Brooklyn

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TERCERA PARTE

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—Sí, a mí Giovanni también me invitó, pero solo me dirigió la palabra durante el partido para pedirme que les llevara unos bocadillos a él y a sus amigos. Y casi me arrancó la nariz de un mordisco cuando le pregunté si los querían con mostaza. Lo estaba desconcentrando.

Cuando Eilis le describió Tony a la señorita Fortini, esta se interesó mucho por él.

—Espera un momento. ¿No te lleva a beber con sus amigos y te deja con las demás chicas?

—No.

—¿No está hablando continuamente de sí mismo, cuando no te cuenta lo fantástica que es su madre?

—No.

—Entonces agárralo bien, cariño. No hay dos como él. Puede que en Irlanda sí, pero aquí no.

Ambas rieron.

—Y bien, ¿qué es lo peor de él? —le preguntó la señorita Fortini.

Eilis pensó unos instantes.

—Me gustaría que fuera cinco centímetros más alto.

—¿Algo más?

Eilis volvió a pensar.

—No.

Cuando dieron las fechas de los exámenes, Eilis llegó a un acuerdo con Bartocci’s y tuvo toda la semana libre. Empezó a concentrarse en el estudio, de modo que las seis semanas anteriores a los exámenes dejó de ir al cine con Tony los sábados por la noche; se quedaba en su habitación repasando los apuntes y leyendo, no sin dificultad, los libros de derecho, intentando memorizar los nombres de los casos más importantes del derecho mercantil y las implicaciones de los veredictos. A cambio le prometió a Tony que, en cuanto terminaran los exámenes, aceptaría su invitación e iría a conocer a sus padres y sus hermanos y comería con ellos en el piso familiar de la calle Setenta y dos de Bensonhurst. Además, Tony le dijo que compraría entradas para los partidos de los Dodgers y que había planeado llevarla con sus hermanos.

—¿Sabes lo que quiero realmente? —dijo—. Quiero que nuestros hijos sean seguidores de los Dodgers.

Tony estaba tan complacido y emocionado ante la idea que, pensó Eilis, no se percató de que a ella se le había helado el rostro.

Estaba ansiosa por estar sola, lejos de él, para reflexionar sobre lo que le acababa de decir. Más tarde, tumbada en la cama y pensando en ello, se dio cuenta de que encajaba con todo lo demás; que últimamente había hecho planes para el verano y le había hablado de que pasarían mucho tiempo juntos. También últimamente, después de besarla, había empezado a decirle que la quería, y ella sabía que esperaba una respuesta; una respuesta que aún no le había dado.

Ahora se daba cuenta de que él pensaba que iban a casarse y tener hijos, y que estos serían seguidores de los Dodgers. Era tan ridículo, pensó, que no podía contárselo a nadie; no a Rose, desde luego, y a la señorita Fortini probablemente tampoco. Eso no era algo que él hubiera empezado a imaginar de repente; habían estado viéndose durante meses y ni una sola vez habían discutido o tenido un malentendido, salvo que su propósito de casarse con ella fuera un enorme malentendido.

Tony era considerado, interesante y apuesto. Sabía que ella le gustaba, no solo porque se lo había dicho sino por su forma de reaccionar y de escucharla cuando hablaba. Todo iba bien y, una vez acabados los exámenes, tenían ante sí la ilusión del largo verano. Algunas veces, en el salón de baile o incluso en la calle, había visto a algún hombre que de algún modo la atraía, pero nunca había sido más que un fugaz pensamiento que sólo había durado unos segundos. La idea de volver a sentarse junto a la pared con sus compañeras de piso la horrorizaba. Pero sabía que la mente de Tony iba más deprisa que la suya y tendría que aminorar su marcha, aunque no tenía ni idea de cómo hacerlo sin mostrarse desagradable con él.

El siguiente viernes por la noche, cuando volvían abrazados a casa después del baile, Tony le susurró de nuevo que la amaba. Ella no contestó, él empezó a besarla y después volvió a susurrar que la amaba. Sin previo aviso, Eilis se encontró a sí misma apartándose de él. Cuando Tony le preguntó qué ocurría, ella no contestó. Que le hubiera dicho que la amaba y esperara una respuesta la asustaba, no quería aceptar que aquella sería toda su vida, una vida lejos de su hogar. Al llegar a casa de la señora Kehoe tras caminar en silencio, le agradeció la noche casi con formalidad y, evitando su mirada, le dio las buenas noches y entró.

Eilis sabía que lo que había hecho estaba mal, que él sufriría hasta que volviera a verla el jueves. Se preguntó si el sábado iría a verla, pero no se lo dijo. No se le ocurría ninguna buena razón para argumentar que quería verle menos. Quizá, pensó, debería decirle que no quería hablar de hijos cuando hacía tan poco que se conocían. Pero entonces quizá Tony le preguntara si no iba en serio con él y ella se viera forzada a contestar, a decir algo. Y si su respuesta no era alentadora para él, Eilis lo sabía, podía perderle. No era uno de aquellos a los que les divierte tener una novia que no estaba segura de hasta qué punto él le gusta. Lo conocía lo suficiente para saberlo.

Cuando bajaba la escalera el jueves siguiente, al salir de clase, lo vio sin ser vista, pues había un grupo de estudiantes arremolinados en la puerta. Se detuvo unos instantes y pensó que todavía no sabía qué iba a decirle. Dio media vuelta y subió cautelosamente hasta el primer descansillo, desde donde podría observarlo sin que él la viera. Si pudiera captar su esencia con claridad, pensó, cuando él no intentaba divertirla o impresionarla, quizá surgiría algo que la hiciera comprender, algo que la capacitara para tomar una decisión.

