Butterfly
Febrero » Capítulo 18
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Jessica lanzó un grito cuando consiguió darle de lleno.
Al ver la expresión de asombro de John, dio media vuelta y echó a correr. Pero la capa de nieve era muy gruesa y las prendas de abrigo le impedían emprender una rápida huida. John le dio inmediatamente alcance, la derribó al suelo y la inmovilizó, levantándole los brazos por encima de la cabeza.
—¡No escaparás! —gritó, sentándose a horcajadas encima suyo mientras tomaba un puñado de nieve con la mano libre.
Jessica gritó y forcejeó, pero él era demasiado fuerte.
—¡Dime «tío»! —le ordenó John, frotándole la nieve contra la cara—. ¡Vamos, Jess, dime «tío»!
Jessica trató de luchar con él, pero, al final, tuvo que gritar:
—¡Tío!
Entonces él la soltó. Sin embargo, en cuanto se alejó de él rodando por el suelo, Jessica se incorporó como pudo, hizo apresuradamente una bola de nieve con sus manos enguantadas y se la arrojó, dándole otra vez de lleno. Antes de que él pudiera contraatacar, Jessica se levantó y echó a correr entre risas, volviéndose a mirarle y sacándole la lengua.
John la persiguió riéndose y, cuando la atrapó, le hizo dar media vuelta, la atrajo a sus brazos y la besó.
Jessica se apoyó contra él, agotada, sin aliento y rebosante de felicidad.
—Ven, cariño —le dijo John, rodeándole el talle—. Bonnie y Ray se estarán preguntando por qué tardamos tanto.
A Jessica le daba igual. Sabía que la otra pareja había regresado a la urbanización y estaba esperando a los Franklin, pero el camino de vuelta desde las pistas de esquí había sido tan tonificante que ella no había podido resistir la tentación de iniciar una batalla de bolas de nieve.
Al principio, no le apetecía ir a Mammoth y compartir el fin de semana en la urbanización con el socio de John y su mujer…, tenía demasiado trabajo acumulado en el escritorio. Pero ahora se alegraba de haberse dejado convencer. Era justo lo que necesitaba: un fin de semana de evasión.
Se sacudieron la nieve de las botas y entraron al reconfortante calor de la casa. Ray y Bonnie estaban jugando a formar palabras sobre un tablero, sentados delante de la chimenea encendida.
—¡Oh! —exclamó Jessica, quitándose la parka y los guantes—. ¿Eso que huelo es vino caliente con azúcar?
—Está en la cocina —contestó Bonnie—. Sírvete tú misma.
Mientras Jessica se dirigía a la cocina, John le preguntó:
—¿Por qué no subes arriba y te cambias primero?
Jessica estaba a punto de protestar porque le apetecía tomar algo caliente, pero, aún así, se encaminó hacia la escalera, diciendo:
—De acuerdo.
Mientras se ponía un suave caftán de terciopelo, oyó unas amortiguadas risas desde abajo. Bonnie y Ray presumían de ser unos expertos jugadores de «Scrabble». A Jessica no le interesaba demasiado aquel juego, pero, como a John le gustaba, ya se había resignado a pasar la velada jugándolo. Antes de abandonar el dormitorio, se detuvo para mirarse al espejo. Tenía las mejillas arreboladas y los ojos castaños le brillaban de felicidad. John le había hecho el amor aquella mañana antes de salir a esquiar. Y había sido muy agradable. Jessica sabía que volvería a hacerlo aquella noche.
Una jarra de vino caliente le estaba aguardando cuando se reunió con los demás. John se la entregó, contemplando con mirada crítica su caftán verde esmeralda.
—¿Qué pasa? —preguntó Jessica en voz baja para que los demás no la oyeran.
—¿Cuándo te lo has comprado?
—La semana pasada. Pensé que sería cómodo después de pasarme un día esquiando. ¿No te gusta?
—El verde no te sienta bien, cariño. Y tú lo sabes. Pero no importa. Ven. Bonnie y Ray nos están esperando para iniciar otra partida.
