Brooklyn

Brooklyn


TERCERA PARTE

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Le hacía ilusión escribir a su madre y a Rose sobre su primera visita a Manhattan, pero ahora se daba cuenta de que también les tendría que contar la llegada de clientes de color a Bartocci’s y a la discusión con sus compañeras de piso sobre ese tema y no quería mencionarlo en una carta, para evitar que se preocuparan o que pensaran que no era capaz de cuidar de sí misma. Tampoco quería escribirles cartas que pudieran deprimirlas. Así que mientras caminaba por una calle que parecía interminable, con tiendas lóbregas y gente de aspecto pobre, advirtió que aquello no le serviría como novedad que contar en la siguiente carta, a no ser, pensó, que bromeara sobre ello y les hiciera creer que, a pesar de todo lo que había oído, Manhattan no era mejor que Brooklyn, y ella no se perdía nada por no vivir allí y no tener previsto volver.

Encontró la tienda con facilidad y, al entrar, se quedó maravillada por la cantidad de libros de derecho que había y el tamaño y peso de algunos de ellos. Se preguntó si en Irlanda había tantas librerías especializadas en derecho y si los abogados de Enniscorthy se habían sumergido en libros como aquellos cuando eran estudiantes. Sabía que sería un buen tema sobre el que escribir a Rose porque jugaba al golf con la esposa de un abogado.

Primero deambuló por la tienda, leyendo los títulos de las estanterías, y reparó en que algunos de los libros eran viejos, y quizá de segunda mano. No le costó imaginarse allí al señor Rosenblum, hojeando libros, con uno o dos grandes ejemplares abiertos ante él, o subido a la escalera para llegar a los estantes más altos.

Eilis habló de él varias veces en sus cartas, y Rose le había escrito para preguntar si estaba casado. No había sido fácil explicarle que le veía tan imbuido de conocimientos, tan sumergido en los detalles de la asignatura y sus entresijos, y tan serio, que le resultaba imposible imaginárselo con esposa e hijos. En su carta, Rose había vuelto a decirle que si tenía algo personal que comentar, algo que no quería que su madre supiera, podía escribirle a la oficina y le aseguraba que nadie leería la carta.

Eilis sonrió para sus adentros al pensar que todo lo que tenía que contar era su primer baile y que se había sentido libre de contárselo a su madre, aunque mencionándolo solo de pasada y a modo de broma. No tenía nada personal que confiarle a Rose.

Al rato de merodear entre los volúmenes supo que no tenía esperanza alguna de encontrar los tres libros que buscaba, de manera que cuando se le acercó un hombre mayor desde el mostrador, se limitó a darle la lista y a decirle que aquellos eran los libros que quería. El hombre, que llevaba unas gafas de cristales gruesos, tuvo que levantarla hasta la altura de los ojos para leerla. Le echó una mirada de reojo.

—¿Es su letra?

—No, la de mi profesor. Me ha recomendado estos libros.

—¿Estudia derecho?

—No. Pero es solo una asignatura.

—¿Cómo se llama su profesor?

—Señor Rosenblum.

—¿Joshua Rosenblum?

—No sé su nombre de pila.

—¿Qué está estudiando?

—Voy a clases nocturnas en el Brooklyn College.

—Es Joshua Rosenblum. Conozco su letra.

Escudriñó de nuevo la hoja de papel y los títulos.

—Es un hombre inteligente —dijo.

—Sí, es muy bueno —contestó ella.

—Se lo imagina… —empezó el hombre, pero volvió hacia el mostrador antes de acabar la frase. Estaba agitado. Eilis le siguió lentamente.

—Entonces, ¿quiere estos libros? —dijo él, casi con agresividad.

—Sí.

—¿Joshua Rosenblum? —preguntó el hombre—. ¿Puede imaginarse un país donde quisieran matarlo?

Eilis retrocedió, pero no contestó.

—Y bien, ¿se lo imagina?

—¿Qué quiere decir? —preguntó ella.

—Los alemanes mataron a toda su familia, a todos, pero a él lo sacamos, al menos hicimos eso, sacamos a Joshua Rosenblum.

—¿Quiere decir durante la guerra?

El hombre no contestó. Recorrió la tienda y encontró una pequeña escalerilla a la que se subió para coger un libro. Al bajar se volvió hacia ella airado.

—¿Puede imaginar un país que hiciera eso? Tendrían que borrarlo de la faz de la tierra.

El hombre la miró con amargura.

—¿En la guerra? —preguntó ella de nuevo.

—En el Holocausto, en el churben.

—Pero ¿fue durante la guerra?

—Sí, durante la guerra —replicó el hombre, con una expresión en su rostro repentinamente amable.

Buscó los otros dos libros con una mirada de resignación, casi de obstinación; al volver al mostrador y preparar la factura, su aspecto era distante y severo. Eilis no le hizo ninguna pregunta al darle el dinero. Él envolvió los libros y le dio la vuelta. Eilis tuvo la sensación de que él deseaba que se fuera de la tienda, y que no podía hacer nada para que el hombre le dijera algo más.

A Eilis le encantó desenvolver los libros y ponerlos en la mesa junto a los apuntes y los libros de gestión contable y contabilidad. Al abrir el primero y hojearlo, enseguida lo encontró difícil, y le preocupó no haber comprado un diccionario para consultar las palabras complicadas. Estuvo leyendo la introducción hasta la hora de cenar, pero al llegar al final no tenía una idea más clara de lo que era la «jurisprudencia» que se mencionaba al principio.

