Brooklyn

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TERCERA PARTE

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De nuevo, mientras empujaba, pareció olvidarse de que ella estaba con él. Parecía haber olvidado el mundo. Y aquella sensación que iba más a allá de ella hizo que lo deseara más que nunca, que sintiera que aquello, y su recuerdo más tarde, sería suficiente para ella, que la había cambiado más de lo que nunca habría imaginado.

Al día siguiente Tony la estaba esperando al salir del trabajo y fueron de Fulton Street a la estación sin hablar. Una vez allí, quedaron en encontrarse de nuevo a la puerta de la escuela después de clase. Cuando se separaron, él parecía serio, casi enfadado con ella. Más tarde, la acompañó a casa y Eilis se volvió antes de bajar los escalones del sótano y vio que Tony seguía allí. Él esbozó una sonrisa que le recordó tanto la forma de sonreír de su hermano Frank, tan llena de picardía e inocencia, que Eilis rió y lo señaló con un gesto de fingida acusación.

En la cocina, mientras esperaba que la tetera hirviera, quedó patente que la señora Kehoe, que estaba sola a la mesa, no le hablaba. Eilis se sentía tan liviana que estuvo a punto de preguntarle a su casera qué problema había, en cambio se dirigió a la cocina como si no hubiera notado nada extraño.

Entonces se le ocurrió que la señora Kehoe, que generalmente, creía Eilis, oía hasta el menor ruido y no se perdía nada, había oído a Tony entrando o saliendo del sótano, o peor aún, durante la noche. De todas las infamias que podían cometer las huéspedes, aquella jamás había sido considerada siquiera como una posibilidad para las propias huéspedes o para la señora Kehoe. Pertenecía al mundo de lo inconcebible. Aunque Patty y Diana solían hablar abiertamente de sus novios, la idea de que una de ellas pasara la noche entera en su compañía o le dejara entrar en su dormitorio ni siquiera se planteaba. Envuelta en el frío silencio que había creado la señora Kehoe, Eilis decidió negar con toda rotundidad y descaro que Tony se hubiera acercado a su habitación y declarar que semejante idea la escandalizaba tanto como a su casera.

Se preparó huevos escalfados y tostadas y se sintió aliviada cuando Patty y Diana entraron con la noticia de que la primera había visto un abrigo que se compraría si todavía estaba el viernes, cuando cobrara. La señora Kehoe se levantó sin decir palabra y salió de la cocina dando un portazo.

—¿Qué le pasa? —preguntó Patty.

—Creo que lo sé —dijo Diana, mirando a Eilis—, pero pongo a Dios por testigo de que no he oído nada.

—¿Oír qué? —preguntó Patty.

—Nada —replicó Diana—. Pero sonaba muy bien.

Eilis durmió profundamente y por la mañana se despertó exhausta y dolorida. Era como si la muerte de Rose hubiera ocurrido largo tiempo atrás y su noche con Tony permaneciera en ella como algo poderoso, aún presente. Se preguntó cómo podría saber si estaba embarazada, cuánto tardarían en aparecer las primeras señales. Se tocó el estómago preguntándose si en aquel preciso instante se estaría produciendo algo, una pequeña conexión similar a un pequeño nudo, o más pequeño aún, más pequeño que una gota de agua pero con todo lo necesario para crecer. Se preguntó si podía hacer algo para detenerlo, si había algo con lo que pudiera lavarse, pero en cuanto pensó en ello supo que la mera idea estaba mal y que tendría que confesarse y hacer que Tony se confesara también.

Esperaba que no le sonriera como había hecho la noche anterior y que fuera consciente del aprieto en el que se encontraría si estuviera embarazada. Y aunque no lo estuviera esperaba que entendiera, como ella ahora, que lo que habían hecho estaba mal, y aún más mal porque había ocurrido cuando casi acababan de enterrar a Rose. Aunque fuera a confesarse, pensó Eilis, y le contara al sacerdote lo que habían hecho, jamás sería capaz de decir a nadie que solo media hora antes ambos habían estado llorando. Habría parecido demasiado extraño.

