Bridgerton: felices para siempre

Bridgerton: felices para siempre


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21 de junio de 1840

Cutbank Manor

Nr Winkfield, Berks.

Mi querido Gareth:

Espero que, cuando recibas esta carta, te encuentres bien. No puedo creer que hayan pasado casi dos semanas desde que partí de Clair House rumbo a Berkshire. Lucy está gigantesca; me parece imposible que todavía no haya dado a luz. Si yo me hubiese puesto tan enorme con George o con Isabella, estoy segura de que me habría quejado constantemente.

(También estoy segura de que no me recordarás ninguna de las quejas que pude tener cuando pasé por un estado similar).

Lucy dice que este embarazo está siendo muy diferente a los anteriores. Supongo que debo creerla. La vi justo antes de dar a luz a Ben, y te prometo que bailó y todo. Podría confesar que la envidio muchísimo, pero admitir tal sentimiento sería grosero y nada maternal por mi parte y, como ya sabemos, yo siempre hago gala de mis buenas maneras. Y, a veces, también soy maternal.

Hablando de nuestra prole, Isabella se lo está pasando bien. Creo que le gustaría pasar todo el verano con sus primos. Les ha estado enseñando a maldecir en italiano. Intenté regañarla, pero tampoco puse mucho empeño y estoy segura de que se ha dado cuenta de que, en el fondo, yo estaba encantada. Todas las mujeres deberían saber maldecir en otro idioma, ya que la alta sociedad no nos permite hacerlo en nuestra propia lengua.

No estoy segura de cuándo volveré a casa. A este ritmo, no me sorprendería que Lucy aguantara hasta julio. Y por supuesto, he prometido quedarme un poco más después de que nazca el bebé. ¿Quizá podrías enviar a George de visita? No creo que nadie se dé cuenta si agregamos otro niño a la horda actual.

Tu devota esposa,

Hyacinth

Postdata: Qué suerte que aún no había sellado la carta. Lucy acaba de dar a luz mellizos. ¡Mellizos! Por todos los cielos, ¿qué diablos van a hacer con dos hijos más? Me he quedado patidifusa.

—No puedo volver a pasar por esto.

Lucy Bridgerton ya lo había dicho antes, siete veces para ser precisos, pero aquella vez iba en serio. No era tanto el hecho de haber alumbrado a su noveno hijo treinta minutos antes; se había vuelto una experta en dar a luz bebés y podía hacerlo con un mínimo malestar. Pero… ¡mellizos! ¿Por qué nadie le había dicho que podría tener mellizos? Ahora entendía por qué había estado tan incómoda los últimos meses. Había llevado a dos bebés en el vientre, claramente enzarzados en un combate de boxeo.

—Dos niñas —estaba diciendo su marido. Gregory la miró con una sonrisa de oreja a oreja—. Bueno, eso inclina la balanza. Los muchachos se van a sentir muy decepcionados.

—Los muchachos heredarán propiedades, podrán votar y usar pantalones —replicó la hermana de Gregory, Hyacinth, que había venido para ayudar a Lucy en la etapa final del embarazo—. Podrán soportarlo.

Lucy se rio entre dientes con esfuerzo. Hyacinth no se andaba con rodeos.

—¿Tu marido sabe que te has convertido en paladín de la justicia? —preguntó Gregory.

—Mi marido me apoya en todo —respondió Hyacinth con dulzura y sin quitar los ojos de encima a la diminuta recién nacida envuelta en mantas que tenía en brazos—. Siempre.

—Tu marido es un santo —observó Gregory, arrullando a su otra hija—. O quizá solo está loco. De un modo u otro, le estamos eternamente agradecidos por haberse casado contigo.

—¿Cómo lo aguantas? —preguntó Hyacinth inclinándose hacia Lucy, que estaba empezando a encontrarse un poco rara. Lucy abrió la boca para responder, pero Gregory se le adelantó.

—Hago que su vida sea un deleite sin fin —respondió—. Llena de dulzura y luz, donde todo es perfecto y maravilloso.

Hyacinth parecía estar a punto de vomitar.

—Solo estás celosa —le dijo Gregory.

—¿De qué? —quiso saber Hyacinth.

Con un gesto de la mano él descartó la pregunta por considerarla intrascendente. Lucy cerró los ojos y sonrió, disfrutando de la conversación entre los hermanos. Gregory y Hyacinth siempre se burlaban el uno del otro, incluso ahora que ambos cumplirían en breve los cuarenta. Sin embargo, a pesar de fastidiarse constantemente (o quizá debido a eso) mantenían un vínculo muy sólido. Hyacinth en concreto era una persona tremendamente leal; había tardado dos años en querer a Lucy después de su boda con Gregory.

