California

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quellos —los del colegio— fueron para casi todos nosotros años sexualmente opacos, marcados por una virginidad claustrofóbica. Y no es que nos faltara información. Es de justicia decir que, en materia de pedagogía sexual, los jesuitas iban por delante de su tiempo. Por medio de diapositivas —filminas, se llamaban entonces— nos explicaban las diferencias entre el cuerpo del hombre y el de la mujer, nos mostraban los mecanismos del aparato reproductor, nos hablaban del ciclo menstrual, del método Ogino y, para nuestro torpe regocijo, de las erecciones. Incluso nos daban consejos para, cuando llegase el momento, llevar una vida sexual saludable. Es imposible no sonreír ante la comicidad de aquellas sesiones: un puñado de hombres célibes revelando los misterios del sexo a unos pipiolos que solo habían visto a una mujer desnuda en dibujos o, los más audaces, en las páginas de algún Interviú.

En séptimo de EGB tenía lugar la visita al padre Tobías. Te llamaba a su despacho cuando menos lo esperabas —a mí me llamó en plena clase de Religión, mientras el hermano Samuel comentaba la parábola de los talentos— y tras un largo circunloquio, del que nadie sacó jamás nada en limpio, dibujaba un pene de tiza en una pizarrita que tenía sobre el escritorio y te preguntaba si ya habías empezado a masturbarte. Los que respondían que sí —César O’Malley entre ellos— eran piadosamente reconvenidos. La masturbación atentaba contra el sexto mandamiento —les advertía el padre Tobías en el mismo tono eclesiástico que usaba para decir misa— y convertía a quienes la practicaban en muchachos taciturnos, egoístas y plagados de granos. En casos extremos —y aquí el padre Tobías entornaba los ojos y alzaba la cara hacia el techo, como pidiendo a Dios que tal cosa no ocurriera en su rebaño—, conducía a la ceguera. A los que contestábamos que no, nos trataba con más benevolencia. Al no poder amonestamos por algo que no habíamos hecho, se limitaba a explicar por encima los rudimentos del onanismo y a exhortamos a preservar nuestra pureza. Tanto unos como otros ignorábamos sus sermones. Los primeros —los onanistas confesos— se mantenían fieles a su hábito. A los segundos —los bisoños— nos faltaba el tiempo para poner en práctica las enseñanzas recibidas. Ni unos ni otros supimos nunca qué función desempeñaba en aquellas charlas el pene de tiza.

El tercer pilar de nuestra educación sexual eran las tutorías de grupo. Había dos al mes y su finalidad real era poner sobre la mesa las inquietudes generales de cada sección, pero casi siempre, sobre todo a partir de octavo de EGB, se usaban para disipar dudas de sexo. ¿Para qué sirve meter la lengua cuando se besa? ¿Cuánto mide un pene normal? ¿Los ancianos lo hacen? ¿Por qué las chicas no se bañan en la piscina cuando tienen la regla? Los tutores salían del paso como podían, pero lo cierto es que no todos estaban capacitados para satisfacer con solvencia nuestra curiosidad. El fracaso más sonado lo protagonizó en segundo de BUP la pudorosa señorita Fuencisla, durante una tutoría con la sección D, la de César. Incapaz por su carácter recatado de entablar un diálogo abierto sobre unas cuestiones tan íntimas —la señorita Fuencisla había sido monja y vivía una vida monástica en compañía de una hermana suya—, propuso a sus tutorandos que le entregaran las dudas escritas en un trozo de papel. Ella las leería y, tras una breve consideración, daría respuesta a las más pertinentes. Nada de lo que había aprendido en sus treinta años de maestra entregada la había preparado para lo que sucedió a continuación. El anonimato y la ignorancia espolearon la osadía de los chicos. Con malicia —con un deseo evidente de escandalizarla y de mofarse de su decoro—, pero también, al no saber bien de lo que hablaban, sin una conciencia plena de hasta qué punto estaban siendo procaces, como quien dice palabrotas recién aprendidas en un idioma extranjero, dejaron sobre su mesa un desvergonzado catálogo de preguntas escabrosas. ¿A qué sabe el semen? ¿Es cierto que los negros la tienen más grande? ¿Cuántos penes caben en una vagina? ¿Puede un hombre dejar embarazada a una vaca? ¿Es verdad que las mujeres sangran porque por algún sitio les tiene que salir el mal carácter? A medida que leía, el rostro de la señorita Fuencisla fue palideciendo hasta quedar convertido en una careta de yeso. Tragó saliva y miró a sus alumnos con las pupilas húmedas. «Si yo estuviera casada, o si hubiera llevado otra vida —dijo al cabo de unos segundos, cuando el labio inferior le paró de temblar—, podría contestar todo esto con pelos y señales...» No la dejaron terminar. Al oír la palabra «pelos», la clase en bloque prorrumpió en una carcajada estentórea, que hizo que la señorita Fuencisla se echara a llorar y abandonara el aula con la cara entre las manos.

