Brooklyn

Brooklyn


CUARTA PARTE

Página 14 de 16

—Estoy seguro de que las dos tenéis razón —dijo con bastante sarcasmo, como riéndose de sí mismo para que no pareciera que pretendía ganarse su favor.

Acordaron estar listas a las siete y media. La madre de Eilis repasó vestidos y zapatos mientras Eilis se lavaba el pelo. Había preparado la tabla y la plancha por si había arrugas en el vestido que elegían. Cuando Eilis apareció con una toalla en la cabeza, vio que su madre había escogido el vestido azul de flores, el favorito de Tony, y unos zapatos azules. Estuvo a punto de decirle que no podía llevar aquello, pero se dio cuenta de que cualquier explicación que inventara crearía una tensión innecesaria, de manera que siguió adelante y se lo puso. Su madre, que no parecía molesta por quedarse sola el resto de la noche, sino más bien emocionada de que su hija se estuviera arreglando para volver a salir, empezó a plancharlo mientras Eilis se ponía rulos en el pelo y encendía el secador que había pertenecido a Rose.

George y Jim conocían del rugby al propietario del hotel Courtown y habían reservado una mesa especial con velas y vino y un menú especial con champán al final. Eilis vio que los demás comensales los miraban como si fueran la gente más importante del restaurante.

George y Jim llevaban chaqueta sport y corbata y pantalones de franela. Mientras observaba a Nancy leyendo atentamente la carta, notó algo nuevo en ella: era más refinada que antes y se tomaba en serio los solemnes modales del camarero, cuando en otros tiempos habría puesto los ojos en blanco por su pomposidad o le habría dicho algo informal o amistoso. Pronto, pensó Eilis, se convertiría en la señora de George Sheridan, y eso era algo en la ciudad. Nancy estaba empezando a asumir su papel con fruición.

Más tarde, en el bar, George, Jim y el propietario del hotel, de aspecto apuesto y distinguido, estuvieron charlando de la temporada de rugby que había acabado. Era extraño, pensó Eilis, que George y Jim no estuvieran en Courtown con las hermanas de sus amigos. Sabía que toda la ciudad se había sorprendido de que George empezara a salir con Nancy, cuyos hermanos no habrían jugado al rugby en su vida, e imaginó que se debía a que Nancy era muy bonita y tenía buenos modales. Recordó que, dos años atrás, cuando Jim Farrell había sido tan abiertamente grosero con ella, había pensado que se debía a que procedía de una familia que no tenía ninguna propiedad en la ciudad. Ahora que había vuelto de América, creía, la envolvía algo, algo cercano al glamour, que la hacía completamente diferente cuando observaba con Nancy cómo hablaban los hombres.

No esperaba ver a mucha gente de Enniscorthy en el salón de baile. Muchas de las personas que estaban allí parecían saber que Nancy y George iban a casarse pronto y la pareja recibió felicitaciones mientras iba de un lado a otro. Eilis observó que Jim se limitaba a saludar a la gente con una inclinación de la cabeza, dando a entender que las había reconocido. No era un gesto antipático, pero tampoco invitaba a acercársele. Le pareció más severo que George, que era todo sonrisas, y se preguntó si aquello se debía a que llevaba un bar y era una forma de marcar la distancia con todas las personas que conocía.

Bailó toda la noche con Jim excepto cuando él y George intercambiaron parejas, y solo muy brevemente. Sabía que la gente de la ciudad la observaba y hacía comentarios sobre ella, especialmente cuando la música era rápida y se ponía de manifiesto que tanto ella como Jim eran buenos bailarines, pero también después, cuando bajaron la intensidad de las luces y tocaron música lenta y bailaron muy cerca el uno del otro.

Fuera, al acabar el baile, la noche aún era cálida. De camino al coche, ella y Jim dejaron que George y Nancy se adelantaran y les dijeron que enseguida se reunirían con ellos. Jim se había comportado impecablemente todo el día: no la había aburrido ni irritado, ni se había impuesto en exceso; parecía sumamente considerado, a veces divertido, dispuesto a permanecer en silencio, y también cortés. Había destacado asimismo en el salón de baile, donde algunos estaban borrachos y otros eran demasiado viejos o parecían haber llegado en tractor a Courtown. Era apuesto, elegante, inteligente y, a medida que había ido pasando la noche, se había sentido orgullosa de estar con él. Al salir encontraron un lugar entre una casa de huéspedes y un nuevo apartamento y empezaron a besarse. Jim fue despacio; en ocasiones le cogía la cabeza entre las manos para poder mirarla a los ojos en la semioscuridad y besarla apasionadamente. Su reacción al sentir su lengua en la boca fue de agrado al principio y después algo cercano a la auténtica excitación.

En el coche, de vuelta a Enniscorthy, sentados en la parte trasera, intentaron disimular lo que estaban haciendo, pero acabaron desistiendo, lo que provocó mucha hilaridad entre Nancy y George.

El lunes por la mañana llegó un mensaje para Eilis pidiéndole que fuera a Davis’s, y ella supuso que querían pagarle. Al llegar, encontró de nuevo a Maria Gethings esperándola.

—El señor Brown quiere verla —dijo Maria—. Voy a informarme de si en estos momentos está con alguien.

El señor Brown había sido el jefe de Rose y era uno de los propietarios de la fábrica. Eilis sabía que era escocés y le había visto a menudo en su coche grande y reluciente. Percibió el tono de admiración en la voz de Maria al decir su nombre. Al poco rato, Maria volvió y dijo que la recibiría inmediatamente. La acompañó hasta un despacho que había al final del pasillo. El señor Brown estaba sentado en un sillón alto de cuero detrás de una gran mesa.