Supuso que Hyacinth había tenido sus razones. Lucy había estado a punto de casarse con el hombre equivocado. Bueno, no, en realidad se había casado con el hombre equivocado, pero afortunadamente para ella, la influencia combinada de un vizconde y un conde (junto con una generosa donación a la Iglesia de Inglaterra) hicieron posible la anulación cuando, estrictamente hablando, habría sido imposible.

Pero eso ya era agua pasada. Ahora Hyacinth era como una hermana para ella, al igual que el resto de las hermanas de Gregory. Había sido maravilloso unirse a una familia tan grande. Quizás ese fuera el motivo por el que estaba tan feliz de que ella y Gregory hubiesen terminado teniendo tantos hijos.

—Nueve —dijo con dulzura, y abrió los ojos para mirar a las dos recién nacidas que aún no tenían nombre. Ni cabello—. ¿Quién se habría imaginado que tendríamos nueve hijos?

—Seguro que mi madre dirá que cualquier persona sensata se habría detenido en los ocho —observó Gregory. Sonrió a Lucy y le preguntó—: ¿Quieres sostener a una?

Lucy sintió que el familiar torrente de amor maternal la inundaba.

—¡Ay, sí!

La comadrona la ayudó a incorporarse, y Lucy extendió los brazos para sostener a una de sus flamantes hijas.

—Está muy rosa —murmuró, apretando a la niña contra su pecho. La pequeña gritaba a todo pulmón. Lucy decidió que era un sonido maravilloso.

—El rosa es un color excelente —aseguró Gregory—. Es mi color de la suerte.

—Esta tiene mucha fuerza —observó Hyacinth, volviéndose de costado para que todos pudieran ver su dedo meñique atrapado en el diminuto puño de la niña.

—A ambas se las ve sanas —informó la comadrona—. Los mellizos no suelen serlo.

Gregory se inclinó para besar a Lucy en la frente.

—Soy un hombre muy afortunado —murmuró.

Lucy sonrió débilmente. Ella también se sentía afortunada, casi como por obra de un milagro, pero estaba demasiado cansada como para decir otra cosa que no fuera:

—Creo que ya terminamos. Por favor, dime que hemos terminado de tener hijos.

Gregory sonrió con dulzura.

—Hemos acabado —declaró—. O por lo menos, tanto como puedo asegurarlo.

Lucy asintió con gratitud. Tampoco ella estaba dispuesta a renunciar a las delicias del lecho matrimonial, pero tenía que existir algún método que detuviera el flujo constante de bebés.

—¿Qué nombres vamos a ponerles? —preguntó Gregory, haciéndole carantoñas a la pequeña que Hyacinth tenía en brazos.

Lucy hizo un gesto a la comadrona y le entregó a la niña para poder volverse a recostar. Sentía que le temblaban los brazos y no confiaba en poder sostener a su hija sin que se le cayera, aunque estuviera en la cama.

—¿No querías que fuera Eloise? —murmuró, cerrando los ojos. Habían llamado a todos sus hijos como sus hermanos: Katharine, Richard, Hermione, Daphne, Anthony, Benedict y Colin. Era evidente que la próxima niña se llamaría Eloise.

—Lo sé —dijo Gregory, y ella percibió la sonrisa en su voz—. Pero no contaba con que tendríamos dos.

En ese momento Hyacinth se volvió y exclamó:

—¡A la otra la llamaréis Francesca! —acusó.

—Bueno —dijo Gregory con tono de suficiencia—. Es la que sigue.

Hyacinth se quedó boquiabierta, y a Lucy no le habría extrañado que empezara a salirle humo de las orejas.

—No me lo puedo creer —dijo, ahora miraba con odio inequívoco a Gregory—. Tus hijos llevarán los nombres de todos los hermanos menos el mío.

—Ha sido una casualidad, te lo aseguro —dijo Gregory—. Estaba convencido de que Francesca también quedaría fuera.

—¡Hasta Kate tiene una tocaya!

—Kate desempeñó un papel clave para que nos enamoráramos —le recordó Gregory—. Mientras que tú atacaste a Lucy en la iglesia.

Lucy habría resoplado de risa si hubiera tenido la energía suficiente.

Sin embargo, a Hyacinth no le hizo tanta gracia.

—¡Ella se estaba casando con otro!

—Eres rencorosa, querida hermana. —Gregory se volvió a Lucy—. No lo olvida, ¿verdad? —Su marido había vuelto a sostener a una de las bebés, aunque Lucy no tenía idea de cuál de ellas era. Probablemente él tampoco—. Es preciosa —dijo, y alzó la mirada para sonreír a Lucy—. Aunque es pequeña. Creo que más pequeña de lo que fueron los otros.

—Los mellizos siempre son pequeños —declaró la comadrona.

—Ah, por supuesto —murmuró él.

