Carmen

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PRIMERA PARTE » 23. «Ramón, voy a sustituirte»

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23«RAMÓN, VOY A SUSTITUIRTE»

Mi padre era más bien desordenado. Le gustaba tener sus libros y sus papeles cerca y que no se los tocara nadie en un despacho personal y pequeñito al lado del grande, donde recibía a las visitas. Sabía dónde tenía todo en medio del desorden. Cuando iban a limpiar, siempre estaba delante un ayudante para que no le movieran nada de su sitio.

Recién incorporado Franco a su despacho personal, rodeado de papeles que requerían una firma urgente, le comunicaron el fallecimiento, en la enfermería de Alicante, del poeta Miguel Hernández. Le informó el ministro del Ejército, José Enrique Varela, que intuía que tendría repercusión internacional.

—¿Qué ha ocurrido? Le conmutamos la pena de muerte no hace mucho por la de cadena perpetua —dijo Franco, incrédulo.

—Ya, pero padeció primero bronquitis y luego un tifus que se le ha complicado con tuberculosis. Falleció en la enfermería del penal de Alicante.

—No le demos difusión a este tema —pidió, mirándole con ojos inexpresivos—. Cuanto menos se hable, mejor.

—Su entorno se encargará de hacerlo. Los intelectuales harán de su muerte un emblema.

—Hagamos hincapié nosotros en su mal estado de salud. No vayan a decir que nuestras cárceles han tenido que ver en su agravamiento.

—Lo dirán seguro, excelencia. Lo cierto es que el frío de este invierno pasado ha hecho mella en muchos de nuestros presos. Si no tenemos calefacción en nuestros cuarteles no vamos a poner calefacción a nuestros enemigos en las cárceles.

—Por supuesto. Hay prioridades.

El ministro de Exteriores tenía su propia guerra particular. Cada vez más alejado de su cuñado, fue informado del cambio de actitud de Hitler hacia él. El Führer le hacía responsable de la no adhesión de España a la guerra. Ramón era plenamente consciente de su delicada situación y tomó la decisión de viajar a Italia para hablar con Ciano y Mussolini. Sabía que eran los únicos apoyos con los que contaba fuera de España. El Duce percibió la pérdida de poder del ministro, que se sentía perseguido, y que su adhesión a Franco se había enfriado. El Cuñadísimo lo manifestaba sin la más mínima prudencia delante de todos los que le prestaban atención.

En esos días, Franco proclamó ante el Consejo Nacional del Movimiento una nueva ley constitutiva de las Cortes. Trataba de instaurar un organismo de representación orgánica al que se encomendaría la preparación de las leyes, pero sin abandonar él mismo su potestad legislativa. Pensó que era necesario irse acomodando a los nuevos tiempos. Este tema que se encontró Serrano hecho provocó su última discrepancia en público, en esta ocasión con Arrese.

—¿Y qué nombre tendrán sus miembros? ¿Diputados, como en la República?

—No, miembros de las Cortes.

—Pero bueno, ¿qué es esto de miembros de las Cortes? ¿Es que pretende que la prensa les diga señores miembros? O en caso de discrepancia en el hemiciclo, ¿le parece bien que se diga que es una discrepancia del señor miembro?

—¿Qué propone usted entonces? —Arrese no podía soportar la prepotencia de Serrano Súñer.

—Procuradores, como en las antiguas Cortes de Castilla: procuradores en Cortes. De todas formas, estas Cortes me parecen más aparentes que otra cosa.

Franco tomó nota y se hizo como decía su cuñado, pero se daba cuenta del enorme desprecio con el que trataba a los ministros de uniforme. Y de lo crítico que era ante todo lo que promovía sin su supervisión.

Dionisio Ridruejo, de regreso de la División Azul, le escribió una carta muy crítica a Franco donde le proponía una solución definitiva para seguir gobernando: «O una dictadura militar plena o un régimen de corte fascista o un Gobierno de hombres ilustres». Franco lo desatendió por completo. Intuía que Ridruejo iba a ser una china en el zapato a partir de ese momento. Exactamente igual que su cuñado, que aquel verano se fue con su familia a Peñíscola mientras Franco se instalaba definitivamente en el pazo de Meirás. Su alejamiento era evidente y sus críticas constantes a sus discursos, y a todo lo que hacía o decía, llegaban siempre a sus oídos. Franco ya no contaba con su opinión ni para elaborar leyes y Ramón, por su parte, no aguantaba a ese Gobierno cada vez «más cuartelero».