—Señorita Lacey —dijo, levantándose e inclinándose sobre la mesa para estrechar la mano de Eilis—. Escribí a su madre cuando la pobre Rose murió, estábamos muy afectados, y me pregunté si también debería haber ido a visitarla. Me han dicho que ha vuelto de Estados Unidos y Maria me ha comentado que tiene el título de contabilidad. ¿Es contabilidad americana?

Eilis explicó que no creía que hubiera mucha diferencia entre ambos sistemas.

—Supongo que no —dijo el señor Brown—. En cualquier caso, Maria quedó muy contenta de su forma de organizar las pagas, pero naturalmente no nos sorprendió, siendo usted hermana de Rose. Ella era la eficiencia personificada y la echamos mucho de menos.

—Rose era un gran ejemplo para mí —dijo Eilis.

—Hasta que acabe la temporada alta —siguió el señor Brown— nos resultará difícil saber cómo vamos a organizarnos en la oficina, pero a la larga necesitaremos un contable y alguien con experiencia en el pago de salarios. Aunque de momento nos gustaría que siguiera trabajando para nosotros a media jornada ocupándose de los pagos. Más adelante podríamos volver a hablar.

—Voy a volver a Estados Unidos —dijo Eilis.

—Bueno, sí, por supuesto —dijo el señor Brown—. Pero usted y yo hablaremos antes de que decida nada en firme.

Eilis estuvo a punto de decirle que ya había tomado una decisión en firme, pero como el tono del señor Brown daba a entender que no veía necesario seguir discutiendo el tema en ese momento, comprendió que no esperaba ninguna respuesta. De modo que se levantó, y el señor Brown hizo lo propio y la acompañó a la puerta; le dijo que saludara a su madre de su parte antes de dejarla con Maria Gethings, que tenía un sobre con dinero preparado.

Eilis le había prometido a Nancy pasar por su casa aquella noche para repasar la lista de invitados al banquete de bodas y estudiar con ella cómo debían sentarlos. Le contó perpleja su entrevista con el señor Brown.

—Hace dos años —dijo— ni siquiera me habría visto. Sé que Rose le preguntó si había alguna posibilidad de que me dieran trabajo y que se limitó a decir que no. Simplemente, no.

—Bueno, las cosas han cambiado.

—Y hace dos años Jim Farell parecía pensar que su deber era ignorarme en el Athenaeum, a pesar de que George le había pedido prácticamente que me invitara a bailar.

—Has cambiado —dijo Nancy—. Pareces otra. Todo en ti es diferente, no para los que te conocemos, pero sí para la gente de la ciudad que solo te conoce de vista.

—¿Qué es lo que ha cambiado en mí?

—Pareces mayor y más seria. Y tienes un aspecto diferente con tu ropa americana. Tienes un no sé qué. Jim no para de pedirnos que busquemos más excusas para salir juntos.

Más tarde, mientras Eilis estaba tomando el té con su madre antes de acostarse, esta le recordó que conocía a los Farrell, aunque no había estado en su casa, que estaba encima del bar, desde hacía muchos años.

—Desde fuera no se nota mucho —dijo—, pero es una de las casas más bonitas de la ciudad. Las dos habitaciones de arriba están unidas con dobles puertas y recuerdo que años atrás la gente comentaba lo grande que era. He oído que sus padres se van a instalar en Glenbrien, de donde es su madre, en una casa que le ha dejado su tía. Al padre le encantan los caballos, sabe mucho de carreras y va a criar caballos, o eso he oído. Y Jim se quedará la casa.

—Pues les echará mucho de menos —dijo Eilis—. Porque llevan el bar cuando él quiere salir.

—Oh, será de forma muy gradual, diría yo —replicó su madre.

Ya arriba, Eilis encontró sobre la cama dos cartas de Tony y casi con un sobresalto, reparó que no le había escrito, como tenía intención de hacer. Miró los dos sobres, su caligrafía, y se quedó de pie en la habitación con la puerta cerrada, pensando en lo extraño que era que todo lo referente a él pareciera lejano. Y no solo eso, también todo lo que había ocurrido en Brooklyn casi parecía haberse desvanecido, no estar vívidamente presente en ella… Su habitación en casa de la señora Kehoe, por ejemplo, o los exámenes, el tranvía que la llevaba del Brooklyn College a casa, el salón de baile, el apartamento en el que Tony vivía con sus padres y sus tres hermanos o la planta de ventas de Bartocci’s. Repasó todas esas cosas como si intentara recuperar lo que, apenas unas semanas atrás, parecía tan lleno de detalles, tan sólido.

Metió las cartas en un cajón de la cómoda y decidió contestar cuando volviera de Dublín la noche siguiente. Le hablaría a Tony de todos los preparativos de la boda de Nancy, de los vestidos que ella y su madre se habían comprado. Puede que incluso le contara su entrevista con el señor Brown y que ella le había respondido que iba a volver a Brooklyn. Le escribiría como si todavía no hubiera recibido aquellas dos cartas y no las abriría ahora, pensó, sino que esperaría a haber escrito su propia carta.

La idea de que iba a dejar todo aquello —las habitaciones de su casa, de nuevo familiares, cálidas y reconfortantes— y regresar a Brooklyn para no volver en mucho tiempo ahora la asustaba. Al sentarse en el borde de la cama, quitarse los zapatos y tumbarse de espaldas con las manos bajo la cabeza, sabía que había estado relegando día a día el pensamiento sobre su partida y lo que encontraría a su llegada.

En ocasiones aparecía como un punzante recordatorio, pero la mayor parte del tiempo ni siquiera aparecía. Tenía que hacer un esfuerzo para recordar que estaba realmente casada con Tony, que se sumergiría en el sofocante calor de Brooklyn, al aburrimiento diario de la planta de ventas de Bartocci’s y su habitación en casa de la señora Kehoe. Se sumergiría en una vida que ahora le parecía terrible, con personas extrañas, acentos extraños, calles extrañas. Intentó pensar en Tony como una presencia reconfortante y cariñosa, y, en cambio, vio a una persona a la que estaba unida le gustara o no, alguien que, pensó, no le dejaría olvidar la naturaleza de su alianza y su necesidad de que volviera.

