Bridgerton: felices para siempre

Bridgerton: felices para siempre


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1847, y el círculo se completa. De verdad.

Bah.

Entonces, era oficial.

Se había convertido en su madre.

Hyacinth St. Clair contuvo las ganas de enterrar el rostro entre las manos, sentada en el mullido banco de madame Langlois, modista, la costurera más de moda de todo Londres con diferencia.

Contó hasta diez en tres idiomas y luego, solo por si acaso, tragó y soltó una exhalación. Porque, sinceramente, no sería bueno perder los estribos en un sitio tan público.

Por mucho que deseara estrangular a su hija.

—Mami. —Isabella asomó la cabeza desde detrás de la cortina. Hyacinth se dio cuenta de que la palabra era una afirmación, no una pregunta.

—¿Sí? —respondió, adoptando una expresión de plácida serenidad digna de esos cuadros de la Piedad que habían visto la última vez que habían viajado a Roma.

—El rosa, no.

Hyacinth agitó una mano. Cualquier cosa con tal de no hablar.

—Tampoco el púrpura.

—No creo haber sugerido el púrpura —murmuró Hyacinth.

—El azul no me gusta, tampoco el rojo, y francamente, no entiendo por qué la sociedad insiste en el blanco. Bueno, si pudiera dar mi opinión…

Hyacinth sintió que se le caía el alma a los pies. ¿Quién habría dicho que ser madre podía ser tan agobiante? ¿No debería estar acostumbrada ya a estas escenas?

—… una joven debería usar el color que mejor sienta a su cutis, y no el que alguna tonta sin importancia de Almack’s considere moderno.

—Estoy totalmente de acuerdo —opinó Hyacinth.

—¿De verdad? —A Isabella se le encendió el rostro, y Hyacinth se quedó sin aliento, pues en ese momento la vio tan parecida a su propia madre que fue una experiencia casi sobrecogedora.

—Sí —respondió Hyacinth—, pero seguirás llevando por lo menos uno en blanco.

—Pero…

—¡Sin peros!

—Pero…

—Isabella.

Isabella masculló algo en italiano.

—Te he oído —dijo Hyacinth con aspereza.

Isabella sonrió, de manera tan dulce que solo su propia madre (por supuesto no su padre, que admitía que su hija hacía con él lo que le venía en gana) reconocería lo falso que era el gesto.

—¿Pero lo has entendido? —preguntó, parpadeando tres veces en rápida sucesión.

Y como Hyacinth sabía que no tenía salida, apretó los dientes y respondió con la verdad:

—No.

—Eso suponía —dijo Isabella—. Por si te interesa, lo que he dicho es que…

—No —la interrumpió Hyacinth, obligándose a bajar el tono de voz; el miedo a lo que Isabella pudiera decir la había empujado a hablar casi a gritos. Se aclaró la garganta y dijo—: Ahora no. Aquí no —agregó con una mirada significativa. Cielo santo, su hija no tenía sentido del decoro. Tenía opiniones demasiado escandalosas, y si bien Hyacinth estaba a favor de que las mujeres expresaran su opinión, le gustaba todavía más que las mujeres supieran cuándo compartir dichas opiniones.

Isabella salió del vestidor con un bello vestido blanco con adornos en color verde salvia, a los que Hyacinth sabía que su hija haría ascos, y se sentó junto a ella en el banco.

—¿Qué estás murmurando? —preguntó.

—No estaba murmurando —respondió Hyacinth.

—Movías los labios.

—Ah, ¿sí?

—Sí —confirmó Isabella.

—Si tanto te interesa, me disculpaba con tu abuela.

—¿Con la abuela Violet? —preguntó Isabella mirando a su alrededor—. ¿Está aquí?

—No, pero he pensado que merecía saber de mi remordimiento.

Isabella pestañeó y ladeó la cabeza.

—¿Por qué?

—Por todas esas veces —repuso Hyacinth, detestando lo cansada que sonaba su voz—. Todas esas veces que ella me dijo: «Espero que tengas una hija igualita a ti…».

—Y la tienes —dijo Isabella, sorprendiéndola con un leve beso en la mejilla—. ¿No es maravilloso?

Hyacinth miró a su hija. Isabella tenía diecinueve años. Había debutado el año anterior con gran éxito. Desde un punto de vista estrictamente objetivo, creía que era más bonita de lo que ella había sido. Su cabello era de un cautivador tono rubio cobrizo, heredado de algún ancestro olvidado de quién sabía qué lado de la familia. Y los rizos… ¡cómo le amargaban la vida a Isabella! Pero Hyacinth los adoraba. Cuando Isabella era una niña que apenas caminaba rebotaban en pequeños tirabuzones perfectos, absolutamente indomables, pero siempre adorables.

Y ahora… A veces la miraba y veía la mujer en que se había convertido y apenas podía respirar por la fuerza de la emoción que le oprimía el pecho. Era un amor que no podría haber imaginado, tan feroz y tierno, pero al mismo tiempo, su hija tenía la capacidad de volverla completamente loca.

Como en ese momento, por ejemplo.

Isabella sonreía con aire de inocencia. Con demasiada inocencia, a decir verdad. Luego la vio bajar la mirada a la falda levemente vaporosa del vestido que a Hyacinth le encantaba (y que Isabella odiaría) y toqueteó distraídamente las cintas verdes que lo adornaban.