La novedad de esas vacaciones fue salir al mar en un yate construido con madera de roble en 1925 en Kiel, Alemania, y que había servido en la Marina de Euskadi. Durante varios días Franco navegó por aguas del Cantábrico. Le acompañaban el almirante Nieto Antúnez, al que todos llamaban Pedrolo, el doctor Vicente Gil, así como diferentes familiares que se acercaron a visitarles. Aparte de pescar, se podía pasar horas hablando sobre cuál era el mejor carrete para pescar los atunes o sobre el lugar que preferían los alevines de salmón cuando llegaban al mar. Podía estar horas conversando sobre ese asunto. Le atraía asimismo el misterio de la reproducción de la anguila que iba a desovar a cuatro mil kilómetros al mar de los Sargazos. Estos temas le fascinaban tanto que comenzó a filmar películas con un tomavistas para volver a ver las escenas que tanto atractivo tenían para él, y así revivirlas. Con una cámara de fotos Leika que le habían regalado, comenzó asimismo a fotografiar todo lo que acontecía dentro del barco. Daba la impresión de que en el mar se liberaba de las tensiones constantes que había en el Gobierno y de las que le provocaba la masonería que sospechaba que estaba detrás de muchos sucesos que ocurrían a diario. Después de un día de esas salidas al mar, completamente alejado de la política, Pedrolo le sugirió que debería tener un barco para ir con más frecuencia a navegar. Vicente Gil, su médico, aplaudió la propuesta. Franco se quedó con la sugerencia en la cabeza.

—No es mala idea.

—Excelencia, le conviene tener un hobby que le saque del despacho. Hacía tiempo que no le veía disfrutar como hoy —le comentó Vicente Gil.

Vestido de pantalón blanco, zapatos del mismo color y chaqueta azul marino, Franco paseaba de popa a proa comprobando si en alguna de las cañas había picado algún pez.

A mitad del mes de agosto, el ministro del Ejército, Varela, presidió una misa en la basílica de Begoña, por los caídos de la Guerra Civil. A la salida, los requetés reunidos en Bilbao, en la pequeña explanada del santuario, se arremolinaron en torno a él. Un grupo de falangistas lanzaron un par de bombas sobre la multitud. La policía detuvo rápidamente a los jóvenes que provocaron el grave altercado con más de setenta heridos. Uno de los promotores del atentado, Juan Domínguez Muñoz, combatiente de la División Azul, estaba recién llegado del frente ruso. Se sabía que era un joven cercano a Luna, hombre de absoluta confianza de Serrano Súñer. Domínguez fue condenado en un tiempo récord y ejecutado. Varela interpretó que aquel ataque era contra el Ejército y contra su persona. Y Serrano, que trató de evitar aquella condena a muerte, se dio cuenta de su menguante poder.

De regreso a El Pardo a punto de concluir el mes de agosto, Carmen y Zita mantuvieron una acalorada discusión delante de Carmencita. Era la primera vez que las hermanas no guardaban las formas.

—Es evidente que Paco ha dejado de confiar en Ramón y te aseguro que nadie va proteger sus intereses y los de España como él. ¿No te das cuenta de que se está rodeando solo de mediocres?

—De modo que el único que vale aquí es tu marido. Los demás están ahí por pura decoración. ¿No comprendes que el único que se está alejando de Paco es Ramón? Se cree superior incluso al Caudillo. —Carmen hablaba en tercera persona de su marido.

—¿Desde cuándo piensas así? Esas son ideas del mediocre de Luis Carrero Blanco que ahora se ha convertido en la sombra de Paco. Desde que le ha dado un cargo relevante ha hecho todo lo posible por alejarle de Ramón, y te recuerdo que es mi marido.

—Mira, Zita, es tu marido el que ha hecho cosas muy raras. Se ha creído infalible y se ha permitido el lujo de criticar a Paco delante de todos. El otro día, tras un discurso en el Consejo Nacional por el que todos le aplaudían y le lanzaban bravos, empezó a decir: «¡Vaya, no sabía que estuviéramos en una corrida de toros!». Llamó pelotas a los que le ensalzaban y criticó a Paco a la vista de todos. Está siendo muy incómodo, la verdad.