Aquella noche, en la cena, al advertir que la señorita McAdam y Sheila Heffernan seguían sin dirigirle la palabra, pensó en preguntar a Patty y Diana si podía ir al baile con ellas la noche siguiente o quedar antes en algún sitio. Era consciente de que no le apetecía ir, pero sabía que el padre Flood la echaría en falta y, dado que sería la segunda semana que faltaba, preguntaría por ella. Aquella noche había otra chica cenando, Dolores Grace, que ocupaba la antigua habitación de Eilis. Era pelirroja y pecosa y procedía de Cavan, según salió a relucir, pero permaneció callada la mayor parte del tiempo y daba la impresión de que la incomodaba estar con ellas a la mesa. Eilis se enteró de que era su tercera noche y no la había visto las noches anteriores porque estaba en clase.

Después de cenar, cuando se disponía a comprobar si comprendía mejor los otros libros que había comprado, llamaron a la puerta de su habitación. Era Diana, acompañada de la señorita McAdam, y le pareció extraño verlas a las dos juntas. Se quedó junto a la puerta, sin invitarlas a entrar.

—Tenemos que hablar contigo —susurró Diana.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Eilis, casi con impaciencia.

—Es por esa Dolores —intervino la señorita McAdam—. Es una criada.

Diana se echó a reír y tuvo que taparse la boca con la mano.

—Limpia casas —dijo la señorita McAdam—. Hace la limpieza en casa de la señora Kehoe para pagar parte del alquiler. Y no queremos que se siente a la mesa con nosotras.

Diana dejó escapar una especie de risita chillona.

—Es horrible. ¡Es de lo peor!

—¿Qué queréis que haga? —preguntó Eilis.

—Niégate a comer con ella cuando lo hagamos nosotras. A ti la señora Kehoe te escucha —dijo la señorita McAdam.

—¿Y dónde queréis que coma?

—Lo que es por mí, en la calle —replicó la señorita McAdam.

—No la queremos —dijo Diana—. Si se supiera…

—… que en esta casa vive gente como ella… —continuó la señorita McAdam.

Eilis sintió el fuerte impulso de cerrarles la puerta en las narices y volver a sus libros.

—Solo queremos que lo sepas —dijo Diana.

—Es una criada de Cavan —dijo la señorita McAdam, y Diana se echó a reír de nuevo—. No sé qué te hace tanta gracia —añadió, volviéndose hacia ella.

—Oh, Dios. Lo siento. Es que es horrible. Ningún tipo decente querrá saber nada de nosotras.

Eilis las miró como si fueran unas clientas fastidiosas en Bartocci’s, y ella, la señorita Fortini. Ambas trabajaban en una oficina, por lo que se preguntó si a su llegada también habían hablado así de ella porque trabajaba en una tienda. Cerró la puerta en sus narices con firmeza.

A la mañana siguiente, salió a la calle directamente desde el sótano, la señora Kehoe dio unos golpecitos en la ventana. Con gestos le indicó que esperara y al verla salir apareció en la puerta principal.

—Me preguntaba si podrías hacerme un favor especial —le dijo.

—Desde luego, señora Kehoe —replicó Eilis. Era lo que su madre le había enseñado que debía decir cuando alguien le pedía un favor.

—¿Podrías llevar a Dolores al baile de la parroquia esta noche? Se muere de ganas de ir.

Eilis vaciló. Deseó haber previsto que se lo pediría para tener preparada una respuesta.

—De acuerdo —se descubrió diciendo.

—Bien, fantástico. Le diré que se arregle para la noche —dijo la señora Kehoe.

Eilis deseó que se le ocurriera pronto una excusa, alguna razón para no ir, pero la semana anterior había pretextado un resfriado y sabía que algún día tendría que ir, aunque solo fuera un rato.

—No sé cuánto tiempo me quedaré —dijo.

—No hay problema —replicó la señora Kehoe—. Tampoco ella querrá quedarse mucho rato.

Más tarde, al volver del trabajo, cuando Eilis iba al piso de arriba se encontró a Dolores Grace sola en la cocina, limpiando, y quedó con ella en que pasaría a buscarla a las diez.

Durante la cena no se habló del baile de la parroquia; por el ambiente y por la forma en que la señorita McAdam fruncía los labios y parecía abiertamente irritada cada vez que la señora Kehoe hablaba, y por el hecho de que Dolores no pronunció palabra en toda la cena, Eilis supuso que había salido algo a relucir. También comprendió, por la forma en que la señorita McAdam y Diana evitaban su mirada, que sabían que Dolores iría al baile con ella. Esperó que no creyeran que ella se había ofrecido y se preguntó si podría hacerles saber que se había visto obligada a hacerlo.

A las diez subió a buscar a Dolores, y su aspecto la sobresaltó. Llevaba una chaqueta de cuero barata, de estilo masculino, una blusa blanca con volantes, una falda también blanca y medias casi negras. El rojo del pintalabios resultaba chillón, comparado con su pecoso rostro y su vistoso cabello. Parecía la esposa de un tratante de caballos de Enniscorthy en día de feria. Eilis casi huyó al sótano al verla, pero se contuvo y sonrió mientras Dolores le decía que tenía que subir a coger el abrigo de invierno y el sombrero. Eilis no sabía cómo se comportaría en el baile, con la señorita McAdam y Sheila Heffernan evitándola, por un lado, y Patty y Diana llegando con todos sus amigos, por otro.

—¿Hay tipos que están bien ahí? —preguntó Dolores mientras salían a la calle.

—No tengo ni idea —replicó Eilis con frialdad—. Solo voy porque lo organiza el padre Flood.

—Oh, Dios, ¿y se pasa ahí toda la noche? Será como si estuviera en casa.