—Dentro no parecían tan pequeñas —dijo Lucy. Intentó volver a sentarse para poder sostener a la otra niña, pero le fallaron los brazos—. Estoy muy cansada —dijo.

La comadrona frunció el ceño.

—No ha sido un parto tan largo.

—Había dos bebés —le recordó Gregory.

—Sí, pero ella ya ha dado a luz muchas veces —respondió la comadrona con voz enérgica—. Los partos son más fáciles cuantos más hijos se tienen.

—No me encuentro bien —dijo Lucy.

Gregory entregó la niña a una criada y la miró.

—¿Qué sucede?

—Está pálida —oyó que decía Hyacinth.

Pero no la oía bien. Su voz parecía metálica, como si hablara a través de un tubo largo y estrecho.

—¿Lucy? ¿Lucy?

Trató de responder. Pensó que estaba respondiendo. Pero no sabía si estaba moviendo o no los labios, y tampoco estaba oyendo su propia voz.

—Algo va mal —dijo Gregory. Parecía enfadado. Parecía asustado—. ¿Dónde está el doctor Jarvis?

—Se ha marchado —respondió la comadrona—. Había otro parto… la esposa del abogado.

Lucy trató de abrir los ojos. Quería mirar a Gregory, decirle que se encontraba bien. Pero no lo estaba. No le dolía exactamente; bueno, no más de lo que podía dolerte el cuerpo después de dar a luz un bebé. En realidad no podía describirlo. Simplemente se encontraba mal.

—¿Lucy? —La voz de Gregory se abrió paso a través de su aturdimiento—. ¡Lucy! —Él la tomó de la mano, la apretó y luego la sacudió.

Ella tenía ganas de tranquilizarlo, pero parecía que estaba muy lejos. Y la sensación de malestar se extendía por todo su cuerpo, deslizándose desde el vientre hacia las extremidades, hasta llegar a las puntas de los dedos de los pies.

No era tan malo si se mantenía perfectamente quieta. Quizá si se dormía…

—¿Qué le ocurre? —quiso saber Gregory. Detrás de él las recién nacidas chillaban, pero al menos se movían y su piel era rosada, mientras que Lucy…

—¿Lucy? —Intentó que su voz sonara urgente, pero solo le sonó aterrorizada—. ¿Lucy?

Lucy tenía el rostro pálido y los labios exangües. Todavía no estaba inconsciente, pero tampoco reaccionaba.

—¿Qué le ocurre?

La comadrona corrió a los pies de la cama y miró debajo de las mantas. Lanzó un pequeño grito y, cuando alzó la mirada, tenía el rostro casi tan ceniciento como el de Lucy.

Gregory miró hacia abajo, justo a tiempo para ver una mancha carmesí que se extendía por la sábana.

—Traedme más toallas —ordenó la comadrona con brusquedad.

Gregory no lo pensó dos veces antes de obedecerla.

—Necesitaré más —dijo con tono sombrío. Metió varias toallas debajo de las caderas de Lucy—. ¡Venga, vamos!

—Iré yo —dijo Hyacinth—. Tú quédate.

Hyacinth salió corriendo hacia el pasillo, dejando a Gregory con la comadrona, sintiéndose impotente e incompetente. ¿Qué clase de hombre se quedaba quieto mientras su esposa se desangraba?

Pero no sabía qué hacer. No sabía hacer nada excepto pasarle toallas a la comadrona, quien las metía debajo de Lucy con una fuerza brutal.

Abrió la boca para decir… algo. Puede que lograra decir una palabra. No lo supo. Quizá solo fue un único sonido, un ruido horrible y aterrorizado que surgía desde lo más profundo de su alma.

—¿Dónde están las toallas? —reclamó la comadrona.

Gregory asintió y corrió hacia el pasillo, aliviado por tener algo que hacer.

—¡Hyacinth! ¡Hyac…!

Lucy chilló.

—¡Ay, Dios mío! —Gregory se tambaleó y se apoyó en el marco de la puerta. No era la sangre. Era el grito. Jamás había oído a un ser humano emitir tal sonido.

—¿Qué le está haciendo? —quiso saber. Le tembló la voz mientras se alejaba de la pared. Le resultaba muy duro mirar, y más aún oír, pero quizá podría sostener la mano de Lucy.

—Manipulo su vientre —gruñó la comadrona. Presionaba hacia abajo con fuerza y luego retorcía. Lucy soltó otro grito y casi arrancó los dedos a Gregory.

—No creo que sea buena idea —dijo—. Está haciendo que salga más sangre. Ella no puede perder…

—Tendrá que confiar en mí —respondió la comadrona con voz áspera—. Ya he visto esto antes. Más veces de las que podría contar.

Gregory sintió que sus labios formaban la pregunta: ¿Y se salvaron? Pero no preguntó. La expresión de la comadrona era demasiado sombría. No quiso saber la respuesta.

