Butterfly

Butterfly


Febrero » Capítulo 17

Página 22 de 63

17

Hollywood, California, 1957.

Rachel llevaba tres años con la identidad de Beverly Highland, sirviendo las hamburguesas de Eddie y viviendo en la respetable pensión de Cherokee cuando, de pronto, se dio cuenta de que, para conseguir una nueva vida, el cambio de nombre no era suficiente. Tenía que cambiar también de cara.

Y no es que ninguno de sus nuevos amigos le hiciera recordar, de palabra o de obra, la fealdad de su persona. Miraban más allá de aquella desafortunada combinación de carne y huesos y veían el bondadoso carácter de aquella discreta muchacha que había aparecido una noche de la nada, que había permanecido lealmente con ellos desde entonces, que no hablaba demasiado, cuyos antecedentes eran un misterio y que, por encima de todo, en solo tres años, había conseguido elevar hasta el éxito el restaurante de Eddie.

Ahora la gente hacía cola frente al mostrador en espera de que se desocuparan los taburetes y Laverne tenía un cuaderno de reservas para las mesas. Aquellos días, el ruido de los martillos y de los escoplos llenaba el aire a lo largo de las veinticuatro horas del día. Una cuadrilla de obreros estaba derribando los tabiques con el fin de ampliar el restaurante hasta el local de al lado que hasta entonces había sido una lavandería en seco.

El día en que Beverly se presentó pidiendo trabajo como fregona de suelos o lavaplatos, Eddie le ofreció una comida gratis y ella le sorprendió, diciéndole con toda llaneza:

—Esta hamburguesa no es muy buena.

Como Eddie todavía no estaba acostumbrado a su sinceridad ni a la de ninguna otra persona, le replicó indignado:

—Si no te gusta mi comida, vete a comer a otro sitio.

Sin embargo, en lugar de disculparse o de mantener la boca bien cerrada, la chica insistió.

—Yo sé lo que necesitan estas hamburguesas.

Y tuvo la audacia de levantarse del taburete de la barra, entrar en la cocina, sacar las hamburguesas crudas de la nevera y «chapucear» con ellas. Eddie se enfureció y estaba a punto de echarla, pero, al ver que su mano revoloteaba en el estante de las especias y tomaba algunos frascos y tarros y que sus dedos trabajaban hábilmente mientras en su rostro aparecía una expresión de intensa concentración, sintió curiosidad. Diez minutos más tarde, cuando hincó el diente en una hamburguesa revisada, sus papilas gustativas le dijeron que aquel había sido su día de suerte. Utilizaba carne picada de la peor calidad, pero las especias que le añadía la chica le conferían el sabor de un bistec de primera. Más adelante, cuando Beverly le reveló el secreto de la adición de pimientos jalapeños troceados a las frituras, todo lo demás pasó a la historia.

Eddie servía sus hamburguesas con especias a los policías, las prostitutas y los actores sin trabajo que solían frecuentar su local y recibía a cambio entusiastas comentarios. Después, por sugerencia de Beverly, rebajó diez centavos el precio, prescindió de los platos, sirvió las hamburguesas en papel parafinado y la respuesta de los clientes fue impresionante. La noticia se difundió por toda la calle y muy pronto acudieron a saborear las exquisitas hamburguesas del sencillo restaurante no solo las gentes del barrio sino también gente que se desplazaba en automóvil desde Santa Mónica, Pasadena, e incluso la cercana Beverly Hills para ver a qué venía tanto alboroto. Todo el mundo se iba satisfecho y lo comentaba entre sus amistades. Después, a Eddie se le ocurrió la idea de vender hamburguesas desde un mostrador abierto a la calle y la acogida fue sensacional. La gente se acercaba en sus automóviles, compraba bolsas de Royal Burgers y se iba con ellas a disfrutar de la playa, la montaña el desierto. La voz corría cada vez más.

Por eso Eddie había decidido ampliar el restaurante al local de al lado y ya estaba pensando en la posibilidad de inaugurar otro restaurante Royal Burger en el Valle de San Fernando, cuyo acelerado desarrollo urbanístico era muy prometedor.