—¿Mami? —dijo.

Esta vez era una pregunta, no una afirmación, lo cual significaba que Isabella deseaba algo, y (para variar) no sabía cómo conseguirlo.

—¿Crees que este año…?

—No —dijo Hyacinth. Y esta vez sí que envió una disculpa silenciosa a su madre. Dios mío, ¿Violet había soportado todo esto? ¿Ocho veces?

—Ni siquiera sabes qué iba a preguntarte.

—Por supuesto que sé qué ibas a preguntarme. ¿Cuándo te darás cuenta de que yo siempre lo sé?

—Eso no es cierto.

—Es más cierto que falso.

—¿Sabes? Puedes ser bastante arrogante.

Hyacinth se encogió de hombros.

—Soy tu madre.

Isabella apretó los labios hasta formar una línea, y Hyacinth disfrutó de cuatro segundos enteros de paz antes de que preguntara:

—Pero este año, ¿crees que podamos…?

—No vamos a viajar.

Isabella abrió la boca, sorprendida. Hyacinth reprimió las ganas de soltar un grito triunfante.

—¿Cómo has sabid…?

Hyacinth le dio una palmada en la mano a su hija.

—Ya te he dicho que yo siempre lo sé. Y aunque estoy segura de que a todos nos gustaría hacer un viaje, nos quedaremos en Londres durante la temporada, y tú, hija mía, sonreirás, bailarás y buscarás un marido.

Otra señal de que se estaba convirtiendo en su madre.

Hyacinth suspiró. Seguro que Violet Bridgerton se estaba riendo en ese preciso instante. De hecho, se venía riendo desde hacía diecinueve años.

—Es igualita a ti —le gustaba decir a su madre, sonriendo a Hyacinth mientras alborotaba los rizos a Isabella—. Igual que tú.

—Igual que tú, mamá —murmuró Hyacinth con una sonrisa, imaginándose el rostro de Violet—. Y ahora yo soy como tú.

Una o dos horas más tarde. Gareth también ha madurado y cambiado, aunque, como pronto veremos, no de manera significativa…

Gareth St. Clair se recostó en un sillón e hizo una pausa para saborear su coñac mientras echaba un vistazo a su despacho. Sin duda, un trabajo bien hecho y terminado a tiempo producía una notable satisfacción. No era una sensación a la que hubiera estado acostumbrado cuando era joven, pero que ahora disfrutaba casi a diario.

Había tardado varios años en recuperar la fortuna de los St. Clair hasta alcanzar un nivel respetable. Su padre (nunca había podido llamarlo de otro modo) dejó de derrochar dinero sistemáticamente y se entregó a una especie de abandono cuando supo la verdad sobre el nacimiento de Gareth. Así que supuso que podría haber sido mucho peor.

Sin embargo, cuando Gareth asumió el título, descubrió que había heredado deudas, hipotecas y casas a las que habían sustraído casi todos los objetos de valor. La dote de Hyacinth, que había aumentado gracias a unas inversiones prudentes después de su boda, vino muy bien para ayudar a resolver la situación, pero aun así, Gareth tuvo que trabajar mucho y emplear más diligencia de la que había creído posible para salvar a su familia de las deudas.

Lo curioso era que había disfrutado lográndolo.

¿Quién iba a pensar que él, justo él, obtendría tanta satisfacción en el trabajo duro? Su escritorio estaba impecable, sus libros de contabilidad limpios y ordenados, y podía encontrar cualquier documento importante en menos de un minuto. Sus cuentas siempre cuadraban, sus propiedades prosperaban y sus arrendatarios eran felices y gozaban de buena salud.

Bebió otro sorbo de coñac, dejando que el suave fuego recorriera su garganta. Una sensación celestial.

La vida era perfecta. En serio. Perfecta.

George estaba terminando sus estudios en Cambridge, Isabella sin duda elegiría marido aquel año, y Hyacinth…

Se rio entre dientes. Hyacinth seguía siendo Hyacinth. Se había calmado un poco más con la edad, o quizá solo se debía a que la maternidad la había pulido, pero seguía siendo la misma Hyacinth, franca, deliciosa y absolutamente maravillosa.

La mitad de las veces lo volvía loco, pero era una locura agradable, y aunque a veces se unía a los suspiros de sus amigos y asentía con aire cansado cuando todos se quejaban de sus esposas, en el fondo sabía que era el hombre más afortunado de Londres. Diablos, incluso de Inglaterra. De todo el mundo.

Apoyó la copa y dio unos golpecitos con los dedos sobre una caja envuelta con elegancia que descansaba en una esquina de su escritorio. Había comprado el regalo esa mañana en Madame LaFleur, una tienda que sabía que Hyacinth no frecuentaba, para evitarle la vergüenza de tener que tratar con dependientas que conocieran hasta la última prenda de lencería que tenía en su armario.

Seda francesa, encaje belga.

Gareth sonrió. Se trataba de una minúscula pieza de seda francesa, adornada con una cantidad diminuta de encaje belga.

A Hyacinth le sentaría a las mil maravillas.

Lo poco que la cubriera.