A estas alturas los gritos de Lucy se habían transformado en gemidos, pero en cierto modo, eso fue aún peor. Su respiración era rápida y superficial, tenía los ojos cerrados con fuerza por el dolor que le causaba lo que le estaba haciendo la comadrona.

—Por favor, dile que pare —gimoteó.

Gregory miró con desesperación a la comadrona. Ahora usaba ambas manos, e introdujo una de ellas…

—¡Dios mío! —Se dio la vuelta. No podía mirar—. Tienes que dejar que ella te ayude —le dijo a Lucy.

—¡Aquí están las toallas! —exclamó Hyacinth, entrando en la habitación. Se detuvo en seco y miró a Lucy—. ¡Dios mío! —Su voz tembló—. ¿Gregory?

Cállate. —No quería oír a su hermana. No quería hablar con ella ni responder a sus preguntas. No quería saber. Por el amor de Dios, ¿no se daba cuenta de que él tampoco sabía lo que ocurría?

Y obligarlo a admitirlo en voz alta habría sido la forma más cruel de tortura.

—Me duele —gimió Lucy—. Me duele.

—Lo sé. Lo sé. Si pudiese hacerlo por ti, lo haría. Te lo juro. —Le tomó la mano entre las suyas, deseando transmitirle parte de su fuerza. Su agarre era cada vez más débil y solo le apretaba cuando la comadrona hacía un movimiento especialmente enérgico.

Hasta que la mano de Lucy se quedó flácida.

Gregory dejó de respirar. Miró a la comadrona horrorizado. La mujer todavía se encontraba al pie de la cama, su rostro era una máscara de seria determinación mientras trabajaba. Luego se detuvo, entrecerró los ojos y retrocedió un paso. No dijo nada.

Hyacinth se quedó inmóvil, con las toallas aún apiladas en los brazos.

—Qué… qué… —Pero su voz ni siquiera fue un murmullo, no tuvo fuerzas para completar su pensamiento.

La comadrona extendió una mano, tocando la cama ensangrentada cerca de Lucy.

—Creo que… eso es todo —anunció.

Gregory miró a su esposa, que yacía sobre el colchón muy quieta. Luego se volvió hacia la comadrona. Pudo ver que su pecho subía y bajaba al llenarlo con el aire que no se había permitido respirar mientras atendía a Lucy.

—¿A qué se refiere —preguntó, casi sin lograr que las palabras salieran de su boca— con que eso es todo?

—La hemorragia se ha detenido.

Gregory se volvió lentamente a Lucy. La hemorragia se había detenido. ¿Qué significaba eso? ¿Acaso no se detenían todas las hemorragias… tarde o temprano?

¿Por qué la comadrona se quedaba allí de pie? ¿No debería estar haciendo algo? ¿No debería él estar haciendo algo? ¿O Lucy…?

Gregory se volvió hacia la mujer con una angustia palpable.

—No está muerta —se apresuró a decir la comadrona—. Al menos, no lo creo.

—¿No lo cree? —repitió él, subiendo el tono de voz.

La comadrona se tambaleó hacia adelante. Estaba cubierta de sangre y parecía exhausta, pero a Gregory le importaba un comino si estaba a punto de desmayarse.

Ayúdela —reclamó.

La comadrona tomó la muñeca de Lucy y le buscó el pulso. Hizo un leve gesto de asentimiento cuando lo encontró, pero luego dijo:

—He hecho todo lo que he podido.

—No —replicó Gregory, porque se negaba a creer que eso fuera todo. Siempre había algo más que se podía hacer—. No —repitió—. ¡No!

—Gregory —dijo Hyacinth, tocándole el brazo.

Él la apartó.

—Haga algo —dijo, dando un paso amenazante hacia la comadrona—. Tiene que hacer algo.

—Ha perdido mucha sangre —explicó la mujer, apoyándose contra la pared—. Solo queda esperar. No tengo manera de saber cuál será el resultado. Algunas mujeres se recuperan. Otras… —Su voz se apagó. Tal vez porque no quiso decirlo. O quizá porque vio la expresión del rostro de Gregory.

Gregory tragó saliva. No solía perder los estribos; siempre había sido un hombre razonable. Pero el deseo de descargarse, de gritar o golpear las paredes, de encontrar alguna manera de juntar toda esa sangre y volver a metérsela a Lucy…

Apenas podía respirar de la impotencia.

Hyacinth se acercó a su lado en silencio. Su mano encontró la de él, y sin pensarlo, él entrelazó los dedos con los de ella. Esperó a que ella le dijera algo como: Se va a poner bien o Todo va a salir bien, solo ten fe.

Sin embargo, no lo hizo. Era Hyacinth, y nunca mentía. Pero estaba a su lado. Gracias a Dios que ella estaba allí.

