Brooklyn

Brooklyn


CUARTA PARTE

Página 15 de 16

Pensó en escribirle una nota diciéndole que tenía que irse y dejarla en la puerta de su casa para que la encontrara aquella noche o a la mañana siguiente. Pero si la encontraba aquella noche, iría automáticamente a buscarla. Entonces decidió dejar la nota en la puerta por la mañana, de camino a la estación. Le diría simplemente que había tenido que irse y que lo sentía; que le escribiría cuando llegara a Brooklyn para contarle la razón.

Oyó llegar a su madre y subir lentamente las escaleras hasta la habitación, y por un momento pensó en seguirla, en pedirle que se quedara con ella mientras hacía las maletas, y le hablara. Pero había habido algo, se dijo, tan inflexible, tan implacable en la insistencia de su madre por despedirse solo una vez, que supo que no tenía sentido pedirle su bendición o lo que esperaba de ella, fuera lo que fuese, antes de dejar aquella casa.

En la habitación, escribió la nota para Jim Farrell y la dejó a un lado; sacó la maleta de debajo de la cama, la puso encima y empezó a meter la ropa. Podía imaginar a su madre escuchando mientras abría la puerta del armario y sacaba las perchas con la ropa. Imaginó a su madre, tensa, siguiendo sus pasos en la habitación. La maleta estaba prácticamente llena cuando abrió el cajón en el que guardaba las cartas de Tony. Las cogió y las metió en un lado de la maleta. Leería las que no había abierto mientras cruzaba el Atlántico. Por un instante, mientras contemplaba las fotografías que se habían hecho en Cush, Jim, George y Nancy y ella misma, y la de ella con Jim, sonriendo con tanta inocencia a la cámara, pensó en romperlas y tirarlas al cubo de la basura. Pero después se lo pensó mejor y sacó lentamente toda la ropa de la maleta y colocó las dos fotografías en el fondo, boca abajo, y después puso la ropa encima. Algún día, pensó, las miraría y recordaría lo que sabía que pronto le parecería un sueño extraño y difuso.

Cerró la maleta, la llevó abajo y la dejó en la entrada. Todavía había luz, y, mientras estaba sentada a la mesa de la cocina comiendo, los últimos rayos de sol atravesaron la ventana.

En las horas que siguieron, estuvo tentada varias veces de subir una bandeja con té y galletas o bocadillos a su madre; la puerta de su madre continuaba cerrada y no se oía un solo ruido en la habitación. Eilis sabía que, si llamaba a la puerta o la abría, su madre le diría con firmeza que no quería que la molestaran. Más tarde, cuando decidió acostarse, pasó frente a la puerta de la habitación de Rose y pensó en entrar, en ver por última vez el lugar en el que había muerto su hermana, pero, a pesar de que se detuvo unos instantes y bajó los ojos a modo de reverencia, no abrió la puerta.

Como no había corrido las cortinas, la despertó la luz de la mañana. Era temprano y no se oía nada salvo el canto de los pájaros. Sabía que su madre también estaría despierta, escuchando cada sonido. Se movió con cuidado y, sin hacer ruido, se puso la ropa que había dejado preparada y bajó para guardar en la maleta la ropa usada y los enseres de tocador. Comprobó que lo tenía todo: dinero, pasaporte, la carta de la compañía marítima y la nota para Jim Farrell. Después se sentó en la sala delantera, pendiente de la llegada del coche de Joe Dempsey.

Cuando llegó, ella estaba en la puerta y él no tuvo que llamar. Se llevó un dedo a los labios para indicarle que no debían hablar. Él puso la maleta en el maletero del coche mientras ella dejaba la llave de la casa en el mueble perchero. Cuando el coche se alejó, le pidió que se detuviera un momento en casa de los Farrell, en Rafter Street y, cuando lo hizo, ella dejó la nota en el buzón de la entrada.

Mientras el tren se dirigía al sur, siguiendo la línea de Slaney, imaginó a la madre de Jim Farrell subiendo el correo de la mañana. Jim encontraría su nota entre las facturas y cartas de negocios. Lo imaginó abriéndola y preguntándose qué debía hacer. Y en algún momento de la mañana, pensó, iría a Friary Street; su madre abriría la puerta y miraría a Jim Farrell con los hombros erguidos valientemente y la mandíbula rígida, y una mirada en los ojos que mostraría un pesar indescriptible y el orgullo que pudiera reunir.

«Ha vuelto a Brooklyn», diría su madre. Y, mientras el tren cruzaba Macmine Bridge en dirección a Wexford, Eilis imaginó los años venideros, cuando aquellas palabras significaran cada vez menos para el hombre que las había escuchado y cada vez más para ella. Casi sonrió al pensar en ello, después cerró los ojos e intentó no imaginar nada más.

Ir a la siguiente página

Report Page