Brooklyn

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TERCERA PARTE

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Aún faltaba media hora para el inicio del partido, pero todos los que les rodeaban se comportaban como si estuviera a punto de empezar. Eilis vio que Tony había perdido todo interés por ella. Normalmente era atento, le sonreía, le hacía preguntas, la escuchaba, le contaba historias. Ahora, acalorado por la emoción, no lograba desempeñar su papel de novio amable y considerado. Charlaba un rato con las personas que tenía detrás y después le explicaba a Frank lo que habían comentado, ignorándola por completo mientras se inclinaba sobre ella para hacerse oír. No podía estarse quieto, se levantaba y sentaba a cada momento y estiraba el cuello para ver qué ocurría detrás. Mientras tanto Maurice leía atentamente el programa que había comprado y ofrecía regularmente a Eilis y sus tres hermanos las pequeñas perlas informativas que había averiguado. Parecía preocupado.

—Si perdemos este partido, Tony se pondrá como loco —le dijo—. Y si ganamos, aún se volverá más loco, y Frankie igual.

—Entonces, ¿qué es mejor? —preguntó Eilis—. ¿Ganar o perder?

—Ganar —replicó él.

Tony y Frank fueron a buscar más perritos calientes, cervezas y refrescos.

—Guardadnos los asientos —dijo Tony, y sonrió.

—Sí, guardadnos los asientos —repitió Frank.

Cuando los jugadores salieron por fin, los cuatro hermanos saltaron de sus asientos y compitieron entre ellos para identificarlos, pero casi inmediatamente ocurrió algo que pareció desagradar a Tony, que se sentó de nuevo, descorazonado. Cogió de la mano a Eilis un instante.

—Todos están contra nosotros —dijo.

Pero en cuanto empezó el partido se embarcó en una crónica ininterrumpida que alcanzaba su clímax cada vez que había un poco de acción. Algunas veces, cuando se quedaba en silencio, Frank le sustituía y les llamaba la atención sobre algo, pero entonces Maurice, que observaba cada segundo sin apenas hablar, con una pausada y reflexiva intensidad, le mandaba callar. Aun así, Eilis tenía la sensación de que Maurice estaba más implicado y emocionado que Tony, con sus gritos, vítores, zalamerías y alaridos.

Eilis no podía seguir el juego, no entendía cómo se hacía un tanto o cuándo un golpe era bueno o no, ni podía identificar quién era quien. El juego era tan lento como habían dicho Patty y Diana. Sin embargo, sabía que no debía ir al lavabo porque era posible que el momento en el que anunciara su marcha podía ser justo el que nadie querría que se perdiera.

Mientras miraba en silencio el partido, intentando entender sus complicados rituales, se dio cuenta de que Tony, a pesar de su constante agitación, de sus gritos a Frank para que prestara atención y de sus vítores seguidos de manifestaciones de pura desesperación, no lograba irritarla ni una sola vez. Le pareció extraño y, con el rabillo del ojo y algunas veces directamente, empezó a observarlo; se fijó en lo divertido que era, en su viveza, en su elegancia, en lo atento que estaba a todo. También empezó a apreciar lo mucho que se divertía, incluso más que sus hermanos, de forma más abierta, con más humor y un placer contagioso. No le importaba, de hecho casi le divertía que no le prestara atención y que dejara que fuera Maurice quien le explicara, cuando podía, lo que ocurría.

Tony estaba tan absorto en el juego que eso le dio la oportunidad de dejar que sus pensamientos se perdieran en él, fluyeran hacia él, y percibió lo diferente que era de ella en todos los sentidos. La idea de que él nunca la vería como ella sentía que lo estaba viendo en ese momento era un enorme alivio, una solución satisfactoria. Su agitación y la agitación de la multitud era tan contagiosa que empezó a fingir que podía seguir lo que estaba ocurriendo.

Animaba a los Dodgers tanto como todos los que la rodeaban y seguía los ojos de Tony, mirando hacia donde él le indicaba, y se sentaba en silencio con él cuando el equipo parecía estar perdiendo.

Finalmente, tras casi dos horas, todo el mundo se levantó. Eilis quedó con Tony y Frank en que después de ir al lavabo se encontraría con ellos en la cola del puesto de perritos calientes más cercano a sus asientos. Como ahora tenía sed y, al encontrarlos al principio de la cola, sintió que quería integrarse en todo aquello, también pidió cerveza, la primera de su vida, e intentó poner la mostaza y el ketchup en el perrito caliente con la misma pompa que Tony y Frank. Cuando volvieron a sus asientos, el partido ya había empezado de nuevo. Le preguntó a Maurice si de verdad estaban a mitad del partido y él le explicó que en el béisbol no había media parte; se hacía un descanso después de la séptima entrada, casi al final, y era más bien una pausa, un stretch, lo llamaban. Se dio cuenta de que Maurice era el único de los cuatro hermanos consciente de su profunda ignorancia respecto al béisbol. Se volvió a sentar y sonrió para sí al pensar en ello, en lo extraño que era, en lo poco que parecía importarle incluso en los momentos en los que encontraba totalmente desconcertante lo que ocurría en el campo. Lo único que sabía era que, una vez más, la suerte y el éxito, por una razón u otra, rehuía a los Brooklyn Dodgers.

Como Eilis había pasado el día de Acción de Gracias con la familia de Tony, la madre de este había imaginado que también iría por Navidad; cuando ella declinó la invitación, pareció casi ofendida, y preguntó si la comida no era de su gusto. Eilis le explicó que no podía dejar en la estacada al padre Flood y que iba a ayudar en la parroquia un año más. Tony y su madre le dijeron varias veces que alguien podría sustituirla y hacer su trabajo, pero ella se mantuvo firme. El hecho de que creyeran que se trataba de un acto de caridad desinteresado, cuando ella sabía que estaría más a gusto trabajando en la parroquia que pasando un largo día y una cena la noche anterior en el pequeño apartamento con Tony y su familia, hacía que se sintiera ligeramente culpable. Los quería, a todos ellos, y encontraba intrigantes las diferencias entre los cuatro hermanos, pero en ocasiones le producía más placer estar sola tras una comida o una cena con ellos que la comida en sí misma.