Ella le apretó la mano, y él supo que su hermana se quedaría todo el tiempo que la necesitara.

Gregory miró a la comadrona pestañeando, tratando de encontrar la voz.

—¿Qué sucederá si…? —No—. ¿Qué sucederá cuando…? —preguntó con voz entrecortada—. ¿Qué debemos hacer cuando se despierte?

La comadrona miró primero a Hyacinth, lo que, por algún motivo, lo irritó.

—Ella estará muy débil —respondió.

—Pero ¿estará bien? —preguntó, prácticamente interrumpiéndola.

La comadrona lo observó con una expresión espantosa. Fue algo así como lástima. Pena. Y resignación.

—Es difícil de decir —respondió finalmente.

Gregory buscó en su rostro, desesperado por encontrar algo que no fuera una perogrullada o una respuesta a medias.

—¿Qué diablos significa eso?

La comadrona miró en una dirección que no fueron los ojos de Gregory.

—Podría producirse una infección. Sucede con frecuencia en casos como este.

—¿Por qué?

La comadrona parpadeó.

—¿Por qué? —Gregory prácticamente gritó. La mano de Hyacinth apretó la suya.

—No lo sé. —La comadrona retrocedió un paso—. Simplemente ocurre.

Gregory se volvió a Lucy, pues ya no podía seguir mirando a la comadrona. Estaba cubierta de sangre, la sangre de Lucy, y quizá no era su culpa, quizá no era culpa de nadie, pero no soportaba verla un instante más.

—El doctor Jarvis debe volver —dijo en voz baja, tomando la mano inerte de Lucy.

—Me ocuparé de ello —dijo Hyacinth—. Y haré que alguien venga a cambiar las sábanas.

Gregory no alzó la cabeza.

—Yo también me iré —dijo la comadrona.

Gregory no respondió. Oyó pasos que se movían por el suelo, seguidos del suave ruido de la puerta al cerrarse, pero mantuvo la mirada en el rostro de Lucy todo el tiempo.

—Lucy —murmuró, tratando de hacer que su voz sonara alegre—. La la la Lucy. —Era un estribillo tonto, que su hija Hermione había inventado cuando tenía cuatro años—. La la la Lucy.

Gregory le escudriñó el rostro. ¿Acababa de sonreír? Le pareció que su expresión había cambiado levemente.

—La la la Lucy. —Su voz tembló, pero persistió—. La la la Lucy.

Se sintió como un idiota. Sonaba como un idiota, pero no sabía qué otra cosa decir. Normalmente, nunca se quedaba sin palabras. Y menos con Lucy. Pero ahora… ¿qué se decía en un momento como ese?

Así que se quedó allí sentado durante lo que le parecieron horas, intentando recordar cómo respirar. Se tapó la boca cada vez que sentía que se aproximaba un sollozo, porque no quería que ella lo oyera. Permaneció sentado y trató desesperadamente de no pensar cómo sería su vida sin ella.

Lucy había sido su mundo entero. Luego tuvieron a los niños, y ella ya dejó de ser todo para él, y sin embargo, siempre fue el centro de su universo. El sol. Su sol, alrededor del cual giraban todas las cosas importantes.

Lucy. Ella era la muchacha que no se había percatado que adoraba hasta que casi fue demasiado tarde. Era tan perfecta, tan su otra mitad, que había estado a punto de pasarla por alto. Él había esperado un amor lleno de pasión y drama; jamás se le había ocurrido que el verdadero amor podía ser algo absolutamente cómodo y fácil.

Con Lucy podía estar sentado durante horas sin decir una sola palabra. O podían conversar como cotorras. Podía decir algo estúpido sin que a ella le importara. Podía hacerle el amor toda la noche o simplemente dormir acurrucado junto a ella.

No importaba. Nada de eso importaba porque ambos lo sabían.

—No puedo seguir adelante sin ti —soltó. Maldición, había estado una hora sin hablar, ¿y esto era lo primero que se le ocurría decir?—. A ver, sí que puedo, porque estaría obligado a hacerlo, pero será horrible, y, sinceramente, no lo haré tan bien como tú. Soy un buen padre, pero solo porque tú eres tan buena madre.

Si moría…

Cerró los ojos con fuerza, tratando de aplastar aquel pensamiento. Se había esforzado mucho por alejar esas palabras de su cabeza.

Dos palabras. Se suponía que «dos palabras» significaban Te amo. No…

Respiró hondo, estremeciéndose. Tenía que dejar de pensar de ese modo.

La ventana estaba entreabierta y entraba una suave brisa. Gregory oyó un alegre chillido desde fuera. Era uno de sus hijos, uno de los varones por el sonido de su voz. Estaba soleado, e imaginó que jugaban a las carreras en el jardín.

A Lucy le encantaba ver cómo corrían afuera. También le gustaba correr con ellos, incluso con un embarazo tan avanzado que la hacía moverse como un pato.