Descubrió un lugar estratégico desde el cual, salvo que él levantara directamente la vista hacia la izquierda, no podía verla. Era poco probable que mirara en aquella dirección, pensó, ya que parecía absorto en las idas y venidas de los estudiantes del vestíbulo. Al bajar la mirada, vio que no sonreía; aun así, parecía sentirse totalmente a gusto y lleno de curiosidad. Había algo indefenso en él, allí de pie se dio cuenta de que sus ganas de ser feliz, su entusiasmo, lo volvían extrañamente vulnerable. La palabra que le vino a la mente mientras lo observaba fue «fascinado». Le fascinaban las cosas, al igual que le fascinaba ella, y lo había dejado claro desde el primer momento. Pero ahora aquella fascinación parecía ir acompañada de una sombra, y, mientras seguía observándolo, Eilis se preguntó si esa sombra no sería ella misma, con su incertidumbre y su distancia, y no otra cosa. Comprendió que Tony se mostraba tal como era; no había otra cara en él. De repente, sintió un escalofrío de miedo y se volvió, bajó las escaleras hasta el vestíbulo y fue hacia él tan rápido como pudo.

Tony le habló de su trabajo, le contó una historia de dos hermanas judías que querían invitarlo comer y tenían preparada una espléndida comida para él cuando acabara de reparar el calentador, a pesar de que solo eran las tres de la tarde. Imitó su acento. Aunque hablaba como si no hubiera ocurrido nada entre ellos el viernes anterior, Eilis sabía que su charla rápida y divertida, historia tras historia, mientras se dirigían a la parada del tranvía, era inusual para un jueves por la noche y que, en parte, era una forma de fingir que no había habido ningún problema ni lo había ahora.

Cuando estaban cerca de su calle, Eilis se volvió hacia él.

—Tengo que decirte algo.

—Lo sé.

—¿Recuerdas que me dijiste que me querías?

Él asintió. Su rostro reflejaba tristeza.

—Bien, no sabía exactamente qué decir. Así que quizá debería decirte que he pensado en ti y me gustas, me gusta que nos veamos, me preocupo por ti y puede que también te quiera. Y la próxima vez que me digas que me amas, yo…

Eilis se detuvo.

—¿Tú qué?

—Yo también diré que te amo.

—¿Estás segura?

—Sí.

—¡Por los clavos de Cristo! Perdona mi vocabulario, pero creía que ibas a decirme que no querías volver a verme.

Eilis se quedó junto a él, mirándolo. Estaba temblando.

—No parece que sientas lo que dices —dijo él.

—Sí que lo siento.

—Bueno, ¿y por qué no sonríes?

Eilis vaciló y después sonrió débilmente.

—¿Puedo irme a casa ahora?

—No. Solo quiero ponerme a saltar. ¿Puedo?

—Con calma —dijo ella, riendo.

Él dio un salto agitando los brazos.

—Vamos a dejarlo claro —dijo, al volver junto a ella—. ¿Me amas?

—Sí. Pero no me preguntes nada más y no menciones que quieres niños que sean seguidores de los Dodgers.

—¿Qué? ¿Tú quieres hijos que sean fans de los Yankees? ¿O de los Red Sox?

Estaba riendo.

—¿Tony?

—¿Qué?

—No me presiones.

Tony la besó y le susurró al oído, y cuando llegaron a casa de la señora Kehoe volvió a besarla hasta que ella tuvo que decirle que parara o acabaría formándose un corro de curiosos a su alrededor. Dado que la noche siguiente ella tenía que estudiar y no podría ir al baile, quedaron en que se verían y darían un paseo, aunque solo fuera una vuelta a la manzana.

Los exámenes fueron más fáciles de lo que Eilis esperaba, incluso las preguntas de la prueba de derecho fueron fáciles y no requirieron más que conocimientos básicos. Cuando terminaron se sintió aliviada, pero también supo que ya no habría excusas cuando Tony quisiera hacer planes. Él fijó una fecha para que fuera a cenar a casa de sus padres. Eso la preocupó, pues creía que ya les había hablado demasiado de ella, y ahora comprendía que no iba a presentarla como a una simple amiga.

Ese día, al atardecer Tony pasó a recogerla con ánimo tranquilo. Todavía brillaba el sol y el aire era cálido, los niños jugaban en la calle y los mayores estaban sentados en sus porches. Era algo inimaginable en invierno y Eilis caminaba liviana y feliz.

—Tengo que hacerte una advertencia —dijo Tony—. Tengo un hermano pequeño que se llama Frank. Muy espabilado para sus ocho años. Es buen chico, pero no ha dejado de parlotear sobre todo lo que le va a decir a mi novia cuando la conozca. Es un gran bocazas. He intentado sobornarle para que se vaya a jugar a la pelota con sus amigos y mi padre le ha amenazado, pero dice que nadie va a pararlo. Cuando se haya explayado, te gustará.

—¿Qué va a decir?

—La cuestión es que no lo sabemos. Podría decir cualquier cosa.

—Parece un chico muy interesante —dijo Eilis.

—Oh, sí, y hay algo más.

—No me lo digas. Tienes una vieja abuela que se sienta en una esquina y que también quiere decir algo.

—No, la abuela está en Italia. El caso es que todos son italianos y tienen aspecto de italianos. Todos son muy morenos salvo yo.

—Y tú ¿de dónde saliste?

—Mi abuelo materno era como yo, al menos eso es lo que dicen, pero yo nunca lo he visto, ni mi padre tampoco, y mi madre no lo recuerda porque murió en la Primera Guerra Mundial.

—¿Tu padre cree que…? —Eilis empezó a reír.

—Es algo que saca de quicio a mi madre, pero mi padre no lo cree realmente, solo a veces, cuando hago algo raro, dice que debo de ser hijo de otra familia. Es una broma.

