California

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V

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En la pared, detrás del ordenador, había pegados dos pósteres. Uno era de Lady Gaga, un primer plano en blanco y negro en el que la cantante aparecía con la boca muy abierta, como si estuviera gritándole a alguien. Tenía el pelo revuelto, los ojos intensamente delineados, y los labios —lo único que estaba en color en la fotografía— pintados de rojo sangre. A César no le gustaba Lady Gaga. Le desagradaba su procaz histrionismo y, aunque sabía que la imputación era infundada —él de joven había sentido simpatía por los Sex Pistols y no por eso se había hecho punki ni se había dejado arrastrar por las drogas—, no podía evitar asociar su irreverencia con la transmutación de Sofía. Además, las letras de sus canciones le parecían espurias, una mezcla cuidadosamente amasada de incoherencias y frases chocantes cuyo principal objetivo era escandalizar, pero no demasiado: lo justo para causar revuelo sin perder el favor de las compañías discográficas.

Quien sí le gustaba —y mucho— era Sting, el protagonista del otro póster. César, como tantos hombres y mujeres de su generación, había crecido escuchando a The Police. Se sabía su discografía de memoria y aún se emocionaba cuando ponían en la radio alguna de sus canciones. Tras la disolución del grupo, había seguido con lealtad la carrera de Sting en solitario. Su admiración era tan notoria, que raro era el cumpleaños que no recibía algún regalo relacionado con su música: un ejemplar dedicado de Outlandos d’Amour, una camiseta de la gira de Brand New Day, un single de «So Lonely» —su canción favorita— imposible de encontrar en las tiendas. Sting formaba parte de su vida —como los Lakers de Los Ángeles, su amado equipo de baloncesto, o los cómics de la Marvel, en especial los de Daredevil, que leía y releía desde la infancia— y le agradaba que lo hiciera también de la de Sofía. Aquel póster era para él mucho más que el retrato de un icono del rock. Aquella fotografía de Sting en camiseta de tirantes, tocando el bajo y cantando con la boca pegada al micrófono, era un vínculo, el precario hilo que lo mantenía ligado a su hija. Pero, sobre todo, era un motivo de esperanza.

Durante los últimos meses, Sofía se había esforzado en borrar todo rastro visible de su inocencia. Había empezado por los pijamas de Hello Kitty y Minnie Mouse, que tras muchas discusiones con Mercedes había sustituido por unos conjuntos de pantalón corto y camiseta ajustada que le hacían parecer lo que todavía no era: una mujer hecha y derecha. A continuación, de una forma implacable y sistemática, se había ido deshaciendo de los cuadernos de dibujos infantiles, de las ceras de colores, del viejo tutú de ballet, de los libros de Kika Superbruja y Tea Stilton, de la cocina de juguete que guardaba desde siempre en un rincón del ropero. Las purgas contra su propia niñez habían terminado el último verano, al poco de regresar de las vacaciones familiares en California. Una mañana de sábado, mientras el resto de la familia desayunaba, había aparecido en la cocina tirando de una bolsa grande de plástico transparente. En su interior, apretadas unas contra otras como cadáveres en una fosa común, se amontonaban todas las muñecas que había poseído en su vida. Allí estaban las Barbies, los Nenucos, las Barriguitas, las Bratz, las Nancys, los Kens, las figuras anónimas que César le había traído de sus viajes. Un amasijo espeluznante de ojos abiertos y miembros enredados que impuso el silencio en la cocina e hizo que a Martín se le cayera la cuchara en el cuenco de los cereales. «Voy a llevar esto a Cáritas, ahora vuelvo», dijo Sofía con una determinación sosegada, que no admitía réplica. «Acabo de desayunar y te ayudo, hija», ofreció César, mirando fugazmente a Mercedes. Pero Sofía no pareció oírle. Agarró la bolsa por la embocadura, se la echó al hombro y desapareció por el pasillo. Una semana después, libre por fin de los residuos de la infancia, pegó en la pared de su habitación el póster de Lady Gaga, y al cabo de unos días, como si se tratara de una ocurrencia tardía, el de Sting. La primera vez que César lo vio, durante una de sus visitas de buenas noches, no supo bien cómo interpretarlo. Pocos adolescentes sabían quién era Sting, y los que lo sabían no albergaban una idea clara de sus logros. Lo consideraban una especie de dinosaurio, un superviviente de un pasado oscuro que cada cierto tiempo lanzaba al mercado un manojo de canciones abstrusas. Si Sofía lo conocía mejor, era por su padre, a quien ahora solo hablaba en monosílabos y de quien llevaba meses distanciándose. ¿Por qué, entonces, ese homenaje a sus gustos musicales? ¿Por qué complacerlo en eso cuando en todo lo demás parecía decidida a darle la espalda? Al principio César pensó que, colocando a Sting junto a Lady Gaga, lo que su hija pretendía era desafiarlo, poner de relieve el abismo que los separaba. Dejó de pensarlo cuando cayó en la cuenta de que aquel póster no tenía nada que ver con él. Sofía no lo había pegado allí para retarlo, ni para poner de relieve ningún abismo, sino porque, por extraño y anacrónico que pudiera parecer, le gustaba Sting de verdad. Solo eso podía explicar la devoción con que cantaba sus letras por la casa cuando creía que nadie la oía. Pese a su desapego, pese al vuelco hostil que había dado su carácter, se emocionaba escuchando las mismas canciones que durante más de dos décadas habían emocionado a su padre. Aquella preferencia común, compartida contra toda lógica, era más fuerte que los trastornos de la adolescencia. Eso hizo que César concibiera la esperanza de que algún día Sofía —su Sofía— volvería de la niebla.