Unos días antes de la boda, al salir de trabajar su media jornada en Davis’s, Jim pasó a recogerla y fueron a comer a Wexford y después al cine. De camino a casa, él le preguntó cuándo tenía previsto volver a Brooklyn. Eilis había recibido una carta de la compañía marítima en la que le decían que les llamara por teléfono cuando quisiera reservar su billete de vuelta, pero todavía no se había puesto en contacto con ellos.

—Todavía no he llamado a la compañía, pero probablemente será dentro de dos semanas.

—Te vamos a echar de menos, aquí —dijo él.

—Es muy duro dejar a mi madre sola —replicó ella.

Él estuvo un rato sin decir nada, hasta que cruzaron Oylgate.

—Dentro de poco mis padres se irán a vivir al campo. La familia de mi madre es de Glenbrien y su tía le ha dejado una casa allí. Ahora están haciendo obras.

Eilis no le dijo que su madre ya se lo había contado. No quería que Jim supiera que habían estado hablando sobre sus planes de residencia.

—Así que viviré solo en la casa de encima del bar.

Eilis iba a preguntarle en broma si sabía cocinar, pero se dio cuenta de que podía parecer una pregunta con intención.

—Tienes que venir una tarde a tomar el té con mi familia —dijo él—. A mis padres les encantaría conocerte.

—Gracias —dijo ella.

—Después de la boda lo organizaremos.

Decidieron que Jim llevaría a Eilis, a su madre, a Annette O’Brien y a su hermana pequeña Carmel a la recepción de la boda en Wexford después de la ceremonia en la catedral de Enniscorthy. Aquella mañana se levantaron pronto en Friary Street; su madre entró en la habitación con una taza de té y le dijo que estaba nublado y que esperaba que no lloviera. Por la noche ambas habían dejado la ropa cuidadosamente preparada para la mañana siguiente. Habían tenido que arreglar el traje de Eilis, que habían comprado en Arnotts, en Dublín, porque la falda y las mangas eran demasiado largas. Era de un rojo vivo y con él llevaba una blusa blanca de algodón y complementos que había traído de América: medias de un ligero tono rojizo, zapatos rojos, sombrero rojo y bolso blanco. Su madre llevaba un traje de chaqueta color gris comprado en Switzers. Le daba pena tener que ponerse zapatos planos y lisos, pues los pies le dolían y se le hinchaban si hacía calor o tenía que caminar mucho. Se pondría una blusa gris de seda de Rose, no solo porque le gustaba sino también porque a Rose le encantaba y sería bonito llevar algo que le había gustado a Rose en la boda de Nancy.

Habían acordado que Jim pasaría a buscarlas a casa y las llevaría a la catedral si llovía, pero que si hacía buen tiempo se encontrarían allí. Eilis había escrito varias cartas a Tony y había abierto una de él en la que le contaba que había ido a Long Island con Maurice y Laurence para ver el terreno que habían comprado y dividirlo en cinco parcelas. Ahora había muchos rumores de que suministros como el agua y la electricidad llegarían pronto allí sin mucho coste. Eilis dobló la carta y la guardó en el cajón con las demás que había recibido de Tony y las fotografías que Nancy le había dado del día que habían pasado en la playa de Cush. Contempló la foto en la que salían Jim y ella, lo felices que parecían: él pasándole los brazos por el cuello, sonriendo a la cámara, y ella apoyando la cabeza en él, sonriendo también como si no le preocupara nada. No sabía qué iba a hacer con aquellas fotografías.

Su madre contempló el cielo y Eilis supo que deseaba que lloviera, que la complacería mucho que Jim fuera a recogerlas a las dos en coche y las acompañara en el corto trayecto hasta la catedral. Era uno de esos días en que, debido a la boda, los vecinos se sentirían libres de salir a la puerta y examinar a Eilis y a su madre con sus mejores galas y desearles un buen día. Y habría vecinos, pensó Eilis, que ya sabían que había estado saliendo con Jim Farrell y que lo veían igual que su madre, un gran partido, un joven de la ciudad con su propio negocio. Que Jim Farrell fuera a buscarlas, pensó, sería para su madre el punto culminante de todo lo que había ocurrido desde que había vuelto a casa.

Cuando las primeras gotas de lluvia golpearon el cristal de la ventana, una expresión de indisimulada satisfacción apareció en el rostro de la señora Lacey.

—No nos arriesguemos —dijo—. Tengo miedo de que empiece a llover con fuerza antes de que lleguemos a Market Square. Me preocupa que tu blusa blanca se tiña de rojo.

Su madre se pasó la media hora siguiente en la ventana vigilando, por si la lluvia amainaba o Jim Farrell llegaba pronto. Eilis se quedó en la cocina pero se aseguró de que todo estuviera preparado por si Jim llegaba. En cierto momento, su madre fue a la cocina a decirle que le harían pasar a la sala, pero Eilis insistió en que deberían estar listas para salir en cuanto Jim llegara con el coche. Finalmente, fue con su madre a mirar por la ventana.

Cuando Jim llegó abrió la puerta del conductor y salió rápidamente con un paraguas. Eilis y su madre salieron nerviosas a la entrada. La madre abrió la puerta.

—No os preocupéis por el tiempo —dijo Jim—. Os dejaré delante de la catedral y después iré a aparcar. Creo que tenemos tiempo de sobra.

—Iba a ofrecerte una taza de té —dijo la madre de Eilis.

—Aunque no tanto —dijo Jim, y sonrió. Llevaba un traje claro, una camisa azul con corbata de rayas y zapatos color canela.

—Sabes, pienso que solo será un chaparrón corto —dijo su madre mientras se dirigía al coche.