Los días posteriores a la Navidad quedó con Tony cada tarde. Una de aquellas tardes Tony le explicó a grandes rasgos los planes que tenían; Maurice, Laurence y él habían comprado a muy buen precio un terreno en Long Island e iban a construir en él. Requeriría tiempo, dijo, quizá un año o dos, porque estaba bastante lejos de la zona urbanizada y no era más que un solar. Pero ellos sabían que los servicios llegarían pronto. Lo que ahora estaba vacío, dijo, en pocos años tendría calles asfaltadas, agua corriente y electricidad. En su terreno había espacio suficiente para cinco casas, con sus respectivos jardines. Maurice iba a clases nocturnas de ingeniería de costes, y él y Laurence podrían hacer los trabajos de fontanería y carpintería.

La primera casa, le dijo, sería para la familia; su madre anhelaba tener jardín y una verdadera casa en propiedad. Y después, añadió, construirían tres casas más y las venderían. Pero Maurice y Laurence le habían preguntado si querría la quinta casa y él había contestado que sí, y ahora le preguntaba a ella si le gustaría vivir en Long Island. Estaba cerca del mar, dijo, y no muy lejos de la estación de ferrocarril. Pero aún no quería llevarla allí porque era invierno y porque era un descampado sombrío en el que no había más que desechos y maleza. La casa sería suya, continuó, podrían proyectarla ellos mismos.

Eilis lo miró atentamente porque sabía que aquella era su forma no solo de pedirle que se casara con él, sino de sugerir que habían acordado tácitamente su matrimonio. Lo que le estaba mostrando ahora eran los detalles de cómo vivirían, la vida que podía ofrecerle. Con el tiempo, dijo, él y sus dos hermanos crearían una empresa y construirían casas. Estaban ahorrando dinero y haciendo planes, pero con sus aptitudes y disponiendo ya de su primer terreno no tardarían mucho, y eso significaba que pronto todos ellos vivirían mucho mejor. Eilis no contestó nada. Casi estaba a punto de llorar por lo que le estaba proponiendo, por el sentido práctico con que hablaba, y lo serio y sincero que era. No quería decirle que se lo pensaría porque sabía cómo sonaría. Lo que hizo fue asentir y sonreír, alargó los brazos, le cogió las manos y lo atrajo hacia ella.

Volvió a escribir a Rose al trabajo y le contó lo lejos que habían llegado las cosas; intentó describirle a Tony, pero era difícil hacerlo sin que pareciera demasiado infantil o tonto o atolondrado. Le explicó que jamás hablaba con ordinariez ni blasfemaba, porque pensó que era importante que Rose supiera que no se parecía en nada a la gente de su tierra, que aquel era un mundo diferente y que en ese mundo Tony brillaba a pesar de que su familia viviera en dos habitaciones o que trabajara con las manos. Rompió la carta varias veces; parecía que estuviera intercediendo por él en lugar de limitarse a explicar que era especial y que no estaba con él únicamente porque era el primer hombre que había conocido.

Sin embargo, en las cartas dirigidas a su madre, no había mencionado ni una sola vez a Tony; aunque le había descrito Coney Island y el partido de béisbol, solo había dicho que había ido con unos amigos. Ahora se decía que ojalá hubiera hecho una o dos alusiones casuales a él seis meses atrás, para que ahora no supusiera una gran sorpresa; pero como cada vez que intentaba hablar de Tony en las cartas le resultaba imposible hacerlo sin escribir un párrafo entero sobre él y, dónde le había conocido y cómo era, se encontró posponiéndolo una y otra vez.

La respuesta de Rose fue una carta breve. Era evidente que había vuelto a tener noticias del padre Flood. Rose decía que Tony parecía muy agradable y que, dado que ambos eran muy jóvenes, no había necesidad de tomar decisiones y que las mejores noticias eran que el próximo verano Eilis tendría el título de contabilidad y podría empezar a buscar trabajo. Imaginaba, escribió, que estaría deseando dejar la tienda y trabajar en una oficina, lo que no solo estaría mejor pagado sino que sería más descansado para sus piernas.

En Bartocci’s todo el mundo se había acostumbrado a los clientes de color y a Eilis la habían cambiado de mostrador varias veces. Como la señorita Fortini les había dicho a los Bartocci que Eilis había aprobado los exámenes y estaba en el último curso, y la señorita Bartocci le había comunicado que si quedaba algún puesto libre como contable subalterno, incluso antes de que ella obtuviera el título, la tendrían en cuenta.

El segundo curso fue más sencillo porque Eilis ya no temía tanto lo que pudiera salir en el examen. Como se había leído los libros de derecho y tomado apuntes, podía seguir la mayor parte de lo que explicaba el señor Rosenblum. Pero intentaba no perderse clases y no quedar con Tony excepto los jueves, cuando la acompañaba a casa, los viernes, día en que iban juntos al baile de la parroquia, y los sábados, en que iban a cenar y al cine. Incluso cuando el invierno empezó a descender sobre Brooklyn disfrutaba de su habitación y su rutina diaria, y al llegar la primavera empezó a estudiar todas las noches al volver de clase y también los domingos, para estar segura de aprobar los exámenes.

Eilis encontraba el trabajo de la tienda aburrido y cansado, y el tiempo pasaba despacio sobre todo los primeros días de la semana, en los que había menos trabajo. Pero la señorita Fortini estaba siempre vigilante y notaba si alguien se tomaba un descanso que no debía, o llegaba tarde, o no parecía dispuesto a atender al siguiente cliente. Eilis cuidaba su actitud y prestaba atención por si algún cliente la necesitaba. Vio que el tiempo pasaba más despacio si miraba a menudo el reloj o pensaba en ello, de manera que aprendió a ser paciente y, después, cuando acababa de trabajar y salía de la tienda cada día, se las arreglaba para apartarlo completamente de su mente y disfrutar de la libertad.