—¿Incómodo solo para él o para ti también? ¿Cómo se iba a quedar viendo que los embajadores de Gran Bretaña y de los Estados Unidos, presentes en la tribuna, abandonaron sus asientos en señal de protesta por lo que estaba diciendo Paco? Se posicionó sin reserva a favor del Eje. Un discurso que no le había consultado siendo él ministro de Exteriores. Y encima has puesto oídos a esas cotillas del té de las cinco que te han dicho verdaderas barbaridades. Todo son mentiras con un mismo fin, acabar con Ramón políticamente. Es un plan preconcebido y tú has caído en la trampa.

—Zita, ya no puedo callar más. Carmencita déjanos solas.

—Pero, mamá… —Su madre le echó una mirada que lo decía todo. Se fue de la estancia refunfuñando—. ¡Adiós, tía Zita!

La joven se dirigió a su habitación sin comprender qué pasaba entre su tía y su madre.

—Voy a decirte las cosas claras —continuó Carmen Polo—. Tu marido te ha faltado al respeto y sé de buena tinta que Sonsoles de Icaza uno de estos días va a traer al mundo a una criatura que no es de su marido sino del tuyo. Sí, de Ramón. Quieres mirar hacia otro lado, porque sabes que la realidad te resulta dolorosa. Todo el mundo conoce quién es el padre menos tú.

—¿Cómo te atreves a hablarme así?

—Soy tu hermana mayor y esto ya sobrepasa los límites de lo permisible. ¿No te parece un escándalo?

—¿Quién te dice que no es mentira? Sabes que a esa mujer le encanta comprometer a mi marido. Yo no creo que esté embarazada de él. Puede haber sido cualquiera. Ramón está conmigo igual que siempre. No he notado nada extraño. Te diría que su comportamiento es intachable. Son habladurías. —Y se echó a llorar.

—Zita, tienes que ponerte en tu sitio. Resulta muy comprometido para nosotros oír ciertas cosas.

—Sigue escuchando a quien te habla mal de Ramón. Has elegido a tus nuevas compañías por delante de tu familia. Si no quieres nada con él, tampoco esperes nada de mí.

Se levantó y se fue de allí sin despedirse de su hermana. Iba con lágrimas en los ojos. Hasta que no estuvo en el coche no rompió a llorar con desconsuelo. Estaba claro que muchas cosas habían cambiado y que ya nada sería igual que antes.

Carmencita entró en su habitación, asustada de la conversación que acababa de escuchar. Jamás había asistido a nada parecido. Su madre y su tía estaban verdaderamente enfadadas. No comprendía qué podía estar pasando, pero era evidente que algo se había roto entre ambas. En cuanto vio a Blanca se lo contó.

—Nunca había visto a mi madre y a mi tía hablarse así. Yo creo que voy a estar un tiempo sin ver a mis primos. Estaban muy enfadadas.

—Tranquila, los hermanos se pueden hablar muy duramente, pero luego se lo perdonan todo.

—No entiendo qué ha podido pasar, pero se referían constantemente al tío Ramón y a papá. Me ha parecido entender que no tenían confianza uno en el otro.

—Esas son cosas de adultos. No pienses en ello.

—Luego, no sé qué se han dicho porque mamá me ha pedido que abandonara la estancia… ¿Cree que seguiré viendo a mis primos?

—Seguro que sí. Tranquila.

A los pocos días, Serrano Súñer planteaba a Franco una cuestión de confianza con respecto al control de la prensa; un ultimátum inoportuno a su cuñado: «Si no domino la prensa, no quiero seguir en Exteriores». Franco volvió a oír su intención de dimitir y torció el gesto.

Esa misma noche, su mujer le contó la conversación que había mantenido con su hermana. Estaba afectada. Nunca habían cruzado palabras tan duras una con la otra y así se lo comentó a Franco cuando se quedaron a solas en el dormitorio.

—No habla por su boca sino por la de su marido —señaló Franco.

—Imagínate lo que he sufrido tratando de convencerla de que su marido la ha traicionado y ella, sin embargo, creyendo que todo es mentira.

—Si una persona traiciona a su mujer, no es de fiar. Puede traicionar a todos los demás.

—Por supuesto, la mujer es la persona que está más cerca del marido. —Carmen se santiguó y comenzó a rezar el rosario.