En cuanto vio a Tony aquella noche le dijo que tenían que ir a confesarse los dos al día siguiente, que era viernes, y que suponía que él lo entendía.

—No puedo confesarme con el padre Flood —dijo— o con alguien que pueda reconocerme. Ya sé que no debería importarme, pero no podría.

Tony propuso que fueran a la iglesia de su barrio, donde la mayoría de los sacerdotes eran italianos.

—Algunos no entienden palabra de lo que dices si hablas en inglés —dijo.

—Entonces no es una verdadera confesión.

—Pero creo que conocen las palabras clave.

—No bromees. Tú también vas a confesarte.

—Ya lo sé —dijo él—. ¿Me prometes algo? —Tony se acercó a ella—. ¿Prometes ser amable conmigo después de confesarte? Me refiero a cogerme de la mano, hablarme y sonreírme.

—¿Y tú me prometes que te confesarás realmente?

—Sí, te lo prometo —dijo él—, y mi madre quiere que vengas a comer el domingo. Está preocupada por ti.

Al día siguiente se encontraron frente a la iglesia de Tony. Él insistió en que fueran a sacerdotes diferentes; el de ella, dijo, un sacerdote llamado Anthony con un largo apellido italiano, era joven y agradable y hablaba inglés. Él iría a uno de los sacerdotes italianos de más edad.

—Asegúrate de que entiende lo que le dices —susurró Eilis.

Cuando Eilis le dijo al sacerdote que había tenido relaciones sexuales con su novio dos veces, tres noches atrás, este se quedó en silencio largo rato.

—¿Ha sido la primera vez? —preguntó, cuando finalmente habló.

—Sí, padre.

—¿Os amáis?

—Sí, padre.

—¿Qué harás si estás embarazada?

—Él querrá casarse conmigo, padre.

—¿Tú quieres casarte con él?

Eilis no pudo responder. Tras unos instantes el sacerdote volvió a preguntárselo, en tono comprensivo.

—Me gustaría casarme con él —dijo ella, vacilante—, pero todavía no estoy preparada.

—Pero has dicho que lo amas.

—Es un buen hombre.

—¿Es eso suficiente?

—Le amo.

—¿Pero no estás segura?

Eilis suspiró y no dijo nada.

—¿Sientes lo que has hecho?

—Sí, padre.

—Como penitencia quiero que reces solo un avemaría, pero que lo hagas despacio y medites las palabras, y tienes que prometerme que volverás dentro de un mes. Si estás embarazada, tendremos que volver a hablar, y te ayudaremos en todo lo que podamos.

Cuando volvió a casa de la señora Kehoe descubrió que había un candado en la entrada del sótano y que tenía que entrar por la puerta principal. La señora Kehoe estaba en la cocina con la señorita McAdam, que había decidido no ir al baile.

—A partir de ahora dejaré la entrada del sótano cerrada con candado —dijo la señora Kehoe, como si estuviera hablando solo con la señorita McAdam—. Nunca se sabe quién puede bajar.

—Muy inteligente por su parte —dijo la señorita McAdam.

Mientras Eilis se preparaba la cena, la señora Kehoe y la señorita McAdam la trataron como si fuera un fantasma.

La madre de Eilis le escribió y le comentó lo sola que estaba, lo largos que se le hacían los días y lo duras que eran las noches. Le contó que los vecinos iban a verla constantemente y que la gente la llamaba después del té, pero que ya no sabía de qué hablar con ellos. Eilis le escribió varias veces; le hablaba de las novedades de la temporada veraniega de Bartocci’s y de los establecimientos de Fulton Street, le decía que se estaba preparando para los exámenes, que eran en mayo, y que estaba estudiando mucho porque si aprobaba obtendría el título de contable.