Una tarde vio entrar al padre Flood en la tienda, pero no le dio importancia. Aunque no le había visto allí desde el día que los Bartocci le habían llamado, sabía que era amigo del señor Bartocci y que podía tener asuntos que tratar con él. Observó que primero hablaba con la señorita Fortini y luego miraba hacia ella y hacía gesto de acercársele, pero que, tras intercambiar unas palabras con la señorita Fortini, ambos se encaminaban a las oficinas. Atendió a un cliente y después, al ver que alguien había dejado unas blusas desdobladas, fue hacia donde estaba y las puso en su sitio cuidadosamente. Cuando se volvió vio que la señorita Fortini se dirigía hacia ella, y algo en la expresión de su rostro la impulsó a apartarse de ella, alejarse rápidamente como si no la hubiera visto.

—¿Te importaría venir un momento a la oficina? —dijo la señorita Fortini.

Eilis se preguntó si habría hecho algo mal, si alguien la habría acusado de algo.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—No puedo decírtelo —contestó la señorita Fortini—. Es mejor que vengas conmigo.

Por la forma en que la señorita Fortini se volvió y empezó a caminar rápidamente delante de ella sintió con mayor intensidad aún que había hecho algo malo que no se había sabido hasta entonces. Cuando salieron de la planta y caminaron por el pasillo, se detuvo.

—Lo siento —dijo—, pero tendrá que decirme qué pasa.

—No puedo decírtelo —dijo la señorita Fortini.

—¿No puede darme una idea?

—Es algo sobre tu familia.

—¿Algo o alguien?

—Alguien.

Eilis pensó al instante que su madre podía haber sufrido un ataque al corazón o caído por las escaleras, o que alguno de sus hermanos había tenido un accidente en Birmingham.

—¿Quién? —preguntó.

En lugar de contestar, la señorita Fortini siguió caminando delante de ella hasta que llegó a una puerta al final del pasillo y la abrió. Se apartó y dejó pasar a Eilis. Era una habitación pequeña. El padre Flood estaba sentado solo en una silla. Tras levantarse, vacilante, indicó a la señorita Fortini que los dejara.

—Eilis —dijo—. Eilis.

—Sí. ¿Qué pasa?

—Es Rose.

—¿Qué le pasa?

—Tu madre la ha encontrado muerta esta mañana.

Eilis no dijo nada.

—Debe de haber muerto mientras dormía —dijo el padre Flood.

—¿Muerto mientras dormía? —preguntó Eilis, repasando mentalmente cuándo había tenido noticias por última vez de Rose o de su madre y de si había algún indicio de que algo fuera mal.

—No —dijo él—. Ha sido algo inesperado. El día anterior había ido a jugar al golf y estaba en plena forma. Ha muerto mientras dormía, Eilis.

—¿Y mi madre la ha encontrado?

—Sí.

—¿Los demás lo saben?

—Sí, y ya van de camino a casa en el barco de correos. Esta noche es el velatorio.

Eilis se preguntó si había alguna forma de volver a la tienda y evitar que aquello hubiera pasado, o evitar que él se lo dijera. En medio de aquel silencio, estuvo a punto de pedirle al padre Flood que se fuera y no volviera a ir a la tienda de aquel modo, pero enseguida se dio cuenta de lo estúpido que era tal pensamiento. Él estaba allí. Ella había oído lo que había dicho. No podía volver atrás en el tiempo.

—Lo he organizado todo para que tu madre vaya esta noche a la vicaría de Enniscorthy; la llamaremos desde la parroquia.

—¿Le ha llamado uno de los clérigos?

—El padre Quaid —dijo él.

—¿Están seguros? —preguntó Eilis, pero después alargó rápidamente la mano para que no le contestara—. Me refiero a que si ha sucedido hoy.

—Esta mañana en Irlanda.

—No puedo creerlo —dijo Eilis—. Es tan repentino.

—Ya he hablado con Franco Bartocci por teléfono y me ha dicho que te lleve a casa. También he hablado con la señora Kehoe y, si me das la dirección de Tony, le mandaré recado y se lo haré saber.

—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó Eilis.

—El funeral será pasado mañana —replicó el padre Flood.

Fue la suavidad de su voz, la cauta forma de evitar su mirada lo que hizo que estallara en llanto. Y cuando él sacó un gran e inmaculado pañuelo que evidentemente tenía preparado en el bolsillo, se puso histérica y le empujó.

—¿Por qué he tenido que venir aquí? —preguntó, aunque sabía que él lo entendería porque estaba sollozando demasiado. Cogió el pañuelo y se sonó la nariz—. ¿Por qué he tenido que venir aquí? —volvió a preguntar.

—Rose quería que tuvieras una vida mejor —replicó él—. Ella solo hizo lo mejor.

—Y ahora no volveré a verla nunca.

—Estaba encantada de lo bien que te iba.

—No volveré a verla nunca. ¿No es así?

—Es muy triste, Eilis. Pero ahora está en el cielo. Es en eso en lo que deberíamos pensar. Y cuidará de ti. Y todos tenemos que rezar por tu madre y por el alma de Rose, y sabes, Eilis, que debemos recordar que los caminos de Dios son inescrutables.

—Ojalá no hubiera venido nunca aquí.

Empezó a llorar de nuevo sin parar de repetir «Ojalá no hubiera venido nunca aquí».

—Tengo el coche aparcado fuera, podemos ir a la parroquia. Sabes que te hará bien hablar con tu madre.

—No he oído su voz desde que me fui —dijo Eilis—. Solo nos hemos escrito. Es horrible que la primera vez que la llame sea en estas circunstancias.