Volvió a reclinarse en el sillón, soñando despierto. Sería una noche larga y fascinante. Hasta puede que…

Enarcó las cejas mientras intentaba recordar los compromisos que su esposa tenía ese día. Hasta puede que una tarde larga y fascinante. ¿Cuándo llegaba a casa? ¿Alguno de los niños estaría con ella?

Cerró los ojos, imaginándosela en distintos estados de desnudez, seguidos de poses interesantes, y luego en distintas actividades fascinantes.

Soltó un gemido. Más valía que Hyacinth volviera a casa muy pronto, pues su imaginación se había desbordado demasiado como para no tener satisfacción, y…

¡Gareth!

No era un tono de lo más meloso. La deliciosa neblina erótica se disolvió por completo. Bueno, casi por completo. Puede que a Hyacinth, quieta como estaba junto a la puerta, con los ojos entrecerrados y los dientes apretados, no se la viera muy dispuesta a tener una tarde de sexo, pero estaba allí; tenía ganada la mitad de la batalla.

—Cierra la puerta —murmuró él, poniéndose de pie.

—¿Sabes qué ha hecho tu hija?

—¿Te refieres a tu hija?

—Nuestra hija —replicó ella. Pero cerró la puerta.

—¿Quiero saberlo?

—¡Gareth!

—Muy bien —suspiró él, seguido de un obediente—: ¿Qué ha hecho?

Ya había tenido esa conversación antes, por supuesto. Infinidad de veces. Normalmente, la respuesta tenía algo que ver con el matrimonio y las opiniones poco convencionales de Isabella sobre el asunto. Y cómo no, sobre lo frustrada que se sentía Hyacinth con aquella situación.

Pocas veces variaba.

—No es tanto lo que haya hecho —explicó Hyacinth.

Él ocultó una sonrisa. Tampoco esto era inesperado.

—Sino lo que no quiere hacer.

—¿Cumplir tus órdenes?

Gareth.

Él acortó la distancia que los separaba.

—¿No tienes bastante conmigo?

—¿Cómo dices?

Él la tomó de la mano y la acercó suavemente hacia él.

—Siempre cumplo tus órdenes —susurró.

Ella reconoció la chispa en su mirada.

—¿Ahora? —Se dio la vuelta hasta que pudo ver la puerta cerrada—. Isabella está arriba.

—No nos oirá.

—Pero podría…

Él comenzó a besarla en el cuello.

—Podemos cerrar la puerta con llave.

—Pero ella sabrá…

Él comenzó a desabrocharle los botones del vestido. Era un experto con los botones.

—Es una muchacha inteligente —dijo, apartándose para admirar su trabajo cuando la tela cayó al suelo. Le encantaba que su esposa no llevara puesta ninguna camisola.

—¡Gareth!

Él se inclinó y se llevó un pezón rosado a la boca antes de que ella pudiera protestar.

—¡Ah, Gareth!

A Hyacinth se le aflojaron las rodillas. Lo justo para que él la alzara y la llevara al sofá. El que tenía los cojines más mullidos.

—¿Más?

—Dios mío, sí —gimió ella.

Deslizó la mano debajo de su falda y la acarició hasta llevarla a la locura.

—Tu resistencia es simbólica —murmuró él—. Reconócelo. Siempre me deseas.

—¿Veinte años de matrimonio no es suficiente reconocimiento?

—Veintidós años, y quiero oírlo de tus labios.

Ella gimió cuando él deslizó un dedo en su interior.

—Casi siempre —concedió ella—. Casi siempre te deseo.

Él suspiró con dramatismo, aunque sonrió contra su cuello.

—Entonces tendré que esforzarme más.

Gareth levantó la cabeza para mirarla. Ella lo estaba contemplando con gesto travieso, seguro que por su efímero intento de rectitud y respetabilidad.

—Mucho más —coincidió ella—. Y ya que estamos, también un poco más rápido.

Él lanzó una sonora carcajada.

—¡Gareth! —Hyacinth podía ser atrevida en privado, pero siempre estaba atenta a los sirvientes.

—No te preocupes —dijo él con una sonrisa—. Guardaré silencio. Seré muy, muy silencioso. —Con un fluido movimiento, le subió las faldas por encima de la cintura y descendió hasta tener la cabeza entre las piernas de ella—. Eres tú, querida, quien tendrá que controlar el volumen.

—Oh. Oh. Oh…

—¿Más?

—Por supuesto.

Entonces él la lamió. Adoraba su sabor. Y cuando se retorcía de placer, era todo un banquete.

—¡Ah, cielo santo! Ah… ¡Ah…!

Él sonrió sobre su piel y después movió la lengua en círculos hasta que la oyó soltar un pequeño chillido. Le encantaba hacerle eso, llevar a su competente y locuaz esposa hasta un completo abandono.

Veintidós años. ¿Quién iba a pensar que, después de veintidós años, seguiría deseando a una sola mujer, solo a esa mujer, y con tanto ardor?

—Ah, Gareth —jadeó ella—. Ay, Gareth… Más, Gareth…

Redobló los esfuerzos. Hyacinth estaba a punto de alcanzar el orgasmo. La conocía tan bien, conocía las curvas y la forma de su cuerpo, el modo en que se movía cuando estaba excitada, cómo respiraba cuando lo deseaba. Estaba cerca.