Eilis no contestó e intentó caminar con dignidad, como si fuera con Rose a misa de siete a la catedral de Enniscorthy. Cada vez que Dolores le preguntaba algo, contestaba en voz baja y escuetamente. Lo mejor, pensó, habría sido caminar en silencio hasta la parroquia, pero no podía ignorarla por completo; sin embargo, al detenerse a la espera de que cambiara el semáforo, descubrió que apretaba los puños de pura irritación cada vez que su compañera abría la boca.

Eilis había imaginado que, en la sala, la señorita McAdam y Sheila Heffernan se sentarían lejos de ellas, después de dejar los abrigos en el guardarropa, y que buscarían un lugar para observar a los bailarines. Pero ocurrió todo lo contrario, sus dos compañeras de alojamiento se situaron cerca de ellas, precisamente para dejar bien claro que no tenían intención de hablar ni relacionarse con ellas en absoluto. Eilis observó que Dolores paseaba rápidamente la vista por el local, frunciendo el ceño con atención.

—Dios, aquí no hay nadie —dijo.

Eilis miró hacia delante, simulando que no la había oído.

—Me encantaría conocer a un tío, ¿a ti no? —preguntó Dolores, dándole un codazo—. Me pregunto cómo serán los tíos norteamericanos.

Eilis la miró inexpresiva.

—Yo diría que son diferentes —añadió Dolores.

Eilis respondió apartándose de ella ligeramente.

—Son unas zorras horribles, las otras —prosiguió Dolores—. Eso es lo que ha dicho la jefa. Zorras. La única que no es una zorra eres tú.

Eilis dirigió la mirada hacia la banda y después hacia la señorita McAdam y Sheila Heffernan. La señorita McAdam sostuvo su mirada y sonrió con aire de superioridad y desdén.

Patty y Diana llegaron con un grupo aún mayor que en la ocasión anterior. Todo el mundo pareció fijarse en ellos. Patty llevaba el cabello peinado hacia atrás y recogido en un moño, y un perfil de ojos muy grueso. Le daba un aspecto muy severo y radical. Eilis se dio cuenta de que Diana fingía no verla. La llegada de aquel grupo fue como una señal para los músicos, que hasta ese momento habían tocado viejos valses con un piano y un par de contrabajos, empezaran a tocar unas melodías que Eilis sabía por las chicas del trabajo que se llamaban swing y estaban muy de moda. Al cambiar la música, parte del grupo de Patty y Diana empezó a aplaudir y a lanzar vítores, y, cuando la mirada de Eilis se cruzó con la de Patty, esta le hizo una seña para que se acercara. Fue un gesto casi imperceptible pero inconfundible y Patty siguió mirando hacia ella casi con impaciencia. De repente, Eilis decidió levantarse y acercarse al grupo, sonriéndoles a todos con confianza como si fueran viejos amigos. Mantuvo la espalda erguida e intentó parecer completamente dueña de sí misma.

—Me alegro mucho de verte —le dijo en voz baja a Patty.

—Me parece que sé a qué te refieres —replicó Patty.

Cuando Patty le propuso que fueran al baño, Eilis asintió y la siguió.

—No sé qué hacías sentada ahí —dijo Patty—, pero desde luego no parecías feliz.

Se ofreció a enseñarle cómo ponerse el perfilador negro y la sombra de ojos, y estuvieron un rato frente al espejo, ignorando a las mujeres que entraban y salían. Con algunas horquillas que llevaba en el bolso, le peinó el cabello hacia arriba.

—Ahora pareces una bailarina clásica —dijo.

—No, no lo parezco —replicó Eilis.

—Bueno, al menos ya no da la impresión de que llegas de ordeñar vacas.

—¿Tenía ese aspecto?

—Solo un poco. Vacas limpias y bonitas —dijo Patty.

Cuando finalmente regresaron, la sala estaba abarrotada y la música era rápida y ruidosa, y había muchas parejas bailando. Eilis estuvo pendiente de adónde miraba y hacia dónde iba. No sabía si Dolores se había quedado sentada donde la había dejado. No tenía intención de volver allí ni de que sus miradas se cruzaran. Se quedó con Patty y sus amigos, entre ellos un joven con el pelo muy engominado y acento americano que intentó explicarle los pasos de baile entre el ruido de la música. El joven no la invitó a bailar, parecía preferir quedarse con el grupo; miraba a sus amigos de vez en cuando mientras le enseñaba los pasos y cómo moverse al ritmo de las melodías del swing, cuya rapidez iba en aumento a medida que el público respondía.

Eilis empezó a notar que un joven la miraba. Sonreía con calidez, regocijado ante sus esfuerzos por aprender los pasos de baile. No era mucho más alto que ella, pero parecía fuerte y tenía el cabello rubio y los ojos azules. Se balanceaba al ritmo de la música y parecía encontrar divertido lo que ocurría. Estaba solo, y cuando Eilis se volvió un momento y sus miradas se cruzaron, le sorprendió la expresión de su rostro, que en absoluto denotaba vergüenza por el hecho de seguir mirándola. Eilis estaba segura de que no formaba parte del grupo de Patty y Diana; su ropa era demasiado corriente y no vestía con elegancia. El ritmo de la música se intensificó todavía más, todo el mundo empezó a lanzar vítores y el hombre que había intentado enseñarle los pasos de baile le dijo algo, pero ella no lo entendió. Al volverse hacia él, comprendió que le estaba diciendo que bailarían juntos más tarde, cuando el ritmo no fuera tan rápido. Ella asintió y sonrió, y se dirigió hacia Patty, que seguía rodeada de amigos.

Cuando cesó la música algunas parejas se separaron, otras fueron a la barra a tomar un refresco y unas pocas se quedaron en la pista de baile. Eilis vio que el hombre que le había enseñado los pasos se disponía a bailar con Patty, y se le ocurrió que esta le habría pedido que le prestara atención, a lo que él habría accedido solo por amabilidad. Cuando Diana pasó rozándola, dejando claro que no le dirigía la palabra, el joven que la había mirado se acercó.