A excepción de los bisoños —los que descubrimos la masturbación gracias a las charlas del padre Tobías—, no creo que nadie aprendiera nada útil sobre el sexo en las aulas del colegio San José. Por muy avanzadas que fueran para la época las enseñanzas de los jesuitas, la sexualidad que se nos presentaba en las proyecciones de filminas y en las tutorías quincenales era una sexualidad científica, de libro de texto, tan alejada de nuestra cotidianidad como el teorema de Pitágoras o los afluentes del Danubio. Era, además, una sexualidad para dos, de pareja, lo cual no dejaba de ser chocante en un colegio que, desde su fundación, solo admitía a varones. Esa segregación tuvo en nosotros un efecto nocivo. Puede que ayudase a forjar amistades más recias, como sostienen con orgullo algunos de mis antiguos condiscípulos, pero no me cabe duda de que, en lo que respecta a nuestra relación con las mujeres, nos dejó emocionalmente escorados. No es que no hubiera chicas en nuestras vidas. Todas las mañanas, de once a once y media, confluían en la plaza de Santa Cruz nuestro recreo y el de tres colegios femeninos: las Carmelitas, la Enseñanza y las Jesuitinas. Emergíamos del portón del patio como pájaros desenjaulados y corríamos desmayados de hambre a comprar un bocadillo de tortilla en el bar Sanjo o en la Casa de Galicia. Luego formábamos corros bajo los plátanos y, fingiendo indolencia mientras comíamos, observábamos de reojo cómo las chicas iban ocupando la plaza con sus risas y sus uniformes de faldas plisadas. La naturaleza no tardó en hacerse cargo de las cosas. Los más arrojados hicieron saltar la chispa de las primeras conversaciones. Los corros se abrieron. Poco a poco se crearon pandillas y, a partir de segundo de BUP, los breves encuentros matinales se complementaron con otros más largos los viernes y los sábados por la tarde, por lo general en la sesión juvenil de la discoteca Caifás o en los humosos pubs de las zonas de Poniente, Cantarranas o El Cuadro. De modo que sí hubo chicas en nuestra adolescencia, pero la relación que tuvimos con ellas no fue todo lo espontánea que habría cabido esperar. La masculinidad forzosa del colegio nos impedía verlas como criaturas comunes. Al no formar parte de nuestra experiencia ordinaria —no íbamos a clase con ellas, no hacíamos deporte juntos, no venían a casa a hacer los deberes—, nunca aprendimos a tratarlas con franqueza. Eran para nosotros un espejismo foráneo, una ilusión traslúcida, enfundada en una otredad sin vuelta de hoja. Nos gustaban, pero al mismo tiempo recelábamos de ellas. Nos atraían, pero también nos daban miedo. Nuestra incomodidad salió penosamente a la luz en COU, cuando el colegio abrió la mano y, por fin, se hizo mixto. Aún recuerdo nuestro pasmo al entrar en el aula el primer día de clase y ver a seis chicas sentadas en nuestros pupitres. Las recibimos con una amabilidad cohibida, que con el paso de los meses solo unos pocos supieron convertir en una camaradería legítima. El resto nunca dejamos de sentir hacia ellas una pulsión contradictoria, que nos turbaba y nos impedía bajar la guardia en su presencia.

Por supuesto hubo chicos que llegaron al final del camino, a lo que nuestros profesores, con una naturalidad algo forzada, denominaban el acto sexual o —los más técnicos— el coito. Pero eso era poco frecuente. Lo normal, lo que casi todos nosotros tuvimos entre los catorce y los dieciocho años, fue una sexualidad embridada y anhelante, hecha de paseos lánguidos, largas tardes de Coca-Cola y pipas y, si había suerte, ansiosos hartazgos de besos y tocamientos sobre la blusa en la protectora penumbra de algún pub. Después de cada cita volvíamos a casa con los labios en carne viva, poseídos por un ardor palpitante que solo se podía aliviar poniendo en práctica las enseñanzas del padre Tobías. Esa situación —la sed nunca aplacada— nos sumía en un estado de atolondrada efervescencia erótica y nos impulsaba a hacer cosas que, en otras circunstancias, jamás se nos habrían ocurrido. Como la excursión a Simancas de César O’Malley y sus amigos del equipo de baloncesto.

Fue en abril del ochenta y tres, varios meses después de que nuestra hermandad se extinguiera. Un mediodía de jueves, al acabar de entrenar, Fede Santoña le dijo al equipo que había en Simancas una chica que por cien pesetas —la mitad de lo que costaba el cine— se dejaba tocar los pechos.

—¿Está buena? —preguntó alguien.

Caminaban hacia el portón del patio en una formación deslavazada, pasándose el balón unos a otros.

—Hombre, no es Brooke Shields, pero tampoco está mal. Yo voy a ir a verla el sábado. ¿Quién se apunta?

Fede Santoña salía desde enero con Susana Rojo, una alumna de las Jesuitinas famosa en nuestro curso por sus andares de antílope y sus ojos azul Prusia. Al resto del equipo la muchacha les parecía un sueño, pero Fede Santoña no paraba de quejarse de ella y de tildarla de mojigata. Después de tres meses de relación, se lamentaba, la muy estrecha seguía sin dejarle besarla en la boca.

—No sé vosotros, pero yo no pienso estar a dos velas toda la vida —añadió, deslizándose por la nariz los dedos corazón e índice, y los demás se rieron.

El primero en apuntarse fue Manu Robledo, el sátiro oficial del equipo. Según confesión propia, había comenzado a masturbarse a los nueve años —tres antes de que el padre Tobías lo llamara a su despacho— y desde entonces no pensaba más que en el sexo. Encima del armario de su habitación, fuera del alcance de la aspiradora y el plumero matemos, guardaba una manoseada colección de revistas pornográficas, un vasto y satinado escaparate de la carnalidad que, junto a prácticas más o menos comunes, incluía perversiones como la zoofilia —fue Manu quien le preguntó a la señorita Fuencisla si un hombre podía preñar a una vaca— o el sadomasoquismo. Pese a sus ansias por dejar de ser virgen, o quizás debido a ellas, lo más cerca que había estado de unos pechos de tres dimensiones había sido un año antes en la sala de urgencias del hospital Río Hortega, cuando una joven enfermera, con un uniforme más escotado de lo que dictaban la profesionalidad y el buen juicio, se inclinó sobre él para vendarle un tobillo lastimado en un partido contra los Maristas. Dadas su desaforada libido y su total falta de encanto —era poco agraciado y de una timidez rayana en el mutismo—, Manu Robledo no podía permitirse desaprovechar una ocasión como la de Simancas, aunque le costara cien pesetas. Antes de llegar al portón, se apuntaron también Ciro Peláez —el pivot del equipo— y Sebas Redondo —el base—.

—Por probar —dijo Sebas con una indiferencia fingida.

—¿Y tú qué dices, O’Malley? —preguntó entonces Fede Santoña.

César se encogió de hombros.

—Venga, hombre, anímate.

Estaban ya en la calle, a punto de dispersarse. Era la hora de comer y la plaza de Santa Cruz reposaba en un silencio de asfalto y hojas verdes. El aire era un paño terso, impregnado de los seminales efluvios de la flor de los castaños.

—No sé —dijo César.