Y todo se lo debía a Beverly Highland. Sin embargo, ella no se aprovechó de las alabanzas tal como hubiera podido hacer otra chica, exigiendo más dinero o reconocimiento por aquel éxito. Con sus discretas y reservadas maneras, se limitaba a decirle que estaba contenta y era sincera al afirmar que se alegraba por él a pesar de que jamás sonreía. Eddie sentía curiosidad por ella y por su pasado, del que siempre se negaba a hablar, por el silencio en el que parecía vivir, por su retraimiento, por el hecho de que nunca aceptara las invitaciones a comer en su casa que le hacían él y Laverne, por su renuencia a estrechar amistades, por su extraño empeño en que nadie la tocara y por su nombre, que, por cierto, coincidía con el del cruce de calles junto al cual estaba ubicado su restaurante, pero jamás la acosaba. Beverly era una persona tranquila, diligente y leal y, en los tres años que llevaba allí, no había faltado ni un solo día al trabajo ni le había pedido nada. Eddie hubiera estado dispuesto a hacer cualquier cosa por ella.

—¿Unas vacaciones? —preguntó Eddie—. Pero ¿estás loca? ¡No podemos hacer frente al trabajo! Tengo que entrevistar a nuevas camareras, Laverne tiene que vigilar a la cuadrilla de albañiles y va a venir un reportero de una revista para hacer un reportaje sobre nosotros. ¿Y tú me pides ahora unas vacaciones?

Beverly estaba acostumbrada a los estallidos de Eddie. Iban y venían como los vientos de Santa Ana que soplaban en Los Ángeles…, cálidos, impetuosos y desagradables, pero fugaces e insustanciales, dejando tras de sí una simple polvareda.

—No he tenido vacaciones en tres años —dijo Beverly sin alterarse.

—¿Y quién de nosotros las ha tenido?

Eddie se apartó de la parrilla y la estudió.

Observó que ya no era la «pequeña». Beverly. Los tres años de sabrosas comidas habían cubierto de carne aquellos huesos y aquellos palillos…, aparte la acción de la naturaleza. Ahora Beverly tenía curvas y justo las redondeces necesarias en los lugares adecuados. Más de un cliente la miraba con buenos ojos. Lástima que tuviera aquella cara.

—¿Y adónde quieres ir en estas vacaciones?

—Fuera… de aquí —contestó Beverly con su habitual tono enigmático.

Eddie había aprendido en aquellos tres años que conseguir alguna información de Beverly era algo así como pretender un poco de sexo de Laverne. Mejor olvidarlo.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Tres meses.

A Eddie se le cayó la paleta de las manos.

La chica tenía valor. De eso no cabía ninguna duda.

—Lo siento, nena —le dijo—. No podemos permitirnos el lujo de prescindir de ti durante tanto tiempo.

—¿Preferirías prescindir de mí para siempre?

Eso dejó a Eddie totalmente desconcertado. En todo el tiempo que llevaban juntos, Beverly jamás había puesto el menor reparo a sus órdenes. Era cumplidora y obediente, y jamás se quejaba de nada. Oír su desafío con aquella vocecita tan delicada fue equivalente a una declaración de guerra por parte de otra persona.

Eddie contempló aquellos enigmáticos ojos castaños que encerraban tantos secretos (algunos de ellos terribles, probablemente) y reflexionó un buen rato. Al final, lo comprendió: debía de ser algo que no tenía más remedio que hacer.

—¿Cuándo empezarás? —preguntó a regañadientes.

—No lo sé todavía. Pero te lo diré en cuanto lo sepa.

—Te vamos a echar de menos, nena —dijo Eddie en un susurro, pensando por un instante que Beverly lo iba a abrazar.

Pero, por supuesto, no lo hizo. Aunque algunas veces pareciera que iba a hacer algo impulsivo, algo que cualquier otra persona en las mismas circunstancias hubiera hecho, Beverly siempre se contenía. Nunca tocaba a nadie ni permitía que nadie la tocara.

—Gracias, Eddie —dijo Beverly, reanudando la preparación de su mezcla secreta de especias.

Los primeros médicos a los que acudió se dedicaban a la medicina general y le dijeron que no se podía hacer nada. Entonces concertó cita con varios cirujanos, los cuales, tras estudiar detenidamente su rostro, le dijeron lo mismo.

—Tal vez la nariz —convinieron todos—. Pero esta barbilla no la podrá cambiar.

Averiguó que solo un especialista la podría ayudar. Repasó cuidadosamente la guía telefónica y empezó a visitar a distintos cirujanos plásticos. Pocos mostraban interés cuando les decía que no tenía dinero ni seguro; uno de ellos señaló que, a lo mejor, podría arreglarle la cara si ella accedía, a cambio, a acostarse con él.