—¿Estás con ese chico que te estaba enseñando los pasos? —le preguntó. Eilis se fijó en su acento americano y en la blancura de sus dientes.

—No —contestó.

—Entonces, ¿puedo bailar contigo?

—No estoy segura de saberme los pasos.

—Nadie se los sabe. El truco está en fingir que te los sabes.

La música empezó a sonar de nuevo y ellos se unieron a los bailarines. Los ojos de su acompañante, pensó Eilis, eran demasiado grandes para su cara, pero cuando le sonrió parecía tan feliz, que eso dejó de importarle. Bailaba bien pero sin ostentación y no intentó impresionarla ni demostrar que lo hacía mejor que ella, y eso le gustó. Lo observó tan detenidamente como le fue posible porque estaba segura de que si dejaba vagar la mirada por la sala encontraría a Dolores donde la había dejado, esperando a que volviera.

Cuando acabó el primer baile y la música dejó de sonar, él le dijo que se llamaba Tony y le preguntó si podía invitarla a un refresco. Eilis sabía que eso significaba que tendría que bailar con él la siguiente pieza y, como era posible que Dolores ya se hubiera ido a casa o hubiera encontrado alguien con quien bailar, aceptó. Al pasar junto a Diana y Patty, vio que ambas miraban a Tony de arriba abajo con ojos escrutadores. Patty hizo un gesto como dando a entender que no estaba a su altura. Diana se limitó a mirar hacia otro lado.

El siguiente baile era lento. A Eilis le preocupaba acercarse demasiado a él, aunque era difícil no hacerlo porque había muchas parejas en la pista. Por primera vez le prestó atención y notó que también él intentaba no acercarse demasiado, se preguntó si estaba siendo considerado o si eso significaba que no le gustaba demasiado. Al final del baile, pensó, le daría las gracias, iría al baño, recogería su abrigo y se iría a casa. Si Dolores se quejaba de ella a la señora Kehoe, le podría decir que no se había sentido bien y que había tenido que volver a casa pronto.

Tony sabía moverse al ritmo de la música sin hacer el ridículo ni hacerla quedar a ella en ridículo. Al deslizarse por la pista al son de una melancólica melodía al saxofón, se dio cuenta de que nadie les prestaba atención. Sintió el calor que emanaba de él, y cuando intentó decirle algo notó un sabor dulce en su aliento. Volvió a mirarle un instante. Iba cuidadosamente afeitado y llevaba el pelo muy corto. Su piel parecía suave. Cuando él la pilló mirándolo, frunció los labios regocijado y eso hizo que sus ojos parecieran aún más grandes. Cuando sonaba la última canción, que para Eilis fue con diferencia la más romántica, él acercó su cuerpo al de ella. Lo hizo con tacto y lentitud; Eilis sintió su presión y su fuerza contra ella quien, a su vez, se acercó a él, y ambos se envolvieron mutuamente durante los últimos minutos del baile.

Cuando se volvieron para aplaudir a la banda, Tony no buscó la mirada de Eilis sino que se quedó junto a ella, como si ya fuera algo inevitable y estuviera decidido que bailarían juntos la siguiente pieza. Había demasiado ruido a su alrededor para oír qué le decía cuando se dirigió a ella, pero parecía un comentario amistoso, por lo que Eilis respondió asintiendo y sonriendo. Él pareció contentó y eso le gustó. La música que empezó a sonar era aún más lenta y su melodía era muy bella. Eilis cerró los ojos y dejó que él le rozara la mejilla con la suya. Apenas bailaban, solo se mecían al ritmo de la música, como hacía la mayoría de las parejas.

Eilis se preguntó quién era el joven con el que estaba bailando, de dónde era. No le parecía irlandés; era demasiado transparente y afable, y su mirada demasiado abierta. Pero no estaba segura. No tenía nada de la atildada pose de los amigos de Patty y Diana. También resultaba difícil imaginar a qué se dedicaba. Mientras se besuqueaban en la pista de baile, no sabía si algún día tendría la oportunidad de preguntárselo.

Al final del baile, el hombre que tocaba el saxofón cogió el micrófono y, con acento irlandés, explicó que la mejor parte de la noche estaba por llegar, que de hecho estaba a punto de empezar porque iban a tocar algunas melodías gaélicas, como habían hecho las semanas anteriores. Pedían a los que conocían los pasos que salieran primero a la pista y, añadió entre vítores y silbidos, esperaba que no todos fueran de County Clare. Cuando diera la señal, dijo, todo el mundo podría unirse al baile y disfrutarían del todos contra todos de las semanas anteriores.

—¿Eres de County Clare? —le preguntó su acompañante a Eilis.

—No.

—Te vi la primera semana, pero no te quedaste hasta el final, así que te perdiste el todos contra todos, y la semana pasada no viniste.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque te busqué y no te vi.

De repente, empezó a sonar una melodía; cuando Eilis miró al escenario, vio que la banda se había transformado. Los dos saxofonistas se habían convertido en un banjo y un acordeonista, y había dos violinistas y una mujer tocando un piano vertical. El batería era el mismo. Algunos bailarines se dirigieron al centro de la pista y se convirtieron en el centro de atención al ejecutar una serie de complejos pasos con una inmensa seguridad y velocidad. No tardaron en unírseles otros bailarines, igualmente diestros, al son de los vítores y las ovaciones del público. La música aceleró el ritmo, el acordeonista dirigía todos los instrumentos y los danzarines taconeaban ruidosamente el suelo de madera con los zapatos.