Se sentaron sobre la alfombra y jugaron sobre una mesita baja de café. Mientras se turnaban en la colocación de fichas en el tablero, los cuatro conversaron amigablemente, tomando sorbos de vino y disfrutando del calor de la chimenea. Jessica habló muy poco. Bonnie y Ray eran amigos de John y ella apenas les conocía.
—Te aseguro, John —dijo Ray, jugando cuatro fichas y ganando treinta puntos— que hoy mismo podría vender esta casa por el triple del precio que pagué por ella. En Mammoth ya no se puede comprar nada por el precio que Bonnie y yo pagamos hace unos años. Recibo ofertas constantemente. Pero nosotros no la venderíamos por nada del mundo, ¿verdad, Bon?
Bonnie se volvió hacia Jessica.
—¿Qué tal les ha ido hoy en la pista?
Jessica estaba dando sus primeros pasos en el deporte del esquí. No acababa de gustarle demasiado. Antes de que pudiera contestar, John le dio una palmada en la mano y dijo:
—Me parece que le conviene regresar a la pista de los principiantes. Menudos revolcones te has dado, cariño.
—Bueno —terció Ray, haciendo una jugada y consiguiendo de nuevo una alta puntuación—, es que el esquí no está hecho para todo el mundo. A mí me regalaron los esquís cuando tenía siete años. ¡Ni siquiera me acuerdo de lo que es no saber esquiar!
—Le debe de ser más fácil aprender a un niño que a una persona adulta —dijo Jessica—. Los niños no tienen los temores que nosotros tenemos.
—Cariño —dijo John—, mira lo que has hecho. ¿Por qué no has jugado la doble Palabra? Tenías una oportunidad estupenda. No vas a ganar nada con la jugada que acabas de hacer.
«Sí», pensó Jessica. «Ahora he impedido que Bonnie juegue la Triple Palabra y no he colocado la “u” en una posición en la que quienquiera que tenga la “q” se pueda apuntar un tanto».
—Jessica —dijo Bonnie—, ¿cómo es realmente Mickey Shannon?
Jessica miró a John y después clavó los ojos en el tablero.
—Es una persona muy agradable.
—Las niñas de mi clase están absolutamente locas por él. Cuando les dije que iba a pasar el fin de semana con la abogada de Mickey Shannon, se entusiasmaron. Les he prometido preguntarte si podrías conseguir un autógrafo suyo para la clase.
—Jessica procura evitar la notoriedad —dijo John—. No es la agente de publicidad de Mickey Shannon.
—Bueno, yo pensé que… —Bonnie buscó un lugar donde colocar su «q» y vio que la única «u» del tablero no se podía jugar—. Quiero decir: ¿qué es un autógrafo a fin de cuentas?
—A mí no me importa hacerlo —dijo Jessica.
—Pero ¿acaso no ves, cariño, el daño que puede causar a tu imagen el hecho de que le pidas un autógrafo a Mickey Shannon? —dijo John—. Pierdes la dignidad.
Jessica miró a su marido.
—Sí, tienes razón —dijo—. Además, ahora mismo está de gira, Bonnie…
El fuego de la chimenea rugía y crepitaba; las chispas volaban hacia arriba, atraídas por le cañón. Jessica ganó la partida, superando a Ray en veinte puntos.
Cuando volvieron a extender las fichas, dijo:
—No me apetece jugar otra partida. ¿Qué tal una partida de cartas?
John la miró.
—Estás rendida, cariño. ¿Por qué no subes a dormir un rato?
—Pero si no estoy cansada.
—Pues lo pareces. Y hoy has tenido una buena caída en la pista. Vamos… —Dijo John, tomando su mano—, yo te acompaño.
Una vez en el dormitorio, John la estrechó entre sus brazos y le dio un beso en la frente.
—Te despertaré a la hora de cenar.
—Anoche estuvimos jugando al «Scrabble» seis horas seguidas —dijo Jessica, apartándose—. Hay otros juegos. ¿Por qué no podemos tener un respiro?
—Porque estamos en casa de unos amigos que han tenido la amabilidad de invitarnos. Además, has ganado. ¿De qué te quejas?
—Si no me quejo, John…
John le dio una palmada en el brazo.