—Lucy —susurró, tratando de que no le temblara la voz—. No me dejes. Por favor, no me dejes.

—Ellos te necesitan más —sollozó, cambiando de posición para poder sostenerle la mano entre las suyas—. Los niños. Te necesitan más a ti. Sé que sabes que es verdad. Nunca lo dirías, pero lo sabes. Y yo te necesito. Creo que también lo sabes.

Pero ella no respondió. Ni siquiera se movió.

Aunque sí respiraba. Gracias a Dios, por lo menos respiraba.

—¿Papá?

Gregory se sobresaltó al oír la voz de su hija mayor y rápidamente se dio la vuelta, desesperado por tener un momento para recobrar la compostura.

—He ido a ver a las recién nacidas —dijo Katharine mientras entraba en la habitación—. La tía Hyacinth ha dicho que podía.

Él asintió; no confiaba en poder hablar.

—Son muy dulces —opinó Katharine—. Me refiero a las bebés, no a la tía Hyacinth.

Para su sorpresa, Gregory sintió que sonreía.

—No —dijo—. Nadie diría que la tía Hyacinth es dulce.

—Pero la adoro —se apresuró a decir Katharine.

—Lo sé —replicó Gregory, y por fin se dio la vuelta para mirarla. Así era su Katharine, siempre tan leal—. Yo también la adoro.

Katharine se adelantó unos pasos y se detuvo al pie de la cama.

—¿Por qué sigue durmiendo mamá?

Él tragó saliva.

—Está muy cansada, cielo. Se necesita mucha energía para tener un bebé. Y el doble de fuerzas para dos bebés.

Katharine asintió con solemnidad, aunque Gregory no tuvo claro si le había creído o no. La niña miraba a su madre con el entrecejo fruncido… no con preocupación, pero sí con mucha, mucha curiosidad.

—Está pálida —dijo por fin.

—¿Eso crees? —preguntó Gregory.

—Está blanca como la nieve.

Él pensaba lo mismo, pero trató de no parecer preocupado, así que solo dijo:

—Quizás esté un poco más pálida que de costumbre.

Katharine lo miró un momento y luego tomó asiento en la silla que había junto a él. Se sentó erguida, con las manos cuidadosamente plegadas sobre su regazo, y Gregory no pudo evitar maravillarse por el milagro que ella representaba. Hacía casi doce años, Katharine Hazel Bridgerton había venido a este mundo, convirtiéndolo en padre. Él supo, desde el instante en que la pusieron en sus brazos, que aquella era su única y auténtica vocación. Él era el hijo menor; no iba heredar ningún título ni tampoco servía para unirse al ejército o al clero. Su lugar en la vida era ser terrateniente.

Y padre.

La primera vez que miró a Katharine, cuando sus ojos todavía tenían ese color gris oscuro que tuvieron todos sus hijos al nacer, lo supo. Cuál era la razón de su existencia, cuál era su destino… en ese momento lo supo. Estaba allí para guiar a esta criatura milagrosa hacia la edad adulta, para protegerla y procurar su bienestar.

Gregory adoraba a todos sus hijos, pero siempre tendría un vínculo especial con Katharine, porque fue ella quien le enseñó aquello para lo que había nacido.

—Los demás quieren verla —manifestó. Estaba mirando hacia abajo, contemplado su pie derecho, balanceándose hacia atrás y adelante.

—Tu madre todavía necesita descansar, cielo.

—Lo sé.

Gregory esperó que siguiera hablando. Sabía que su hija no estaba diciendo lo que realmente pensaba. Tenía la sensación de que era Katharine quien quería ver a su madre. Quería sentarse junto a su cama, reírse tontamente y después explicarle hasta el último detalle de la caminata por el jardín que había hecho con su institutriz.

Los demás (los más pequeños) probablemente ni se habían dado cuenta de lo que pasaba.

Pero Katharine siempre había estado muy unida a Lucy. Eran como dos gotas de agua. Físicamente, no se parecían en nada: Katharine tenía un aspecto muy similar al de su tocaya, la cuñada de Gregory, la actual vizcondesa Bridgerton. No tenía ningún sentido, ya que no eran parientes consanguíneas, pero las dos Katharine tenían el mismo cabello oscuro y rostro ovalado. Los ojos no eran del mismo color, pero su forma era idéntica.

Sin embargo, por dentro, Katharine (su Katharine) era igual que Lucy. Adoraba el orden. Necesitaba que las cosas tuvieran armonía. Si hubiera podido contar a su madre el paseo por el campo del día anterior, habría comenzado por las flores que habían visto. No las habría recordado todas, pero sin duda habría sabido cuántas había de cada color. Y a Gregory no le habría sorprendido que la institutriz le dijera después que Katharine había insistido en caminar un kilómetro más para que el número de flores «rosas» fuera igual al de las «amarillas».