La familia de Tony vivía en el segundo piso de un edificio de tres plantas. A Eilis le sorprendió lo jóvenes que eran sus padres. Cuando aparecieron sus tres hermanos vio, tal como él le había dicho, que todos tenían el pelo negro y los ojos de un castaño muy oscuro. Los dos hermanos mayores eran mucho más altos que Tony. Frank se presentó a sí mismo como el pequeño. Su cabello, pensó ella, era sorprendentemente negro, al igual que sus ojos. A los otros dos se los presentaron como Laurence y Maurice.

Eilis se dio cuenta enseguida de que no debía comentar la diferencia entre Tony y el resto de su familia, pues imaginó que todos los que entraban en el apartamento y los veían a todos juntos por primera vez hacían numerosos comentarios al respecto. Simuló que ni siquiera lo había notado. En un principio supuso que la cocina era la primera estancia y que detrás estaban la sala y el comedor, pero después se percató de que una puerta llevaba a la habitación en la que dormían los chicos y otra al lavabo. No había más habitaciones. Vio que la pequeña mesa de la cocina estaba preparada para siete. Imaginó que detrás del dormitorio de los chicos estaba el cuarto en el que dormían los padres, pero en cuanto empezó a hablar con Frank, le explicó que sus padres dormían en una esquina de la cocina, en la cama que le mostró, recostada contra la pared y discretamente oculta.

—Frank, si no paras de hablar, te quedarás sin comer —dijo Tony.

Olía a comida y especias. Los dos hermanos medianos la observaban estudiando con atención, en silencio, incómodos. Eilis pensó que parecían estrellas de cine.

—Los irlandeses no nos caen bien —dijo de pronto Frank.

—¡Frank! —Su madre, que estaba junto al horno, fue hacia él.

—No nos caen bien, mamá. Tenemos que dejarlo claro. Una banda enorme de irlandeses le dio una paliza a Maurizio y tuvieron que ponerle puntos. Y los policías también eran irlandeses, por eso no hicieron nada.

—Francesco, cierra la boca —dijo su madre.

—Pregúntaselo —le dijo Frank a Eilis, señalando a Maurice.

—No todos eran irlandeses —dijo Maurice.

—Eran pelirrojos y tenían las piernas gruesas —dijo Frank.

—No le hagas caso —dijo Maurice—. Solo algunos lo eran.

El padre le dijo a Frank que lo acompañara a la entrada; cuando volvieron al poco rato, para regocijo de sus hermanos, Frank estaba convenientemente arrepentido.

El chico se sentó frente a Eilis y permaneció en silencio mientras llevaban la comida a la mesa y servían el vino. A Eilis le dio pena y se dio cuenta de lo mucho que se parecía a Tony en aquel momento; la sensación de abatimiento parecía afectarlo. El fin de semana anterior Diana le había enseñado a comer espaguetis correctamente utilizando solo el tenedor, pero lo que sirvieron no era tan fino y resbaladizo como la pasta que su compañera le había preparado. La salsa era simplemente roja, pero tenía una gama de sabores que no conocía. Era, pensó, casi dulce. Cada vez que la probaba tenía que detenerse y retenerla en la boca al tiempo que se preguntaba qué ingredientes contendría. Se preguntó si los demás, tan acostumbrados a aquella comida, procuraban no mirarla con excesiva atención ni hacer comentarios sobre sus intentos de comer solo con el tenedor, como ellos.

La madre de Tony, que a veces hablaba con un fuerte acento italiano, le preguntó por los exámenes y si tenía intención de quedarse otro año en la escuela. Eilis le dijo que era un curso de dos años, y que cuando acabara tendría el título de contable, podría trabajar en una oficina y dejar la planta de ventas. Mientras ella y la madre de Tony charlaban sobre el tema, ninguno de los chicos abrió la boca ni levantó la vista del plato. Eilis intentó cruzar su mirada con la de Frank y sonreírle, pero él no le devolvió la sonrisa. Entonces miró a Tony, pero también él estaba cabizbajo. Le dieron ganas de huir de aquella habitación y correr escaleras abajo hasta la calle, llegar al metro, después a su habitación y cerrar la puerta al mundo.

El plato principal era un bistec cubierto de una fina capa de rebozado. Al probarlo supo que también había queso y jamón. No pudo identificar el tipo de carne. Y el rebozado en sí mismo era tan crujiente y aromático que, una vez más, al paladearlo no supo decir con qué estaba hecho. No había guarnición de patatas o verduras, pero como Diana le había contado que aquello era normal entre los italianos, no se sorprendió. Le decía a la madre de Tony lo delicioso que estaba, procurando no dar a entender también que era extraño, cuando llamaron a la puerta. El padre de Tony fue a abrir y volvió negando con la cabeza y riendo.

—Antonio, te necesitan. En el número dieciocho tienen un desagüe atascado.

—Papá, es la hora de comer —replicó Tony.

—Es la señora Bruno. Nos cae bien —dijo su padre.

—A mí no me cae bien —intervino Frank.

—Cierra la boca, Francesco —le dijo su padre.

Tony se levantó y apartó la silla.

—Llévate el mono de trabajo y las herramientas —dijo su madre. Pronunció las palabras con cierta dificultad.

—No tardaré —le dijo Tony a Eilis—. Y si a él se le ocurre decir algo, me informas.

Señaló a Frank, que se echó a reír.

—Tony es el fontanero de esta calle —dijo Maurice, y explicó que él era mecánico y le llamaban cuando había que reparar coches, camionetas o motos, y que Laurence pronto sería carpintero titulado, así que cuando a la gente se le rompieran las sillas o las mesas, podrían llamarlo él.

—Pero Frankie, aquí presente, es el cerebro de la familia. Irá a la universidad.