—Duerme un ratito y te sentirás mejor. Así me gusta mi chica.
Mientras su marido se retiraba, Jessica pensó: «No soy tu chiquilla».
Cuando oyó las risas de abajo, Jessica se acercó a la cama y se sentó en ella. Estaba empezando a pensar que no se había equivocado al no querer ir allí. Bonnie y Ray no le eran especialmente simpáticos, el esquí no le gustaba, aborrecía el juego del «Scrabble» y estaba preocupada por el trabajo acumulado en su escritorio. Además, se sentía sola a pesar de tener compañía.
Contempló el teléfono, reflexionó un instante y después marcó el número de Trudie.
—¡Hola! —dijo una voz desde el otro extremo de la línea—. Habéis llamado a Gertrude Stein. En serio, ese es mi verdadero nombre, igual que el de la escritora. Ahora mismo no estoy en casa porque he salido a comprar comida para mis tres hambrientos y feroces perros de guardia doberman, pero si me dejan su nombre y su número…
Jessica colgó. No esperaba encontrar a Trudie en casa. A fin de cuentas, era un sábado por la noche. Se tendió en la cama, se cubrió con la colcha y escuchó el murmullo de las conversaciones de abajo junto a la chimenea. Cerró los ojos y se imaginó a Lonnie.
Habían transcurrido dos semanas desde aquella increíble noche en el bar del Oeste de Butterfly y, desde entonces, Jessica apenas había podido pensar en otra cosa. Su sueño se había hecho realidad y había adquirido forma, dejándole una sensación de euforia que poco a poco se desvaneció y la indujo a pensar: «Ahora que mi vaquero no es una fantasía sino una realidad, no me queda ninguna fantasía».
Se dio cuenta de que había aceptado un trato y había pagado un precio inesperado por él. Se había producido un trueque: su fantasía a cambio de la realidad. Ahora ya no era tan fácil imaginarle en sus fantasías, sabiendo que podía verle en carne y hueso y estar con él siempre que lo quisiera.
Pero… ¿qué era lo que quería Jessica? ¿Visitar a un «prostituto» cada vez que se sintiera sola, enojada o hambrienta de sexo? ¿Le resolvería eso algún problema? ¿O simplemente se lo complicaría?
Sí, se lo complicaría…
En las dos semanas transcurridas desde su noche con Lonnie, Jessica se había sentido insatisfecha tras hacer el amor con John. Y eso era una injusticia para con él. John no tenía ni idea de que ella lo estaba comparando con un semental muy ducho en el arte del amor. Jessica se sentía culpable y, para compensar el agravio, aquella mañana había reaccionado con ardor a la propuesta de John, sorprendiéndole un poco con su insólito entusiasmo. Y la relación sexual había resultado extremadamente satisfactoria.
Jessica se quedó dormida y John la despertó dos horas más tarde, diciéndole que la cena ya estaba lista. Comieron pan francés y fondue de queso delante de la chimenea y después decidieron jugar otra partida de «Scrabble». A pesar de la mirada de reproche de John, Jessica se excusó, diciendo que tenía un libro muy interesante.
Esperó a John en la cama mientras los demás jugaban abajo y se preguntó si no convendría que se reuniera con ellos y si no habría sido injusta con John. Cuando, al final, su marido subió al dormitorio, decidió compensarle.
John se tendió a su lado y ella se inclinó hacia él.
—Estoy cansado, cariño —dijo John, besándole la frente y volviéndose hacia el otro lado.
Mientras su contestador recibía mensajes, Trudie echó un vistazo a la gente que aquel sábado por la noche abarrotaba el Peppy’s, una conocida sala de fiestas del Robertson Boulevard. La acompañaba su prima Alexis, la pediatra amiga de la doctora Linda Markus.