Proporción en todas las cosas, así era su Katharine.

—Mimsy dice que las bebés van a llamarse como la tía Eloise y la tía Francesca —observó Katharine después de balancear el pie treinta y dos veces.

(Lo había contado. Gregory no podía creer que lo hubiese contado. Cada vez se parecía más a Lucy).

—Mimsy tiene razón —respondió—, como siempre. —Mimsy era la niñera de sus hijos y, sin duda, una candidata a la santidad.

—No sabía cuáles serían los segundos nombres.

Gregory frunció el entrecejo.

—Creo que no nos dio tiempo a hablarlo.

Katharine observó a su padre con ojos decididos.

—¿Antes de que mamá necesitara dormir la siesta?

—Eh, sí —respondió George, mirando hacia otro lado. No se enorgullecía de haber apartado la vista, pero fue lo único que pudo hacer para no llorar delante de su hija.

—Creo que una de ellas debería llamarse Hyacinth —anunció Katharine.

Él asintió.

—¿Eloise Hyacinth o Francesca Hyacinth?

Katharine apretó los labios mientras pensaba, y luego respondió con firmeza:

—Francesca Hyacinth. Suena muy bien. Aunque…

Gregory esperó a que terminara de hablar y, como no lo hizo, insistió:

—¿Aunque…?

Suena un poco florido.

—No sé cómo puede evitarse con un nombre como Hyacinth.

—Es verdad —dijo Katharine, pensativa—. Pero ¿qué ocurrirá si no resulta ser dulce y delicada?

—¿Cómo tu tía Hyacinth? —murmuró. Había algunas cosas que era necesario decirlas.

—Ella es bastante tremenda —dijo Katharine sin un atisbo de sarcasmo.

—¿Tremenda o temible?

—Solo tremenda. La tía Hyacinth no es para nada temible.

—No se lo digas a ella.

Katharine parpadeó, sin comprender.

—¿Crees que ella quiere ser temible?

Además de tremenda.

—Qué raro —murmuró su hija. Luego levantó la mirada con los ojos especialmente brillantes—: Creo que a la tía Hyacinth le va a encantar que le pongan su nombre a una de las bebés.

Gregory sonrió. Una sonrisa real, no una simulada para que su hija se sintiera segura.

—Sí —respondió con voz queda—. Le encantará.

—Seguro que no pensaba que le tocaría —continuó Katharine— puesto que mamá y tú ibais en orden. Todos sabíamos que sería Eloise si era niña.

—¿Y quién podía imaginar que nacerían mellizas?

—Aun así —dijo Katharine— hay que tener en cuenta a la tía Francesca. Mamá habría tenido que dar a luz trillizos para que uno de ellos se llamara como la tía Hyacinth.

Trillizos. Gregory no era católico, pero le resultó difícil contener el impulso de persignarse.

—Y todas tendrían que haber sido niñas —agregó Katharine—. Una improbabilidad matemática.

—Ya lo creo —murmuró Gregory.

La niña sonrió. Él sonrió. Y se tomaron de las manos.

—Estaba pensando… —comenzó a decir Katharine.

—¿Qué, cielo?

—Si Francesca será Francesca Hyacinth, entonces Eloise debería ser Eloise Lucy. Porque mamá es la mejor madre del mundo.

Gregory luchó contra el nudo que se le hizo en la garganta.

—Sí —dijo con voz ronca—. Lo es.

—Seguro que a mamá le gustaría —dijo Katharine—. ¿No crees?

Se las arregló para asentir.

—Lo más probable es que nos diga que deberíamos haberle puesto a la bebé el nombre de otra persona. Es muy generosa.

—Lo sé. Por eso debemos hacerlo mientras aún está dormida. Antes de que pueda negarse. Porque se negará, estoy convencida.

Gregory se rio entre dientes.

—Dirá que no deberíamos haberlo hecho —repuso Katharine— pero en el fondo estará encantada.

A Gregory se le formó otro nudo en la garganta, pero este, gracias a Dios, fue producto del amor paterno.

—Creo que tienes razón.

Katharine sonrió satisfecha.

Le alborotó el cabello. Pronto sería demasiado mayor para estas demostraciones de cariño; le diría que no le estropeara el peinado. Pero por ahora le alborotaría el cabello todo lo que pudiera. La miró con una sonrisa.

—¿Cómo conoces tan bien a tu madre?

Su hija alzó la vista, mirándolo con indulgencia. Ya habían tenido esa conversación antes.

—Porque soy exactamente igual que ella.

—Exacto —coincidió Gregory. Siguieron agarrados de la mano durante un rato más, hasta que a él se le ocurrió algo—. ¿Lucy o Lucinda?

