Bridgerton: felices para siempre

Bridgerton: felices para siempre


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Una extraña ansiedad comenzó a nacer en su pecho, apretando, revoloteando, haciendo que casi no pudiera respirar.

—Cálmate —murmuró, aunque la palabra sonó temblorosa. Tomó el pequeño cincel que siempre llevaba en sus búsquedas—. Seguro que no es nada. Lo más probable es que sea…

Metió el cincel en la grieta, sin duda con más fuerza de la necesaria. Y luego lo retorció. Si alguno de los azulejos estaba suelto, la torsión haría que saltara hacia afuera, y…

—¡Oh!

El azulejo prácticamente saltó y cayó al suelo con estrépito. Detrás había una pequeña cavidad.

Hyacinth cerró los ojos con fuerza. Llevaba esperando ese momento toda su vida de adulta, y ahora ni siquiera se atrevía a mirar.

—Por favor —susurró—. ¡Por favor!

Metió la mano.

—Por favor. Ay, por favor.

Tocó algo. Algo suave. Como terciopelo.

Con dedos temblorosos lo sacó. Era una pequeña bolsa, cerrada con un cordón suave y sedoso.

Hyacinth se enderezó lentamente, cruzó las piernas y se sentó al estilo indio. Deslizó un dedo en el interior de la bolsa y amplió la abertura, que estaba cerrada con fuerza.

Entonces, levantó la bolsa con la mano derecha y derramó su contenido sobre la mano izquierda.

¡Dios mí…!

—¡Gareth! —gritó—. ¡Gareth!

—Lo logré —murmuró, contemplando el montón de joyas que ahora ocupaba su mano izquierda—. Lo logré.

Y luego lanzó un grito.

—¡¡¡LO LOGRÉ!!!

Se colocó el collar alrededor del cuello, mientras seguía sosteniendo el brazalete y el anillo en la mano.

—Lo logré, lo logré, lo logré. —Ahora cantaba, y saltaba, y casi bailaba y casi lloraba—. ¡Lo logré!

—¡Hyacinth! —Era Gareth, sin aliento después de haber subido cuatro tramos de escaleras de dos en dos escalones.

Ella lo miró, y juraría que sintió el brillo de sus propios ojos.

—¡Lo logré! —Se echó a reír, casi como una loca—. ¡Lo logré!

Por un momento él no hizo nada más que contemplarla. Después se le aflojó tanto la mandíbula que Hyacinth pensó que terminaría perdiendo el equilibrio.

—Lo logré —repitió ella—. Lo logré.

Entonces él le agarró la mano, le quitó el anillo y lo deslizó en el dedo de ella.

—Lo has logrado —dijo él, inclinándose para besarle los nudillos—. Lo has logrado.

Mientras tanto, una planta más abajo…

¡Gareth!

Isabella alzó la vista del libro que estaba leyendo y miró al techo. Su dormitorio estaba justo debajo del cuarto infantil; casi alineado con el lavabo.

¡Lo logré!

Isabella volvió a centrarse en el libro.

Y sonrió.

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