—Lo sé, Eilis, y ella sentirá lo mismo. El padre Quaid ha dicho que iría a buscarla y la llevaría en coche a su vicaría. Supongo que está conmocionada.

—¿Qué voy a decirle?

La voz de su madre era vacilante al principio; parecía estar hablando consigo misma y Eilis tuvo que interrumpirla para decirle que no la oía.

—¿Puedes oírme ahora? —preguntó su madre.

—Sí, mamá. Ahora mucho mejor.

—Es como si estuviera dormida, igual que esta mañana —dijo su madre—. He entrado para despertarla y estaba profundamente dormida, y me he dicho que la dejaría dormir. Pero lo sabía, al bajar las escaleras. No era propio de ella dormir tanto. He mirado el reloj de la cocina y me he dicho que la dejaría diez minutos más y entonces, cuando he subido y la he tocado, estaba fría como el hielo.

—Oh, Dios mío, es terrible.

—He susurrado una plegaria de contrición en su oído. Después he corrido a casa de los vecinos.

El silencio se vio interrumpido por unos débiles ruidos de interferencias.

—Ha muerto por la noche, mientras dormía —continuó finalmente a su madre—. Es lo que ha dicho el doctor Cudigan. Había ido al médico sin decírselo a nadie y se había hecho pruebas sin decírselo a nadie. Eily, Rose sabía que eso podía pasar en cualquier momento debido a su corazón. El doctor Cudigan ha dicho que estaba mal del corazón y no se podía hacer nada. Rose no se lo había dicho a nadie y había seguido haciendo vida normal.

—¿Rose sabía que estaba mal del corazón?

—Eso ha dicho el médico, y ella había decidido seguir jugando al golf como si nada. El doctor me ha contado que le dijo que se lo tomara con calma, pero, aunque lo hubiera hecho, podría haber ocurrido igual. No sé qué pensar, Eily. Puede que fuera muy valiente.

—¿No se lo había dicho a nadie?

—A nadie, Eily, a nadie en absoluto. Y ahora parece tan en paz. He ido a verla antes de salir y por un instante he pensado que seguía con nosotros, está como siempre. Pero se ha ido, Eily. Rose se ha ido y eso es lo último que habría imaginado que pasaría.

—¿Quién hay en casa, ahora?

—Todos los vecinos y tu tío Michael, y todos los Doyle han venido desde Clonegal y también están aquí. Cuando tu padre murió dije que no debía llorar demasiado porque os tenía a ti y a Rose y a los chicos, y cuando los chicos se fueron dije lo mismo, y cuando te fuiste tú tenía a Rose, pero ahora no tengo a nadie en absoluto, Eily, a nadie.

Eilis estaba llorando con tanta fuerza que sabía que no se la entendía mientras intentaba contestar. Al otro lado de la línea, su madre se quedó en silencio unos instantes.

—Mañana le diré adiós por ti —dijo su madre cuando siguió hablando—. Eso he pensado hacer. Le diré adiós de mi parte y después le diré adiós de tu parte. Ahora está en el cielo con tu padre. La enterraremos junto a él. Por las noches solía pensar en lo solo que debía de estar en el cementerio, pero ahora tendrá a Rose. Están en el cielo, los dos.

—Sí, mamá.

—No sé por qué se ha ido tan joven, es lo único que puedo decir.

—Es terrible —replicó Eilis.

—Estaba fría cuando la he tocado esta mañana, fría como el hielo.

—Seguro que ha muerto plácidamente —dijo Eilis.

—Ojalá me lo hubiera contado, me hubiera dicho que algo no iba bien. No quería preocuparme. Eso es lo que han dicho el padre Quaid y los demás. Puede que no hubiera podido hacer mucho, pero habría estado pendiente de ella. No sé qué pensar.

Eilis oyó suspirar a su madre.

—Ahora volveré y rezaré el rosario, y le diré que he estado hablando contigo.

—Me gustaría mucho que lo hicieras.

—Adiós, Eily.

—Adiós, mamá, ¿y les dirás a los chicos que he hablado contigo?

—Lo haré. Llegarán por la mañana.

—Adiós, mamá.

—Adiós, Eily.

Cuando colgó el auricular, Eilis rompió a llorar. Vio una silla en una esquina de la habitación y se sentó, intentando controlarse. El padre Flood y su ama de llaves entraron, le llevaron té e intentaron calmarla, pero Eilis no pudo contener un sollozo histérico.

—Lo siento —dijo.

—No te preocupes en absoluto —replicó el ama de llaves.

Cuando se calmó un poco, el padre Flood la acompañó a casa de la señora Kehoe. Tony ya estaba en la sala principal. Eilis no sabía cuánto tiempo llevaba allí y los miró, a él y a la señora Kehoe, preguntándose de qué habrían hablado mientras la esperaban y si la señora Kehoe habría descubierto por fin que era italiano y no irlandés. La señora Kehoe rebosaba amabilidad y compasión, pero también se notaba, pensó Eilis, que las noticias y las visitas le habían causado excitación y la habían distraído agradablemente del tedio del día. Entraba y salía afanosamente de la habitación, y se dirigió a Tony por su nombre de pila al llevar una bandeja con té y bocadillos para él y para el padre Flood.

—Tu pobre madre, es lo único que puedo decir, tu pobre madre —dijo.

Por una vez, Eilis no se sintió obligada a ser amable con la señora Kehoe. Apartaba la mirada cada vez que hablaba y no le respondía a nada. Al parecer, aquello hacía que la señora Kehoe fuera aún más solícita y a cada momento le ofreciera té o una aspirina y agua, o insistiera en que comiera algo. Eilis deseaba que Tony dejara de aceptar bocadillos y pasteles de la señora Kehoe y de agradecerle su amabilidad. Quería que se fuera y que la señora Kehoe parara de hablar, y que el padre Flood también se fuera, pero se sentía incapaz de enfrentarse a su habitación y la noche que tenía ante sí, de manera que no dijo nada, y la señora Kehoe, Tony y el padre Flood no tardaron en empezar a hablar como si ella no estuviera allí, repasando los cambios que se habían producido en Brooklyn en los últimos años y opinando sobre los cambios que podían producirse en el futuro. De vez en cuando se quedaban en silencio y le preguntaban si necesitaba algo.