No mencionó a Tony en ninguna de sus cartas y se preguntó si a aquellas alturas, al arreglar la habitación de Rose o recibir sus cosas de la oficina su madre habría encontrado y leído las que había enviado a su hermana. Quedaba con Tony todos los días, a veces simplemente para que la recogiera a la entrada de la escuela y la acompañara en tranvía a casa de la señora Kehoe. Desde la noche que él se había quedado en su habitación, todo había cambiado entre ellos. Tenía la impresión de que Tony se sentía más relajado, más inclinado a permanecer en silencio, ya no intentaba impresionarla tanto ni hacía bromas. Cada vez que lo veía cuando iba a recogerla, sentía que estaban más cerca. Y cada vez que se besaban o se rozaban mientras caminaban por la calle, recordaba la noche en que habían estado juntos.

Cuando supo que no estaba embarazada, pensó en aquella noche con placer, sobre todo después de volver a confesarse con el sacerdote, que de alguna forma le dio a entender que lo que había ocurrido entre ella y Tony no era difícil de comprender, a pesar de que estuviera mal, y que quizá era una señal de Dios de que debían considerar la posibilidad de casarse y formar una familia. Le pareció tan fácil hablar con él la segunda vez que se sintió tentada de contarle toda la historia y preguntarle qué debía hacer con respecto a su madre, cuyas cartas eran cada vez más tristes, a veces la letra vagaba extrañamente por el papel, casi ilegible. Pero salió del confesionario sin contar nada más.

Un domingo, al salir de misa con Sheila Heffernan observó que el padre Flood, que solía saludar a sus feligreses a la entrada de la iglesia tras la ceremonia, evitaba su mirada, se alejaba hacia la sombra cuando ellas iban hacia él y después se apresuraba a entablar conversación con un grupo de mujeres, intensamente concentrado. Ella esperó detrás de él, pero el sacerdote, al verla, le dio la espalda y se alejó enseguida de ella. Al instante pensó que la señora Kehoe había hablado con él y que debería ir a verle lo más pronto posible, antes de que hiciera algo impensable como escribir a su madre acerca de ella. Pero no tenía ni idea de qué iba a decirle.

Por eso, después comer con Tony y su familia, quedó con él en que se verían más tarde, ya que tenía que estudiar. No dejó que la acompañara en metro, y fue directamente de la estación a casa del padre Flood.

Mientras esperaba en la sala delantera se dio cuenta de que no podía aludir así como así a la señora Kehoe, que tendría que esperar a que lo hiciera él. Si él no sacaba el tema a colación, pensó, podía hablar de su madre y quizá incluso comentar la posibilidad de trasladarse a las oficinas de Bartocci’s, si quedaba una plaza libre cuando hubiera aprobado los exámenes de contabilidad. Al oír pasos acercándose por el pasillo, supo que podía elegir. Podía mostrarse humilde y dar a entender que se disculpaba con sumisión aun sin admitirlo todo, o podía transformarse en Rose, ponerse en pie como probablemente lo habría hecho ella y hablar al padre Flood como si fuera absolutamente incapaz de cometer un pecado.

El padre Flood parecía incómodo cuando entró en la sala y tardó unos segundos en mirarla a los ojos.

—Espero no molestarle, padre —dijo Eilis.

—Oh, no, no, en absoluto. Solo estaba leyendo el periódico.

Eilis sabía que era importante empezar a hablar antes que él.

—No sé si ha tenido noticias de mi madre, pero he recibido algunas cartas suyas y no parece que esté bien.

—Lo siento —dijo el padre Flood—. Ya sabes que pensaba que iba a ser duro para ella.

Fuera cual fuese su forma de mirarla, logró transmitirle que sus palabras sugerían mucho más de lo que le decía, que debía de ser duro para su madre no solo perder a Rose sino también tener una hija que llevaba a un hombre a su habitación por la noche.