—Solo si aprende a tener la boca cerrada —dijo Laurence.

—Los irlandeses que pegaron a Maurizio —dijo Frank como si no hubiera escuchado la conversación— se trasladaron a Long Island.

—Me alegro de que se fueran —replicó Eilis.

—Allí hay casas grandes y tienes tu propia habitación y no duermes en el mismo cuarto que tus hermanos.

—¿Eso no te gustaría? —preguntó Eilis.

—No —contestó él—. O puede que solo de vez en cuando.

Eilis se dio cuenta de que todos lo miraban cuando hablaba, y tuvo la sensación de que pensaban lo mismo que ella, que Frank era el chico más guapo que había visto en su vida. Mientras esperaba a que Tony volviera, tuvo que contenerse para no mirarlo demasiado.

Decidieron tomar el postre en ausencia de Tony. Era una especie de bizcocho, pensó Eilis, relleno de crema y empapado en algún licor. Y, mientras observaba cómo el padre de Tony desenroscaba un pequeño aparato y lo llenaba con agua y unas cucharadas de café, pensó que tendría mucho que contarles a sus compañeras de piso. Las tazas eran pequeñas y el café espeso y amargo, a pesar de la cucharada de azúcar que le puso. Aunque no le gustó intentó bebérselo, ya que los demás parecían encontrarlo normal.

Poco a poco la conversación se volvió más fluida, pero aun así Eilis tenía la sensación de estar expuesta y que escuchaban sus palabras con suma atención. Cuando le preguntaron por su hogar intentó decir lo menos posible, pero después le preocupó que creyeran que tenía algo que ocultar. Observó que Frank la miraba fijamente cada vez que hablaba, absorbiéndolo todo como si tuviera que memorizarlo. Al acabar de comer Tony no había vuelto todavía, y Laurence y Maurice dijeron que irían a rescatarlo de las garras de la señora Bruno y su hija. Los padres de Tony rechazaron el ofrecimiento de Eilis de ayudarles a quitar la mesa. Ahora parecían incómodos por la ausencia de Tony.

—Creía que volvería enseguida —dijo la madre—. Debía de ser algo serio. Es difícil decir que no a la gente.

Cuando los padres de Tony se alejaron de la mesa, Frank hizo un gesto a Eilis para que se acercara.

—¿Ya te ha llevado a Coney Island? —le susurró.

—No —respondió ella en voz baja.

—Llevó allí a su última novia y subieron a la noria, ella vomitó el perrito caliente y le echó la culpa a él. Después de aquel día ya no volvieron a salir. Tony estuvo un mes sin hablar.

—¿De verdad?

—Francesco, levántate y sal fuera —dijo su padre—. O ve a hacer los deberes. ¿Qué te estaba diciendo?

—Me estaba explicando que Coney Island es muy agradable en verano —dijo Eilis.

—Tiene razón, es muy agradable —dijo el padre—. ¿Tony no te ha llevado allí aún?

—No.

—Espero que lo haga pronto. Te gustará.

Eilis detectó una sonrisa en su rostro.

Frank los miraba con asombro porque, pensó Eilis, no le había contado a su padre lo que había dicho realmente. Cuando el padre se volvió, Eilis le hizo una mueca; el chico la miró estupefacto antes de corresponderle con otra mueca y salió de la habitación en el mismo momento en que Tony, embutido en su mono de trabajo, volvía con sus dos hermanos. Tony dejó las herramientas y mostró las manos: estaban sucísimas.

—Soy un santo —dijo, y sonrió.

Cuando Eilis le contó a la señorita Fortini que, ahora que empezaba a hacer buen tiempo, Tony iba a llevarla a la playa en Coney Island un domingo, la señorita Fortini expresó su alarma.

—Me parece que no has cuidado tu figura —dijo.

—Ya lo sé —replicó Eilis—. Y no tengo traje de baño.

—¡Italianos! —dijo la señorita Fortini—. En invierno no les preocupa, pero en verano, en la playa, tienes que presentar el mejor aspecto. Mi novio no va, a no ser que ya esté moreno.

La señorita Fortini dijo que tenía una amiga que trabajaba en una tienda donde vendían bañadores de buena calidad, mucho mejores que los que tenían en Bartocci’s, y que llevaría algunos de muestra para que Eilis se los probara. Mientras tanto, le aconsejaba que empezara a vigilar su figura. Eilis intentó decirle que no creía que a Tony le preocupara mucho el bronceado o el aspecto que fuera a tener en la playa, pero la señorita Fortini la interrumpió diciendo que todos los hombres italianos se preocupaban por el aspecto que lucía su novia en la playa, sin importar lo perfecta que pudiera estar en otras ocasiones.

—En Irlanda la gente no te mira —dijo Eilis—. Sería de mala educación.

—En Italia sería de mala educación no mirar.

A finales de semana, la señorita Fortini se acercó a Eilis una la mañana para decirle que llevarían los bañadores aquella tarde y que se los podría probar después del trabajo, en el probador, cuando la tienda hubiera cerrado. Como al final de la jornada la tienda se llenaba, Eilis casi se había olvidado del bañador hasta que vio a la señorita Fortini rondándola con un paquete. Esperaron a que se fuera todo el mundo, entonces la encargada informó a seguridad de que se quedarían un rato más, que ella misma apagaría las luces y saldrían por una puerta lateral.

El primer bañador era negro y parecía de la talla correcta. Eilis descorrió las cortinas y salió del probador para que la señorita Fortini lo viera. Pareció que dudaba. Lo estudió atentamente, poniéndose una mano en la boca como si aquello la ayudara a concentrarse mejor y como para subrayar que hacer una elección adecuada era una cuestión de suma importancia. Después dio una vuelta alrededor de Eilis para inspeccionar cómo le quedaba por detrás y, acercándose, introdujo la mano bajo el firme elástico que sujetaba el bañador en la parte superior de los muslos. Tiró ligeramente del elástico hacia abajo y le dio un par de palmaditas en el trasero, la segunda vez dejando la mano allí unos segundos.