Entonces llegó al clímax, se arqueó y jadeó hasta que su cuerpo quedó sin fuerzas.

Él se rio por lo bajo mientras ella lo golpeaba para apartarlo. Siempre hacía eso después de alcanzar el éxtasis; decía que no soportaba ni una caricia más, que seguramente se moriría si no la dejaba regresar a la normalidad.

Gareth se movió y se fue acurrucando contra ella hasta que pudo verle el rostro.

—Ha estado bien —dijo ella.

Él enarcó una ceja.

—¿Solo bien?

—Muy bien.

—¿Lo suficientemente bien como para corresponderme?

Hyacinth esbozó una sonrisa.

—Ah, no sé si has estado tan bien.

Él comenzó a desabrocharse los pantalones.

—Entonces tendré que repetir mi actuación.

Hyacinth abrió la boca, sorprendida.

—O una variación del tema, si lo prefieres.

Ella torció el cuello para mirar hacia abajo.

—¿Qué estás haciendo?

Él sonrió con lascivia.

—Saborear los frutos de mi trabajo. —Ella jadeó mientras él la penetraba y él resolló de placer; luego pensó en lo mucho que la amaba.

Y a partir de ese momento, no pensó en mucho más.

Al día siguiente. Porque nadie creyó que Hyacinth se daría por vencida, ¿verdad?

Al caer la tarde, Hyacinth regresó a su segundo pasatiempo favorito. Aunque favorito no parecía ser el adjetivo adecuado, ni tampoco pasatiempo el sustantivo correcto. Compulsión encajaría mejor en la descripción, igual que lamentable, o quizás implacable. ¿Penoso?

Inevitable.

Hyacinth suspiró. Definitivamente inevitable. Una compulsión inevitable.

¿Cuánto tiempo hacía que vivía en aquella casa? ¿Quince años?

Quince años. Quince años y algunos meses más, y aún seguía buscando esas malditas joyas.

Cualquiera creería que, a estas alturas, ya se habría dado por vencida. Sin duda cualquier otra persona ya lo habría hecho. Tenía que reconocer que era la persona más terca que conocía, hasta rayar en lo absurdo.

Excepto, quizá, su propia hija. Hyacinth nunca le había hablado a Isabella sobre las joyas, pues sabía que se sumaría a la búsqueda con un fervor tan enfermizo como el suyo. Tampoco se lo había confesado a su hijo, George, porque él se lo habría contado a Isabella. Y jamás conseguiría que esa muchacha se casara si creía que podía encontrar una fortuna en joyas en el interior de su casa.

No era que Isabella fuera a querer las joyas por su valor. Hyacinth conocía a su hija lo suficiente como para saber que, en algunas cuestiones (posiblemente, en la mayoría) Isabella era exactamente igual que ella. Y Hyacinth nunca había buscado las joyas por lo que pudieran valer. Era cierto que a ella y a Gareth les vendría bien el dinero (y les habría venido mejor años atrás). Pero no se trataba de eso. Era una cuestión de principios. De alcanzar la gloria.

Era la necesidad desesperada de poder echar el guante a esas malditas piedras, agitarlas frente a la cara de su marido y decirle:

—¿Lo ves? ¿Lo ves? ¡No he estado loca todos estos años!

Hacía tiempo que Gareth había renunciado a encontrar las joyas. Le había dicho que quizá ni existían. Que seguro que alguien las habría encontrado hacía años. Por todos los cielos, ¡hacía quince años que vivían en Clair House! Si Hyacinth estaba destinada a encontrarlas, ya lo habría hecho, así que ¿por qué seguía torturándose?

Excelente pregunta.

Hyacinth apretó los dientes mientras se arrastraba por el suelo del lavabo por octingentésima vez en su vida. Ella lo sabía. Que Dios la ayudara, lo sabía, pero no podía darse por vencida. Si se rendía ahora, ¿qué habrían sido los últimos quince años? ¿Una pérdida de tiempo? Todas esas horas, ¿una pérdida de tiempo?

No soportaba siquiera pensar en ello.

Además, no era de la clase de personas que se rendían, ¿verdad? Si se daba por vencida, sería incoherente con su propia naturaleza. ¿Significaría eso que estaba envejeciendo?

No estaba preparada para envejecer. Quizás esa era la maldición de ser la más joven de ocho hermanos. Nunca estabas completamente preparada para envejecer.

Se inclinó aún más y apoyó la mejilla sobre las frías baldosas del suelo para poder mirar debajo de la bañera. Ninguna anciana podría hacer eso, ¿verdad? Una anciana no podría…

—Ah, aquí estás, Hyacinth.

Gareth había asomado la cabeza por la puerta. No se le veía nada sorprendido por haber encontrado a su esposa en una posición tan extraña. Sin embargo, comentó:

—Han pasado varios meses desde la última búsqueda, ¿no?

Hyacinth levantó la mirada.

—Se me ha ocurrido algo.

—¿Algo que no se te haya ocurrido antes?

—Sí —dijo ella entre dientes.

—¿Estás mirando detrás de los azulejos? —preguntó él con amabilidad.

—Debajo de la bañera —respondió ella con renuencia antes de acomodarse para sentarse.

Gareth pestañeó y miró la enorme bañera con patas.

—¿Has podido moverla tú sola? —preguntó con voz incrédula.