Eilis sostuvo su mirada y permaneció en silencio el rato suficiente para que el padre Flood supiera que comprendía las implicaciones de sus palabras pero que no tenía intención de otorgarles mayor consideración.

—Como sabe, espero aprobar los exámenes el próximo mes, y eso significará que tendré el título de contabilidad. He ahorrado algo de dinero y he pensado que podría ir a casa a ver a mi madre durante el tiempo que Bartocci’s pueda guardarme el puesto sin paga. Y también, al igual que muchas de mis compañeras de pensión, he tenido problemas con la señora Kehoe, y cuando vuelva de Irlanda puede que me plantee cambiar de alojamiento.

—La señora Kehoe es muy amable —dijo el padre Flood—. Ahora no hay muchas casas irlandesas como esa. En los viejos tiempos había más.

Eilis no contestó.

—¿Así que quieres que hable con Bartocci? —preguntó él—. ¿Durante cuánto tiempo querrías irte?

—Un mes —replicó Eilis.

—¿Y después volverías y seguirías trabajando en la planta de ventas hasta que quedara un puesto libre en las oficinas?

—Sí.

El padre Flood asintió y pareció estar pensando en algo.

—¿Quieres que también hable con la señora Kehoe? —preguntó.

—Creía que ya lo había hecho.

—No desde que murió Rose —contestó él—. No creo haberla visto desde entonces.

Eilis escrutó su rostro, pero no supo decir si aquello era verdad o no.

—¿No quieres hacer las paces con ella? —preguntó el padre Flood.

—¿Cómo podría hacerlo?

—Ella te aprecia mucho.

Eilis no dijo nada.

—Te diré lo que haré —dijo el padre Flood—. Lo arreglaré con Bartocci si tú haces las paces con la señora Kehoe.

—¿Y cómo podría hacerlo? —repitió Eilis.

—Sé amable con ella.

Antes de ver al padre Flood no se le había ocurrido que podía pasar una temporada corta en casa. Pero una vez dicho sin que sonara ridículo y recibida la aprobación del padre Flood, se convirtió en un plan, algo que estaba decidida a hacer. Al día siguiente, a la hora de comer, fue a una agencia de viajes y averiguó los precios de los barcos que cruzaban el Atlántico. Esperaría a que salieran las notas de los exámenes, pero en cuanto las supiera, se iría a casa un mes; necesitaría cinco o seis días tanto para ir como para volver, así que dispondría de dos semanas y media para estar con su madre.

Aunque a finales de semana escribió a su madre, no mencionó que tenía planeado ir a casa. Cuando un día vio al padre Flood entrar en la tienda, supo que iba por ella, porque le guiñó el ojo al pasar, y esperó tener noticias suyas pronto.

El viernes, después de que Tony la acompañara a casa al salir del baile, encontró una carta del padre Flood que habían llevado en mano. Al poco rato la señora Kehoe entró en la cocina y dijo que iba a preparar té y que esperaba que Eilis se uniera a ella. Eilis sonrió cálidamente a la señora Kehoe y le dijo que estaría encantada, después fue a su habitación y abrió la carta. Los Bartocci, decía el padre Flood, podían concederle un mes sin paga, la fecha la tendría que acordar con la señorita Fortini, y, si aprobaba los exámenes, esperaban poder ofrecerle un puesto en la oficina en un plazo de seis meses. Eilis dejó la carta sobre la cama y subió a la cocina, donde se encontró el té casi servido.

—¿Te sentirás segura si quito el candado de la entrada del sótano? —le preguntó la señora Kehoe—. No sabía qué hacer, así que he preguntado al amable sargento Mulhall, cuya esposa juega al póquer conmigo, y él me ha dicho que hará que sus agentes vigilen de cerca la entrada e informen de cualquier actividad improcedente.

—Oh, es una gran idea, señora Kehoe —dijo Eilis—. Debería darle las gracias en nombre de todas nosotras la próxima vez que le vea.