—Cielos, vas a tener que trabajar tu figura —dijo, mientras iba hacia el paquete y sacaba un segundo bañador, de color verde—. Creo que el negro es demasiado serio —continuó—. Si no tuvieras la piel tan blanca, te quedaría bien. Ahora pruébate este.

Eilis corrió la cortina y se puso el bañador verde. Oyó el zumbido de las fuertes luces que había sobre ella pero, salvo eso, solo percibió el silencio y el vacío de la tienda y la intensa y penetrante mirada de la señorita Fortini cuando apareció de nuevo ante ella. Sin decir nada, la señorita Fortini se arrodilló frente a ella y volvió a meter los dedos bajo el elástico.

—Tendrás que depilarte ahí abajo —dijo—. Si no, te pasarás el día de playa bajándote el elástico. ¿Tienes una buena maquinilla?

—Solo para las piernas —dijo Eilis.

—Bueno, tengo una que te servirá para ahí abajo también.

Todavía de rodillas, hizo girar a Eilis hasta que pudo verse a sí misma en el espejo y detrás de ella a la señorita Fortini, deslizando los dedos bajo el elástico, sus ojos fijos en lo que tenía delante. Eilis pensó que la señorita Fortini era plenamente consciente de que podía verla en el espejo; sintió cómo se sonrojaba mientras esta se ponía en pie y la miraba de frente.

—Me parece que estas tiras no están bien —dijo, y se acercó a Eilis para pasarle los brazos por debajo y soltarlas. Al hacerlo, la parte delantera del bañador se bajó y, por un momento, sus pechos quedaron al descubierto, hasta que Eilis subió de nuevo las tiras con ambas manos.

—¿Este tampoco me queda bien? —preguntó.

—No, pruébate los otros —dijo la señorita Fortini—. Ven y ponte este.

Parecía sugerir que no fuera tras la cortina, sino que se cambiara de bañador junto a la silla, mientras ella observaba. Eilis vaciló.

—Vamos, deprisa —dijo la señorita Fortini.

Eilis se cubrió el pecho mientras se bajaba el bañador y después se inclinó para quitárselo, mirando hacia la señorita Fortini para no sentirse tan expuesta. Alargó la mano para coger el bañador pero la señorita Fortini lo había cogido, así como el otro que todavía no se había probado, y los sostenía en el aire para examinarlos.

—Quizá debería ir detrás de la cortina —dijo Eilis—.

Por si entra alguno de los hombres de seguridad.

Cogió los dos bañadores, se los llevó al probador y corrió la cortina. Era consciente de que la señorita Fortini la había observado atentamente mientras se movía. Esperaba que aquello acabara pronto y eligieran uno de los bañadores. También deseaba que la señorita Fortini no dijera nada más sobre afeitados.

Tras ponerse el siguiente bañador, que era de un rosa vivo, descorrió la cortina y salió de nuevo. La señorita Fortini parecía sumamente seria, y en su actitud y su forma de mirarla quedó claro algo que Eilis supo que no podría contarle nunca a nadie.

Permaneció en silencio con los brazos en los costados mientras la señorita Fortini comentaba el color del bañador, preguntándose si era demasiado vivo, y su forma, demasiado pasada de moda. Una vez más, mientras daba una vuelta a su alrededor, le tocó el elástico a la altura de los muslos y le deslizó la mano por el trasero, dándole una palmadita y pasando la mano allí durante unos segundos.

—Ahora pruébate el otro —dijo, quedándose junto a la cortina para impedir así que Eilis la cerrara.

Eilis se quitó el bañador lo más rápido que pudo y, en su apresuramiento por ponerse el último, empezó a tambalearse e introdujo el pie por el lugar equivocado. Tuvo que inclinarse para subirse el bañador y utilizó ambas manos para ponérselo correctamente. Nadie la había visto desnuda; no sabía qué opinión merecerían sus pechos, ni si el tamaño de los pezones o el color oscuro de la aréola eran normales o no. Pasó de sentirse acalorada por la incomodidad a estar casi helada. Sintió alivio cuando estuvo en pie con el bañador puesto, de nuevo bajo la escrutadora mirada de la señorita Fortini.

Eilis no veía ninguna diferencia entre los bañadores; simplemente, no quería ni el negro ni el rosa y, dado que los otros dos le quedaban bien y los colores no eran llamativos, cualquiera de ellos le valía. Así pues, cuando la señorita Fortini sugirió que se los volviera a probar todos antes de decidir, Eilis rehusó y dijo que se quedaría con uno de aquellos dos, que no le importaba cuál. La señorita Fortini dijo que por la mañana los devolvería todos con una nota a su amiga de la tienda y que a la hora de comer Eilis podría recoger el que hubiera elegido. Su amiga se aseguraría, dijo la señorita Fortini, de que le hicieran un buen descuento. En cuanto Eilis se vistió, la señorita Fortini apagó las luces de la tienda y salieron por una puerta lateral.

Eilis intentó comer menos, pero era duro para ella, porque no podía dormir cuando tenía hambre. Al mirarse en el espejo del lavabo no le pareció que estuviera demasiado gorda, y al probarse el bañador que había elegido, le preocupó mucho más la palidez de su piel.

Una tarde, al volver del trabajo, encontró un sobre para ella en la mesilla de la cocina. Era una carta oficial del Brooklyn College informándole de que había aprobado todos los exámenes de las asignaturas del primer curso y que podía ponerse en contacto con ellos si quería saber las notas. Esperaban, decía la carta, que volviera el siguiente curso, que empezaría en septiembre, y le daban las fechas de la matrícula.

