más rápido de lo que imaginas —manifestó su prima Mercedes.

Carmen les llamó la atención. Quería que atendieran a las historias que contaba Pilar. No le gustaba que hicieran un aparte. Imaginaba lo que estaba pasando y quería evitarlo. Pero las jóvenes continuaron hablando disimuladamente.

—No quiero saber nada, de verdad. No me va a volver a reñir mi madre. Si no quieren que salga con nadie, no saldré con nadie. Me meteré a monja.

—No digas tonterías. Espera a que pase el chaparrón.

En esa comida apenas probó bocado. Su madre lo achacó a que le dolía la garganta desde hacía días. Sus primas a que realmente estaba enamorada de Ninín. Sin embargo, esa misma noche se encontraba tan mal que cuando apareció Vicente Gil en su habitación ya tenía cuarenta grados de fiebre.

—Otra vez anginas. Sinceramente, creo que habría que quitarlas —manifestó el doctor, ajeno al mal de amores que padecía Carmencita—. Conozco un médico que podría hacerle la intervención con total confianza —le comentó a su madre.

—¿No hay ningún riesgo?

—Le aseguro que todo va a salir bien. Me responsabilizo de ello.

A los pocos días, Carmencita fue operada por el doctor Núñez. Vicente Gil la sujetó sobre sus rodillas, envuelta en una sábana para que el doctor pudiera extirparle las amígdalas sin ningún manotazo o patada de la enferma.

Sus padres estuvieron presentes durante la operación, pero permanecieron callados e impasibles. Como siempre, en sus caras no expresaron ningún tipo de preocupación ni de angustia. El doctor Núñez, nervioso, habló ante el silencio de todos.

—¡Qué valiente Gil al responsabilizarse de esta operación!

—La responsabilidad, doctor, es suya pero tiene tan pocos riesgos que no merece la pena pensar en ellos. —Le pareció que el doctor en ese preciso instante no debería haber hablado de ese tema—. Usted ha practicado centenares de amigdalectomías en su vida y me sobran los dedos de una mano de consecuencias desagradables. Todo va a salir bien.

—Muchas gracias por su confianza. Se lo agradezco mucho.

La operación resultó un éxito. Mientras Carmencita expulsaba borbotones de sangre, Gil la limpiaba y la liberaba de la sábana que había permitido al doctor Núñez maniobrar sin problemas. Durante las jornadas siguientes, le encantó su dieta a base de helados. Convaleciente en la cama, fueron a verla todos sus primos lo que transformó la semana en una explosión de regalos y afectos. A los pocos días, Carmencita ya hablaba normal y todas las discusiones previas y la angustia de la intervención pertenecían al pasado.

—Señora, usted debería hacer lo mismo que su hija —le recomendó Vicente Gil a Carmen—. De esta forma, no sufriría las lumbalgias que tiene. Se lo aseguro.

—No espere que yo me extirpe una amígdala. Ya no tengo edad.

—Es peor el remedio que la enfermedad. Se lo aseguro.

—Ahora no es el momento, Vicente. No es el momento.

Al palacio llegó la noticia del repentino deterioro de la salud del padre de Franco. El médico militar que atendía a Nicolás Franco Salgado-Araujo comunicó a sus superiores que esta vez no había solución. Nada más tener conocimiento de ello, Franco llamó a su hermana Pilar.

—Pila, parece ser que papá esta vez se muere. ¿Vas a ir allí?

—Madre mía. ¡Claro!

—Si quieres te mando un coche oficial para que llegues antes.

—No, iré en un taxi. Le diré a uno de mis hijos que me acompañe. No me apetece estar sola con ya sabes quién. —Se refería a la mujer que durante todos estos años le había acompañado—. Le diré a don Félix, mi párroco, que venga conmigo por si llegamos a tiempo para la extremaunción. Claro, le diré a… bueno, ya sabes, que se retire a una habitación. Ella no debe aparecer si no nos quiere avergonzar. No sé si estará «la sobrina». Menudo trago.