Eilis esperaba que el examen de derecho fuera tan fácil como la última vez. Y estaba contenta con el trabajo que había hecho en las demás asignaturas. Sin embargo, como parte del examen final cada estudiante recibiría los pormenores del ejercicio anual de una compañía: alquiler, calefacción y electricidad, salarios, la posible devaluación de la maquinaria y otros bienes, deuda, inversión de capital e impuestos. Por otro lado estarían las ventas, el dinero ingresado por otras fuentes, ya fueran de ventas al por mayor o al por menor. Y tendrían que introducir todos los asientos contables en el libro mayor, en la columna correcta, y hacerlo con cuidado para que en la reunión general anual, cuando la junta y los accionistas de la compañía quisieran ver claramente qué beneficios y pérdidas habían tenido, pudieran hacerlo a partir del libro mayor. Los que suspendieran aquella parte del examen, les dijeron, no pasarían aunque hubieran hecho bien lo demás. Tendrían que repetir el examen completo.

Una noche, a escasos días de los exámenes, cuando Tony la acompañaba a casa, Eilis le contó que tenía planeado irse a casa un mes cuando le hubieran dado las notas. Finalmente, había escrito a su madre para darle la noticia. Tony no dijo nada, pero cuando llegaron a casa de la señora Kehoe le pidió que diera una vuelta a la manzana con él. Su rostro estaba pálido y parecía serio, y no la miró directamente al hablar.

Cuando se alejaron de la casa de la señora Kehoe se sentó en un portal vacío, mientras Eilis se quedaba en pie, apoyada en la barandilla. Eilis sabía que a Tony le disgustaría que se fuera de aquella manera, pero iba a explicarle que él tenía familia en Brooklyn y que no sabía lo que era estar lejos de casa. Se había preparado para decirle que él también se iría a casa una temporada en circunstancias similares.

—Cásate conmigo antes de irte —dijo él, casi sin voz.

—¿Qué has dicho? —Eilis fue hacia el portal y se sentó junto a él.

—Si te vas, no volverás.

—Solo me voy un mes, ya te lo he dicho.

—Cásate conmigo antes de irte.

—No confías en que vuelva.

—He leído la carta que te escribió tu hermano. Sé lo difícil que sería para ti ir a casa y después tener que volver. Sé que sería difícil para mí. Sé lo buena persona que eres. Viviría con el temor de recibir una carta tuya contándome que tu madre no puede quedarse sola.

—Te prometo que volveré.

Cada vez que Tony decía «cásate conmigo» miraba por encima de ella, murmurando las palabras como si estuviera hablando consigo mismo. Después se volvió y la miró directamente.

—No estoy hablando de una iglesia, ni de vivir juntos como marido y mujer, ni tampoco tenemos que decírselo a nadie. Puede ser algo solo entre tú y yo, y después podemos casarnos en una iglesia en el momento que decidamos, cuando hayas vuelto.

—¿Te puedes casar así? —preguntó Eilis.

—Pues claro. Solo tienes que notificarlo, y haré una lista de lo que tenemos que hacer.

—¿Por qué quieres que lo haga?

—Será solo algo entre nosotros dos.

—Pero ¿por qué quieres hacerlo?

Al hablar, los ojos de Tony se llenaron de lágrimas.

—Porque si no lo hacemos, me volveré loco.

—¿Y no se lo diremos a nadie?

—A nadie. Nos tomaremos medio día libre, ya está.

—¿Y llevaré anillo?

—Puedes hacerlo si quieres, pero si no, no pasa nada. Todo esto podría ser algo privado y solo entre nosotros dos, si quisieras.

—¿Una promesa no sería lo mismo?

—Si puedes prometerlo, también puedes hacer esto fácilmente.