El plan le parecía un disparate: ir hasta Simancas en compañía de un sátiro en celo para tocarle los pechos a una desconocida. Pero también tenía curiosidad. Quería ponerle cara a esa chica que ya desde tan joven le alquilaba su piel a cualquiera.

—Te apuntas o qué —insistió Fede Santoña.

César frunció los labios y negó varias veces con la cabeza, como si no acabara de creer la decisión que había tomado. Luego, ajustando la correa de la bolsa de deporte, dijo:

—¿A qué hora?

El sábado amaneció despejado y frío. No tan frío como en invierno, cuando el aliento se helaba al salir de la boca, pero lo bastante como para que no sobrara la trenca. A las once, cuando César y los demás se encontraron en la plaza de Zorrilla, el sol era un mero reventón de luz, blanco y remoto, sin fuerza para calentar nada. El autobús no llegaba hasta las once y cuarto, así que mataron el tiempo mirando el escaparate de Avícola Guerra, una tienda de mascotas que había en la plaza. En él, metidos en jaulas y en urnas de plástico, había periquitos, hámsteres, jilgueros, cachorros de perro, canarios, gatos y pollitos de colores, todos ellos absortos en sus rutinas de preso: saltar de un palo a otro, lamerse, hacer girar la rueda, afilarse el pico con un hueso de jibia. Todos menos un cachorro de pastor alemán que, en vez de jugar con sus compañeros o de revolcarse en el lecho de tiras de papel de periódico, miraba hacia la calle con una expresión abatida.

—¿Tú también quieres tocarle las tetas a Davinia? —dijo Fede Santoña alterando la voz, como si le hablara a un bebé, e imitó con una mueca la tristeza del perro.

El grupo se echó a reír. Iban vestidos de domingo —bien peinados, con los mocasines brillantes, cubiertos de Atkinsons y Varón Dandy—, como si, más que manosear a una chica en Simancas, su intención aquella mañana fuera ir a misa de doce en la cercana iglesia de San Ildefonso.

Cuando llegó el autobús se subieron a él bromeando, tratando de ocultar su nerviosismo incipiente bajo una hilaridad demasiado ruidosa. Iba casi lleno y no pudieron sentarse juntos. Fede Santoña, Sebas Redondo y Ciro Peláez se sentaron al fondo. Manu Robledo encontró un sitio libre al lado de una anciana teñida de rubio que llevaba sobre el regazo una cajita de dulces atada con un cordel. Por un instante, César consideró quedarse de pie junto a la puerta, pero el trayecto era largo —unos cuarenta y cinco minutos— y al final se sentó delante de la anciana, quien le dirigió una sonrisa afable. No le habría sonreído igual, pensó César con desmayo, si hubiera conocido el porqué de aquel viaje. Hacía un rato que se sentía incómodo. Empezaba a pensar que se había equivocado, que la curiosidad por conocer a Davinia no compensaba la sordidez de aquella aventura. Miró a través de la ventanilla. Al otro lado de la carretera, en el centro de la plaza, se alzaba sobre un alto pedestal la estatua de bronce del escritor José Zorrilla. En una mano sostenía un libro abierto. La otra la tenía ligeramente alzada, como si estuviera recitando un poema. Sobre los hombros, sobre el brazo a medio extender, sobre la frente y los ondulados cabellos se acumulaban como nieve sucia los excrementos de las palomas.

El autobús se puso en marcha con un temblor de cristales. Avanzó despacio por el paseo de Zorrilla, cogiendo y descargando gente, perforando la mañana con sus resoplidos neumáticos. En La Rubia, donde el paseo y la ciudad se acababan, dejó a la izquierda los solares de la feria —en esa época del año una pura soledad de polvo y vientos cruzados—, enfiló el camino viejo de Simancas y, aumentando la velocidad, atravesó un paisaje confuso, hecho de parches de tierra inerte, almendros sin flores, racimos de casas molineras y huertas atendidas por hombres y mujeres encorvados. Se bajaron en la parada del camping. Faltaban casi dos meses para que abriera y a través de la verja metálica se apreciaban los efectos del desuso: la moqueta de hojas secas, la piscina vacía, varios columpios rotos. Rodearon la verja y cruzaron en fila india el puente romano, arrimándose al pretil para dejar que pasaran los coches. El río bajaba alto porque, pese al sol de los últimos días, estaba siendo un abril lluvioso. Venía autoritario y turbio, henchido de basura y residuos vegetales. Al llegar a la otra orilla, Fede Santoña se adelantó varios pasos y guió al grupo por un camino que corría paralelo al río, entre el estruendo de la presa y los cascarones invernales de dos chiringuitos de verano. Ascendieron en silencio por una empinada calzada de cemento. Cien metros más arriba, cerca ya del centro del pueblo, Fede Santoña se detuvo ante una casa abandonada. Tenía las ventanas tapadas con tablas y ladrillos. El canalón del tejado se había desprendido y se balanceaba como un brazo exangüe a merced de la brisa. Sobre la fachada de piedra, difuminada aquí y allá por los lametazos de la intemperie, había una pintada de color amarillo que decía: «Algún día será tarde. Después no te quejes».

—¿Es aquí? —preguntó Sebas Redondo con desaliento.

En el aire, entreverado en los soplos de aire bruñido, flotaba un olor a estiércol y leña quemada.

—¿Qué esperabas, el Ritz? —dijo Fede Santoña algo molesto y, abriendo de un empujón la puerta de madera descascarada, entró en la casa.

Los demás se quedaron indecisos en la calle, mirándose unos a otros con desconcierto. La euforia inicial había perdido fuelle durante el viaje. Al poco de ponerse en marcha, se había apoderado de ellos un silencio absorto, plagado de dudas y reconsideraciones. Ahora, enfrentados al abismo que se imponía entre la realidad y sus deseos —nadie esperaba el Ritz, pero tampoco un escenario tan mísero—, lo único que querían era dar media vuelta y marcharse. Pero ninguno lo hizo, ni siquiera César, que no se podía quitar de la cabeza la sonrisa de la anciana teñida de rubio.

—Bueno, ¿entramos o qué? —dijo Manu Robledo, alzando a la vez los hombros y las palmas de las manos—. No hemos venido hasta aquí para quedamos en la puerta.