El 29 de agosto su amiga Pura Huétor le comunicó una noticia no por esperada menos impactante: «Sonsoles ha dado a luz». La información cayó como un terremoto en El Pardo: la marquesa de Llanzol acababa de dar a luz a una niña. En sociedad no se hablaba de otra cosa. A los pocos días era bautizada como Carmen Díez de Rivera. El marqués tuvo que salir al paso para cortar las habladurías que ponían en entredicho a su mujer.

A nivel político, Franco deseaba acabar con la crisis de Gobierno suscitada tras los sucesos de Begoña y decidió cesar al general Varela y al ministro de la Gobernación, Valentín Galarza. Cuando estaba firmando ambas destituciones, el subsecretario de la Presidencia, Luis Carrero Blanco, le dijo que sería una herida cerrada en falso si no destituía a su cuñado. Franco, sorprendido, se lo pensó durante unos segundos.

—Siendo el señor ministro el presidente de la Junta Política, debería cesar de su cargo en Exteriores —habló Carrero Blanco—. Si no fuera así, habría vencedores y vencidos. Así la Falange será vencedora en toda esta crisis.

—Me parece desproporcionado.

—Si continúa el señor ministro, los españoles creerán que el que manda aquí no es vuestra excelencia, sino Serrano Súñer.

Franco no siguió escuchando más y firmó el nuevo cese. Carrero Blanco eliminaba de la arena política a Serrano. Sabía que la primera que se alegraría sería Carmen Polo.

La caída de Serrano supuso una conmoción dentro del Gobierno y fuera de él. Nadie podía creer que Franco prescindiera de su cuñado. Fue sustituido por el general Jordana, viejo conocido de Franco; Varela, a su vez, por el general Carlos Asensio Cabanillas y Galarza por Blas Pérez González. Así se acababa con la crisis política y de paso se terminaba de un plumazo con la carrera política del Cuñadísimo, que se quedó frío al conocer la noticia por boca de Franco. Sin embargo, disimuló.

—He tomado una decisión difícil e importante. Voy a sustituirte.

—¡Se trata de eso! No tiene importancia. ¡Qué susto me habías dado!

—Ya veo que no te contraría mucho.

—Pero, por Dios, Paco, te lo he pedido ya en dos o tres ocasiones. De paso, aprovecharé para hablarte con total independencia de una serie de cosas para tu propio bien.

—Ahora no puedo escucharte. Tengo que despachar con Jordana. —Se puso a mirar en su mesa los papeles que no le gustaba que le tocara nadie. No estaba dispuesto a seguir prestándole atención.

—Desearía, por tu propio bien y el del país, que instalaras firmemente en tu cabeza la idea de que la mejor lealtad de un consejero no es la incondicional sino la crítica.

Salió del despacho dolido y con un cansancio infinito sobre sus espaldas. No entendía cómo prescindía de él cuando le había dedicado los mejores años de su vida. Jordana regresaba ahora al primer plano político.

A Franco le gustaba del nuevo ministro que fuera todo lo contrario a su cuñado: una persona muy reservada, muy callada y dispuesta a acatar sus órdenes. Por otra parte, Serrano, herido en su orgullo, se dio cuenta de que en El Pardo las cosas ya no volverían a ser iguales. Franco se negaba hasta hablar con él. Se sintió ofendido por este rechazo de su cuñado a dialogar con él.

Carmencita dejó de ver a sus primos. No preguntó por la decisión de su padre. Las dos familias seguirían coincidiendo en acontecimientos familiares, comuniones y bautizos. Pero ya nada sería igual.

La joven añoraba la presencia de José y Fernando porque eran quienes la mantenían informada de aquello que acontecía a nivel político. Sin embargo, su padre deseaba que ella no supiera nada y viviera ajena a todo lo que acontecía. De golpe le vinieron a la memoria los muchos juegos que habían compartido, las experiencias recientes durante la guerra. La imagen del cachorro de león, Bocho, que estaba unida a sus primos. Los juegos de piratas, las confidencias sobre todo lo que pasaba alrededor de ellos… Se quedó muy preocupada con todo lo que estaba pasando a nivel familiar, pero no se atrevió a comentarlo con su madre hasta que pasó tiempo. Intuía que cualquier cuestión sobre la tía Zita iba a molestarla y decidió no ahondar en las preocupaciones de su madre. Sin embargo, un día, sin querer, oyó una conversación entre Vicente Gil y Juanito, la persona de confianza que ayudaba a su padre a vestirse.