Eilis vio que Mags Lawton, su vecina, había salido y la estaba saludando. Se quedó esperando en la puerta a que Jim volviera con el paraguas pero no devolvió el saludo a Mags ni la animó a hacer ningún comentario. Justo cuando cerraba la puerta de casa e iba hacia el coche vio que se abrían dos puertas más y supo que, para gran deleite de su madre, correría la voz de que Jim Farrell había recogido a Eilis y su madre vestidas de punta en blanco.

—Jim es un perfecto caballero —dijo su madre, mientras entraban en la catedral.

Eilis observó que su madre caminaba despacio, con aire de orgullo y dignidad, sin mirar a derecha o izquierda, plenamente consciente de que la observaban y disfrutando enormemente del efecto que Eilis y ella, a quienes pronto se uniría Jim Farrell, producían en la iglesia.

Aquello no fue nada, sin embargo, ante la visión de Nancy con el velo blanco y un largo vestido avanzando despacio por el pasillo con su padre mientras George la esperaba en el altar. Cuando empezó la misa y el ambiente en la iglesia se hubo tranquilizado, Eilis, sentada junto a Jim, se encontró sumida en un pensamiento que la había invadido muchas madrugadas, cuando estaba tumbada en la cama. Se preguntó qué haría si Jim le proponía matrimonio. La mayoría de las veces la idea le resultaba absurda; no se conocían lo suficiente y por lo tanto aquello era poco probable. Pensó también que debía hacer todo lo posible para no animarle a hacerlo, puesto que no podría darle otra respuesta que no fuera la de rechazarle.

Pero no podía dejar de pensar en qué pasaría si escribiera a Tony para decirle que su matrimonio había sido un error. ¿Sería fácil divorciarse de él? ¿Podía decirle a Jim lo que había hecho poco antes de irse de Brooklyn? La única persona divorciada que conocían en la ciudad era Elizabeth Taylor, y quizá alguna otra estrella del cine. Quizá pudiera explicarle cómo había llegado a casarse, pero Jim era una persona que jamás había vivido fuera de la ciudad. Su inocencia y cortesía, dos cosas que hacían que fuera agradable estar con él, serían, de hecho, un impedimento, sobre todo si se planteaba algo tan inaudito e impensable, tan alejado de él, como el divorcio. Lo mejor sería, pensó, apartar todo aquello de su mente, pero resultaba difícil, durante la ceremonia, no soñar que estaba en el altar, con sus hermanos de vuelta en casa para la boda y su madre sabiendo que viviría en una bonita casa a pocas calles de ella.

Cuando volvió de comulgar intentó rezar, y se encontró respondiendo a la pregunta que estaba a punto de formular en sus plegarias. La respuesta era que no había respuesta, que nada de lo que hiciera sería correcto. Se imaginó a Tony y a Jim frente a frente, coincidiendo en algún lugar, los dos sonrientes, cálidos, amistosos, afables, Jim menos entusiasta que Tony, menos divertido, menos curioso, pero más independiente y más seguro de su lugar en el mundo. Y pensó en su madre, ahora sentada junto a ella en la iglesia, en la desolación y la conmoción que había provocado la muerte de Rose, mitigada de alguna forma con su vuelta. Y los vio a los tres —a Tony, a Jim y a su madre— como siluetas a las que solo podía herir, personas inocentes rodeadas de luz y claridad, y ella cercándolas, oscura e incierta.

Habría hecho cualquier cosa, cuando Nancy y George recorrían juntos el pasillo, por unirse a quienes albergaban dulzura, certeza e inocencia, sabiendo que podía empezar su vida sin sentir que había hecho algo insensato e hiriente. Decidiera lo que decidiese, pensó, no habría forma de evitar las consecuencias de lo que había hecho ni de lo que ahora pudiera hacer. Mientras caminaba por el pasillo con Jim y su madre, y se unía a los admiradores fuera de la iglesia, donde el cielo se había despejado, tuvo la certeza de que no amaba a Tony. Parecía parte de un sueño del que había despertado por la fuerza hacía algún tiempo y, ahora que estaba despierta, su presencia, antes tan sólida, carecía de sustancia y forma; era una mera sombra en el linde de cada momento del día y de la noche.

Mientras posaban para las fotografías a las puertas de la catedral, el sol asomó completamente y muchos curiosos se congregaron para contemplar a los novios, que se disponían a ir a Wexford en un gran coche de alquiler adornado con guirnaldas.

Durante el banquete de bodas Eilis se sentó entre Jim y un hermano de George que había vuelto de Inglaterra para la boda. Su madre la observaba con cariño y atención. A Eilis le pareció casi gracioso que mirara hacia ella cada vez que se llevaba un bocado de comida a la boca para comprobar que seguía allí, con Jim Farrell firmemente sentado a su derecha, y que ambos parecían estar pasándolo bien. Vio que la madre de George Sheridan parecía una duquesa madura a la que no le habían dejado nada salvo un gran sombrero, algunas joyas antiguas y su gran dignidad.

Más tarde, después de los discursos, mientras hacían las fotos de los novios y después de la novia con su familia y del novio con la suya, la madre de Eilis la buscó y le susurró que había encontrado coche para llevarlas de regreso a Enniscorthy a ella misma y a las dos chicas O’Brien. El tono de su madre era casi demasiado complaciente y conspirativo. Eilis se dio cuenta de que Jim Farrell pensaría que su madre lo había orquestado todo, y también comprendió que no podía hacer nada para hacerle saber que ella no estaba implicada en la conspiración. Mientras ella y Jim miraban como se iba el coche y vitoreaban a los recién casados, se les acercó la madre de Nancy, que se encontraba en un estado de felicidad propiciado, pensó Eilis, por muchas copas de jerez y algo de vino y champán.