—Pobrecilla, está conmocionada —dijo la señora Kehoe.

Eilis dijo que no necesitaba nada y cerró los ojos mientras ellos seguían hablando. La señora Kehoe les preguntaba si debería comprarse un televisor para que le hiciera compañía por la noche. Temía, decía, que no le interesara, y acabar teniendo algo inservible. Tanto Tony como el padre Flood le recomendaron que lo comprara, lo que solo generó más comentarios sobre la garantía que había de que se siguieran emitiendo programas y la oportunidad de correr el riesgo.

—Cuando todo el mundo se lo compre, yo también me lo compraré —dijo.

Finalmente, cuando se quedaron sin temas de conversación, acordaron en que el padre Flood celebraría misa por Rose a las diez de la mañana siguiente y que la señora Kehoe asistiría a ella, al igual que Tony y su madre. También estarían allí los feligreses habituales, dijo el padre Flood. Antes de empezar la misa les haría saber que se celebraba por el descanso del alma de alguien muy especial y antes de la comunión diría unas palabras sobre Rose y pediría a los asistentes que rezaran por ella. Después se ofreció a llevar a Tony a su casa, pero esperó con tacto en la sala principal, con la señora Kehoe, mientras él abrazaba a Eilis en el vestíbulo.

—Lo siento, no puedo hablar —dijo ella.

—He estado pensando en ello —dijo él—, en si uno de mis hermanos hubiera muerto; quizá parezca egoísta, pero intentaba imaginar cómo te sentías.

—Pienso en lo que ha pasado —dijo Eilis— y no puedo soportarlo, entonces lo olvido por un minuto y cuando vuelvo a recordarlo es como si acabaran de decírmelo. No me lo puedo creer.

—Ojalá pudiera quedarme contigo —dijo Tony.

—Te veré mañana por la mañana, y dile a tu madre que no hace falta que venga si es un problema para ella.

—Estará allí. Ahora nada es un problema —dijo él.

Eilis miró el montón de cartas que Rose le había enviado, preguntándose si entre el envío de una y la siguiente había averiguado que estaba enferma. O si ya lo sabía antes de que ella se fuera. Eso cambiaba todo lo que pensaba sobre su estancia en Brooklyn; todo lo que le había ocurrido parecía ahora insignificante. Contempló la letra de Rose, su claridad y su uniformidad, el sumo autodominio y confianza en sí misma que transmitía, y se preguntó si, mientras escribía alguna de aquellas palabras, Rose había levantado la vista al cielo suspirando y después, con auténtica fuerza de voluntad, había reunido ánimos para seguir escribiendo, sin vacilar un solo instante en su decisión de no compartir con nadie lo que sabía, excepto con el médico que se lo había dicho.

Era extraño, pensó Eilis por la mañana, lo profundamente que había dormido y cómo nada más despertarse había sabido que no iría a trabajar, sino a una misa por Rose. Sabía que su hermana todavía estaría en su casa de Friary Street; la llevarían a la catedral avanzada la tarde y la enterrarían a la mañana siguiente, después de la misa. Todo aquello parecía simple y claro y casi inevitable, hasta que ella y la señora Kehoe se dirigieron a la iglesia.

Caminando por la calle de siempre, cruzándose con gente desconocida, fue consciente de que podría haber muerto una de ellas en lugar de Rose, y que aquella podría haber sido una mañana cualquiera de primavera, con un retazo de calor en el aire, en la que iba a trabajar tranquilamente.

La idea de que Rose hubiera muerto mientras dormía parecía inimaginable. ¿Había abierto los ojos un instante? ¿Estaba durmiendo plácidamente y entonces, como si nada, su corazón y su respiración se habían detenido? ¿Cómo podía ocurrir algo así? ¿Había gritado en medio de la noche sin que nadie la oyera o murmurado o susurrado algo siquiera? ¿Había notado algo la noche anterior? ¿Algo, cualquier cosa, que le hubiera dado un indicio de que aquel iba a ser su último día de vida en el mundo?

Imaginó a Rose amortajada con las oscuras ropas de los difuntos, y las velas chisporroteando sobre la mesa. Y después el ataúd cerrándose y los solemnes rostros de todos los presentes, en el pasillo y en la calle, y a sus hermanos vistiendo traje y corbata negros como habían hecho en el funeral de su padre. Estuvo toda la mañana, en misa y en casa del padre Flood, revisando cada momento de la muerte de Rose y su entierro.

Los demás se sorprendieron, y casi se alarmaron, cuando dijo que aquella tarde quería ir a trabajar. Vio que la señora Kehoe le susurraba algo al padre Flood. Tony le preguntó si estaba segura y, cuando ella insistió, dijo que la acompañaría a Bartocci’s y que la vería más tarde en casa de la señora Kehoe. Esta los había invitado a cenar, a él y al padre Flood, con las demás compañeras de casa, después a rezar el rosario por el alma de Rose.

Al día siguiente también fue a trabajar y estaba decidida a ir a clase por la tarde. Como no podían ir al cine ni a bailar, Tony y ella fueron a una cafetería cercana, y él dijo que no pasaba nada si no tenía muchas ganas de hablar o lloraba.

—Ojalá esto no hubiera ocurrido —dijo—. No dejo de desear que no hubiera ocurrido.

—Yo también —replicó Eilis—. Que al menos se lo hubiera contado a alguien. O que no hubiera pasado nada y ella estuviera bien, en casa. Ojalá tuviera una foto suya para enseñarte lo bonita que era.

—Tú eres bonita —dijo Tony.

—Ella era la más bonita, todo el mundo lo decía, y no puedo acostumbrarme a la idea de no saber dónde está ahora. Tengo que dejar de pensar en su muerte y su ataúd y todo eso, y empezar a rezar, pero me cuesta.