—Pila, en el momento en que se muera, haz que le pongan el uniforme de general y me lo traes a El Pardo. Puede ayudarte el médico que le está atendiendo. Yo ya le he ordenado que se quede contigo.

—De acuerdo. Habrá que hacer todo el papeleo.

—Ya lo tengo todo preparado, hasta la caja y el resto de las cosas. Quiero velarlo.

Pilar Franco no añadió más. Llevaban años de desencuentros padre e hijo y ahora su hermano quería velarlo. En los últimos tiempos se había encargado el viejo Nicolás de decir en voz alta, a quien quisiera escucharle, todos los defectos de su hijo. No tenían nada en común, salvo el apellido. Siempre, incluso antes de que abandonara a su madre y a todos ellos, le había tratado con desprecio. Padre e hijo estaban llenos de rencor por un pasado que estaba muy presente entre ambos.

Cuando llegó Pilar al domicilio de su padre en la calle de Fuencarral de Madrid, le abrió Agustina y la dejó pasar. No hubo saludo ni palabra de alivio. Pilar la odiaba por lo que había supuesto su existencia mientras su madre vivía. La «sobrina» de Agustina se fue a buscar a un sacerdote, puesto que el párroco no pudo acompañar a Pilar. Cuando este llegó, no alcanzó a oír a su padre. No sabría decir si se había confesado o le había increpado, el caso es que solo alcanzó a entender: «Estoy muy mal». Pilar intentó animarle, pero todos, incluso él, sabían que el final estaba cerca. José María Bulart, el capellán privado de Franco, y Leopoldo Castro, sacerdote del regimiento de la Guardia, se presentaron en el domicilio. Don Nicolás, agonizante, protestó.

Sin embargo, Agustina les dijo a los curas que la casasen in articulo mortis con aquel hombre agonizante. Pilar Franco se opuso rotundamente.

—Mi padre es ateo y nunca ha querido volver a casarse. Ahora no está en condiciones de saber lo que hace. Haberlo pensado antes.

Agustina volvió a insistir. Veía que su futuro y el de su «sobrina» se nublaba ante los nubarrones negros que se avecinaban. Se preguntaba qué sería de ellas. Solo veía que un matrimonio in extremis podría solucionar su futuro.

—No insista. Él no nos ha expresado su voluntad y tan solo le queda un hálito de vida.

Agustina se presentó en la habitación. Estaba segura de que si hablaba con Nicolás accedería a sus pretensiones. Observó de lejos al que había sido su pareja durante muchos años. Lloraba en silencio y aguantaba la respiración para no hacer ruido. Sin embargo, su presencia incomodó a Pilar. Esta se dirigió a la sobrina.

—Dile a tu tía que se vaya a otro lugar. Aquí sobra.

La sobrina, que muchos sospechaban que era hija de esa unión que a los Franco avergonzaba, hizo lo que dijo Pilar. Agustina no volvió a aparecer, ni incluso cuando expiró ni cuando salió el cadáver de Nicolás de su casa, ya vestido de general. Ella ahogaba sus lágrimas mientras recordaba el momento en el que representaron su casamiento en un bar, regando con sidra aquella unión, que celebró el dueño de la cantina en la que estaban. Habían vivido muchos momentos tensos y alegres, pero ahora le arrebataban el derecho a velar su cuerpo. Recordaba también aquellas salidas que hacían en el viejo Hispano-suiza en el que deambulaban por el viejo Madrid. Noches de alcohol y largas madrugadas. En el maletero llevaba un maletín con lo más valioso de sus pertenencias. No acababa de fiarse de que le registraran la casa cuando salía y siempre iba cargado con él. Ahora lo único que tenía era ese maletín que ocultó a todos en su modesto piso.