Cuando el acordeonista anunció que iban a tocar «The Siege of Ennis», salieron más danzarines a la pista y el baile ordenado empezó a transformarse en el todos contra todos que el hombre había mencionado al principio. Tony propuso a Eilis que salieran a la pista, y ella asintió rápidamente a pesar de que no conocía los pasos. Habían dos hileras colocadas una delante de la otra y un hombre les daba instrucciones desde un micrófono. Un bailarín de cada punta —un hombre y una mujer— fueron hacia el centro y giraron sobre sus talones antes de volver a su sitio. Después le llegó el turno al siguiente bailarín, y así siguieron hasta que pasaron todos por el centro. Acto seguido las dos filas avanzaron hasta quedar cara a cara y, entonces, una de las hileras alzó los brazos al aire y dejó pasar a la otra, que se encontró frente a una nueva fila de bailarines. A medida que la danza avanzaba, los gritos, las risas y las instrucciones a gritos se volvieron más ruidosas e intensas. Los bailarines dedicaban una enorme energía en los giros, las vueltas en el centro y el taconeo de zapatos en el suelo. Cuando llegaron las últimas notas y todo el mundo parecía conocer los pasos básicos, Eilis vio que Tony estaba encantado y se esforzaba cuanto podía por seguir el paso, aunque tenía cuidado de no hacerlo mejor que ella. Tuvo la impresión de que se contenía por ella.

En cuanto la música acabó, Tony le preguntó dónde vivía; Eilis se lo dijo y él replicó que le cogía de camino a su casa. Había algo en él, algo tan inocente, entusiasta y radiante, que Eilis casi rió al decir que sí, que podía acompañarla a casa. Quedaron en que se encontrarían fuera después de recoger su abrigo. Al llegar al guardarropa, se mantuvo alerta por si veía a Dolores en la cola.

Fuera, hacía frío; caminaron lentamente por las calles, apretados el uno contra el otro, sin apenas hablar. Sin embargo, al acercarse a Clinton Street, él se detuvo, se volvió y la miró.

—Hay algo que debes saber —dijo—. No soy irlandés.

—No pareces irlandés —replicó Eilis.

—Me refiero a que no tengo nada de irlandés.

—¿Absolutamente nada? —rió ella.

—Ni una pizca.

—¿Pues de dónde eres?

—Soy de Brooklyn —dijo él—, pero mis padres son italianos.

—¿Y qué estabas haciendo…?

—Ya lo sé —la interrumpió él—. Había oído hablar del baile irlandés y se me ocurrió pasarme para ver qué tal era y me gustó.

—¿Los italianos no organizan bailes?

—Sabía que me lo ibas a preguntar.

—Estoy segura de que son fantásticos.

—Podría llevarte una noche, pero te lo advierto: se comportan como italianos toda la noche.

—¿Y eso es bueno o malo?

—No lo sé. Bueno, seguro que es malo, porque si hubiera ido a un baile italiano ahora no te acompañaría a casa.

Siguieron caminando en silencio hasta que llegaron a casa de la señora Kehoe.

—¿Puedo pasar a buscarte la próxima semana? Tal vez podríamos ir a comer algo antes.

Eilis se dio cuenta de que esa invitación significaba que podría ir al baile sin tener que estar pendiente de los sentimientos de ninguna de sus compañeras de piso. Incluso ante la señora Kehoe, pensó, le serviría de excusa para no tener que acompañar a Dolores.

Entrada la semana, al salir de Bartocci’s para dirigirse a Brooklyn College, reparó en que se había olvidado de lo que más había deseado hasta entonces. Por momentos creía que lo que realmente le apetecía era pensar en su casa, dejar que las imágenes de su hogar vagaran libremente por su mente, pero en ese momento se dio cuenta, sobresaltada, de que ya no, lo único que ahora la emocionaba era la llegada del viernes por la noche y que la fuera a recoger un hombre que había conocido e ir al baile de la parroquia con él, sabiendo que después la acompañaría a casa. Había mantenido apartado de su mente el recuerdo de su casa, y solo lo dejaba entrar cuando escribía o recibía cartas, o cuando se despertaba de un sueño en el que aparecían su madre o su padre, o Rose o las habitaciones de su casa en Friary Street, o las calles de la ciudad. Le pareció extraño que la mera sensación de saborear el futuro inmediato la hubiera remitido a la idea del hogar.

El hecho de haber dejado plantada a Dolores, cosa que Patty había presenciado y explicado a las demás antes de desayunar el sábado por la mañana, significaba que todas volvían a hablarle, incluida la propia Dolores, que consideraba el plantón sumamente razonable, puesto que el resultado había sido que Eilis conociera a un hombre. A cambio, Dolores solo quería saber cosas del novio, su nombre, por ejemplo, a qué se dedicaba, y cuándo tenía previsto Eilis volver a quedar con él. Las demás compañeras de piso lo habían examinado atentamente; lo consideraban apuesto, dijeron, aunque la señorita McAdam habría preferido que fuera más alto, y a Patty no le habían gustado los zapatos. Suponían que era irlandés o de origen irlandés y suplicaron a Eilis que les contara cosas de él, qué le había dicho para que se decidiera a bailar con él una segunda vez, si iría al baile el viernes siguiente y si había quedado.

El siguiente jueves por la noche, cuando Eilis subió a hacerse un té, se encontró a la señora Kehoe en la cocina.

—Hay mucha agitación en la casa en estos momentos —dijo—. Esa Diana tiene una voz horrible, Dios la ayude. Si vuelve a chillar, tendré que llamar al médico o al veterinario para que le dé algo que la calme.

—Están así por el baile —replicó Eilis con sequedad.

—Bien, le voy a pedir al padre Flood que dé un sermón sobre el mal de la agitación —dijo la señora Kehoe—. Y tal vez sea necesario que mencione un par de cosas más.