—Yo te ayudaré, si quieres —dijo Tony.

A pesar de que el tiempo era cada vez más agradable, Eilis sentía que en su mundo ya no había color. Tenía cuidado en la tienda y se sentía orgullosa de no haberse derrumbado ni una sola vez ni haber tenido que ir repentinamente al lavabo a llorar. La señorita Fortini le había dicho que no se preocupara si algún día necesitaba irse antes a casa, o si quería quedar con ella fuera del trabajo para hablar de lo que había ocurrido. Tony pasaba a recogerla cada noche después de clase y a ella le gustaba que la dejara permanecer en silencio si así lo deseaba. Se limitaba a cogerla de la mano o pasarle el brazo por los hombros y la acompañaba a casa, donde sus compañeras le habían dicho con claridad, una a una, que si necesitaba algo, lo que fuese, solo tenía que llamar a su puerta o ir a la cocina, y ellas harían todo lo que estuviera en sus manos por ayudarla.

Una noche, cuando subió a la cocina para prepararse un té, vio que en la mesilla había una carta para ella que no había visto antes. Era de Irlanda, y reconoció la letra de Jack. En lugar de abrirla inmediatamente se la llevó abajo después de hacerse el té para poder leerla sin que la molestaran.

Querida Eilis:

Mamá me ha pedido que te escriba porque ella no se siente capaz. Escribo estas líneas en la mesa que hay junto a la ventana, en la sala de delante. La casa se ha llenado de gente, pero ahora no se oye un solo ruido. Todos se han ido a sus casas. Hoy hemos enterrado a Rose y mamá me ha pedido que te diga que ha sido un día bonito, sin lluvia. El padre Quaid ha oficiado el funeral. Nosotros vinimos desde Dublín en tren y llegamos ayer por la mañana después de una mala noche en el barco de correos. Todavía estaban velando a Rose cuando llegamos a casa. Estaba bonita, su cabello, y todo. Todo el mundo dijo que su semblante era apacible, como si estuviera dormida, y puede que fuera verdad antes de que llegáramos nosotros, pero cuando la vi parecía diferente, no era ella en absoluto, no tenía mal aspecto ni nada parecido, pero cuando me arrodillé y la toqué, por un momento creí que no era ella. Quizá no debería decirlo, pero he creído que era mejor contártelo todo. Mamá me ha pedido que te explique lo que ha pasado, que te hable de la gente que ha venido, y que el club de golf y las oficinas de Davis han cerrado por la mañana. No ha sido como con papá, cuando él murió, durante unos segundos, tenías la sensación de que estaba vivo. Rose parecía de piedra cuando la vi, pálida como en un cuadro. Pero estaba bonita y tranquila. No sé qué me ha pasado, pero no me he hecho a la idea de que era ella hasta que hemos tenido que llevar el ataúd, los chicos y yo, y Jem y Bill y Fonsey Doyle de Clonegal. Lo peor de todo es que no podía creer que lo estuviéramos haciendo, encerrarla allí dentro y enterrarla. Tengo que rezar por ella cuando me recupere, no he podido seguir las plegarias. Mamá me ha pedido que te diga que le ha dado un adiós especial de tu parte, pero no he podido quedarme en la habitación mientras le hablaba y casi no he podido cargar el ataúd de tanto que lloraba. Y en el cementerio no he podido mirar. Me he tapado los ojos casi todo el rato. Quizá no debiera decirte todo esto. La cuestión es que tenemos que volver al trabajo y no creo que mamá lo sepa todavía. Ella cree que alguno de nosotros podrá quedarse, pero no podemos, ya sabes. Trabajar fuera no funciona así. No sé cómo es al otro lado del Atlántico, pero nosotros tenemos que volver y mamá se quedará sola. Todos los vecinos irán a verla y los demás también, pero creo que todavía no es consciente de eso. Sé que le encantaría verte, no para de decir que es lo único que espera, pero nosotros no sabemos qué decirle. No me ha pedido que te lo mencione, pero imagino que recibirás noticias suyas cuando se vea capaz de escribir. Creo que quiere que vengas a casa. Nunca ha dormido sola en casa y no deja de decir que no será capaz de hacerlo. Pero nosotros tenemos que volver. Me ha preguntado si he oído de algún trabajo en la ciudad y le he dicho que preguntaré, pero la cuestión es que tengo que irme, y Pat y Martin también. Siento divagar de esta manera. La noticia debe de haber sido un shock terrible también para ti. Para nosotros lo fue. Tardamos todo el día en encontrar a Martin porque estaba trabajando fuera. Es duro imaginarse a Rose en el cementerio, es lo único que puedo decir. Mamá querrá que te diga que todos se han portado muy bien, y lo han hecho, y no querrá que te diga que se pasa el día llorando, pero así es, o casi todo el día. Voy a dejar de escribir y a meter la carta en un sobre. No voy a repasarla porque lo he hecho varias veces y al releerla la he roto y he tenido que volver a empezar. Cerraré el sobre y lo llevaré a correos por la mañana. Creo que Martin está diciéndole ahora mismo que mañana tenemos que irnos. Espero que la carta no sea muy terrible pero, como he dicho, no sabía qué poner. Mamá se alegrará de que la envíe, y ahora iré a decirle que ya la he escrito. Tienes que rezar por ella. Te dejo.

Tu hermano que te quiere,

JACK

Eilis leyó la carta varias veces y entonces se dio cuenta de que no podía quedarse sola; podía oír la voz de Jack al leer sus palabras, lo imaginaba en la habitación con ella, como si hubiera llegado de un partido de hurling y su equipo hubiese perdido y le diera las noticias sin aliento. Si hubiera estado en casa habría podido hablar un rato con él, escucharlo, sentarse con su madre y Martin y Pat, pensar en lo que había ocurrido. No podía imaginarse a Rose yaciendo muerta; pensaba en ella como si estuviera dormida y la hubieran arreglado mientras dormía, pero ahora tenía que imaginarla inerte, sin un aliento de vida y encerrada en un ataúd, todo cambiado y cambiando y perdido. Casi deseó que Jack no le hubiera escrito, pero sabía que alguien tenía que hacerlo y él era el que mejor lo hacía.