Alexis había salido a tomar un trago y a ver a la gente, pero no tenía la menor intención de irse a casa con un desconocido, tal como solía hacer Trudie. Butterfly satisfacía por entero sus necesidades sexuales hasta que encontrara a alguien con quien le apeteciera entablar una relación estable. Desde sus tiempos en la facultad de Medicina, nunca había tenido mucha suerte en lugares como aquel, a pesar de su morena belleza de la Europa oriental y de su atractiva personalidad. El motivo era su profesión: los hombres se echaban hacia atrás ante una médica. A lo mejor, pensó, la consideraban una amenaza, o tal vez su íntimo conocimiento de la anatomía humana los hacía sentirse vagamente incómodos. Cualquiera que fuera la razón, Alexis raras veces llegaba muy lejos con sus ocasionales amistades de los bares. Por regla general, en cuanto les decía con qué se ganaba la vida, el interés de sus compañeros se enfriaba.
A pesar de ello, le gustaba salir con su prima, porque Trudie era muy divertida y a ella le gustaba variar un poco y no salir siempre con otras médicas cuya conversación acababa centrándose inevitablemente en la medicina.
Lo que más sorprendía a Alexis aquella noche era el hecho de que Trudie pareciera tan deseosa de cazar una pieza. ¿Por qué, se preguntó, pudiendo ir a Butterfly y tener todo lo que quisiera?
Lo que Alexis no sabía, y la propia Trudie tampoco, era que Trudie estaba buscando algo. Estaba buscando el medio de reproducir su fantasía de Butterfly con un hombre del mundo real. Sus noches con «Thomas» eran maravillosas, pero ella sabía que solo eran intermedios comprados con dinero. Él no era de verdad y la relación no era de verdad. Trudie quería reproducir aquella magia en la vida real, encontrar el mismo hechizo en un hombre de carne y hueso con quien pudiera sentar cabeza y poner término a su búsqueda. Lo malo era que Trudie aún no había descubierto cuál era la razón de que sus veladas con Thomas fueran tan extraordinarias. Se había acostado con algunos desconocidos desde que iniciara sus visitas a Butterfly, pero ninguno había despertado en ella aquella chispa especial. Si supiera qué le faltaba y qué andaba buscando…
Trudie hubiera podido elegir a cualquier hombre que le gustara. Con su figura y su personalidad, siempre ganaba la partida. A su juicio, los hombres no tenían ningún problema a la hora de decidir con quién irse a casa o qué hacer con ella una vez allí. Además, pensó mientras se fumaba un Virginia Slims y contemplaba a un joven que la estaba mirando apoyado en una columna, los solteros no solían tener los mismos problemas que las solteras. No los veía como unos buscadores de relaciones permanentes. Según su propia experiencia, los hombres buscaban una aventura rápida y nada más.
Las mujeres tenían unos problemas de los cuales los hombres parecían estar libres. Mientras observaba a una mujer extremadamente esbelta bailando en la pista, Trudie recordó su época de estudiante con Jessica cuando, en mitad de la noche, se despertaba y oía a las chicas vomitando en el cuarto de baño. Aquellas mismas chicas se atiborraban de comida al día siguiente en el comedor…, ayunos implacables. Exactamente igual que Jessica. Pero solo las mujeres, pensó Trudie, padecían de bulimia y anorexia. ¿Cómo era posible que eso jamás le ocurriera a los hombres?
El hombre de la columna la miró directamente y empezó a abrirse paso por la pista de baile para acercarse a ella. Él y Trudie llevaban una hora intercambiándose miradas y, al parecer, Trudie había salido airosa del examen visual. Por su parte, él también había superado la prueba. A Trudie le gustaba su aspecto. Le recordaba, en cierto modo, a Bill, el fontanero de las piscinas a quien había pegado una bronca el mes anterior y que, desde entonces, se mostraba muy frío con ella. Lástima, porque Bill era un tipo muy apuesto y con un enorme atractivo sexual. En otro momento y en otras circunstancias, ella y Bill hubieran podido establecer un buen contacto. Pero el hecho de que ella fuera una contratista de obras y de que él le hiciera los trabajos que ella le encargaba lo situaba fuera de la relación normal hombre-mujer.
—Hola —dijo el desconocido al llegar a su mesa.
Trudie le miró sonriendo. Era alto y llenaba la camisa de una forma muy interesante. Llevaba unas gafas de montura metálica como las de los hippies de los años sesenta y ello le confería un aire de intelectual. Tendrá un título universitario, pensó Trudie. Desde luego, parece un profesor.