—¿Qué ha ocurrido para que las familias hayan dejado de hablarse? —preguntó Juanito.

—Serrano ha tenido un hijo con la famosa marquesa de Llanzol.

—¿Cómo dice?

—Ha tenido un hijo con una marquesa muy conocida en los ambientes sociales. Y cuentan que la niña es igual que él —lo dijo en tono confidencial—. Mira, se parece más esta niña a él que Pilar, la hija de Ramona Polo.

—A lo mejor no es verdad. Y son habladurías.

—Es una sospecha muy fundada. Además, la marquesa se encarga de que lo sepa todo el mundo.

—¡Vaya! Mejor no hacer muchos comentarios.

—En estas cosas hay que ser muy prudentes. No comente nada por favor.

—Esos asuntos es mejor no hablarlos. Por otro lado, al cesar su excelencia a su cuñado como ministro, las cosas se han torcido definitivamente entre las dos familias.

—Se rompió la confianza. Nada más.

Carmencita, que pretendía hablar con el médico, se dio la vuelta cuando oyó lo que acababan de decir. Habían dejado la puerta abierta y ella había alcanzado a escucharlo todo. Disimuló cuando Blanca la vio retirarse después de estar parada en la puerta del doctor.

—¿Qué haces?

—Nada, iba a pedir al doctor algo para un dolor de muela muy intenso que tengo, pero he visto que está con Juanito y no he querido molestar.

—¡Entra sin más!

—No, ya no. Me duele menos desde hace un rato.

—Todo es por no seguir estudiando solfeo. ¡Carmencita!

Durante días intentaron dar normalidad a su vida, pero la tensión se palpaba en el ambiente. Pilar Franco fue a comer al palacio. Lo solía hacer una vez por semana desde que se quedó viuda dos años después de acabar la guerra y se trasladó a vivir a Madrid. Le quedó una pensión de treinta y cinco pesetas al mes para sacar adelante a diez hijos. Los mayores ya hacían su vida fuera de la casa materna, pero no tuvo más remedio que ponerse a trabajar. En la comida, Carmen le dijo que se dejara ayudar.

—Yo le agradezco a Paco que haya querido asignarme una cantidad para vivir tranquila, pero prefiero trabajar. Me han ofrecido unos amigos un puesto de representación de tornillos.

—¿De tornillos? —le preguntó Franco.

—Bueno, es de carpintería metálica y sí, de tornillos.

—Pero ¿tú qué sabes de tornillos?

—Nada. Pero te aseguro que lo sabré todo en poco tiempo. ¡Menuda soy yo!

Pilar tenía mucho desparpajo y con su contestación hizo sonreír a todos.

—Si tu marido levantara la cabeza no se lo creería —comentó Carmen.

—¡Huy! Si levantara la cabeza se volvería a morir viéndome trabajar. Era un santo de comunión diaria. Cuando estaba destinado en Renfe venía a casa a las dos de la tarde sin haber desayunado para poder comulgar. Le enterré con la boina roja y un Cristo en la mano.

—Era un gran caballero y un señor —alcanzó a decir Franco.

—Se fue muy pronto. Demasiado pronto.

—La guerra le machacó mucho. Piensa que le pilló el alzamiento en Madrid con dos de mis hijos. La verdad es que Nicolás y tú me podíais haber avisado. Nos pilló completamente desprevenidos.

—Hablar por teléfono para decírtelo hubiera sido una temeridad.

—Ya imagino. En fin. Lo pasé muy mal entonces y ahora tampoco te creas que lo estoy pasando mucho mejor. Oye, esto que comemos ni es pote gallego ni es nada. El próximo día me vengo antes y me meto yo en la cocina para que comas uno de verdad, como los que nos hacía nuestra madre.

Franco esbozó algo parecido a una sonrisa.

—¿Es verdad lo que dicen por ahí que quieren casar a Pilar Primo de Rivera con Hitler? ¿Os habéis vuelto locos?

—Son cosas de Ernesto Giménez-Caballero —contestó Carmen—. Estuvo cenando en casa del ministro de Propaganda alemán, Goebbels, con su esposa y con sus hijos, y al parecer, en los postres, le sugirió que sería un gran acierto unir a Hitler con Pilar. Habló de su limpieza de sangre y de su profunda fe católica y, sobre todo, que arrastraría a todas las juventudes españolas.

—¿Y qué contestaron?