La señora Kehoe salió de la cocina.

El viernes por la noche a las ocho y media Tony llamó al timbre de la puerta principal y, antes de que Eilis tuviera tiempo de salir por la puerta del sótano y avisarle del peligro que se avecinaba, la señora Kehoe ya había abierto la puerta. Cuando Eilis llegó a la entrada principal, como Tony le contó más tarde, la señora Kehoe ya le había hecho varias preguntas, entre ellas su nombre completo, su dirección y su profesión.

—Así lo ha llamado —dijo—. «Mi profesión.»

Sonrió como si no le hubiera ocurrido nada tan gracioso en su vida.

—¿Es tu mamá? —preguntó.

—Ya te dije que mi mamá, como tú la llamas, está en Irlanda.

—Sí que me lo dijiste, pero esa mujer actuaba como si le pertenecieras.

—Es la señora de la casa.

—Es una señora, de acuerdo. Una señora que hace muchas preguntas.

—Y, por cierto, ¿cuál es tu nombre completo?

—¿Quieres saber el que le he dicho a tu mamá?

—No es mi mamá.

—¿Quieres saber mi verdadero nombre?

—Sí, quiero saber tu verdadero nombre.

—Mi nombre completo es Antonio Giuseppe Fiorello.

—¿Y qué nombre le has dado a mi casera?

—Le he dicho que me llamo Tony McGrath. Porque en mi trabajo hay un tipo que se llama Billo McGrath.

—Oh, por el amor de Dios. ¿Y qué profesión le has dicho que tenías?

—¿La verdadera?

—Si no me contestas como es debido…

—Le he dicho que soy fontanero, porque eso es lo que soy.

—¿Tony?

—¿Sí?

—En el futuro, si te permito venir a recogerme otra vez, irás sin hacer ruido a la puerta del sótano.

—¿Sin decirle nada a nadie?

—Exacto.

—Me parece bien.

Tony la llevó a una cafetería, donde cenaron, y después fueron caminando a la sala parroquial. Eilis le habló de sus compañeras de piso y de su trabajo en Bartocci’s. Él, a su vez, le contó que era el mayor de cuatro hermanos y que todavía vivía con sus padres en Bensonhurst.

—Y mamá me ha hecho prometer que no me reiría demasiado ni haría bromas —dijo—. Dice que las chicas irlandesas no son como las italianas. Son serias.

—¿Le has contado a tu madre que habías quedado conmigo?

—No, pero mi hermano se lo ha imaginado y se lo ha dicho. Aunque creo que todos se lo imaginaban. Creo que sonreía demasiado. Y he tenido que decirles que era una chica irlandesa, por si creían que era de alguna familia que conocían.

Eilis no lo entendió. Al acabar la noche, de camino a casa, solo sabía que le gustaba bailar pegada a él y que era un chico divertido. Pero no le habría sorprendido que todo lo que le había dicho fuera mentira, y una de las bromas que tanto le gustaban, o de hecho, como decidió los días siguientes al repasar lo que había dicho que hacía sin cesar.

En la casa se hablaba mucho de su novio el fontanero. Cuando la señora Kehoe salió de la cocina y Patty y Diana empezaron a preguntarse por qué ninguno de sus amigos lo había visto antes, Eilis les dijo que Tony era italiano, no irlandés. Había puesto mucho empeño en no presentárselo a ninguna de ellas en el baile y ahora, iniciada la conversación, lamentó haberlo mencionado siquiera.

—Espero que ahora el baile de la parroquia no se llene de italianos —dijo la señorita McAdam.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Eilis.

—Ahora ya saben que lo tienen fácil.

Las demás se quedaron calladas unos instantes. Era viernes por la noche y habían acabado de cenar; Eilis deseó que la señora Kehoe, que se había marchado poco antes, volviera.

—¿Y qué es lo que tienen fácil? —preguntó.

—Esto es lo único que tienen que hacer, por lo visto. —La señorita McAdam chasqueó los dedos—. No necesito decir más.

—Creo que tenemos que ir con mucho cuidado con los hombres que van al baile y no conocemos —dijo Sheila Heffernan.

—Tal vez si nos quitáramos de encima a algunas que siempre se quedan comiendo pavo, Sheila —dijo Eilis—, con esa agria mirada en el rostro.

Diana empezó a chillar de risa al tiempo que Sheila Heffernan salía a toda prisa de la cocina.

De repente, la señora Kehoe volvió a la cocina.

—Diana, si te oigo chillar otra vez, llamaré a los bomberos para que te echen agua encima. ¿Alguien le ha dicho una grosería a la señorita Heffernan?

—Estábamos aconsejando a Eilis, nada más —dijo la señorita McAdam—. Le decíamos que tuviera cuidado con los extraños.

—Bien, creo que el chico que vino a buscarla es muy agradable —dijo la señora Kehoe—. Y que tiene unos agradables modales irlandeses chapados a la antigua. Ya se han acabado los comentarios sobre él en esta casa. ¿Me oye, señorita McAdam?

—Solo estaba diciendo…

—Solo estaba metiéndose en asuntos que no le incumben, señorita McAdam. Es un rasgo que he observado en los irlandeses del norte.

Diana volvió a lanzar una carcajada y se tapó la boca con la mano, simulando avergonzarse.

—Se han acabado las charlas sobre hombres en esta mesa —dijo la señora Kehoe— salvo para decirte, Diana, que el hombre que te elija estará más que entretenido contigo. Los duros golpes que da la vida acabarán poniendo un final triste a esa sonrisa de satisfacción en tu cara.

Una a una, fueron saliendo disimuladamente de la cocina, dejando a la señora Kehoe sola con Dolores.