Hyacinth asintió. Era sorprendente la fuerza que una podía tener con la motivación apropiada.

Gareth la miró, luego a la bañera, y después de nuevo a ella.

—No —dijo—. No es posible. No has podido…

—Sí, he podido.

—No es posible…

—Es posible —replicó ella. Estaba empezando a disfrutar con todo aquello. Últimamente no lo sorprendía con tanta frecuencia como le habría gustado—. Solo unos centímetros —admitió.

Gareth volvió a mirar la bañera.

—Tal vez solo uno —confesó.

Por un momento, pensó que Gareth se limitaría a encogerse de hombros y la dejaría con su tarea, pero la sorprendió al ofrecerse:

—¿Quieres que te ayude?

Hyacinth tardó algunos segundos en entender a qué se refería.

—¿Con la bañera? —preguntó.

Él asintió y cruzó la corta distancia que mediaba hasta el borde de la bañera.

—Si has podido mover un centímetro tú sola —dijo—, seguro que entre los dos podremos triplicar esa distancia. O más.

Hyacinth se puso de pie.

—Pensaba que no creías que las joyas siguieran aquí.

—Y no lo creo. —Apoyó las manos en las caderas mientras observaba la bañera y buscaba el mejor lugar para empujarla—. Pero tú sí, y estoy seguro de que esto forma parte de las obligaciones de un marido.

—Ah. —Hyacinth tragó saliva y se sintió un poco culpable por haber creído que él no la apoyaba—. Gracias.

Él le indicó que agarrara el otro lado de la bañera.

—¿La levantaste? —preguntó—. ¿O empujaste?

—Empujé. Con el hombro, en realidad. —Señaló una franja estrecha entre la bañera y la pared—. Me metí allí, y luego coloqué el hombro justo debajo del borde, y…

Pero Gareth ya estaba levantando la mano para que no continuara.

—Basta —dijo—. No sigas. Te lo ruego.

—¿Por qué no?

Él la miró un buen rato antes de responder:

—Sinceramente, no lo sé. Pero no quiero conocer los detalles.

—Muy bien. —Hyacinth se dirigió al sitio que él le había señalado y agarró el borde—. De todos modos, gracias.

—Es un… —Él hizo una pausa—. Bueno, no es un placer. Pero es algo.

Sonrió para sí misma. Era el mejor marido del mundo.

Sin embargo, después de tres intentos se hizo evidente que no iban a poder mover la bañera usando esa técnica.

—Vamos a tener que usar el método de hacer palanca y empujar —anunció Hyacinth—. Es el único modo.

Gareth asintió con resignación, y juntos se metieron en el angosto espacio que había entre la bañera y la pared.

—Debo decir —apuntó él, doblando las rodillas y apoyando las suelas de las botas contra la pared— que todo esto me parece sumamente indecoroso.

A Hyacinth no se le ocurrió ninguna respuesta, así que se limitó a gruñir. Que él interpretase el ruido como quisiera.

—Esto debería contar para algo —murmuró.

—¿Cómo dices?

—Esto. —Gareth hizo un gesto con la mano, que podía significar cualquier cosa. Hyacinth no supo si se refería a la pared, al suelo, a la bañera o a cualquier partícula de polvo que flotara en el aire.

—En cuanto a gestos se refiere —continuó él— no es de los más importantes, pero creo que, si alguna vez me olvido de tu cumpleaños, por ejemplo, podría ayudar a minimizar la falta y que volviera a caerte en gracia.

Hyacinth enarcó una ceja.

—¿No puedes hacerlo por la bondad de tu corazón?

Él asintió con gesto regio.

—Claro que puedo. Y, de hecho, es lo que estoy haciendo. Pero uno nunca sabe cuándo…

—¡Ay, por el amor de Dios! —murmuró Hyacinth—. Vives para torturarme, ¿verdad?

—Mantiene mi mente despierta —respondió él con tono afable—. Muy bien, ¿vamos?

Ella asintió.

—A la de tres —dijo, preparando los hombros—. Uno, dos… tres.

Con un gruñido, ambos empujaron sirviéndose de todo su peso y la bañera se deslizó a duras penas por el suelo. El ruido fue espantoso, áspero y chirriante, y cuando Hyacinth miró hacia abajo, vio unas antiestéticas marcas blancas a través de las baldosas.

—¡Dios mío! —murmuró.

Gareth se dio la vuelta y su rostro se arrugó en una expresión irritada cuando vio que solo habían movido la bañera apenas diez centímetros.

—Pensaba que habíamos podido desplazarla un poco más —replicó.

—Pesa mucho —dijo ella; una observación bastante innecesaria.

Durante un momento, Gareth no hizo otra cosa que parpadear, mirando la pequeña franja de suelo que habían descubierto.

—¿Y ahora qué tienes pensado hacer? —preguntó.

Hyacinth torció ligeramente la boca en una expresión de perplejidad.

—No estoy segura —admitió—. Buscar en el suelo, me imagino.

—¿No lo has hecho ya? —Entonces, al ver que tardaba medio segundo en responder, agregó—: ¿En los quince años que llevamos viviendo aquí?

—He palpado el suelo, por supuesto —se apresuró a responder ella, dado que era evidente que el brazo le cabía debajo de la bañera—. Pero no es lo mismo que una inspección visual, y…

—Buena suerte —la interrumpió él, poniéndose de pie.