Se paseó por la habitación preguntándose qué debía hacer. Durante un instante pensó en coger el metro hasta el puerto, buscar el primer barco que cruzara el Atlántico y, simplemente, pagar el billete, esperar y embarcar. Pero enseguida se dio cuenta de que no podía hacerlo, que era posible que no hubiera plazas disponibles y que tenía el dinero en el banco. Pensó en subir al piso de arriba; por su mente desfilaron sus compañeras de piso, pero ninguna de ellas podía ayudarla en aquellos momentos. La única persona que podía hacerlo era Tony. Miró el reloj; eran las diez y media. Si iba rápido con el metro, estaría en su casa en menos de una hora, quizá un poco más si los trenes nocturnos no pasaban con tanta frecuencia. Cogió su abrigo y salió rápidamente al pasillo. Abrió y cerró la puerta del sótano y subió los escalones procurando no hacer ruido.

La madre de Tony abrió la puerta principal en bata y la acompañó arriba, hasta la puerta del apartamento. Era evidente que la familia se había acostado, y Eilis sabía que ahora ya no parecía tan angustiada como para justificar su intrusión a aquellas horas. Vio a través de la puerta que la cama de los padres de Tony estaba desplegada, y estuvo a punto de decirle a la madre de Tony que no pasaba nada, que sentía haberlos molestado y que se iba a casa. Pero eso no habría tenido sentido. Tony, dijo la madre, se estaba vistiendo y saldría con ella; él gritó desde el dormitorio que podían ir a la cafetería de la esquina.

De repente, apareció Frank en pijama. Se había acercado con tanto sigilo que Eilis no lo había visto hasta tenerlo casi enfrente. Su curiosidad y su cautela parecían inmensas, casi cómicas, como las del personaje de una película que acaba de presenciar un robo o un asesinato en una calle oscura. Entonces la miró abiertamente y le sonrió, y ella no tuvo más remedio que devolverle la sonrisa, justo cuando entraba Tony; Frank tuvo que volver a su habitación, después de que su hermano le dijeran que se ocupara de sus asuntos y dejara tranquila a Eilis.

Por su aspecto, Eilis supo que lo había despertado. Tony se cercioró de que llevaba las llaves en el bolsillo y después entró silenciosamente en la cocina, donde ella no podía verle, y le susurró algo a su madre o su padre; entonces volvió a salir, la expresión de su rostro grave, responsable y preocupada.

En la calle, de camino a la cafetería, Tony la abrazó estrechamente. Iban despacio y sin hablar. Durante un instante, al bajar las escaleras del edificio, Eilis tuvo la sensación de que estaba enfadado con ella por presentarse tan tarde, pero ahora comprendía que no era así. Su forma de ceñirse a ella cuando caminaban expresaba cuánto la amaba. En ese momento lo hacía incluso con más intensidad de lo habitual. También sabía que para él era importante que, al necesitar ayuda, se sintiera más segura acudiendo a él que al padre Flood o a la señora Kehoe, que él fuera el primero. De todo cuanto había hecho hasta entonces, pensó, aquella era la forma más directa y clara de demostrarle que se quedaría junto a él.

En la cafetería, después de pedir lo que deseaban tomar, Tony leyó la carta de Jack despacio, casi demasiado despacio, pensó ella, musitando algunas de las palabras. Se dio cuenta de que no debería habérsela enseñado ni haber ido a su casa de aquella forma. A Tony le resultaría difícil leer las partes referentes a que su madre quería verla, que no podía estar sola, sin tener la sensación de que ella tal vez se iría y aquella era su forma de anunciárselo. Mientras lo veía leer, con su rostro pálido, su expresión mortalmente seria, como si estuviera intensamente concentrado, supuso que estaba releyendo los párrafos de la carta que parecían indicar que su madre la necesitaba en Enniscorthy. Ahora lamentaba no haber sabido contenerse antes, no haberlo previsto. Y se sintió estúpida porque sabía que nada de lo que dijera podría convencer a Tony de que no iba a volver a Irlanda.

Cuando él le devolvió la carta, tenía lágrimas en los ojos.

—Tu hermano debe de ser muy buen hombre —dijo—. Me habría gustado… —Vaciló unos instantes, y después alargó el brazo por encima de la mesa y cogió a Eilis de la mano—. No quiero decir que me habría gustado, pero habría sido bueno que hubiéramos podido ir al funeral, que yo hubiera estado allí contigo.

—Lo sé —dijo Eilis.

—Tu madre te escribirá pronto —dijo él— y cuando recibas la carta, debes venir a casa incluso antes de abrirla.

Eilis no sabía si su intención era sugerir que no debía estar sola al abrir la carta y que él estaría allí para reconfortarla; o si, de hecho, lo que pensaba realmente era que, puesto que no podía leerle la mente ni saber exactamente qué intenciones tenía, le gustaría ver lo que su madre decía respecto a que ella se fuera o se quedara.

Había sido todo un error, pensó otra vez, mientras empezaba a disculparse por haberlo molestado. Al darse cuenta de lo frío que sonaba y de la distancia que parecía poner entre ellos, le dijo lo agradecida que se sentía de que estuviera con ella cuando lo necesitaba. Él asintió, pero Eilis sabía que la carta le había afectado, o quizá le había dolido tanto como a ella, o tal vez una desconcertante mezcla de ambas cosas.