Una tarde agradable decidió saltarse la cena y dar un paseo hasta la parroquia para enseñarle la carta al padre Flood. Dejó una nota a la señora Kehoe y, al salir a la calle, observó lo hermoso que era todo: los árboles cargados de hojas, la gente en la calle, los niños jugando, las luces de los edificios. Nunca se había sentido así en Brooklyn. La carta la había animado, le había dado una nueva libertad, y eso era algo que no se esperaba. Tenía ganas de enseñarle la carta al padre Flood, si estaba en casa, y luego, a Tony, cuando se vieran la noche siguiente, y después escribir a casa para dar la noticia. En un año tendría el título de contabilidad y empezaría a buscar un trabajo mejor. Dentro de poco la temperatura subiría y se volvería insoportable; después el calor se desvanecería y los árboles perderían las hojas y el invierno volvería a Brooklyn. Y este también se fundiría con la primavera y el principio del verano y sus soleadas tardes tras el trabajo, hasta que volviera a recibir, esperaba, una carta del Brooklyn College.

Mientras caminaba, soñando en cómo sería aquel año, imaginó la sonriente presencia de Tony, su atención, sus historias divertidas, sus abrazos en la esquina de alguna calle, el dulce aroma de su aliento al besarla, la sensación de su intensa concentración en ella, sus brazos rodeándola, su lengua en la boca. Tenía todo eso, pensó, y ahora, aquella carta, era mucho más de lo que había esperado conseguir cuando llegó a Brooklyn. Tuvo que contenerse y no sonreír mientras caminaba, para que la gente no creyera que estaba loca.

El padre Flood abrió la puerta con un montón de papeles en la mano. La hizo pasar a la sala delantera de la casa. Parecía preocupado al leer la carta, e incluso permaneció serio al devolvérsela.

—Eres maravillosa —dijo, grave—. No puedo decir más.

Eilis sonrió.

—La mayoría de la gente que viene a esta casa sin avisar necesita algo o tiene algún problema —dijo él—. Casi nunca recibo buenas noticias.

—He ahorrado algo de dinero —dijo Eilis— y podré pagar la matrícula del segundo curso, y cuando encuentre trabajo, podré devolverle el dinero de este curso.

—Lo ha pagado uno de mis parroquianos —contestó el padre Flood—. Necesitaba hacer algo por la humanidad y le pedí que pagara tu matrícula de este año; pronto le recordaré que tiene que pagar la del próximo. Le dije que era por una buena causa y eso hace que se sienta noble.

—¿Le dijo que era para mí? —preguntó Eilis.

—No. No le di detalles.

—¿Le dará las gracias de mi parte?

—Claro. ¿Cómo está Tony?

A Eilis le sorprendió la pregunta, lo natural y despreocupada que parecía, lo abiertamente que sugería que Tony era parte integrante de ella y no un problema o un intruso.

—Le va estupendamente —contestó.

—¿Te ha llevado ya a algún partido? —preguntó el sacerdote.

—No, pero amenaza constantemente con hacerlo. Le pregunté si jugaba el Wexford pero no pilló el chiste.

—Eilis, voy a darte un consejo —le dijo el padre Flood mientras abría la puerta y la acompañaba a la salida—. Nunca hagas bromas sobre ese deporte.

—Eso es lo que dijo Tony.

—Es un hombre cabal —dijo el padre Flood.

En cuanto le enseñó la carta a Tony, la noche siguiente, dijo que el domingo tenían que ir a celebrarlo a Coney Island.

—¿Champán? —preguntó ella.

—Agua de mar —replicó él—. Y después una gran comilona en Nathan’s.

Eilis compró una toalla de playa en Bartocci’s y un sombrero de sol a Diana, que ya no lo quería. Durante la cena, Diana y Patty enseñaron sus gafas de sol para la temporada, que habían comprado en Atlantic City, en el paseo marítimo.

—He leído en algún sitio —dijo la señora Kehoe— que pueden estropearte la vista.

—Oh, no me importa —dijo Diana—. A mí me parecen fantásticas.

—Y yo he leído —dijo Patty— que si este año vas a la playa sin ellas la gente hablara de ti.

La señorita McAdam y Sheila Heffernan se las probaron e, ignorando abiertamente a Dolores, se las pasaron a Eilis para que se las pusiera.

—Bueno, son muy elegantes, eso sí —dijo la señora Kehoe.

—Te vendo estas —le dijo Diana a Eilis—. El domingo puedo comprarme otras.

—¿En serio? —preguntó Eilis.

Al enterarse de que Eilis se había comprado un traje de bañador, insistieron en verlo. Cuando Eilis subió con él, se lo dio deliberadamente a Dolores para que lo sostuviera delante de ella.

—Eilis, tienes suerte de que el bañador te siente bien —dijo la señora Kehoe.

—Yo no puedo tomar el sol —dijo Dolores—. Me pongo toda colorada.

Patty y Diana se rieron.

El domingo por la mañana, cuando Tony fue a recogerla, pareció sorprendido por las gafas de sol.

—Voy a tener que atarte con una cuerda —dijo—. Todos los chicos de la playa querrán fugarse contigo.

La estación de metro estaba abarrotada de gente que iba a la playa y hubo gritos indignados cuando los dos primeros trenes pasaron sin detenerse. El aire era sofocante y la gente se daba empujones. Cuando finalmente un tren se detuvo, no había espacio para nadie más, y aun así todo el mundo se agolpó en los compartimentos, riendo, gritando y pidiendo a los que estaban dentro que se apartaran para hacerles sitio. Cuando ella y Tony, que llevaba una sombrilla plegable y una bolsa, llegaron a una puerta, ya no quedaba espacio en el tren. Eilis se quedó pasmada cuando Tony, cogiéndola de la mano, empezó a empujar a la gente y hacer sitio para ambos antes de que se cerraran las puertas.