—¿Te marchas?

—¿Querías que me quedara?

Ella no había esperado que él se quedara, pero ahora que estaba allí…

—Sí —respondió, sorprendida por su propia respuesta—. ¿Por qué no?

Él le sonrió con una expresión muy cálida y amorosa y, lo mejor de todo, familiar.

—Podría comprarte un collar de diamantes —dijo él con voz queda, volviendo a sentarse.

Ella extendió la mano y la apoyó sobre la de él.

—Sé que podrías.

Permanecieron en silencio durante un minuto, y luego Hyacinth se acercó aún más a su marido, soltando un suspiro de satisfacción mientras se acomodaba junto a él y apoyaba la cabeza en su hombro.

—¿Sabes por qué te amo? —dijo ella con dulzura.

Gareth entrelazó los dedos con los de ella.

—¿Por qué?

—Podrías haberme comprado un collar —respondió—. Y podrías haberlo escondido. —Ella volvió la cabeza para poder besar la curva del cuello de él—. Podrías haberlo escondido solo para que yo pudiera encontrarlo. Pero no lo has hecho.

—Yo…

—Y no digas que nunca lo has pensado —dijo ella, volviéndose para quedar de nuevo de cara a la pared, que tenía a solo unos centímetros. Pero continuó con la cabeza apoyada en el hombro de él. Gareth también estaba de frente a la pared, y aunque ninguno de los dos se miraban, seguían con las manos entrelazadas. De alguna manera, la posición que tenían resumía todo lo que un matrimonio debería ser.

—Porque te conozco —prosiguió Hyacinth, sintiendo crecer una sonrisa en su interior—. Te conozco, y tú me conoces, y eso es lo más maravilloso que existe.

Él le apretó la mano y luego la besó en la coronilla.

—Si están aquí, las encontrarás.

Ella suspiró.

—O moriré en el intento.

Él se rio entre dientes.

—No debería ser gracioso —le informó ella.

—Pero lo es.

—Lo sé.

—Te amo —dijo él.

—Lo sé.

¿Qué más podía desear Hyacinth?

Mientras tanto, a dos metros de distancia…

Isabella estaba bastante acostumbrada a las payasadas de sus padres. Aceptaba el hecho de que se metían en rincones oscuros con mucha más frecuencia de lo que dictaba el decoro. La tenía sin cuidado el hecho de que su madre fuera la mujer más franca de Londres, o que su padre continuara siendo tan apuesto que sus propias amigas suspiraban y tartamudeaban en su presencia. En realidad, incluso le gustaba ser la hija de una pareja tan poco convencional. Oh, en público eran de lo más educado, sin duda, y se les consideraba una de las parejas más alegres.

Pero en la privacidad de Clair House… Isabella sabía que a sus amigas no las animaban a expresar su opinión como a ella. A la mayoría de sus amigas ni siquiera las animaban a tener opinión. Y sin duda, la mayoría de las jóvenes damas que conocía no habían tenido la oportunidad de estudiar lenguas modernas, ni de retrasar su debut social un año para viajar por el continente.

Así que, en definitiva, Isabella se consideraba muy afortunada por tener esos padres, y si eso significaba pasar por alto algunos episodios en los que no actuaban como personas maduras… bueno, valía la pena; además, había aprendido a ignorar gran parte del comportamiento de sus progenitores.

Pero cuando aquella tarde había ido en busca de su madre (para decirle que aceptaba el vestido blanco con los aburridos adornos verdes; eso último era cosecha propia), y la encontró junto a su padre sobre el suelo del lavabo, empujando una bañera

Francamente, era demasiado, incluso para una pareja como los St. Clair.

En esas circunstancias, ¿quién la habría culpado por quedarse a escuchar?

Por supuesto no su madre, decidió Isabella mientras se inclinaba para escuchar mejor. Hyacinth St. Clair nunca habría hecho lo correcto y se habría ido. Era imposible haber vivido con esa mujer durante diecinueve años y no saber eso. En cuanto a su padre… bueno, Isabella estaba convencida de que él también se habría quedado a escuchar, sobre todo cuando se lo habían puesto tan fácil, de cara a la pared como estaban, de espaldas a la puerta abierta y con una bañera entre ellos.

—¿Y ahora qué tienes pensado hacer? —preguntó su padre con un tono marcado por un matiz de diversión que parecía reservar solo para su madre.

—No estoy segura —respondió su madre, con una voz inusitadamente… bueno, no insegura, pero no tan segura como de costumbre—. Buscar en el suelo, me imagino.

¿Buscar en el suelo? ¿De qué diablos estaban hablando? Isabella se acercó para escuchar mejor, justo a tiempo para oír a su padre decir:

—¿No lo has hecho ya? ¿En los quince años que llevamos viviendo aquí?

—He palpado el suelo —replicó su madre, esta vez con un tono más habitual en ella—. Pero no es lo mismo que una inspección visual, y…

—Buena suerte —dijo su padre, y entonces… ¡Ay, no! ¡Se marchaba!