—Su esposa Magda le dijo sin tapujos que Hitler, por lo visto, tenía un balazo que le invalidaba para tener vida conyugal. Ya me entiendes —le dijo en tono confidencial.

—¿Y Eva Braun?

—Que era una careta de cara a la galería.

—A saber si fue una excusa para quitarle la idea descabellada de la cabeza.

—Bueno, Ernesto soñaba con un imperio católico español y veía a Pilar como emperatriz.

—¡Qué cosas, por Dios!

—Pues se lo ha dicho a Paco, a los embajadores y hasta al nuncio de su santidad.

Pilar se santiguó.

Carmencita se fue a su habitación con sus primas. Quería que le hablaran del guardiamarina.

—Ninín nos manda recuerdos para ti y esta carta para que la leas cuando no te vea nadie. No te quiere ocasionar más disgustos.

Le entregaron una carta que Carmencita inmediatamente guardó bajo llave en uno de los cajones de su mesilla.

—¿Quieres escribirle? Nosotras se la llevamos.

—No voy a escribirle cualquier cosa. Lo haré con tiempo y os acerco la carta un día de estos. ¿Sabéis? Me ha invitado Cayetana de la casa de Alba a su puesta de largo.

—¿Sí? ¿La hija del duque de Alba? ¿Qué te vas a poner?

—No me dejan ir. Dice mamá que hasta que no tenga mi puesta de largo el año que viene no podré asistir antes a ninguna otra.

—Pues qué fastidio —comentó una de sus primas.

—Sí, porque, además, no me dejan salir hasta que me presenten en sociedad. Dicen que no está bien visto. Voy contando los días, os podéis imaginar.

—¿Sabes que tiene muchos nombres? María del Rosario Cayetana Alfonsa Victoria Eugenia Francisca. Lo vi el otro día en un periódico. Y tiene más títulos que ningún otro noble en el mundo.

—Sí, es la hija de Jacobo Fitz-James Stuart, duque de Alba, embajador de España en Londres. Mi padre y él hablan un día sí y otro también. Tiene amistad con Churchill, con el que cena en la embajada. Al primer ministro inglés le encanta el cocinero que tienen.

—¿Hacen en Londres su presentación en sociedad?

—No, en el palacio de Dueñas, en Sevilla. Aprovecharán la Feria de Abril para que los invitados extranjeros puedan visitar la ciudad.

—¿Y tú no querrías ir?

—Me encantaría, pero no puedo. No me dejan.

Carmencita desconocía que su padre había sugerido al duque que la presentación en sociedad de Cayetana fuera conjunta con la de ella. A través del ministro Jordana le contestó al Caudillo: «Este acto va a ser un aquelarre monárquico y no creo que sea cómodo para su excelencia. Hay clases y clases, y este será un baile en el que se rendirá homenaje a don Juan». La niña nada sabía de estos temas que su madre trataba de hilar a su espalda.

—¿Qué tal te cae? —preguntó una de sus primas.

—La conozco de un par de veces. No sé. No parece que nos caigamos muy bien. Me da esa impresión.

—Ya irás a otras. No creo que te falten invitaciones precisamente a ti.

Carmencita les quiso dar una sorpresa y les pidió que la acompañaran a las cocheras del palacio. De repente, les enseñó el coche que le habían regalado: el último modelo de la casa Fiat. Un descapotable serie 1.100 de morro alto.

—Mirad qué regalo me ha hecho el general Gambara. Es una joya, ¿verdad?

—¡Qué bonito! Cuando tengas dieciocho podrás conducirlo.

—Tendré que obtener el carné y encima presentarme en sociedad. ¡Cuento los días!

Todas se sentaron en el descapotable mientras Carmencita ocupaba el lugar del conductor y hacía como que lo conducía.

—Viajaré a todas partes. Mi sueño es no parar de conocer países. Me encanta hacer y deshacer maletas.

—Bueno, tú tienes a quien lo haga por ti. Nosotras es otra cosa.

—Pensemos en hacer un viaje juntas.

—No creo que nos deje mamá. Tiene miedo de que nos movamos cien metros.

—¡Ojalá fuéramos mayores! ¡Estaríamos casadas y podríamos hacer todo lo que quisiéramos!

Asociaban la mayoría de edad y el matrimonio a la libertad de poder hacer cuanto quisieran.

Hubo que esperar unos meses para que Carmencita hiciera sus sueños realidad.

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