Tony le preguntó si querría ir al cine con él entre semana, por la noche. En todo lo que le había contado, Eilis no había incluido el hecho de que estudiaba en el Brooklyn College. Él no le había preguntado qué hacía por las noches y ella lo había guardado para sí misma casi deliberadamente, como una forma de mantener la distancia. Le gustaba que fuera a recogerla a casa de la señora Kehoe los viernes por la noche, y le hacía ilusión su compañía, sobre todo en la cafetería, antes del baile. Tony era alegre y divertido cuando hablaba de béisbol, de sus hermanos, de su trabajo y su vida en Brooklyn. Había aprendido rápidamente los nombres de sus compañeras de piso y de sus jefes del trabajo, y se las arreglaba para referirse a ellos con regularidad de una forma que la hacía reír.

—¿Por qué no me habías hablado de las clases? —le preguntó él en la cafetería, antes del baile.

—No me lo habías preguntado.

—Yo no tengo nada más que contarte. —Tony se encogió de hombros, simulando que se sentía deprimido.

—¿Ningún secreto?

—Podría inventarme algunos, pero no te parecerían convincentes.

—La señora Kehoe cree que eres irlandés. Y por lo que sé, podrías ser de Tipperary y estar fingiendo lo demás. ¿Cómo es que te conocí en un baile irlandés?

—Vale. Sí que tengo un secreto.

—Lo sabía. Eres de Bray.

—¿Qué? ¿Dónde está eso?

—¿Cuál es tu secreto?

—¿Quieres saber por qué fui a un baile irlandés?

—De acuerdo. Lo preguntaré: ¿por qué fuiste a un baile irlandés?

—Porque me gustan las chicas irlandesas.

—¿Cualquier chica?

—No, me gustas tú.

—Sí, pero ¿y si no hubiera estado allí? ¿Habrías elegido a otra?

—No, si no hubieras estado allí, habría vuelto a casa muy triste y cabizbajo.

Eilis le contó que había sentido nostalgia y que el padre Flood la había inscrito en el curso para que se mantuviera ocupada, y que ahora estudiar por la noche la hacía feliz, o más feliz de lo que se había sentido hasta entonces desde que había dejado Irlanda.

—¿Yo no te hago sentir feliz? —Tony la miró, serio.

—Sí, sí que me haces sentir feliz —replicó ella.

Antes de que Tony pudiera hacerle más preguntas, pensó, que pudieran llevarla a decir que no lo conocía lo suficientemente bien para decir más cosas de él, empezó a hablarle de sus clases, de los demás estudiantes, de la contabilidad y la gestión de cuentas y del señor Rosenblum, el profesor de derecho. Él frunció el entrecejo y pareció preocupado cuando le explicó lo difíciles y complicadas que eran las clases. Después, cuando le contó lo que le había dicho el librero el día que había ido a Manhattan a comprar los libros de derecho, se quedó en silencio. Cuando llegó el café siguió sin decir palabra y se limitó a remover el azúcar, moviendo la cabeza con tristeza. Eilis no le había visto nunca así y se descubrió estudiando atentamente su rostro bajo esa luz, preguntándose cuánto tardaría en volver a ser él mismo y a sonreír y reír de nuevo. Pero al pedir la cuenta seguía serio y no dijo nada al salir del restaurante.

Más tarde, cuando empezaron a tocar música lenta y estaban bailando muy cerca el uno del otro, Eilis levantó la vista y vio su mirada. La expresión de su rostro seguía siendo seria, parecía menos cómico e infantil. Y cuando le sonrió, no tuvo la impresión de que fuera una broma o una forma de divertirse. Era una sonrisa cálida, sincera, que indicaba que era una persona estable, casi madura y que, le pasara lo que le pasase en aquel momento, iba en serio. Ella le devolvió la sonrisa y después bajó la vista y cerró los ojos. Estaba asustada.

Aquella noche quedaron en que él iría a buscarla el jueves a la escuela y la acompañaría a casa. Y nada más, prometió él. No quería, dijo, distraerla de sus estudios. La semana siguiente, cuando le preguntó si quería ir al cine el sábado, Eilis aceptó, pues todas sus compañeras de piso salvo Dolores, y algunas de las chicas del trabajo, iban a ir a ver Cantando bajo la lluvia, que acababan de estrenar. Incluso la señora Kehoe dijo que tenía intención de ir a ver la película con dos de sus amigas, de modo que se convirtió en un tema de conversación en la mesa de la cocina.

Pronto adquirieron un hábito. Cada jueves, Tony la esperaba a la entrada de la escuela o, discretamente, en el vestíbulo, si llovía, y la acompañaba a casa en el tranvía. Siempre estaba alegre, le contaba cosas sobre la gente para la que había trabajado desde la última vez que se habían visto y las diferentes inflexiones de voz que tenían según la edad o país de origen, cuando le explicaban las averías que tenían. Algunos, dijo, le agradecían tanto sus servicios que le daban generosas propinas, a menudo excesivas; otros, incluso los que habían atascado los desagües con sus propios desechos, le discutían la factura. Todos los administradores de fincas de Brooklyn, dijo, eran unos malvados, y cuando los administradores italianos descubrían que él también era italiano, era aún peor. Los irlandeses, sentía tener que decírselo, eran mezquinos y tacaños en cualquier circunstancia.

—Son realmente malos. Son endiabladamente tacaños, esos irlandeses —decía, y le sonreía.