Isabella comenzó a irse, pero en ese momento debió de suceder algo porque él se sentó de nuevo. Isabella volvió a acercarse a la puerta abierta…

Con cuidado, con mucho cuidado, porque él podía levantarse en cualquier momento, contuvo el aliento y se asomó, sin quitar los ojos de las nucas de sus padres.

—Podría comprarte un collar de diamantes —dijo su padre.

¿Un collar de diamantes?

Un collar de diam…

Quince años.

¿Movían una bañera?

¿En un lavabo?

Quince años.

Hacía quince años que su madre buscaba.

¿Un collar de diamantes?

Un collar de diamantes.

Un collar de diam…

Ay. Dios. Mío.

¿Qué iba a hacer? ¿Qué iba a hacer? Sabía lo que tenía que hacer, pero por todos los cielos, ¿cómo iba a hacerlo?

¿Y qué podía decir? ¿Qué iba a decir para…?

Por ahora, debía olvidarse del asunto, porque su madre había vuelto a hablar.

—Podrías haberme comprado un collar. Y podrías haberlo escondido. Podrías haberlo escondido, solo para que yo pudiera encontrarlo. Pero no lo has hecho.

Había tanto amor en su voz que a Isabella se le hizo un nudo en la garganta. Y algo en esas palabras pareció resumir todo lo que eran sus padres. Para sí mismos y el uno para el otro.

Para sus hijos.

Y de pronto, el momento se volvió demasiado íntimo para que nadie lo espiara, ni siquiera ella. Salió de puntillas de la habitación y luego corrió hacia su dormitorio, donde se desplomó en una silla apenas cerró la puerta.

Porque sabía lo que su madre llevaba buscando tanto tiempo.

Estaba guardado en el cajón inferior de su escritorio. Y era más que un collar. Era un juego entero de collar, brazalete y anillo, una auténtica lluvia de diamantes; cada piedra estaba enmarcada por dos delicadas aguamarinas. Isabella los había encontrado cuando tenía diez años, escondidos en una pequeña cavidad detrás de uno de los azulejos turcos del lavabo del cuarto infantil. Debería haber dicho algo al respecto. Sabía que debería haberlo dicho. Pero no lo había hecho, y ni siquiera tenía claro por qué.

Quizás era porque los había encontrado ella. Quizá porque le encantaba tener un secreto. Quizá porque no había pensado que podían pertenecer a otra persona o que incluso alguien supiera de su existencia. Por supuesto jamás se le había pasado por la cabeza que su madre los hubiera estado buscando durante quince años.

¡Su madre!

Su madre era la última persona que alguien podía imaginar que guardara un secreto. Nadie pensaría mal de Isabella porque no se le ocurriera en el momento de encontrar los diamantes un: Oh, seguro que mi madre los está buscando y ha decidido, por motivos que solo ella conoce, no decirme nada.

En realidad, si uno se paraba a pensarlo, la culpa era de su madre. Si Hyacinth le hubiese dicho que buscaba las joyas, Isabella habría confesado de inmediato. O si no de inmediato, lo suficientemente pronto como para satisfacer la conciencia de todos.

Hablando de conciencias, ahora la suya la estaba carcomiendo por dentro. Era una sensación de lo más desagradable… y desconocida.

No era que Isabella fuese todo dulzura y educación, todo sonrisas y piadosas perogrulladas. Por todos los cielos, evitaba a esas muchachas como a la peste. Pero, por ese mismo motivo, rara vez hacía algo que después la hiciera sentir culpable, aunque solo fuera porque, quizá (solo quizá) sus ideas de decoro y moralidad eran ligeramente flexibles.

Ahora sentía un nudo en el estómago; un nudo con una peculiar habilidad para hacerle subir la bilis hasta la garganta. Le temblaban las manos, se sentía indispuesta. No tenía fiebre, ni le dolía nada, solo estaba indispuesta. Consigo misma.

Soltando un suspiro irregular, se puso de pie y cruzó la habitación hasta el escritorio, un delicado mueble estilo rococó que su bisabuela tocaya había traído de Italia. Había guardado las joyas allí hacía tres años, cuando por fin había dejado el cuarto infantil de la planta de arriba. Había descubierto un compartimento secreto en la parte trasera del cajón inferior. No le había sorprendido especialmente; parecía que los muebles de Clair House escondían muchos compartimentos secretos; gran parte de esos muebles habían sido importados de Italia. Pero ese detalle era de gran ayuda y bastante conveniente, así que un día, cuando su familia había asistido a una fiesta de la alta sociedad, a la que no la habían dejado asistir por ser demasiado joven, se escabulló al cuarto infantil, sacó las joyas de su escondite detrás del azulejo (que había vuelto a pegar con pericia) y las guardó en el escritorio.

Desde entonces habían permanecido, salvo en las raras ocasiones en que las sacaba y se las probaba, pensando en lo bonitas que quedarían con su nuevo vestido, pero ¿cómo iba a explicar su existencia a sus padres?

Ahora parecía que no habría sido necesaria ninguna explicación. O tal vez, una clase de explicación diferente.

Muy diferente.

Isabella se acomodó en la silla del escritorio y se inclinó para sacar las joyas del compartimento secreto. Aún estaban en la misma bolsa donde las había encontrado: una bolsa de terciopelo con cordel. Deslizó su contenido sobre el escritorio, donde se desparramaron con todo lujo. No sabía mucho sobre joyas, pero sin duda aquellas debían de ser de la mejor calidad. Captaban la luz del sol con una magia indescriptible; parecía que cada piedra tenía la capacidad de captar la luz, para luego dispersarla en todas las direcciones.