—Hola —contestó Trudie, invitándole a sentarse con un gesto.
El desconocido se sentó y le preguntó:
—Bueno… ¿quieres que mañana por la mañana te despierte llamándote por tu nombre o que lo haga por medio de un ligero codazo?
El Corvette azul eléctrico bajó a toda velocidad por el Whilshire Boulevard, cruzando entre chirridos de neumáticos los semáforos ámbar y cambiando constantemente de carril. Trudie había bajado la capota de su vehículo y tanto su cabello como el de Alexis volaban al viento. El semáforo cambió a rojo; Trudie pisó los frenos y se detuvo, soltando una maldición.
Alexis contempló el enfurecido perfil de su prima y dijo:
—En otros tiempos te hubieras ido a casa con él.
—Pero ¿es que los hombres no saben hablar de otra cosa? ¡Estoy harta de estas falsas familiaridades!
—Lo más lógico en estos bares de contacto son las falsas familiaridades.
Trudie se hundió en el bajo asiento de su automóvil deportivo y sacudió la cabeza.
—Tengo treinta años, Alexis, quiero encontrar a alguien con quien pasar el resto de mi vida. Pero no me interesa un hombre cualquiera. Tiene que ser…, no sé.
—¿Tiene que ser como tu compañero de Butterfly?
—Supongo. Ya ni siquiera sé lo que quiero.
Un automóvil se acercó a ellas y esperó a que cambiara el semáforo. Trudie le echó un vistazo…, era un Rolls-Royce Silver Cloud de color blanco, el clásico modelo de finales de los cincuenta. Los cristales de las ventanillas eran ahumados y no permitían ver al conductor.
—Bonito automóvil —dijo Alexis.
El semáforo se puso verde y Trudie pisó el acelerador.
—¡Será de algún astro de rock! —dijo contra el viento mientras su vehículo se alejaba como una exhalación.
El Rolls atravesó sin prisas el cruce y enfiló la calzada particular de un alto edificio de ladrillo y cristal. Casi todas las ventanas del edificio estaban a oscuras, exceptuando unas cuantas luces del vigésimo piso. El Silver Cloud se detuvo frente a la entrada subterránea y el chofer bajó para abrir la portezuela del otro lado. Beverly Highland descendió, se subió el cuello del abrigo de pieles y entró presurosa en el edificio.
Al llegar a la vigésima planta, franqueó la puerta de roble macizo de Highland Enterprises, Inc y se encaminó directamente a los despachos interiores.
—Hola —dijo una mujer que ya se encontraba allí, aguardándola.
—Siento llegar con retraso. —Beverly Highland se quitó el abrigo y lo colgó—. Me ha llamado un representante de la junta de la costa. Tendré que volver a declarar. ¿Y tú qué tienes aquí?
La mujer le entregó unos papeles.
Beverly los tomó.
—¿Nuevas socias?
—Nuevos compañeros —contestó la directora de Butterfly.
—Me parece que vamos a tener que ampliarlo —murmuró Beverly, examinando rápidamente los papeles. Después, los apartó a un lado y miró a su amiga con la cara muy seria—. Ha aceptado el dinero —dijo—. Danny ha aceptado los quinientos mil y me ha invitado a su rancho de Texas. He conseguido escabullirme, pero más tarde o más temprano no tendré más remedio que verle cara a cara. Está deseando darme personalmente las gracias por todo el apoyo que presto a su campaña. Sea como fuere, ya es hora de que pongamos en marcha la siguiente fase de nuestro plan. Di a los demás que quiero reunirme con todos ustedes dentro de una semana, poco antes del comienzo de las primarias de New Hampshire.
—Muy bien.
—¿Preocupada? —preguntó Beverly.
—No lo sé.
—No te preocupes. Por muy poderoso que sea Danny, yo lo soy más. Nada puede fallar. Te lo aseguro.
Ambas mujeres se miraron. Cada una sabía lo que pensaba la otra. Que, al cabo de treinta y cinco años, Beverly conseguiría finalmente su venganza. El 11 de junio, un día en el que Danny Mackay lamentaría haber nacido.