—¿Cuánto tiempo se tarda? —preguntó.

—Una hora, quizá más, depende de las paradas que haga. Pero anímate, piensa en las grandes olas.

Cuando por fin llegaron a playa, estaba casi tan abarrotada como el tren. Eilis observó que Tony no había perdido una sola vez la sonrisa durante el viaje, a pesar de que un hombre le había aplastado deliberadamente contra la puerta, animado por su esposa. Ahora, al observar a la muchedumbre en la playa, donde no quedaba espacio para los recién llegados, le transmitía la impresión de que la habían puesto allí para su diversión. Recorrieron el paseo, pero la única solución era ocupar un diminuto espacio que estaba libre y ver si, con su propia presencia, podían agrandarlo para que ambos pudieran sacar sus cosas y tumbarse al sol.

Diana y Patty habían advertido a Eilis que en Italia nadie se cambiaba en la playa. Los italianos habían introducido en Estados Unidos la costumbre de ponerse el bañador bajo la ropa antes de salir de casa, sustituyendo así la costumbre irlandesa de cambiarse en la playa, lo cual, había dicho Diana, era poco elegante y digno, cuando menos. Eilis no sabía si estaban bromeando, así que quiso confirmarlo preguntándoselo a la señorita Fortini, que le aseguró que era cierto. La señorita Fortini también insistió en que debía perder más peso; además, le dio una pequeña maquinilla rosa y le dijo que no tenía que devolvérsela. A pesar de tales preparativos, quitarse la ropa y quedarse en bañador delante de Tony la ponía nerviosa; sus esfuerzos por aparentar que no ocurría nada hicieron que se sintiera aún más incómoda. Se preguntó si Tony notaría que se había depilado, y le pareció que estaba demasiado blanca y que tenía los mulsos y el trasero demasiado gordos.

Tony se quedó en bañador inmediatamente, y Eilis se alegró al ver que miraba despreocupadamente a la gente mientras ella se retorcía para quitarse la ropa. En cuanto estuvo lista, Tony quiso meterse en el agua. Se puso de acuerdo con la familia que estaba al lado para que les vigilara sus pertenencias y se abrieron camino a través de la multitud hasta la orilla. Eilis rió al ver que Tony retrocedía por el frío; el agua, comparada con la del mar de Irlanda, le parecía bastante caliente. Se metió dentro mientras él la seguía a marchas forzadas.

Eilis empezó a nadar mar adentro, pero Tony se quedó de pie con el agua a la altura de la cintura, con aire indefenso y, cuando ella le hizo un gesto para que la siguiera, gritándole que no fuera un crío, él le dijo que no sabía nadar. Eilis dio una brazada suave hacia él y entonces, al ver lo que hacían las parejas que estaban a su alrededor, empezó a entender cuál era su plan. Al parecer, quería que ambos se quedaran con el agua a la altura del cuello, abrazados, esperando a que las olas se estrellaran contra ellos. Cuando lo abrazó, él la agarró para que no escapara fácilmente y Eilis sintió la erección de su pene contra ella, lo que hizo que él sonriera aún más; cuando Tony quiso acariciarle las nalgas con las manos, ella se alejó nadando. Por un momento, se le pasó por la cabeza contarle quién era la última persona que le había tocado el trasero. Pensar en su reacción la hizo reír tanto que dio una fuerte brazada de espalda, haciéndole notar, esperaba, que sus manos se estaban tomando demasiadas libertades bajo el agua.

Se pasaron todo el día yendo de la arena al mar. Eilis se puso el sombrero y Tony abrió la sombrilla para evitar las quemaduras de sol, y también sacó la comida que su madre le había preparado, con termo de limonada helada incluido. Las pocas veces que Eilis se adentró sola en el mar notó que las olas tenían más fuerza que en las playas que conocía, no tanto por la forma en que rompían como por la fuerza con que la arrastraban hacia dentro. Comprendió que debía ir con cuidado y no adentrarse demasiado en aquellas aguas desconocidas. Vio que a Tony le daba miedo el agua y que detestaba que se alejara de él. Cada vez que volvía, quería que lo abrazara del cuello y la levantaba para que ella le rodeara el cuerpo con las piernas. Cuando la besaba y echaba la cabeza hacia atrás para mirarla, no le daba la impresión que su erección le hiciera sentirse incómodo, sino orgulloso. Le sonreía como un niño; ella, a su vez, sintiendo una gran ternura hacia él, le besaba apasionadamente entre sus brazos. Cuando el día fue llegando a su fin, eran prácticamente los únicos que seguían en el agua.

Un día Eilis se quejó del calor que hacía en el trabajo y le contestaron que aquello era solo el principio, pero la señorita Fortini le dijo que el señor Bartocci no tardaría en encender el aire acondicionado y que pronto la tienda se llenaría de clientes en busca de alivio contra el calor. Su trabajo, le dijo la señorita Fortini, era hacer que todos compraran algo.

Eilis no tardó en desear ir a trabajar y, cuando se despertaba en plena noche empapada en sudor, anhelaba el aire acondicionado de Bartocci’s. Por las tardes la señora Kehoe colocaba unas sillas delante de la casa y se sentaban en ellas abanicándose incluso a la sombra, a veces aun después de que anocheciera. Uno de los días que Eilis tenía la tarde libre, también Tony se tomó medio día, y fueron a Coney Island y volvieron tarde. Siempre que Eilis le preguntaba si podían subirse a la enorme noria o a alguna de las atracciones, él se negaba y se las arreglaba para encontrar una excusa para no hacerlo. En ningún momento le dio el menor indicio de que había perdido a su anterior novia por haberla llevado a la noria. A Eilis le fascinaba aquello, la facilidad, la naturalidad con que evitaba ir allí, su dulce impostura al no dar indicios de lo que había ocurrido anteriormente. Casi se alegró de saber que tenía secretos y formas serenas de guardarlos para sí mismo.