Pilar finalmente llegó al palacio de El Pardo, acompañando al cuerpo sin vida de su padre. La noche no era muy buena, había tanta niebla que el conductor apenas tenía visibilidad para conducir sin salirse de la carretera. Aquella situación parecía irreal, más propia de una pesadilla que de la realidad de aquel 22 de febrero.

En cuanto se instaló la capilla ardiente en el Salón de los Pasos Perdidos, Franco veló el cadáver de su padre toda la noche junto con los frailes de El Pardo. Se ofició una misa en la que los curas alteraron la liturgia al no vestir la casulla roja. Decidieron celebrarla como misa de réquiem con ornamentos de color negro. Al aparecer el obispo de Madrid, Eijo Garay, les llamó la atención. Los sacerdotes ofrecieron al prelado la casulla roja, pero rectificó.

—De ninguna manera. Yo también celebraré de réquiem.

Solventado este problema, la familia Franco recibió el pésame de los más allegados en la capilla del palacio. Sin embargo, no asistieron al entierro; tampoco lo hicieron Pilar ni las mujeres de la familia. Por el contrario, todos los ministros, incluido Serrano Súñer, sí acompañaron los restos de Nicolás Franco en su último adiós. Algunos de ellos, antes de salir camino del cementerio, dudaron en si darle el pésame o la enhorabuena a su hijo, que se encontraba allí, impasible, sin derramar ni una sola lágrima. Sabían que su existencia y comportamiento había supuesto un problema para la familia. Acababa así la vida de su autoritario progenitor, de ochenta y seis años, que había abandonado a su mujer, Pilar Bahamonde —diez años menor—, y a sus cinco hijos. La pequeña Pacita había muerto con muy pocos años, pero todos la recordaban con cariño. Ahora el pasado aparecía de golpe sobre la caja de pino que acogía a su padre. La carrera militar de su progenitor estaba marcada por la guerra de Cuba. Del país caribeño saltó a Filipinas y allí combatió con el resto de los militares españoles. De aquellas correrías de tabaco, alcohol y mujeres en la guerra se decía que había tenido un hijo bastardo de nombre Eugenio. Después se casó con Pilar Bahamonde, la hija de un intendente, que conoció cuando fue destinado en El Ferrol. Curiosamente, pensaba Franco, su padre era simpatizante de la masonería, que él odiaba tanto, y se mostraba muy crítico con la Iglesia católica, que él practicaba con fe.

Eran como el agua y el aceite. Ya formaba parte de su historia, de su pasado.

Carmen no estuvo muy habladora esa mañana en la que el cadáver de su suegro estuvo expuesto en El Pardo y salió del palacio camino del cementerio de la Almudena para ser enterrado junto a la que había sido su esposa. Carmencita se dio cuenta de todo, pero se mantuvo al margen. Blanca le explicó que era mejor dejar solos a los adultos.

—Será mejor que ninguna de las dos aparezcamos mucho por allí.

—No es un buen día para mi familia, aunque no hubiera trato con el abuelo.

—Hoy no conviene hacer preguntas. Ya lo sabes. Solo rezar y no molestar. Aunque no hubiera trato con él, sin duda no deja de ser el padre de su excelencia. Recemos por su alma.

Carmencita hubiera hecho mil preguntas a su padre y a su madre, pero la tensión se cortaba en el aire. Durante días no salió de El Pardo. Continuó con sus clases y su pensamiento seguía puesto en el guardiamarina Ninín Suanzes. El tiempo corría a su favor. Ella solo soñaba con su mayoría de edad.

Durante esos días, los soviéticos presionaron duramente sobre la División Azul en el frente de Leningrado. A finales de marzo de 1942 la unidad española sumaba ya mil diecinueve muertos, mil doscientos cuarenta congelados y dos mil trescientos noventa y ocho heridos. Hitler, por entonces, había dejado de confiar en Ramón Serrano Súñer, que poco a poco iba sumando enemigos cada vez más poderosos y peligrosos.

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