Sin esperar contestación, echó a andar y desapareció en el umbral oscuro. Los demás volvieron a mirarse y, sin decir palabra, lo siguieron.

La única fuente de luz que había en la planta baja era un ventanuco ubicado al final del pasillo. La claridad que se colaba por él bastaba para hacer discernibles las cosas, pero no para derrotar la penumbra. A cada lado del pasillo se abría una estancia. La de la izquierda la ocupaba casi por completo la herrumbrosa osamenta de una cama de matrimonio. Junto a ella, encajada en un rincón, había una mesa sobre la que se apilaban frascos y envases de medicinas cubiertos de polvo. En la estancia de la derecha no había muebles: solo, tiradas de cualquier manera, dos escuálidas pantuflas de cuadros y una sartén oxidada tan llena de churretes de mugre que, más que un utensilio culinario, parecía el cadáver de una alimaña prehistórica. Olía a humedad, a abandono, a orín. Fede Santoña ascendió por unas quejosas escaleras de madera. Los demás fueron tras él con precaución, haciendo lo posible para no entrar en contacto con aquel tugurio siniestro. Arriba, de pie en el centro de una habitación desolada, los esperaba Davinia. Fede Santoña ya les había avisado de que la chica no era gran cosa, pero ninguno se la había imaginado tan desalentadoramente común. Aunque era de la misma edad que ellos, su escasa estatura —no debía de llegar al metro cincuenta— hacía que pareciese más joven. Tenía el pelo castaño, lacio, recogido en una cola de caballo que dejaba a la vista unas orejas pequeñas y algo separadas de la cabeza. Iba en vaqueros, con unos náuticos verdes y un anorak de plumas azul tan abultado, que impedía adivinar las formas de su cuerpo, incluidas las que ellos habían venido a palpar aquel día. Pero lo que más les sorprendió fue que llevara gafas: no las gafas sensuales que usaban las modelos de las revistas de Manu Robledo para disfrazarse de maestras o enfermeras lúbricas, sino irnos anteojos sin gracia, de montura metálica y lentes muy grandes, que no le habrían sentado bien ni a Brooke Shields. Parecía una colegiala aplicada, no una ninfa lasciva.

—Llegáis tarde —dijo con una voz anodina y, al mismo tiempo, apremiante.

Tras ella, en el suelo de tablas, yacía un colchón cuajado de lamparones, quizás, a juzgar por su tamaño, el que le faltaba al armazón de la planta baja. Sobre él descansaban una blusa blanca —limpia y pulcramente tendida— y una roñosa almohada sin funda. La ventana estaba tapiada, pero alguien había abierto un boquete en los ladrillos por el que se derramaba una cascada de claridad fría. Insertada en el borde de madera de uno de los cristales, coincidiendo con el ojo de luz, había una radiografía de un brazo roto. La fractura del radio era nítida, como la de un lapicero partido.

—El autobús... —empezó a explicar Fede Santoña, pero a Davinia no le interesaban sus excusas: solo quería constatar el hecho de su demora.

—De uno en uno —lo interrumpió, obviando las presentaciones—. Y los demás que esperen abajo.

Con los nervios y la perplejidad de la llegada, no se les había ocurrido establecer un orden de turnos. Lo hicieron allí mismo, delante de ella, como si su discusión no le incumbiese. Acordaron que Fede Santoña sería el primero. Al fin y al cabo, convinieron todos, él era el promotor de aquella visita. Luego subiría Manu Robledo —el más ávido del grupo—, y detrás de él Sebas Redondo, Ciro Peláez y, por último, César.

Todos los turnos transcurrieron sin incidentes menos el de Manu Robledo. No llevaba arriba ni un minuto cuando los que esperaban oyeron gritar a Davinia. «¡No!», exclamó con rotundidad, como quien reprende a un niño díscolo. Tras unos instantes de quietud, su voz se alzó de nuevo, esta vez llena de alarma: «¡He dicho que no!». Fede Santoña hizo ademán de enfilar la escalera, pero no le dio tiempo. Antes de alcanzar el primer peldaño, se oyó el bofetón, el inconfundible estallido de una palma abierta al chocar contra una mejilla desprevenida. Luego apareció Manu Robledo, medio encogido, renegando entre dientes, tapándose el carrillo herido con la mano mientras descendía a trompicones la escalera.

El turno de César fue más calmado, pero no menos traumático. Se plantó ante Davinia con un nudo en la garganta, convencido de que estaba cometiendo un error. No quería estar ahí, en aquel cubil inmundo, delante de aquella meretriz en ciernes, pero había algo que le impedía irse, algo hondo, innombrable, que le ofuscaba el ánimo y le hacía dudar de sí mismo.

—¿Eres tú? —preguntó para ganar tiempo, señalando con la barbilla hacia la radiografía del brazo roto.

Davinia lo miró con curiosidad.

—Ven —dijo y, alargando ambos brazos hacia él, esbozó una sonrisa impúdica.

César apartó los ojos y descubrió, colgado de una pared agrietada, un cuadro que antes no había visto. Era una escena de caza inglesa: varios hombres a caballo, vestidos con pantalones blancos y chaquetas rojas, perseguían zorros con la ayuda de una jauría de perros a través de un paisaje lóbrego y exuberante. Cuando devolvió su atención a Davinia, esta se había bajado la cremallera del anorak para dejar al aire dos pechos menudos, de una blancura lechosa, coronados por unos pezones tan tímidos que podrían haber pasado por lunares.

—¿Qué te parecen?

Sin esperar respuesta, tomó la mano de César y la atrajo hacia su piel desnuda. César no deseaba tocarla, pero fue incapaz de oponer resistencia. No le atraía en absoluto aquella muchacha desvergonzada e insulsa, pero, al sentir el tacto de sus pechos, notó cómo un hálito de fuego le inflamaba el rostro, las orejas, las entrañas.

—Mira que estás bueno —dijo Davinia.

Con una firmeza tierna, de amante con tablas, condujo la mano de César a lo largo de su abdomen hasta la cinturilla de los vaqueros.

—Yo a ti te dejo que me toques lo que quieras —dijo, alterando el gesto en una mueca voluptuosa, y movió su mano libre en dirección a la entrepierna de César.