A medida que el verano fue avanzando, Tony no supo hablar de otra cosa que no fuera béisbol. Los nombres de los que le hablaba —Jackie Robinson y Pee Wee Reese y Preacher Roe— eran los que Eilis oía en el trabajo y leía en los periódicos. Incluso la señora Kehoe hablaba de aquellos jugadores como si los conociera. El año anterior había ido a casa de su amiga la señorita Scanlan a ver un partido por televisión y, dado que era seguidora de los Dodgers, como le decía a todo el mundo, tenía la intención de volver a hacerlo si la señorita Scanlan, que también era seguidora de los Dodgers, la invitaba.

Durante un tiempo, Eilis tuvo la sensación de que nadie hablaba de nada más que de derrotar a los Giants. Tony le dijo con auténtica emoción que había reservado entradas en el Ebbets Field, no solo para él y Eilis, sino también para sus tres hermanos, y que iba a ser el mejor día de sus vidas porque se vengarían de lo que Bobby Thomson les había hecho la temporada anterior. Por la calle, no era el único que imitaba a sus jugadores favoritos y hablaba a gritos sobre las esperanzas que tenía depositadas en ellos.

Eilis intentó hablarle del equipo de hurling de Wexford y su derrota ante el Tipperary, y de cómo sus hermanos y su padre solían pegarse a la vieja radiogramola de la sala los domingos de verano, incluso cuando el Wexford no jugaba. Cuando Tony empezó a imitar a los comentaristas y describir partidos imaginarios, Eilis le dijo que su hermano Jack hacía lo mismo.

—Un momento —dijo él—. ¿En Irlanda se juega al béisbol?

—No, al hurling.

Tony pareció perplejo.

—¿Así que no es béisbol?

Su rostro mostró desengaño, y después una especie de exasperación.

Una noche, en la sala parroquial, cuando la banda, que había estado tocando swing, empezó a tocar una canción que Tony reconoció, se puso como loco, al igual que muchos de los que lo rodeaban.

—Es la canción de Jackie Robinson —gritó. Empezó a balancear un bate imaginario—. Están tocando «Did You See Jackie Robinson Hit That Ball?».

En cuanto volvió a las clases en el Brooklyn College, el furor por el béisbol fue a peor. Lo que a Eilis le sorprendía era no haber notado nada el año anterior, a pesar de que debía haberla rodeado con la misma intensidad. Ahora había regresado a su rutina de quedar con Tony los jueves por la noche después de clase, los viernes por la noche en el baile de la parroquia y los sábados para ir al cine, y él no hablaba de otra cosa más que de lo perfecto que sería aquel año para él si ambos podían estar juntos, y si Laurence, Maurice y Frankie también podían estar con ellos, y si los Dodgers podían ganar la World Series. Para gran alivio de Eilis, no volvió a mencionar ni una sola vez lo de tener hijos seguidores de los Dodgers.

Eilis y los cuatro hermanos se abrieron paso entre la multitud que se dirigía al Ebbets Field. Habían ido con tiempo de sobra para detenerse a charlar con quien tuviera noticias de los jugadores y opiniones sobre cómo iría el partido, para comprar perritos calientes y refrescos y quedarse un rato fuera, entre la muchedumbre. Poco a poco, las diferencias entre los hermanos se hicieron más evidentes para Eilis. Aunque Maurice sonreía y parecía afable, no hablaba con desconocidos y se mantenía aparte cuando sus hermanos lo hacían. Tony y Frank estaban siempre juntos, Frank ansioso por conocer la última opinión de Tony. Laurence parecía saber más que ninguno sobre el juego y podía rebatir fácilmente algunas de las afirmaciones de Tony. Eilis rió al ver cómo la mirada de Frank iba de Tony a Laurence mientras discutían sobre las cualidades del Ebbets Field; Laurence insistiendo en que era demasiado pequeño y pasado de moda y que tendrían que trasladarlo, Tony replicando que jamás lo trasladarían a otro sitio. Los ojos de Frank iban de un hermano a otro a toda velocidad; parecía perplejo. Maurice no intervino en ningún momento en la discusión, pero logró hacerlos avanzar hacia el campo, advirtiéndoles que iban demasiado despacio.

Cuando encontraron sus asientos, colocaron a Eilis en medio, entre Tony y Maurice, Laurence a la izquierda de Tony y Frank a la derecha de Maurice.

—Mamá nos ha dicho que no te dejáramos en un extremo —le dijo Frank.

Aunque Tony y sus compañeras de casa le habían explicado las reglas del juego y el béisbol se parecía al rounders, al que había jugado en casa con sus hermanos y amigos, Eilis seguía sin saber qué esperar porque el rounders, pensaba, era divertido pero no tenía la misma emoción que el hurling o el rugby. La noche anterior, en casa de la señora Kehoe, la señorita McAdam había insistido en que era el mejor deporte del mundo, pero a las demás les parecía demasiado lento y con demasiadas interrupciones. Diana y Patty estaban de acuerdo en que lo mejor era salir a comprar perritos calientes, refrescos y cervezas, y comprobar que no había ocurrido nada importante durante su ausencia, a pesar del griterío y los vítores.

—La última vez nos lo robaron, es lo único que tengo que decir —dijo la señora Kehoe—. Fue un momento muy amargo.

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