Beverly pensó que la belleza o incluso un aspecto aceptable era un privilegio exclusivo de los ricos.

Pero no se amilanó. Sentada delante del espejo en la pensión de la hermana de Eddie, contempló su rostro y recordó una de las últimas cosas que Danny Mackay le había dicho:

—Eres una bruja fea y estúpida, Rachel.

Bueno, ahora ya había cambiado parte de aquella frase: su nombre. Cambiar el resto no podría ser muy difícil.

Las ocho semanas de búsqueda, utilizando los autobuses de Los Ángeles que pasaban cada dos horas para acudir a los apartados consultorios de médicos que acababan sacudiendo la cabeza mientras le repetía a Eddie que pronto empezaría las vacaciones, no le dieron ningún resultado. Estaba tan lejos de ver cumplidos sus deseos como al principio. Sin embargo, Beverly no se desanimaba. Cuanto más se le escapaba su objetivo y cuanto más tenía que luchar por alcanzarlo, tanto más aumentaba su determinación.

Se cambiaría la cara.

Una mañana de principios de mayo en que el tiempo era todavía algo fresco y la niebla aún no había iniciado su asedio estival, Beverly se encontraba de pie junto al tajo, escuchando la radio mientras mezclaba las especias secretas para la Royal Burgers de Eddie. El noticiario decía que Eisenhower había enviado tropas paracaidistas a Little Rock, que los rusos habían lanzado una cosa llamada Sputnik y que un piloto llamado John Glenn había batido el récord de velocidad en un aparato de propulsión a chorro.

«Y ahora pasamos a las noticias locales», anunció el locutor. Mientras añadía estragón, albahaca y salvia a los chalotes picados, Beverly oyó un comentario sobre una famosa actriz cinematográfica que acababa de sufrir un espectacular accidente de tráfico en la autopista de Pasadena y había sido conducida al Queen of Angels Hospital. «El doctor Seymour Wiseman, jefe del equipo médico del caso, ha declarado a este diario hablado de la KFBW que, aunque la señorita Blinford ha sufrido graves lesiones faciales, su situación se ha estabilizado y la paciente ha superado el período crítico. La señorita Blinford, ganadora de un Oscar por su soberbia interpretación en Desesperate Roses el año pasado, precisará de unas extensas intervenciones reconstructivas según el doctor Wiseman, especialista en cirugía plástica. Y ahora vamos a los deportes. ¡Atención a la noticia! Los Dodgers de Brooklyn vienen a Los Ángeles…».

Pero Beverly ya no escuchaba. Estaba buscando en la guía telefónica.

Descubrió que Seymour Wiseman tenía un consultorio en Beverly Hills, una ciudad que, a pesar de su proximidad a Hollywood y a pesar de que la Beverly Canyon Road, la calle en la que se hallaba ubicado el restaurante, daba una vuelta y, al final, subía serpenteando por las colinas situadas por encima del famoso Sunset Boulevard, Beverly jamás había visitado.

Llamó para concertar una cita. Se la dieron para dos meses más adelante…, el doctor Wiseman estaba muy solicitado.

Entonces se acercó a Eddie, que estaba rellenando la hoja de un pedido de carne, y le dijo:

—Empezaré las vacaciones el ocho de julio.

Estaba segura de que el doctor Wiseman la atendería.

Beverly jamás había visto un consultorio médico como aquel. El mobiliario era de reluciente cuero, había unas delicadas mesas con patas de hierro forjado, pinturas modernas en las paredes y revistas que ella solo había visto en las librerías, pero que nunca se había podido permitir el lujo de comprar. La recepcionista no parecía una enfermera. No llevaba uniforme sino que iba elegantemente vestida. Y la única paciente que había en la sala de espera era una mujer con abrigo de visón. En julio.

Beverly rellenó un impreso para su historial médico (Padres: difuntos; Embarazos: ninguno) y se sentó para esperar.

La llamaron una hora y media más tarde.