—Bueno, Jim —dijo—, no soy la única que dice que nuestra próxima gran velada será la de tu gran día. Nancy podrá darte muchos consejos cuando vuelva, Eilis.

Se echó a reír con una estridencia que a Eilis le pareció indecorosa. Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie les prestaba atención. Se dio cuenta de que Jim Farrell, miraba con frialdad a la señora Byrne.

—Poco imaginábamos —siguió la señora Byrne— que Nancy acabaría siendo una Sheridan, y he oído que los Farrell se trasladan a Glenbrien, Eilis.

La expresión en el rostro de la señora Byrne era de dulce insinuación; Eilis se preguntó si debería excusarse y salir corriendo al tocador para no tener que oír nada más. Pero entonces, pensó, dejaría a Jim a solas con ella.

—Jim y yo hemos prometido a mi madre que nos aseguraríamos de que ella supiera dónde está el coche —dijo Eilis con rapidez, tirando a Jim de la manga.

—¡Oh, Jim y yo! —exclamó la señora Byrne, que parecía una mujer de arrabal volviendo a casa un sábado por la noche—. ¿La oyes? ¡Jim y yo! Oh, no tardaremos en tener un gran día de fiesta y tu madre estará encantada. Cuando el otro día trajo el regalo de bodas nos dijo que estaría encantada, ¿y por qué no iba a estarlo?

—Tenemos que irnos, señora Byrne —dijo Eilis—. ¿Nos disculpa?

Mientras se alejaban, Eilis entrecerró los ojos y negó con la cabeza.

—¡Imagina tenerla de suegra! —dijo.

Aquello era, pensó, un pequeño acto de deslealtad, pero evitaría que Jim pensara que ella tenía algo que ver con lo que había dicho la señora Byrne en ese estado.

Jim logró esbozar una gélida sonrisa.

—¿Podemos irnos? —preguntó.

—Sí —dijo ella—. Mi madre sabe exactamente dónde está el coche que la llevará a Enniscorthy. No hace falta que nos quedemos más rato. —Intentó aparentar autoridad y demostrar el control de la situación.

Salieron en coche del aparcamiento del hotel Talbot y cruzaron los muelles y el puente. Eilis decidió no pensar en lo que su madre podía haberle dicho a la señora Byrne ni, de hecho, en lo que la misma señora Byrne acababa de decir. Si Jim lo deseaba, si eso ayudaba a explicar su silencio y la rigidez de su mandíbula, entonces podía hacerlo cuanto quisiera. Ella estaba decidida a no hablar hasta que él lo hiciera y a no hacer nada para distraerle o animarle.

Cuando llegaron a Curracloe, Jim finalmente habló.

—Mi madre me ha pedido que te diga que el club de golf va a instituir un premio en memoria de Rose. La capitana femenina entregará un trofeo especial el día de la Dama Capitana Femenina a la mejor puntación obtenida por una socia nueva. Dice que Rose era siempre muy amable con la gente que era nueva en la ciudad.

—Sí —dijo Eilis—. Ella siempre era amable con la gente nueva, es verdad.

—Bien, la semana que viene darán una recepción para anunciar el premio y mi madre ha pensado que podrías venir a casa a tomar el té con nosotros y después ir juntos a la recepción del club de golf.

—Eso estaría muy bien —dijo Eilis. Estuvo a punto de decir que su madre también se sentiría muy complacida cuando le diera la noticia, pero pensó que ya habían oído demasiado sobre lo que dice su madre por ese día.

Jim aparcó el coche y bajaron a la playa. Aunque todavía hacía calor, había una densa calima, casi niebla, por encima del mar. Empezaron a caminar en dirección norte, hacia Ballyconnigar. Eilis se sentía a gusto con Jim, ahora que quedaba atrás la boda y contenta de que él no se hubiera referido a lo que había dicho la señora Byrne y pareciera no pensar en ello.

Pasado Ballyvaloo encontraron un lugar en las dunas en el que podían sentarse cómodamente. Jim se sentó primero y dejó espacio para que Eilis pudiera reclinar la espalda sobre él. La rodeó con sus brazos.

No había nadie en la playa. Permanecieron en silencio un rato, contemplando cómo las olas rompían plácidamente contra la suave arena.

—¿Te lo has pasado bien? —preguntó él al final.

—Sí —replicó Eilis.

—Yo también —dijo Jim—. Siempre me hace gracia ver a los hermanos y las hermanas de los demás porque soy hijo único. Imagino que debe de haber sido duro para ti haber perdido a tu hermana. Hoy me he sentido extraño al ver a George con sus hermanos y a Nancy con las suyas.

—¿Fue difícil para ti ser hijo único?

—Ahora importa más, creo —dijo Jim—, porque mis padres se están haciendo mayores y solo estoy yo. Pero puede que también haya sido importante en otros sentidos. Nunca he sabido tratar a la gente. Podía hablar con los clientes en el bar y todo eso, sabía cómo hacerlo; me refiero a los amigos. Nunca he tenido habilidad para hacer amigos. Siempre he tenido la impresión de que no gustaba a la gente o que no sabía cómo desenvolverme.

—Pero seguro que tienes muchos amigos.

—En realidad, no —dijo él—, y fue más duro cuando todos empezaron a tener novia. Siempre me ha resultado difícil hablar con las chicas. ¿Recuerdas la noche que nos conocimos?

—¿Te refieres al Athenaeum?

—Sí —dijo él—. Aquella noche de camino al baile, Alison Prendergast, con quien medio salía, rompió conmigo. Ya me lo esperaba, pero lo hizo justo de camino al baile. Y sabía que a George le gustaba de verdad Nancy, y ella estaba allí. Él quería estar con ella. Entonces fue a buscarte; yo te había visto en la ciudad y me gustabas, y tú estabas sola y eras tan amable y simpática. Ya estamos en lo mismo, pensé. Si la invito a bailar se me trabará la lengua, pero aun así creía que debía hacerlo. Detestaba estar allí solo, pero no fui capaz de pedírtelo.