—¿Qué oías? —dijo, señalando hacia el reproductor de música.

—«Every Breath You Take» —respondió Sofía en su inglés idiosincrásico, una personal mixtura de vocablos anglosajones y acentos castellanos que le reportaba dieces en el colegio y hacía sonreír cada verano a sus familiares del valle de Napa.

—¿Te he contado que la primera vez que besé a tu madre fue oyendo esa canción?

Sofía alzó las cejas, una excepcional muestra de interés, teniendo en cuenta las circunstancias.

—Estábamos en Valladolid, en una discoteca. Boggie, creo que se llamaba.

—¿Tú y mamá en una discoteca? —dijo Sofía con soma.

—Pues sí. Llevábamos muy poco tiempo saliendo. ¿Aún se dice así?

—El qué.

—Salir.

—Claro. ¿Cómo se va a decir, si no?

—No sé, hija. Lo mismo ahora se decía de otra forma. Bueno, a lo que iba, yo era un chaval muy tímido.

—Ya —dijo Sofía, y emitió un leve gruñido de incredulidad.

César dudó un instante, turbado por la inferencia lógica de esa reacción: si Sofía se negaba a creer que su padre había sido tímido, era porque a los muchachos con los que se relacionaba les sobraba audacia.

—En serio —prosiguió—. Fíjate si era tímido, que ya habíamos estado allí un par veces y todavía no me había atrevido a sacarla a bailar. En cuanto empezaban los lentos, me bloqueaba. Me quedaba tieso como un pasmarote.

Le habría gustado preguntar si los chicos aún sacaban a bailar a las chicas. Si seguían poniendo lentos en las discotecas. Si aún era popular entre las adolescentes la granadina con piña. Pero se limitó a sonreír con tristeza. Se habían vuelto las tornas, pensó. De pronto Sofía era la adulta, la que sabía cómo funcionaba el mundo, y él el púber desnortado. Alzó la vista y se topó de lleno con el rostro vociferante de Lady Gaga. Era a él a quien gritaba, no había duda, y su grito airado era también el de Sofía. ¡Vete de una vez!, clamaba. ¡Aquí no pintas nada! César percibió de nuevo el insidioso rumor de la jaqueca: una marea tibia, vibrante, meciéndose como un mar inquieto en las cavidades del cráneo. Una vez más, deseó que el taburete se viniera abajo. Deseó caer al suelo con un crujido de maderas rotas y perderse con Sofía en una risotada catártica.

—Entonces pusieron «Every Breath You Take» —acertó a decir, sacando aplomo de la memoria—, y no solo bailé con ella, sino que la besé en medio de la pista, delante de todo el mundo. Imagínate. Casi le da algo a la pobre, ya sabes lo vergonzosa que es.

—Qué bonito —dijo Sofía.

—A que sí —convino César, incapaz de elucidar si el comentario era sincero o si, por el contrario, se trataba de un dardo mordaz.