Turbado, dividido por las fuerzas discrepantes del miedo, la decencia y el instinto, César se apartó de golpe y echó a andar hacia las escaleras.

—Me debes veinte duros, guapo —dijo Davinia, súbitamente molesta, abrochándose de un tirón la cremallera del anorak.

César sacó del bolsillo dos monedas de cincuenta pesetas. Al dárselas a Davinia, su mirada se topó de nuevo con la radiografía. Vio el hueso blanco, fluorescente, retroiluminado por el sol límpido del mediodía, y creyó oír el chasquido de la fractura.

—Maricón —dijo Davinia sin ninguna inflexión de voz.

César se quedó helado, no porque le ofendiera el insulto —estaba demasiado aturdido para eso—, sino porque de pronto se dio cuenta de que el chasquido era real, de que algo se había roto en su interior. Se imaginó a sí mismo radiografiado, astillado por dentro, prendido como un póster a aquella ventana decrépita. Y sintió lo mismo que había de sentir muchos años más tarde al ser injuriado por Enrique Marbán frente al colegio del Recuerdo. Sintió que había caído en su vida una mancha aceitosa, difícil de limpiar.

—Gracias —dijo azorado, sin saber bien lo que decía y, con el rostro en llamas, fue a reunirse con sus compañeros.

Bajaron la cuesta y cruzaron el puente romano en silencio, cada cual sumido en su propio desorden. Esta vez el autobús venía casi vacío y pudieron sentarse juntos en la parte trasera. El paisaje había cambiado. En el rato que habían estado en Simancas, el sol se había aupado a su cénit y, a diferencia de en el viaje de ida, ahora el mundo carecía de sombras. Las casas molineras, los almendros, los agricultores encorvados titilaban como ilusiones ópticas en un fulgor sin relieves. Al llegar a La Rubia, Ciro Peláez se volvió hacia el grupo y, frunciendo cómicamente el ceño, dijo: «Algún día será tarde. Después no te quejes... ¿Qué leches querrá decir eso?». Los demás se miraron unos a otros con divertida incredulidad. Luego estallaron en una risotada agradecida que se prolongó con intermitencias durante el resto del trayecto, hasta que, después de franquear con paciencia de araña el tráfico sólido del mediodía, el autobús los depositó —un poco cambiados, un poco menos candorosos de lo que habían sido horas antes— en el chispeante bullicio de la plaza de Zorrilla.

Pero lo de Davinia era una excepción. No solo lo de alquilarse con quince años —eso era insólito entonces y sigue siéndolo hoy—, sino también su desinhibida adhesión al placer. Y es que en asuntos de sexo el papel de las chicas de esa época, al menos de las que nosotros conocíamos, era decir siempre que no, como hacía Susana Rojo, y el nuestro no insistir demasiado, pues pasamos de la raya, ir más allá sin su aquiescencia nos convertía de inmediato en unos aprovechados reprobables, indignos de su confianza. Y ahí, en esa pantomima de la decencia, en ese limbo de deseos irresueltos y castidades a rajatabla, se echaban a perder nuestros impulsos. Lo más fácil sería culpar al catolicismo imperante, que en el mejor de los casos promovía una sexualidad blanca, de pijama y edredón, apta solo para tener hijos en los angostos confines del matrimonio. Pero sería una imputación injusta. La tajante abstinencia que plagó nuestra primera juventud formaba parte de un conjunto de nociones atávicas, tan universales como el cielo, transmitidas no tanto en las aulas y en las iglesias como en el cuarto de estar de los hogares. Eran los padres y las madres —más que los curas y las monjas— quienes modelaban a sus hijas para que fueran prudentes, respetables y castas. Y en el fondo nosotros, en un absurdo ejercicio de contradicción, las apreciábamos más si obedecían. Con un panorama así, no es de extrañar que muchos miembros de nuestra promoción —yo diría que casi todos, pero me faltan datos para aseverarlo— no perdiéramos la virginidad hasta bien entrada la carrera, a menudo lejos de casa y en brazos de extranjeras de moral menos puntillosa que la de las chicas de nuestro entorno.

El caso de César O’Malley fue distinto debido a su inusual apostura y a la confianza que inspiraba. En nuestro curso había otros chicos bien parecidos, pero ninguno de ellos llegó a suscitar entre sus admiradoras la exaltada devoción que César suscitaba entre las suyas. No se trataba solo de las fans que durante los partidos le pedían autógrafos y le cantaban «La bamba» con la letra cambiada. Las chicas lo piropeaban por la calle, lo seguían entre risitas hasta el colegio, lo miraban encandiladas mientras hacía largos en la piscina del club de campo La Pineda, hacían cola para abordarlo los fines de semana en la discoteca Caifás y en los bares de El Cuadro. Si César hubiera querido, no le habría costado trabajo conseguir que algunas de esas chicas bajaran la guardia y acabaran arrojando al viento su ropa y sus melindres. Pero no quiso. En parte porque, habituado a ellos desde la infancia, los halagos le afectaban poco. Aunque le agradaban, para él eran parte del paisaje, como las nubes cambiantes o el rumor constante del tráfico. Pero si no sacó provecho del fervor de sus admiradoras fue sobre todo porque, entre primero de BUP y COU, su corazón estuvo en otro sitio.

Antes de conocer a Mercedes, César O’Malley tuvo dos novias, ambas en California. A la primera —Lisa McPherson— la conoció en julio del ochenta y dos en la fiesta de cumpleaños de su primo Matthew, el mismo primo Matthew a quien años más tarde atacaría un tiburón en una playa de Point Arena. Hasta entonces sus veraneos californianos habían sido una experiencia tribal, una sucesión de julios y agostos plácidos, compartidos casi en exclusividad con el clan de los O’Malley. Pero en el ochenta y dos las cosas cambiaron. Durante el último curso escolar los primos coetáneos de César —los que, como él, tenían quince años o acababan de cumplir dieciséis— habían formado en el instituto pandillas sólidas, que no querían separarse en verano. A las actividades del grupo de O’Malleys adolescentes —eran cinco, todos varones menos Susan, la hija menor del tío David—, se unió de golpe una muchachada bulliciosa sin otra obligación que pasarlo bien hasta que llegara septiembre. A cumplir este objetivo ayudaron mucho los coches. Había cuatro, entre ellos el gran Buick Regal de segunda mano que el primo Matthew recibió de su padre por su cumpleaños: el Bus, no tardaron en bautizarlo, porque cabían en él siete personas sin estrecheces. Gracias a ellos —a los coches—, César y sus primos pudieron saborear las primeras mieles de la independencia. La casa familiar siguió siendo su cuartel general, pero la mayor parte del tiempo lo pasaban por ahí con sus nuevas pandillas —iban todos juntos, así que se trataba más bien de una espontánea confederación de pandillas distintas—, jugando a los bolos en Napa, comiendo palomitas en el cine Sebastiani de Sonoma, viendo romper las olas en la neblinosa playa de Dillon o, sencillamente, recorriendo el valle de una punta a otra porque podían hacerlo, por el puro placer de sentirse autónomos.