—Deberías haberlo hecho —dijo Eilis.

—Y cuando me enteré de que te habías ido, pensé que solo yo podía tener tan mala suerte.

—Recuerdo esa noche —dijo Eilis—. Tuve la impresión de que Nancy y yo no te caíamos bien.

—Cuando me enteré de que habías vuelto —siguió él, como si no la hubiera oído— y te vi con ese aspecto tan fantástico, y yo estaba tan deprimido después de la historia con la hermana de Nancy, pensé que haría cualquier cosa con tal de verte otra vez.

Jim la acercó más a él y le puso las manos en los pechos. Eilis sintió su pesada respiración.

—¿Podemos hablar de lo que vas a hacer? —preguntó.

—Desde luego —replicó ella.

—Me refiero a que si tienes que irte, quizá podríamos comprometernos antes de que te fueras.

—Quizá podamos hablar de ello otro día —dijo ella.

—Quiero decir, si vuelvo a perderte, bueno, no sé cómo decirlo, pero…

Eilis se volvió hacia él y se besaron; se quedaron allí hasta que la niebla se volvió más espesa y se vislumbraron los primeros indicios de la llegada de la noche. Después volvieron al coche y se dirigieron a Enniscorthy.

Al cabo de unos días recibió una nota de la madre de Jim invitando a Eilis formalmente a tomar el té el jueves y mencionándole la recepción que tendría lugar en el club de golf en honor de Rose, a la que podían ir después. Eilis le enseñó la carta a su madre y le preguntó si le gustaría ir a la recepción, pero la mujer dijo que no, que sería demasiado doloroso para ella, y que se alegraba de que ella fuera con los Farrell y representara a la familia.

Durante todo el fin de semana siguiente llovió. Jim pasó a buscarla el sábado y fueron a Rosslare y después cenaron en el hotel Strand. En el postre, Eilis estuvo tentada de explicárselo todo, de pedirle ayuda, incluso consejo. Jim, pensó, era bueno, y también sabio e inteligente en ciertos sentidos, pero conservador. Le gustaba la posición que tenía en el pueblo y para él era importante dirigir un bar respetable y pertenecer a una familia respetable. No había hecho nada fuera de lo corriente en su vida y, pensó, jamás lo haría. Su visión de sí mismo y del mundo no incluía la posibilidad de pasar tiempo con una mujer casada e, incluso peor, con una mujer que no le había dicho ni a él ni a nadie que estaba casada.

Eilis contempló su amable rostro bajo la tenue luz del hotel y decidió no decirle nada en ese momento. Volvieron a Enniscorthy. En casa, al contemplar las cartas de Tony guardadas en el cajón de la cómoda, algunas de ellas aún sin abrir, se dio cuenta de que nunca habría un momento para decírselo. Era algo que no podía decirse; no era capaz de imaginar la reacción de Jim ante su engaño. Tendría que volver.

Llevaba algún tiempo posponiendo escribir al padre Flood o la señorita Fortini, o la señora Kehoe, para justificar su prolongada ausencia. Les escribiría, decidió, en los próximos días. Intentaría no seguir posponiendo su deber. Pero la perspectiva de comunicarle a su madre la fecha de partida y la perspectiva de decir adiós a Jim Farrell seguían llenándola de temor, lo suficiente para apartar de nuevo ambas ideas de su mente. Se dijo que pensaría en ellos en otro momento, no ahora.

El día anterior a la recepción en el club de golf fue sola a visitar la tumba de Rose a primera hora de la tarde. Había estado lloviznando y se llevó el paraguas. Al llegar al cementerio percibió que el viento era casi frío, a pesar de que estaban a principios de julio. Bajo aquella grisácea luz de temporal, el cementerio en el que yacía Rose parecía un lugar desnudo y abandonado, sin árboles, sin apenas vegetación, solo hileras de lápidas y caminos y, debajo, el absoluto silencio de la muerte. Eilis reconoció los nombres de algunas lápidas, los padres o abuelos de sus amigos de la escuela, hombres y mujeres a los que recordaba bien, todos ellos ahora muertos, depositados allí, al final del pueblo. De momento, la mayoría eran recordados por los vivos, pero su recuerdo se desvanecía lentamente con el paso de las estaciones.

Se detuvo ante la tumba de Rose e intentó rezar o murmurar algo. Estaba triste, pensó, y quizá aquello fuera suficiente…, ir allí y hacer saber al alma de Rose lo mucho que la echaba de menos. Pero no pudo llorar ni decir nada. Se quedó ante la tumba todo el rato que pudo y después se fue, sintiendo el más agudo de los dolores al dejar físicamente el cementerio y caminar hacia Summerhill y el convento de la Presentación.

Al llegar a la esquina de Main Street decidió cruzar el pueblo en lugar de ir por Back Road. Ver caras, gente moviéndose, tiendas ajetreadas, pensó, podía aliviar aquella punzante tristeza, casi culpabilidad, que sentía por Rose, por no ser capaz de hablar con ella como es debido, ni de rezar por ella.

Pasó junto a la catedral por la acera opuesta, y cuando se dirigía a Market Square oyó que alguien la llamaba. Al volverse vio que Mary, que trabajaba para la señorita Kelly, estaba llamándola y haciéndole señas para que cruzara la calle.

—¿Pasa algo? —preguntó Eilis.

—La señorita Kelly quiere verla —dijo Mary. Estaba casi sin aliento y parecía atemorizada—. Dice que tengo que asegurarme de que venga conmigo.

—¿Ahora? —preguntó Eilis riendo.

—Ahora —repitió Mary.

La señorita Kelly estaba esperando en la puerta.

—Mary —dijo—, vamos arriba unos minutos y si alguien pregunta por mí, dile que bajaré cuando a mí me venga bien.