Isabella no creía que fuera alguien codicioso o materialista, pero ante semejantes tesoros, entendía por qué los diamantes podían enloquecer a un hombre. O por qué las mujeres ansiaban con tanta desesperación tener otro diamante, más grande, con mejor corte que el anterior.

Sin embargo, esas joyas no le pertenecían. Puede que no fueran propiedad de nadie. Pero si alguien tenía derecho a poseerlas, sin duda era su madre. Isabella no sabía cómo o por qué Hyacinth sabía que existían, pero parecía que eso no tenía importancia. Su madre tenía una especie de conexión con las joyas, sabía algo importante de ellas. Y si pertenecían a alguien, era a ella.

De mala gana volvió a guardar las joyas en la bolsa y ajustó el cordel dorado para que ninguna de las piezas se saliera. Ahora sabía qué tenía que hacer. Sabía exactamente lo que debía hacer.

Pero después…

La tortura vendría con la espera.

Un año más tarde…

Habían pasado dos meses desde la última vez que Hyacinth había buscado las joyas, pero Gareth estaba ocupado con un asunto de las fincas, no tenía ningún libro que mereciera la pena leer y, bueno, se sentía algo… inquieta.

Eso le sucedía de vez en cuando. Pasaba meses sin buscar, semanas y días sin pensar siquiera en los diamantes, y entonces ocurría algo que se los recordaba y empezaba a hacerse preguntas. Así que allí estaba de nuevo, obsesionada y frustrada, moviéndose furtivamente por la casa para que nadie supiera qué se traía entre manos.

En realidad se sentía avergonzada. Independientemente de la perspectiva desde la que se mirara todo aquello, ella era como mínimo un poco tonta. O las joyas estaban escondidas en Clair House y no las había encontrado a pesar de los dieciséis años de búsqueda, o no estaban escondidas, y había estado persiguiendo una quimera. Ni siquiera podía imaginar cómo podría explicar aquello a sus hijos; seguro que los sirvientes creían que estaba un poco loca (todos la habían sorprendido buscando en un lavabo en algún momento u otro), y Gareth… bueno, él era un encanto y la consentía, pero, de todos modos, Hyacinth mantenía sus actividades para ella sola.

Era mejor así.

Para la búsqueda de esa tarde había elegido el lavabo del cuarto infantil. Por ninguna razón en particular, por supuesto, sino porque ya había puesto fin a su búsqueda sistemática en los lavabos de todos los sirvientes (una tarea que siempre requería cierta sensibilidad y sutileza), y porque antes se había dedicado a su propio lavabo; así que el cuarto infantil le pareció una buena elección. Después, pasaría a alguno de los lavabos de la segunda planta. George se había mudado a sus propias dependencias de soltero, y si existía un Dios misericordioso, Isabella se casaría pronto y Hyacinth ya no tendría que preocuparse de que alguien la sorprendiera hurgando y buscando entre los azulejos de las paredes y, posiblemente, también quitándolos.

Puso los brazos en jarras y respiró profundamente mientras inspeccionaba el pequeño lavabo. Siempre le había gustado aquel sitio. Los azulejos eran, o al menos parecían ser, turcos. Hyacinth suponía que en los pueblos orientales debían de llevar una vida mucho menos sosegada que la de los británicos, pues los colores siempre la ponían de un humor excelente: azules intensos y suaves aguamarinas, con franjas amarillas y anaranjadas.

Hyacinth había viajado una vez al sur de Italia, a la playa. Era exactamente como aquella habitación, soleada y brillante de una forma que las costas de Inglaterra nunca alcanzarían.

Entrecerró los ojos y observó la moldura de la cornisa, buscando grietas o hendiduras, y luego se puso a gatas para efectuar la inspección habitual de los azulejos inferiores.

No sabía qué esperaba encontrar, qué podría aparecer de repente que no hubiese detectado durante la otra, o más bien la otra docena de búsquedas anteriores.

Sin embargo, tenía que continuar. Debía hacerlo, porque simplemente no le quedaba otra opción. Había algo en su interior que no le permitía rendirse. Y…

Se detuvo y parpadeó. ¿Qué era eso?

Lentamente, porque no podía creer que hubiera encontrado algo nuevo (hacía más de una década que sus búsquedas no aportaban cambios significativos), se agachó.

Una grieta.

Era pequeña. Mínima. Pero sin duda, una grieta de unos quince centímetros que iba desde el suelo hasta la parte superior del primer azulejo. No era el tipo de cosas que la mayoría de la gente vería, pero Hyacinth no era como la mayoría de la gente y, por triste que sonara, prácticamente se había convertido en una experta en eso de inspeccionar lavabos.

Frustrada ante la imposibilidad de acercarse más, cambió de posición, apoyando los antebrazos y las rodillas, y luego pegó una mejilla al suelo. Dio unos golpecitos al azulejo de la derecha de la grieta e hizo otro tanto con el de la izquierda.

No sucedió nada.

Metió la uña en el borde de la grieta y presionó. Un trozo diminuto de yeso se alojó debajo de su uña.

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