No había ninguna temible sala de exploraciones para los pacientes del doctor Wiseman. Beverly fue acompañada a un acogedor despacho que, en contraste con la impecable sala de espera, estaba sorprendentemente desordenado. Montones de publicaciones médicas cubrían el escritorio; en los estantes había toda clase de recuerdos y cachivaches…, figuritas de médicos hechas con tuercas y tornillos, figurillas en cerámica de cirujanos junto al quirófano, un «Gracias» labrado en madera de secoya y cosas por el estilo. Pequeños obsequios de pacientes agradecidos. Beverly se estaba preguntando qué clase de regalito le podría ofrecer cuando él entró en el despacho.

—Bueno, pues, señorita Highland —dijo el médico, sentándose junto a su escritorio—. Veo en el impreso que ha rellenado que quiere que le «arregle la cara», tal como usted dice. ¿Qué querría exactamente que yo hiciera?

—Quiero que me cambie la cara.

El médico la miró. Beverly permanecía sentada en el sillón con la espalda recta y las manos fuertemente entrelazadas sobre el regazo. Había en ella una tensión que despertó la curiosidad del médico. Parecía muy… seria para ser una persona tan joven. ¿Acaso aquella desafortunada fealdad le había amargado la breve vida hasta el punto de inducirla a odiar el mundo?

—¿Qué es lo que no le gusta exactamente de su cara?

—¿Ve usted en ella algo que le guste?

—Tiene usted unos ojos muy bonitos.

—¿Podría usted ayudarme?

—Creo que sí. Puedo practicarle una pequeña operación para echarle las orejas hacia atrás y puedo injertarle un poco de cartílago en la barbilla. Su nariz exigiría algo más que una operación…

—No tengo dinero —dijo Beverly en voz baja—. Ni seguro.

La sonrisa del médico se desvaneció y la expresión de su rostro preguntó:

—Pues, entonces, ¿por qué ha venido?

—Doctor Wiseman —añadió Beverly en un susurro—, soy fea y pobre. Necesito ayuda y no puedo recurrir a nadie más. Usted es un médico famoso. Opera a las actrices del cine. No le hace falta mi dinero. Pero Dios le ha regalado una habilidad que una persona tan amable como usted no le puede negar a una persona tan desesperada como yo por el simple hecho de que no tenga dinero.

Seymour Wiseman se quitó lentamente las gafas y se las limpió en su bata blanca de laboratorio. Después se las volvió a poner, cruzó los brazos, le dirigió a Beverly una penetrante mirada y le dijo:

—Señorita, ¿se está usted burlando de mí o de veras es tan ingenua como para eso? ¿Cree sinceramente que puede venir aquí y pedirme que la opere gratis?

—No, señor —contestó Beverly con un ligero acento de San Antonio—, jamás en mi vida he pedido nada gratis. Trabajo para conseguir lo que quiero. Y trabajaré para usted, doctor Wiseman. Tengo que trabajar para Eddie porque estoy en deuda con él, pero trabajaré también para usted. Durante todo el tiempo que quiera. Pero, por favor, arrégleme la cara.

El doctor Wiseman la miró con aire pensativo.

—¿Es usted enfermera?

—No.

—¿Sabe escribir a máquina?

—No.

—¿Conoce la terminología médica?

—No.

—¿Tiene el título de bachiller?

—No.

—¿Qué sabe usted hacer? —preguntó el doctor Wiseman, mirándola con asombro.

—Cualquier cosa que haya que hacer. Fregar suelos, lavar platos…

—No lavamos platos en este consultorio, señorita, y de fregar los suelos ya se encarga un servicio de limpieza. ¿Cuántos años tiene?

—Diecinueve.

—¿Saben sus padres que está aquí?

—Mis padres han muerto.

—Comprendo —dijo el médico, frunciendo levemente el ceño—. Entonces, ¿quién cuida de usted?

—Nadie. Estoy sola desde los catorce años.

—¿Y es usted del Sur?

—Viví en Texas algún tiempo.

—¿Y de qué vivía?

—Trabajaba para una mujer llamada Hazel.

—¿Y qué hacía?

—Hazel tenía un burdel. Viví tres años allí. Era una de las chicas. Mi novio Danny me colocó allí —añadió Beverly en un susurro.