—Sí, señorita.

La señorita Kelly abrió la puerta que llevaba a la parte del edificio en la que vivía e hizo pasar a Eilis. Esta cerró la puerta tras ella y la señorita Kelly la acompañó por la oscura escalera hasta el salón, que daba a la calle pero parecía casi tan oscuro como el hueco de la escalera y tenía, pensó Eilis, demasiados muebles. La señorita Kelly señaló una silla cubierta de periódicos.

—Déjalos en el suelo y siéntate —dijo.

La señorita Kelly se sentó frente a ella en un descolorido sillón de piel.

—Y bien, ¿cómo te va? —preguntó.

—Muy bien, gracias, señorita Kelly.

—Eso he oído. Precisamente ayer pensé en ti y me pregunté si llegaría a verte porque justamente acababa de tener noticias de Madge Kehoe, desde América.

—¿Madge Kehoe? —preguntó Eilis.

—Para ti debe de ser la señora Kehoe, pero es mi prima. Antes de casarse era una Considine y mi madre, Dios la tenga en su gloria, era una Considine, así que eran primas hermanas.

—Nunca me comentó nada —dijo Eilis.

—Oh, los Considine siempre han sido muy cerrados —dijo la señorita Kelly—. Mi madre era igual.

El tono de la señorita Kelly era casi juguetón; era, pensó Eilis, como si se estuviera imitando a sí misma. Se preguntó si podía ser verdad que la señorita Kelly fuera prima de la señora Kehoe.

—¿De verdad? —preguntó con frialdad.

—Y por supuesto me lo contó todo sobre ti cuando llegaste. Pero después aquí no hubo novedades y la política de Madge es estar en contacto contigo si tú estás en contacto con ella. Así que lo que hago es llamarla dos veces al año, más o menos. Nunca estoy mucho rato al teléfono porque es caro. Pero eso la hace feliz, sobre todo si hay novedades. Y cuando volviste, bueno, eso son novedades, y me enteré de que estabas siempre en Curracloe, y en Courtown, con tus mejores galas, y entonces un pajarito que resulta que es cliente mío me dijo que había hecho una foto vuestra en Cush Gap. Dijo que erais un grupo encantador.

La señorita Kelly parecía estar disfrutando; a Eilis no se le ocurrió ninguna forma de pararla.

—Así que llamé a Madge para contarle las novedades, y que preparabas las pagas en Davis’s.

—¿Ah sí, señorita Kelly?

Era evidente que la señorita Kelly había preparado palabra por palabra lo que estaba diciendo. La idea de que el hombre que les había hecho la foto en Cush, alguien al que apenas recordaba y al que nunca había visto, hubiera estado en la tienda de la señorita Kelly hablando de ella, y que esas novedades hubieran llegado a la señora Kehoe en Brooklyn, de pronto la atemorizó.

—Y cuando ella tuvo sus propias noticias, me devolvió la llamada —dijo la señorita Kelly—. Bueno.

—¿Y qué dijo, señorita Kelly?

—Oh, creo que ya sabes lo que dijo.

—¿Era interesante?

Eilis intentó igualar el aire de desdén de la señorita Kelly.

—¡Oh, no intentes engañarme! —dijo la señorita Kelly—. Puedes engañar a la mayoría de la gente, pero a mí no.

—Estoy segura de que no me gustaría engañar a nadie —dijo Eilis.

—¿De verdad, señorita Lacey? Si es así como te llamas ahora.

—¿Qué quiere decir?

—Madge me lo ha contado todo. El mundo, como se suele decir, es un pañuelo.

Por la expresión de regocijo en el rostro de la señorita Kelly, Eilis supo que no había podido evitar disimular su alarma. Un escalofrío le recorrió la espalda mientras se preguntaba si Tony había ido a ver a la señora Kehoe y le había hablado de la boda. Enseguida le pareció poco probable. Lo más probable, reflexionó, era que alguno de los que estaban en la cola del ayuntamiento los reconociera, a ella o a Tony, o viera sus nombres y le diera la noticia a la señora Kehoe o a alguna de sus amigas.

Se levantó.

—¿Es todo lo que tiene que decir, señorita Kelly?

—Sí, pero volveré a llamar a Madge y le diré que nos hemos visto. ¿Cómo está tu madre?

—Está muy bien, señorita Kelly.

Eilis estaba temblando.

—Te vi después de la boda de los Byrne, entrando en el coche de Jim Farrell. Tu madre tenía buen aspecto. Hace tiempo que no la veo, pero me pareció que tenía buen aspecto.

—Se alegrará de saberlo —dijo Eilis.

—Oh, bien, estoy segura —replicó la señorita Kelly.

—¿Eso es todo, señorita Kelly?

—Eso es todo —dijo la señora Kelly, sonriendo cínicamente mientras se levantaba—. No olvides el paraguas.

Ya en la calle, Eilis rebuscó en su bolso y vio que llevaba la carta de la compañía marítima con el número de teléfono al que debía llamar para reservar plaza en el barco. Al llegar a Market Square se detuvo en Godfrey’s y compró papel de carta y sobres. Recorrió Castle Street y bajó por Castle Hill hasta la oficina de correos. En el mostrador, dio el número al que quería llamar y le dijeron que esperara en la cabina telefónica que había en la esquina de la oficina. Cuando el teléfono sonó, levantó el auricular y dio su nombre y datos al administrativo de la compañía, que encontró su ficha y le dijo que el primer barco que iba de Cobh a Nueva York salía el viernes, en dos días, y que, si a ella le iba bien, podía reservar una plaza en tercera clase sin recargo alguno. Una vez confirmado, él le dio el horario de salida y la fecha de llegada, y ella colgó.