Lisa McPherson era amiga de la prima Susan. Hacía gimnasia rítmica en el instituto y caminaba con una levedad etérea, como si no le hiciera falta el suelo para mantenerse erguida. Cuando le preguntaban, ella quitaba peso a sus dotes atléticas y afirmaba con seriedad que su sueño era estudiar Psicología en Stanford. Hablaba despacio, con una sensatez pedante pero simpática, que hacía sonreír a sus interlocutores. A César le gustó desde el principio, desde que la vio zambullirse en la piscina del abuelo Sean recortada contra un ocaso de viñas violáceas. Le atrajeron su cuerpo terso, disciplinado, y el candor con que sonreía cuando se olvidaba de ser redicha. Pero estaba demasiado disperso, demasiado atento a las novedades de su libertad recién estrenada como para prestar su completa atención a nadie, ni siquiera a ella. Se hicieron amigos, como todos los demás durante aquel verano vibrante y multitudinario. Se dejaron llevar por los impulsos del grupo, sin querer darle mayor importancia a sus evidentes convergencias. Al repartirse entre los coches, rara era la vez que no acababan sentados el uno junto al otro, o ella encima de él —hasta el Bus tenía sus límites— si andaban cortos de espacio y tenían que apretarse. Lo mismo sucedía en el cine, en los restaurantes de comida rápida —el favorito de la cuadrilla era el In-N-Out de la avenida Imola de Napa— o en las atracciones del parque Six Flags de Vallejo. Sin proponérselo, con una inevitabilidad tan natural como los movimientos del agua, forjaron al amparo del grupo una intimidad fácil, hecha de coincidencias físicas y de animadas conversaciones sobre asuntos tan dispares como España —Lisa no entendía que en Valladolid dejaran entrar a los niños en los bares pero hubiera que tener dieciocho años para conducir un coche— o el futuro, que, a esas edades, pese al sueño en voz alta de Lisa, era tan neblinoso como la playa de Dillon. Solo al final, en la despedida, enfrentados al abismo de los meses sin verse, se dieron cuenta cabal de lo mucho que se atraían. Pero ya era tarde para empezar nada.

Ese fue el otoño en que César volvió a casa más cambiado de lo habitual. Es comprensible: después de aquel verano perfecto, regresar al frío de Castilla y a la rutina de las clases y los entrenamientos debió de parecerle un castigo. Vadeó segundo de BUP como pudo, trastocado por una impaciencia que ni sus nuevos amigos —por aquel entonces empezó a frecuentar el pub Basket con Fede Santoña y los otros— ni su fulgurante estrellato en el equipo de baloncesto ni el calor de sus admiradoras pudieron mitigar. Su única luz en aquellos meses grises fueron las cartas que cada dos o tres semanas recibía de Lisa McPherson. Eran textos afectados, salpicados de noticias cotidianas —ya no le gustaba el muesli, las clases de Química la aburrían mortalmente, había quedado cuarta en un campeonato regional de gimnasia—, teñidos de una cercanía distante que, lejos de descorazonarlo, le hacían desear aun con más fuerza que el calendario se diese prisa y llegara de nuevo el verano.

Volvieron a encontrarse, esta vez a conciencia, en julio del ochenta y tres, dos meses y medio después de que César le tocara los pechos a Davinia a cambio de cien pesetas. Al principio se sintió culpable. Le parecía que con aquel deshonroso intercambio había traicionado a Lisa, que había enlodado su relación con ella antes siquiera de que arrancase. Nunca se perdonó el desliz, pero a medida que avanzaba el verano consiguió relegarlo a los cajones menos accesibles de su memoria. Él y Lisa mantuvieron un noviazgo formal, con promesas de amor eterno y presentaciones oficiales en las casas de ambos. A Stephen O’Malley le sorprendió un poco tanta solemnidad —Lisa vino a cenar vestida de adulta, con un vestido largo y unos tacones altos que, pese a sus dotes de atleta, la hacían tropezar a cada instante—, pero le hizo ilusión ver cómo su hijo se rendía por fin a los encantos de una chica. A Teresa Cueto le parecía que eran demasiado jóvenes para complicarse la vida con unos ritos tan serios. A principios de agosto, tras muchas horas de práctica con el viejo pick-up del abuelo Sean, César obtuvo el carné de conducir. Para su viaje inaugural pidió prestado el Bus al primo Matthew y llevó a Lisa al In-N-Out y luego a ver Flashdance en un cine para coches. Se abrazaron, se acariciaron y, bañados por las intermitencias de la pantalla, se besaron con codicia, pero ni entonces ni durante el resto del verano Lisa permitió que César llegara más lejos. No había que precipitarse, le dijo. Al fin y al cabo, tenían toda la vida para a aprender a quererse del todo. Tampoco permitió que su noviazgo los desgajara del grupo. Siguieron yendo con él al parque Six Flags, al cine Sebastiani y a la playa de Dillon, pero ahora todo era más fácil: ya no tenían que ocultar sus deseos de estar juntos.