Sofía arqueó de nuevo las cejas, pero esta vez no había curiosidad en el gesto, solo impaciencia. Era el mohín de un superior que, tras despachar un asunto rutinario, quiere quitarse de encima a un subalterno molesto. ¿Algo más?, parecía preguntar Sofía con aquella mueca displicente. ¿Puedo seguir con mis cosas?

—En fin, hija. Buenas noches —dijo César y, apoyando las manos en las rodillas, se levantó del taburete.

Desde el cambio —desde que dejó de ser quien había sido—, Sofía no aceptaba de César ninguna muestra de afecto. Sacudía la cabeza cada vez que él intentaba acariciarle el cabello. Se escabullía cuando, al ir caminando por la calle, posaba la mano en su hombro. Con una obstinación indómita, rayana en la crueldad, rechazaba sus abrazos y sus mimos de padre benévolo. Esa misma mañana, al llegar al colegio, se había bajado a toda prisa del coche solo para evitar que la besara. A César le dolía tanta aspereza. Como todos los O’Malley, era un hombre cariñoso, acostumbrado a manifestar sus apegos, en especial los familiares, a través del contacto físico. Privado del lenguaje del cuerpo, de la gramática táctil de la ternura, se sentía mudo ante su hija. Echó a andar hacia la puerta y, de pronto, se detuvo. Sintió que, dijera lo que dijera la psicóloga, la estaba perdiendo. Con una certeza inapelable, surgida del amor y del miedo, supo que si salía de la habitación sin mostrarle su cariño, sin hacerle ver que la quería, ya no la recuperaría jamás. Vaciló un instante. Luego se volvió, se acercó a ella y, cogiéndola suavemente por los hombros, se agachó para besarla. Esperaba la resistencia habitual, pero lo que se encontró fue aun peor: una pasividad absoluta.

—Te quiero, hija —susurró, y tocó su frente con los labios.

Se alejó turbado, percibiendo tras los ojos y en la cara interior de las sienes el retomo del dolor. Una vez en la puerta, se volvió de nuevo. Sofía se había puesto los auriculares y, con el cuello inclinado hacia delante, leía algo en la pantalla del ordenador.

—¿Cierro? —dijo César, pero Sofía no le oyó; había regresado a sus brumas.

En el pasillo lo alcanzó la sed. Había cenado carne —jamón ibérico y un solomillo de ternera al roquefort— y tenía la boca seca. Decidió atender primero esa necesidad.

Luego buscaría un calmante para la jaqueca en los cajones del baño pequeño. Cruzó el pasillo y pulsó el interruptor de la cocina. Los tubos fluorescentes se despertaron con un quejido irritado. Parpadearon varias veces, como si les costara trabajo enfrentarse a la vigilia. Por fin, se encendieron del todo. César rodeó la barra de mármol blanco que dividía en dos la cocina, sacó un vaso de un armario y lo llenó con agua del grifo. Se disponía a beber cuando oyó pasos a su espalda. Se dio la vuelta sobresaltado. Al hacerlo, parte del agua rebasó el borde del vaso y se precipitó contra el suelo de cerámica con un chapoteo remoto. Al otro lado de la barra estaba Mercedes. Llevaba puesto un pijama azul pálido con cuatro botones rojos que, bajo la luz imprecisa de los fluorescentes, semejaban cuatro orificios de bala. Tenía el pelo recogido con una goma y los brazos caídos, como si sus manos, invisibles para César desde su posición, sostuvieran sendas maletas pesadas.

—Hola, cariño, me has asustado —dijo César.

Mercedes no dijo nada. Se limitó a mirarlo con una tristeza honda y descolorida.

—Amor, ¿estás bien? ¿Ha pasado algo?

Muy lentamente, Mercedes alzó una mano. De ella, sujeto con un asa de nailon, pendía el neceser de César. Lo depositó con cuidado sobre la barra. Abrió la cremallera, extrajo del interior dos preservativos —dos fundas de color plata, unidas entre sí por una costura dentada—, y con un ligero movimiento de la muñeca los arrojó sobre la superficie de mármol blanco. Tras varios segundos eternos —antes de que César supiera qué decir o qué hacer con el vaso de agua—, rompió a llorar en silencio.

 

 

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