Entonces se produjo un silencio tan absoluto que todos los sonidos del exterior parecieron intensificarse: el rumor del tráfico de Rodeo Drive, un taconeo sobre la acera, una lejana sirena. Seymour Wiseman volvió a quitarse las gafas y las volvió a limpiar innecesariamente. De pronto, recordó algo…, un incidente del pasado en el que no pensaba desde hacía muchos años, en el que no había querido pensar desde hacía muchos años. ¿Por qué razón aquella extraña muchacha le había hecho evocar un recuerdo tan desagradable? Contempló sus ojos (sí, su único rasgo aceptable) y vio arder en ellos la llama de una fuerte y decidida voluntad. Pensó en los prostíbulos de Texas y en los novios llamados Danny que engañaban a las chicas feas sin padres que cuidaran de ellas.

Y entonces dijo:

—Tengo una hija de su edad.

Aquella misma noche la ingresó en una clínica privada y, a la mañana siguiente, empezó con la nariz. Para reconstruirle la barbilla le extrajo cartílago de la séptima costilla; las orejas las dejaría para el final.

La mañana de la primera operación, mientras Beverly permanecía tendida sobre el quirófano, una enfermera le pidió que levantara las caderas para poder colocar la placa del cauterio eléctrico, le explicó. Mientras lo hacía, la enfermera reparó en el tatuaje de la parte interior del muslo de Beverly.

—Qué bonito —dijo—. Es una mariposa, ¿verdad?

El doctor Wiseman entró en la sala con las manos mojadas y el agua resbalándole hacia los codos, echó un vistazo y dijo:

—Si quiere, se lo puedo quitar, Beverly.

Pero ella contestó:

—No.

Era su recordatorio diario de Danny Mackay.

La cirugía fue muy dolorosa, pero Beverly la soportó estoicamente. Mientras le administraban las inyecciones de la anestesia local y escuchaba el chirriante sonido de la sierra que le cortaba los huesos de la nariz y percibía el sabor de la sangre bajándole por la garganta y la sensación de las suturas entrando y saliendo, mientras soportaba días y noches de soledad en la clínica sin nadie que acudiera a visitarla y le llevara flores para alegrar la habitación en medio de una interminable cadena de mujeres almidonadas con sonrisas almidonadas, mientras se enfrentaba a las largas horas en el quirófano y a las largas esperas y contemplaba en el espejo su rostro hinchado y magullado y los vendajes manchados de sangre reseca, a lo largo de aquel suplicio de diez semanas de duración, Beverly solo pensó en una cosa: en su ambición de abrirse camino en la vida. Y, algún día, cuando estuviera preparada, en reunirse de nuevo con Danny Mackay.

Cuando el doctor Wiseman terminó su trabajo, Beverly comprobó que había eliminado casi por completo aquel rostro que tanto despreciaba Danny, aquella fealdad que tanto gustaba a los clientes más raros de Hazel y aquellas facciones que tanto enfurecían a su padre. En su lugar había colocado el rostro de una desconocida.

—¿Qué le parece? —le preguntó el último día de su estancia en la clínica cuando ya le habían quitado los últimos vendajes y puntos de sutura. Beverly no estaba muy segura. En realidad, su aspecto era horrible. Las magulladuras se habían convertido en unas manchas verdoso— amarillentas, había visibles líneas rojas en las zonas donde el hilo de seda había cosido los cortes y la cara aún estaba hinchada. Pese a todo, se notaba algo… La nariz era decididamente más pequeña, la barbilla ya no era huidiza y las orejas aparecían respetablemente pegadas al cráneo.

—No se preocupe —dijo el doctor Wiseman, apoyando paternalmente una mano sobre su hombro—. Las magulladuras se borrarán en seguida y la hinchazón desaparecerá. Las cicatrices se desvanecerán y el sol le dará un saludable color. Ahora permítame darle un consejo. Depílese las cejas y arréglese el cabello. Parecerá una actriz cinematográfica, se lo aseguro.

Beverly buscó alojamiento en un motel de Los Ángeles Oeste y visitó otras tres veces el consultorio del doctor Wiseman. Al final, apareció el rostro que él le había prometido. Cuando acudió a ver al médico por última vez, lo hizo dispuesta a pagarle.

—Gano noventa dólares mensuales en el restaurante de Eddie —dijo—. Puedo enviarle cinco dólares cada dos semanas. Usted me dirá cuándo quiere que venga aquí y yo vendré, doctor Wiseman. Haré cualquier cosa que haya que hacer en este despacho. Vendré los fines de semana, si usted quiere…

El doctor Wiseman levantó la mano.