Tony fijó una fecha justo después de los exámenes y empezaron a hacer los preparativos y a rellenar los formularios que se necesitaban. El domingo anterior al día señalado, Eilis fue a comer con la familia de Tony, como de costumbre. Al sentarse, tuvo la impresión de que el chico se lo había dicho a su madre o que esta imaginaba algo. Había mantel nuevo en la mesa y la forma de vestir de la madre sugería que se trataba de un acontecimiento importante. Después, cuando apareció el padre de Tony con sus tres hermanos, vio que todos vestían chaqueta y corbata, algo que no solía hacer. Una vez sentados a la mesa, observó que Frank estaba extrañamente silencioso al principio y que después, cada vez que intentaba hablar, sus hermanos le interrumpían.

Al final Eilis insistió en que quería oír lo que tenía que decir.

—Cuando vivamos todos en Long Island —dijo— y tú tengas tu propia casa, ¿dispondrás de una habitación para mí, para que pueda quedarme contigo cuando me hagan la vida imposible?

Eilis vio que Tony había bajado la cabeza.

—Por supuesto, Frank. Y podrás venir siempre que quieras.

—Es lo único que quería decir.

—A ver si creces, Frank —dijo Tony.

—A ver si creces, Frank —repitió Laurence.

—Sí, Frank —añadió Maurice.

—¿Ves? —Frank se volvió hacia Eilis y señaló a sus tres hermanos—. Esto es lo que tengo que soportar.

—No te preocupes —dijo Eilis—. Yo me ocuparé de ellos.

Al final de la comida, cuando servían el postre, el padre de Tony sacó unos vasos especiales, abrió una botella de prosecco y propuso brindar para que Eilis tuviera un viaje tranquilo y volviera sana y salva. Eilis se preguntó si aún era posible que Tony no les hubiera hablado de la boda, sino solo de sus planes de ir a Irlanda un mes; le pareció muy poco probable que se lo hubiera contado a Frank, a no ser que este lo hubiera oído por casualidad. Quizá solo habían preparado una comida especial porque se iba a casa, pensó.

Después del postre el ambiente resultó tan agradable que casi empezó a desear que les hubiera dicho que iban a casarse.

Tony había organizado la ceremonia a las dos de la tarde, una semana antes de que Eilis se marchara. Los exámenes le habían ido bien y Eilis estaba casi segura de que conseguiría el título. Como otras parejas que iban a casarse habían ido con la familia y los amigos; la ceremonia le pareció rápida y corta, y despertó la curiosidad de los que esperaban porque habían ido solos.

Aquella tarde en el tren, de camino a Coney Island, Tony sacó a colación por primera vez cuándo podrían casarse por la iglesia y vivir juntos.

—Tengo algunos ahorros —dijo—, así que podríamos alquilar un apartamento y mudarnos cuando esté lista la casa.

—No me importa. Me gustaría que ahora pudiéramos irnos juntos a casa.

Tony le acarició la mano.

—A mí también —dijo—. Y el anillo le sienta bien a tu dedo.

Eilis miró el anillo.

—Será mejor que me acuerde de quitármelo antes de que la señora Kehoe lo vea.

El mar estaba gris y encrespado, y en el cielo el viento empujaba veloces racimos de nubes blancas. Caminaron lentamente por el paseo marítimo y el muelle, donde se detuvieron a mirar a los pescadores. Después regresaron y se sentaron a comer un perrito caliente; Eilis notó que alguien de la mesa contigua miraba su anillo. Se sonrió.

—¿Les diremos alguna vez a nuestros hijos lo que hicimos? —preguntó.

—Puede que cuando seamos viejos y nos hayamos quedado sin historias que contar —dijo Tony—. O puede que lo reservemos para algún aniversario.

—Me pregunto qué pensarán de esto.

—La película que vamos a ver se titula The Belle of New York. Esta parte se la creerán. Pero que después de la película cogimos el metro y te dejé en casa de la señora Kehoe, eso no se lo creerán.

Cuando acabaron de comer caminaron hasta el metro y esperaron el tren que los llevaría a la ciudad.

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