César volvió a España con el corazón encendido y la cabeza llena de planes. La idea de no ver a Lisa hasta el verano siguiente se le antojaba inconcebible. Usaría sus ahorros para visitarla en Navidad y, si el dinero alcanzaba, también en Semana Santa. Llegado el momento, solicitaría la admisión en Stanford. Estudiarían en el mismo campus —él aún no había decidido qué, pero eso no era importante—. Luego, con el título en la mano y sus carreras profesionales encauzadas, se casarían, tendrían hijos y se irían a vivir a una de esas mansiones blancas con buhardillas, miradores y un porche repleto de fucsias que habían visto en las lomas del valle durante sus excursiones en coche con la pandilla. A mediados de noviembre vació la caja de caudales sobre la cama y contó con ansiedad sus ahorros: le faltaban seis mil quinientas pesetas para cubrir el precio del billete, una pequeña fortuna para un adolescente sin recursos. A sus padres no podía pedirles ayuda. En primer lugar, por orgullo. El amor le ensanchaba el pecho y le hacía sentirse imparable, capaz de resolver sin apoyo cualquier contratiempo. Pero si no recurrió a ellos fue, sobre todo, por miedo. No les había contado su plan para las Navidades porque se temía —con razón— una prohibición rotunda, en especial por parte de su madre. En su enamorada ceguedad, había decidido que era mejor comprar el billete y decírselo luego, con la esperanza de que su oposición fuera más débil que los hechos consumados. Descartada esa fuente de financiación, se vio obligado a buscar dinero en otro sitio. Un domingo por la mañana, aduciendo que tenía partido, metió en la bolsa de deporte un montón de tebeos y fue a venderlos por una fracción de su precio al mercadillo de la plaza de Cantarranas. El domingo siguiente vendió también varios juegos, entre ellos el Enredos. Las últimas mil pesetas las puso la tata Práxedes, que el primer domingo de diciembre lo sorprendió metiendo en la bolsa un camión de bomberos con mando de control remoto. Lo miró largamente, leyéndolo por dentro. Luego, sin querer saber para qué, le preguntó cuánto necesitaba. Unos minutos más tarde regresó con diez billetes de cien pesetas cuidadosamente doblados. «Te lo devolveré en cuanto pueda», dijo César, basculando entre la gratitud y la vergüenza. La tata Práxedes le acaricio el rostro y, meneando la cabeza con una sonrisa benigna, susurró: «No hace falta».

El lunes, al salir del colegio, César fue a una agencia de viajes y, con el aval de una autorización paterna falsificada, compró un billete a San Francisco. La ida era para el veintiuno de diciembre. La vuelta, para el siete de enero. Camino de casa, buscó la mejor forma de dejar caer la noticia. Era su primera insumisión, su primer acto de rebeldía doméstica, por lo que carecía de precedentes para prever la reacción de sus padres. Concluyó que lo más sensato era hablar antes con su padre. Él se haría cargo de su situación —al fin y al cabo era un hombre— e intercedería en su favor ante su madre. Entró en el portal con un nudo en la garganta, palpando el billete en el bolsillo para no perder la entereza. Llamó el ascensor y, mientras esperaba, abrió el buzón y extrajo de él el correo. Había sobres de los bancos, publicidad, una postal del tío Conor, que estaba de vacaciones en Grecia, y al fondo, medio oculta bajo un catálogo de Continente, una carta de Lisa. César se quedó con la carta y, para poder leerla sin estorbos, devolvió el resto del correo al buzón. Era un sobre blanco, un poco arrugado por los rigores del transporte, con franjas rojas y azules impresas diagonalmente en su contorno. Llegó el ascensor, pero él estaba demasiado ansioso como para darse cuenta. Abrió el sobre con el perfil dentado de una llave y sacó de su interior una nota muy breve, escrita en una desvaída tinta violeta, en la que Lisa le decía sin ambages que llevaba un mes saliendo con un jugador de waterpolo llamado Mitch. Lo sentía profundamente, añadía con la afectación de costumbre, y esperaba que pudieran seguir siendo amigos. A César le cedieron las rodillas y tuvo que apoyarse en los buzones para no venirse abajo como un saco de arena. Sintió que su vida se acababa. Angustiado, presa de un tremor sin gobierno, vio saltar por los aires todas sus ilusiones. De pronto no quedaba nada. Ni Stanford, ni los hijos, ni la casa con fucsias: solo la zozobra y un vacío helado en la boca del estómago. Respiró hondo y esperó a que el tremor remitiese. Luego dobló la carta, la metió en el bolsillo junto al billete de avión que nunca usaría y, muerto de pena, ignorando el ascensor detenido, echó a andar escaleras arriba.

Tardó ocho meses en salir a flote, ocho meses de soledad y naufragio. Siguió haciendo lo de siempre —las clases, los entrenamientos, los fines de semana en la discoteca Caifás y en los bares de El Cuadro—, pero no volvió a ser él mismo hasta el verano siguiente, cuando conoció a su segunda novia, aunque quizás ese término —novia— no sea el más apropiado para referirse a Samantha. Tenía veinte años —él acababa de cumplir diecisiete— y era monitora de actividades acuáticas en el campamento infantil Stardust del lago Berryessa, donde César y su primo Matthew trabajaron como monitores júniores durante la segunda quincena de agosto. Era rubia y fibrosa, con una voz categórica que llegaba a parecer de hombre cuando se alzaba para dar instrucciones. La mayor parte del día la pasaba al sol, supervisando a los niños desde el pantalán de tablas, sin más ropa que una gorra de los Golden Bears —el equipo de béisbol de Berkeley, donde ella estudiaba Ciencias del Mar—, unas chancletas de goma, una pulsera de cuero curtido con su nombre pirograbado y un biquini amarillo limón que dejaba expuestas sus formas nervudas y atezadas. Entre los monitores corría el rumor de que era lesbiana. Había incluso quienes afirmaban que tenía una novia en Berkeley, una estudiante de Filosofía con pelo de chico y camisa de leñador llamada Pat Maltese. Pero, como César no tardó en descubrir, se trataba de un infundio.