Cada sábado la llevaba al cine; a menudo cogían el metro hasta Manhattan para ver una película recién estrenada. La primera vez, al ponerse en la cola de Cantando bajo la lluvia, Eilis descubrió que temía el momento en que el cine se quedara a oscuras y empezara la película. Le gustaba bailar con Tony, el modo en que se acercaban lentamente el uno al otro en los bailes lentos, y le gustaba que la acompañara a casa, y cómo esperaban a estar cerca de casa de la señora Kehoe, pero no demasiado, para que él la besara. Y que nunca, ni una sola vez, le hubiera hecho sentir que debía apartarle la mano o alejarse de él. Ahora, sin embargo, con su primera película juntos, creía que algo cambiaría entre ellos. Estuvo casi tentada de mencionarlo mientras estaban en la cola, para evitar situaciones desagradables una vez dentro, en la oscuridad. Quería decirle, con toda la despreocupación posible, que prefería ver la película a pasar dos horas acariciándose y besándose en el cine.

Después de adquirir las entradas Tony compró palomitas y, para sorpresa de Eilis, no la llevó a la parte de atrás del cine sino que le preguntó dónde quería sentarse y pareció alegrarse de que escogiera asientos del centro, desde donde verían bien la película. Aunque al cabo de un rato le pasó el brazo por los hombros y le susurró un par de veces al oído, no hizo nada más. Después, mientras esperaban el metro, estaba de tan buen humor y tan encantado con la película que Eilis sintió una enorme ternura por él y se preguntó si alguna vez descubriría en él algo desagradable. No tardó en ver, a medida que fueron con más regularidad al cine, que las películas tristes o las escenas duras podían sumirlo en el silencio y la melancolía, encerrarlo en un abatido ensueño del que costaba hacerlo salir. Y si ella le contaba algo triste, su rostro cambiaba, dejaba de hacer bromas y quería hablar sobre lo que le había contado. Nunca había conocido a nadie como él.

Le contó a Rose lo de Tony y envió la carta a la oficina, pero no lo mencionó en las cartas a su madre ni a sus hermanos. Intentó describirle Tony a su hermana, hablarle de lo considerado que era. Añadió que, como estaba estudiando, no tenía tiempo para salir con sus amigos o visitar a su familia, a pesar de que él la había invitado a comer con sus padres y hermanos.

Cuando Rose contestó, le preguntó cómo se ganaba la vida. Eilis lo había obviado deliberadamente en su carta porque sabía que Rose desearía que saliera con alguien que tuviera un trabajo en una oficina, que trabajara en un banco o una agencia de seguros. En la carta siguiente, enterró en medio de un párrafo el dato de que era fontanero, pero era consciente de que Rose repararía en ello y lo encasillaría.

Un viernes por la noche, al cabo de muy poco, al entrar en la sala parroquial, ambos de buen humor porque el lacerante frío se había suavizado momentáneamente y Tony había hablado del verano y de que podían ir a Coney Island, les recibió el padre Flood, que también parecía animado. Pero había algo extraño, pensó Eilis, en el rato que les dedicó y en su insistencia en que se tomaran un refresco con él, lo que le hizo suponer que Rose le había escrito y quería saber cómo era Tony.

Eilis se sintió casi orgullosa de la naturalidad del chico, sus buenos modales, la tranquilidad con que respondía al sacerdote, todo ello subrayado por su actitud de respeto, le dejó hablar y no dijo nada fuera de lugar. Rose, con toda seguridad, tenía una idea en la cabeza sobre cómo era un fontanero y su forma de hablar. Lo debía de imaginar algo rudo y torpe y debía de pensar que no sabía hablar correctamente. Decidió escribirle para decirle que no era así y que en Brooklyn no siempre era tan fácil adivinar el carácter de una persona por su trabajo, como en Enniscorthy.

Observó que Tony y el padre Flood hablaban de béisbol, y que Tony, inmerso en su acalorado entusiasmo por lo que estaba explicando, se había olvidado de que estaba hablando con un sacerdote y le interrumpía con una especie de jovial cordialidad y un apasionado desacuerdo respecto a un partido que ambos habían visto y un jugador del que Tony dijo que jamás perdonaría. Durante un rato parecieron olvidar por completo que ella se encontraba allí y, cuando finalmente cayeron en la cuenta, acordaron que la llevarían a ver un partido de béisbol en cuanto empezara la temporada, siempre y cuando ella les asegurara previamente que era una fan de los Dodgers.

Rose le escribió y comentó en su carta que el padre Flood le había dicho que le gustaba Tony, que parecía muy respetable, decente y educado, pero que seguía preocupándole que en su primer año en Brooklyn solo hubiera quedado con él y con nadie más. Eilis ni siquiera le había contado que se veía con él tres noches a la semana y que, debido a las clases, no tenía tiempo para nada más. Nunca salía con sus compañeras de piso, por ejemplo, lo que era un enorme alivio para ella. Pero como había visto todas las películas nuevas, siempre tenía algo de que hablar en la mesa. Cuando sus compañeras se habían acostumbrado a la idea de que salía con Tony, se abstuvieron de hacerle advertencias o aconsejarle. Tras leer la carta de Rose un par de veces, Eilis esperaba que su hermana hiciera lo mismo. Ahora casi lamentaba haber empezado a hablarle de Tony. En las cartas que escribía a su madre todavía no se lo había mencionado.

De un modo casi imperceptible, algunas chicas se iban y eran sustituidas discretamente, hasta que ella y unas pocas más pasaron a ser las dependientas con más experiencia y de confianza de la planta. Dos o tres veces a la semana compartía la pausa para comer con la señorita Fortini, a quien encontraba inteligente e interesante. Cuando le habló de Tony, la señorita Fortini suspiró y le dijo que ella también tenía un novio italiano que solo le daba problemas y que sería aún peor cuando empezara la temporada de béisbol y no quisiera hacer otra cosa que beber con sus amigos y hablar de los partidos sin mujeres a su alrededor. Cuando Eilis le dijo que Tony la había invitado a ir a un partido con él, ella suspiró y después rió.

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