Tony insistió en llevarla a casa incluso cuando ella objetó que podía perder el último tren de vuelta. Una vez más, caminaron sin hablar, pero al dirigirse a casa de la señora Kehoe desde la estación por las oscuras y frías calles vacías, Eilis sintió que la abrazaba alguien herido; que la carta, de alguna forma, por su tono, le había hecho ver con nitidez lo que realmente había ocurrido, le había dejado claro que ella pertenecía a otro lugar, un lugar que él jamás conocería. Creyó que estaba a punto de llorar y casi tuvo una sensación de culpabilidad por haberle cargado con parte de su dolor; después se sintió cerca de él por su disposición a tomarlo y soportarlo, en toda su crudeza, en toda su dolorosa confusión. Se sentía casi más apesadumbrada ahora que cuando se había aventurado a buscarlo.

Cuando llegaron a la casa, Tony la abrazó pero no la besó. Eilis se apretó a él todo lo que pudo, hasta que sintió su calor y ambos empezaron a sollozar. Quiso decirle, de forma que él pudiera creerla, que no se iría, pero entonces pensó que Tony quizá creía que debía ir, que la carta le había hecho ver cuál era su deber, que ahora lloraba por todo, por Rose que había muerto, por su madre que estaba sola, por Eilis que tendría que irse, y por él mismo, al que abandonaría. Deseó decirle algo con claridad, deseó incluso saber qué estaba pensando Tony o por qué ahora lloraba con más fuerza que ella.

Eilis sabía que no podía bajar los escalones del sótano, encender la luz de su habitación y quedarse sola allí. Y sabía también que él no podía darle la espalda y marcharse. Mientras sacaba la llave del bolsillo de su abrigo, señaló la ventana de la señora Kehoe y se llevó un dedo a los labios. Bajaron de puntillas los escalones del sótano. Eilis abrió la puerta, encendió la luz de la entrada y cerró sin hacer ruido; después abrió la puerta de su habitación e hizo pasar a Tony antes de apagar la luz de fuera.

La habitación estaba caldeada y se quitaron los abrigos. Tony tenía el rostro hinchado y enrojecido por el llanto. Cuando intentó sonreír, ella se acercó y lo abrazó.

—¿Es aquí donde vives? —susurró él.

—Sí. Y si haces un solo ruido, me echarán —replicó Eilis.

Tony la besó suavemente y respondió con la lengua solo cuando Eilis entreabrió los labios. Su cuerpo era cálido, y al apretarlo contra ella le pareció extrañamente vulnerable. Deslizó las manos por su espalda y bajo la camisa, hasta tocar su piel. Fueron hacia la cama sin hablar. Tras tumbarse uno junto al otro, Tony le levantó la falda y se desabrochó los pantalones para que sintiera su pene contra ella. Eilis sabía que estaba esperando una señal suya, que no haría nada más mientras se besaban. Abrió los ojos y vio que él los tenía cerrados. En silencio, se apartó y se quitó las bragas, y cuando volvió a tenderse junto a él, Tony se había bajado los pantalones y también la ropa interior para que pudiera tocarle. Tony intentó acariciarle los pechos pero no pudo desabrochar fácilmente el sujetador; deslizó una mano bajo su espalda y se concentró en besarla con pasión.

Cuando Tony se colocó sobre ella y la penetró, Eilis empezó a sentir pánico e intentó ahogar un grito. No era solo el dolor y la conmoción, sino también la sensación de que no podía controlarlo, de que su pene estaba penetrando en su interior más de lo que ella quería. Con cada impulso parecía adentrarse aún más en ella, hasta que tuvo la seguridad de que iba a dañar algo en su interior. Sentía alivio cuando retrocedía, pero cuando empujaba de nuevo en su interior le dolía aún más. Se tensó todo lo que pudo para detenerle y deseó poder gritar o indicarle que no debía empujar tan fuerte, que iba a romperle algo.

No poder gritar hizo que aumentara su pánico; centró su energía en tensar el cuerpo con toda la fuerza posible. Él jadeaba, emitía unos sonidos que no imaginaba que nadie pudiera emitir, una especie de gemido ahogado que no cesaba. Cuando se detuvo, Eilis se tensó aún más, deseando que sacara su pene, pero en lugar de hacerlo se quedó sobre ella, jadeando. Tuvo la sensación de que él no era consciente de nada salvo de su propia respiración, que en aquellos minutos, mientras yacía apaciblemente sobre ella, no sabía o no le preocupaba que ella existiera. No tenía ni idea de cómo iban a mirarse el uno al otro ahora. No se movió, esperando que él hiciera algo.

Lo que Tony hizo tras apartarse de ella la sorprendió. Se levantó sin decir nada, la miró, sonrió, se quitó los zapatos y los calcetines y después los pantalones y los calzoncillos. Se arrodilló sobre la cama y la desvistió lentamente, y cuando Eilis estuvo desnuda, cubriéndose el pecho con las manos, se quitó la camisa y también se quedó desnudo. Después se acercó suavemente, casi con timidez, levantó la colcha de la cama y ambos se deslizaron entre las sábanas y permanecieron tumbados en silencio durante un rato. Cuando le tocó unos instantes después, con el pene de nuevo erecto, Eilis se dio cuenta de lo suave y apuesto que era Tony, de que parecía mucho más fuerte desnudo que cuando estaba con ella en la calle o en el salón de baile, donde, comparado con los hombres que eran más altos y corpulentos, a menudo parecía casi frágil. Al comprender que Tony quería volver a penetrarla, le susurró que la primera vez había empujado demasiado fuerte.

—Creía que llegarías hasta el cuello. —Rió por lo bajo.

—Ojalá pudiera —replicó él.

Eilis le pellizcó con fuerza.

—No, tú no deseas hacerlo.

—Eh, eso duele —susurró él, besándola y deslizándose despacio sobre ella.

Esta vez el dolor fue aún más intenso que antes, como si estuviera golpeando algo lastimado o cortado dentro de ella.

—¿Así mejor? —preguntó él.

Eilis se tensó todo lo que pudo.

—Eh, esto está bien —dijo Tony—. ¿Puedes volver a hacerlo?

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