Una noche, después de que los niños se acostaran, cuando se disponía a entrar en la cabaña de troncos que compartía con el primo Matthew y otros dos compañeros, Samantha se acercó a él y, sin preámbulos, con la misma autoridad con que comandaba sus dominios lacustres, le ofreció ir a dar un paseo. Se había quitado la gorra y se había puesto una minifalda vaquera y una camiseta blanca de tirantes que acentuaba, más aun que el biquini amarillo, la lisura de su bronceado. César no supo qué decir. No entendía por qué una monitora en toda regla quería ir de paseo con un simple monitor júnior, un don nadie en la escala jerárquica del Stardust, sin más atribuciones reales que vigilar a los niños y hacer los recados a sus superiores. Tampoco entendía adonde quería ir a esas horas. Iban a dar las once y el campamento yacía sumido en una negrura maciza, de luna nueva, apenas alterada por las tímidas luces que aún fulgían en las cabañas del director y la plantilla.

—¿Te ha comido la lengua el gato? —dijo Samantha.

Estaba tan cerca de él, con un pie adelantado y los brazos en jarras, que tenía que alzar la cabeza para poder mirarle a los ojos. A César se le ocurrió que podía ser una novatada. Dos noches atrás los monitores séniores habían hecho desnudarse a Josh Steinman, un compañero suyo y del primo Matthew. Luego habían metido su ropa en una bolsa, la habían colgado de un árbol del bosque y le habían prohibido regresar al campamento hasta que la encontrara. Una suerte similar había corrido Brian Cruso. Le habían cubierto el cuerpo de merengue mientras dormía y sobre la pasta viscosa habían esparcido agujas de pino, purpurina, migas de pan y varios puñados de inmundicia recogida del suelo. No contentos con eso, le habían metido la mano en una palangana con agua para que se orinase encima.

—Pero si no se ve nada... —respondió César, receloso, señalando con la cabeza hacia la noche sólida.

Samantha sacó una pequeña linterna del bolsillo de la minifalda.

—Ven, anda —dijo y, tomándolo de la mano, empezó a guiarlo a través de la negrura.

Caminaron un rato en silencio, con la vista fija en el débil óvalo de luz que proyectaba la linterna. Mientras avanzaban, César se percató de que, además de cambiarse de ropa, Samantha se había perfumado. Su piel exhalaba un aroma verde, de jardín mojado, que le trajo a la mente los geranios de la abuela Vilja. Se detuvieron ante una cabaña de tablas, más pequeña y de aspecto menos robusto que las del campamento. Samantha sacó unas llaves, abrió la puerta y entró. César se quedó donde estaba, mirando a su alrededor con suspicacia, escrutando con los ojos afilados la opacidad sin grietas del bosque. Por el tiempo que habían tardado en llegar, calculó que se hallaban a medio kilómetro del Stardust, quizá más, una distancia perfecta para llevar a cabo una novatada. Le hiciesen lo que le hiciesen, nadie oiría sus lamentos.

—Entra, que no te voy a morder —dijo Samantha.

Había encendido una vela con una cerilla y la estaba colocando en un candelero de estaño. Durante unos segundos aleteó en el aire el efluvio del fósforo quemado. Luego se desvaneció, dando paso al perfume vegetal de Samantha y al olor propio de la cabaña, una mezcla de madera, agua y humo viejo. Desde la puerta, César estudió con atención el habitáculo. Era reducido y austero, sin más mobiliario que un escritorio desnudo, una silla, tres baldas llenas de libros y una cama individual cubierta con una colcha de siluetas de renos. En la pared del fondo se alzaba una ennegrecida chimenea de piedra.

—¿Qué es este sitio?

Samantha posó el candelero en la repisa de la chimenea y se volvió para mirar a César. La anaranjada luz de la vela le bruñía la piel de los hombros y disolvía sus rasgos recios en una feminidad inequívoca.

—Es el refugio de un amigo mío de la universidad. Viene aquí de vez en cuando a pescar y a preparar los exámenes —dijo y, muy despacio, con una premeditación exquisita, se apartó un mechón rubio de la cara y se lo prendió detrás de la oreja.

La sensualidad de ese gesto cambió de golpe la mirada de César. Ya no vio frente a él a la amazona nervuda que regía con voz de hombre el pantalán, sino a una mujer voluptuosa empeñada en seducirlo. No se trataba de una novatada, eso ahora estaba claro. No había planes en su contra ni monitores bromistas acechando entre el follaje. Solo estaban ella y él, suspendidos como criaturas ingrávidas en el centro de aquel bosque sin luna. Deseaba entrar en la cabaña y comprobar si la piel de Samantha era tan suave como prometía. Tras el desengaño de Lisa y los meses de naufragio, quería disfrutar de lo que la suerte le brindaba. Pero lo paralizó el miedo.

—Ven conmigo —dijo Samantha en un susurro.

Al ver que César no entraba, se acercó a él, lo cogió suavemente del brazo y lo condujo hasta la cama. Primero se desnudó ella. Sin dejar de mirarle a los ojos, dejó caer al suelo la camiseta y la minifalda. En chancletas y ropa interior —un conjunto negro de encaje—, atrajo hacia sí la mano de César y se introdujo el dedo índice en la boca. Lo chupó. Lo mordisqueó. Acarició su yema con la lengua. Luego se lo sacó de la boca y acabó de desnudarse. Lo que César vio entonces guardaba poca relación con lo que diariamente veía en el lago. A pleno sol, rodeado de barcas, corcheras y chalecos salvavidas, el cuerpo de Samantha era un organismo asexuado, una máquina de hueso y hebras a la que se había encomendado una misión específica: entretener a los niños y protegerlos de los peligros del agua. En la media luz de la cabaña, sin embargo, esa misión no existía. Ante César se erguía una desnudez en reposo, vulnerable, tierna.

—¿Te gusta? —preguntó Samantha.

César puso la mano en su cadera y, con un temor sacrosanto, la mantuvo quieta unos segundos, sintiendo en las yemas de los dedos los latidos de la sangre. Luego, un poco más seguro de sí mismo, deslizó la mano por su nalga, por su hombro bruñido, por sus pechos, luminosamente blancos en contraste con su abdomen moreno. Debajo del ombligo, dentro del triángulo claro del pubis, descubrió un pequeño tatuaje: una lagartija azul con la cola enroscada. Lo acarició con delicadeza, como si fuese un animal verdadero.

—Mucho —dijo, ruborizado por el deseo y por la prominencia vibrante que le había surgido en los pantalones bermudas.

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