—Beverly, citando sus propias palabras, yo no necesito su dinero. Soy, según sus propias acusaciones, terriblemente rico. No me pregunte por qué la he operado…, su caso era muy sencillo y no planteaba ningún tipo de reto médico. Tenía otras cosas que hacer y usted me supuso una molestia. Pero le diré una cosa. Hace veinte años, un Seymour Wiseman más joven tenía un modesto consultorio en una bonita calle residencial de Berlín. No pensaba demasiado en el dinero por aquel entonces. En realidad, no le gustaban las personas que lo adoraban. Pero entonces hubo un día terrible… —Sus ojos se empañaron detrás de los cristales de las gafas—, un día en que vinieron los soldados y se llevaron a sus vecinos, a sus mejores amigos. Entonces, el joven doctor Wiseman, atemorizado porque sabía que él iba a ser el siguiente, se enteró de la existencia de un medio para huir de Alemania, con tal de que uno tuviera dinero. El doctor Wiseman consiguió el dinero y pudo huir con su familia de Alemania y trasladarse a los Estados Unidos. Sin embargo, todos sus amigos murieron en los hornos crematorios nazis. ¿Sabe usted de qué estoy hablando?

—Sí —musitó Beverly.

—Sea como fuere —añadió el doctor Wiseman lanzando un profundo suspiro—, eso ocurrió hace mucho tiempo en un mundo que ya no existe. Pero, desde entonces, he depositado toda mi fe en el dinero. Yo adoro el dinero, Beverly. Y siempre lo adoraré. Si es usted lista, me hará caso. El dinero es poder, Beverly. El dinero es la llave de la libertad. El dinero permite hacer las cosas que uno quiere. ¿Comprende lo que quiero decir?

Beverly asintió en silencio.

—No obstante —se apresuró a añadir el doctor Wiseman al ver la vehemencia con la cual Beverly había asentido a sus palabras y el brillo de las secretas visiones que ardían en sus ojos castaños—, haga de vez en cuando alguna cosa por simple caridad, para tonificar su alma, Beverly, y entonces podrá vivir en paz con su conciencia.

¿Me comprende?

—Sí.

El doctor Wiseman la miró en silencio un buen rato. Beverly le entristecía. Sentía deseos de llorar al ver a una persona tan joven empeñada en seguir la senda del odio y la venganza, porque no cabía duda de que eso era lo que ardía en sus febriles ojos. Eso era lo que había despertado en él aquellos recuerdos desagradables el día que la conoció. Le recordaba a sí mismo, le recordaba al joven y afligido Seymour Wiseman que pudo trasladarse a un nuevo mundo mientras los cadáveres de sus amigos y sus seres queridos ardían en los hornos nazis.

El doctor Wiseman se levantó y le tendió la mano a Beverly, pero, como de costumbre, ella no se la estrechó. En eso difería de ella: por lo menos, Seymour había aprendido a tocar de nuevo y a amar a la gente. Lo único que podía hacer era rezar para que las heridas que atormentaban a aquella pobre muchacha sanaran algún día y ella pudiera volver a vivir y aprendiera a perdonar aunque no necesariamente a olvidar.

—Ahora nos diremos adiós, Beverly. Usted ya no me necesita y yo tengo que volver junto a mis acaudalados pacientes. Prométame que volverá algún día a visitarme. Y a decirme qué ha hecho y adónde ha ido con esta nueva cara tan preciosa que tiene.

Beverly bajó del autobús en Highland Avenue y entró en el primer salón de belleza que vio. Se pasó seis horas allí dentro y le entregó a la esteticista todo el dinero que tenía, incluso el del precio del billete de autobús para regresar a casa. Tuvo que hacer el camino a pie con la maleta en la mano, recorriendo las conocidas calles de Hollywood hasta llegar al restaurante de Eddie.

Eddie se encontraba en la cocina friendo afanosamente hamburguesas cuando ella entró.

—¡Oiga! —dijo Eddie—. ¡Aquí no está permitido el paso a los clientes!

—Soy yo, Eddie —dijo Beverly.

—¿Yo, quién?

—Yo. Beverly. He vuelto.

Eddie frunció el ceño, contemplando el bello rostro de bonita nariz y delicada barbilla, las arqueadas cejas y el cabello color platino peinado hacia atrás en un favorecedor moño de estilo francés. Después vio la vieja maleta marrón con la etiqueta P y O y se le cayó la paleta de las manos.

Ir a la siguiente página

Report Page