Tras pagar la llamada, pidió sobres para correo aéreo. Cuando el oficinista los encontró, le pidió cuatro y fue a la cabina que había junto a la ventana, donde escribió cuatro cartas. Con el padre Flood, la señora Kehoe y la señorita Fortini simplemente se disculpó por volver tan tarde y les dijo cuándo llegaba. A Tony le dijo que lo amaba y lo echaba de menos y que esperaba estar con él a finales de la semana siguiente. Le dio el nombre del barco y los datos sobre la posible hora de llegada. Firmó. Después, tras cerrar los tres primeros sobres, volvió a leer lo que había escrito a Tony y pensó en romper la carta y pedir otra cuartilla, pero finalmente decidió meterla en el sobre y entregarla en el mostrador junto a las otras.

Mientras subía por Friary Hill se dio cuenta de que se había dejado el paraguas en la oficina de correos, pero no fue a buscarlo.

Su madre estaba en la cocina, lavando platos. Cuando entró Eilis, se volvió.

—Después de que te fueras pensé que debería haber ido contigo. Es un lugar viejo y solitario.

—¿El cementerio? —preguntó Eilis, mientras se sentaba a la mesa de la cocina.

—¿No es allí donde has ido?

—Sí, mamá.

Creyó que ahora sería capaz de hablar, pero no fue así; las palabras no le salían, solo podía respirar con fuerza. Su madre se volvió otra vez y la miró.

—¿Va todo bien? ¿Estás disgustada?

—Mamá, hay algo que debería haberte dicho cuando llegué, y tengo que decírtelo ahora. Antes de irme de Brooklyn, me casé. Estoy casada. Tendría que habértelo dicho en cuanto llegué.

Su madre cogió una toalla y se secó las manos. Después dobló la toalla cuidadosa y lentamente, y se acercó despacio a la mesa.

—¿Es americano?

—Sí, mamá. Es de Brooklyn.

Su madre suspiró y alargó la mano, agarrando la mesa como si necesitara apoyarse en algo. Asintió lentamente con la cabeza.

—Eily, si estás casada, deberías estar con tu marido.

—Lo sé.

Eilis empezó a llorar y reclinó la cabeza sobre los brazos. Al levantar la vista unos instantes, vio que su madre no se había movido.

—¿Es buena persona, Eily?

Eilis asintió.

—Sí, lo es.

—Si te has casado con él, tiene que serlo, eso es lo que pienso —dijo su madre.

Su tono era suave, flojo y reconfortante, pero Eilis pudo ver, por la expresión de sus ojos, el gran esfuerzo que estaba haciendo por decir lo menos posible sobre lo que sentía.

—Tengo que volver —dijo Eilis—. Me voy mañana por la mañana.

—¿Y me lo has estado ocultando hasta ahora? —dijo su madre.

—Lo siento, mamá.

Eilis empezó a llorar de nuevo.

—¿No te has visto obligada a casarte con él? ¿No estabas en una situación delicada? —preguntó su madre.

—No.

—Y dime algo: ¿si no te hubieras casado con él, volverías igualmente?

—No lo sé —replicó Eilis.

—¿Pero mañana por la mañana vas a coger el tren? —preguntó su madre.

—Sí, el tren a Rosslare y después a Cork.

—Iré al centro y le diré a Joe Dempsey que pase mañana a recogerte. Le pediré que venga a las ocho, así tendrás tiempo suficiente para coger el tren. —La madre de Eilis se detuvo un instante y esta vio la expresión de suma fatiga que la invadía—. Y después me iré a la cama porque estoy cansada, así que no te veré mañana por la mañana. De modo que voy a despedirme ahora.

—Aún es pronto —dijo Eilis.

—Prefiero despedirme ahora y solo una vez. —La voz de su madre había adquirido mayor determinación.

Se acercó a Eilis y cuando esta se levantó, la abrazó.

—Eily, no debes llorar. Si tomaste la decisión de casarte con alguien, es que debe de ser buena persona y agradable y muy especial. Es así, ¿no?

—Sí, mamá.

—Bien, entonces es un acierto, porque tú también lo eres. Y te echaré de menos. Pero él también debe de echarte de menos.

Cuando su madre fue hacia la puerta y se detuvo, Eilis se quedó esperando a que dijera algo más. Sin embargo, su madre tan solo la miró, sin decir nada.

—¿Me escribirás para contarme cosas de él cuando vuelvas? —preguntó al final—. ¿Me contarás todas las novedades?

—Te escribiré hablando de él en cuanto llegue —dijo Eilis.

—Si digo algo más, lloraré. Así que voy a ir a Dempsey’s a pedir un coche para ti —dijo su madre mientras salía de la estancia de una forma lenta, digna y deliberada.

Eilis se sentó en silencio en la cocina. Se preguntó si su madre había sabido desde un principio que tenía novio en Brooklyn. Nunca habían mencionado las cartas que le había escrito a Rose, y aun así debían de haber aparecido en algún sitio. Su madre había repasado las cosas de Rose con sumo cuidado. Se preguntó si su madre había preparado hacía tiempo lo que le diría si ella le anunciaba que volvía porque tenía novio. Casi deseó que su madre estuviera enfadada con ella, o que al menos hubiera expresado decepción. Su reacción le hizo sentir que lo último que quería era pasar la noche sola haciendo las maletas en silencio mientras su madre escuchaba desde la habitación.

Primero pensó que debía ir a ver a Jim Farrell inmediatamente, pero después cayó en la cuenta de que estaría trabajando detrás de la barra. Intentó imaginarse entrando en el bar, encontrándoselo allí e intentando hablar con él, o esperando a que buscara a su padre o su madre para que se ocuparan del bar mientras ella salía con él y le decía que se iba. Podía imaginar su dolor, pero no estaba segura de qué haría, si le diría que la esperaría mientras obtenía el divorcio e intentaría convencerla de que se quedara, o le pediría una explicación de por qué no lo había desalentado. Verlo, pensó, no serviría de nada.

Ir a la siguiente página

Report Page