—Ah, Lucy —respondió Katharine, sabiendo de inmediato a qué se refería su padre—. En realidad ella no es una Lucinda.

Gregory suspiró y contempló a su esposa, aún dormida en la cama.

—No —dijo él con voz queda— no lo es. —Sintió la mano de su hija deslizarse en la suya, pequeña y cálida.

—La la la Lucy —dijo Katharine, y Gregory pudo percibir la sonrisa en la voz de la niña.

—La la la Lucy —repitió él. Y por increíble que pareciera, también percibió una sonrisa en su propia voz.

Unas horas más tarde, el doctor Jarvis regresó, cansado y despeinado, después de traer al mundo a otro bebé del pueblo. Gregory conocía bien al médico; Peter Jarvis acababa de terminar sus estudios cuando Gregory y Lucy decidieron irse a vivir cerca de Winkfield, y desde entonces, había sido el médico de la familia. Él y Gregory tenían casi la misma edad y habían compartido muchas cenas a lo largo de los años. La señora Jarvis también era una buena amiga de Lucy, y los hijos de ambos solían jugar juntos.

Sin embargo, en todos sus años de amistad, Gregory jamás había visto una expresión semejante en el rostro de Peter. Tenía los labios torcidos en las comisuras y no intercambiaron ninguna conversación trivial antes de que examinara a Lucy.

Hyacinth también estaba allí, pues había insistido en que su cuñada necesitaba el apoyo de otra mujer en la habitación.

—Como si alguno de vosotros pudiera entender los rigores del parto —había comentado con cierto desdén.

Gregory no había dicho ni una palabra. Solo se había hecho a un lado para dejar entrar a su hermana. Su feroz presencia tenía algo de reconfortante. O quizá de inspiración. Hyacinth irradiaba tanta fuerza; uno casi podía creer que podía obligar a Lucy a curarse.

Ambos se alejaron mientras el médico tomaba el pulso a Lucy y escuchaba su corazón. Y entonces, para consternación de Gregory, Peter la agarró del hombro y comenzó a sacudirla.

—¿Qué haces? —gritó Gregory, acercándose para intervenir.

—La despierto —respondió Peter con firmeza.

—Pero ¿no necesita descansar?

—Necesita todavía más despertarse.

—Pero… —Gregory no sabía por qué protestaba, y lo cierto era que no tenía importancia, porque Peter lo interrumpió para decirle:

—Por el amor de Dios, Bridgerton, necesitamos saber si ella es capaz de despertarse. —Volvió a sacudirla, y esta vez dijo con voz fuerte—: ¡Lady Lucinda! ¡Lady Lucinda!

—Ella no es Lucinda —se oyó decir a sí mismo. A continuación, se acercó y gritó—: ¿Lucy? ¿Lucy?

Ella cambió de posición y murmuró algo entre sueños.

Gregory miró a Peter con aspereza, con los ojos llenos de preguntas.

—A ver si puedes conseguir que te responda —indicó Peter.

—Déjame intentarlo —intervino Hyacinth enérgicamente. Gregory la observó mientras se inclinaba y le decía algo al oído a Lucy.

—¿Qué le has dicho? —preguntó.

Hyacinth sacudió la cabeza.

—No quieres saberlo.

—¡Ay, por el amor de Dios! —murmuró Gregory, empujándola a un lado. Levantó la mano de Lucy y la apretó con más fuerza que antes—. ¡Lucy! ¿Cuántos peldaños hay en la escalera trasera desde la cocina hasta la primera planta?

Lucy no abrió los ojos, pero emitió un sonido que él pensó que sonaba como…

—¿Has dicho quince? —le preguntó.

Ella resopló, y esta vez la oyó claramente.

—Dieciséis.

—¡Ah, gracias a Dios! —Gregory le soltó la mano y se dejó caer en la silla junto a la cama—. Bien —dijo—. Bien. Ella está bien. Se curará.

—Gregory… —Pero la voz de Peter no era nada reconfortante.

—Dijiste que teníamos que despertarla.

—Y lo hemos hecho —contestó Peter con voz tensa—. Y es una muy buena señal que lo hayamos conseguido. Pero eso no significa…

—No lo digas —le interrumpió Gregory en voz baja.

—Pero debes…

¡No lo digas!

Peter se calló. Simplemente se quedó de pie y lo miró con una expresión terrible. Una mezcla de lástima, compasión y pesar; nada de lo que uno querría ver en la cara de un médico.

Gregory se desplomó en la silla. Había hecho lo que le habían pedido. Había despertado a Lucy, aunque solo fuese un momento. Había vuelto a dormirse, ahora estaba acurrucada de lado, de espaldas a él.

—He hecho lo que me pediste —murmuró con voz queda. Volvió a mirar a Peter—. He hecho lo que me pediste —repitió, esta vez con más brusquedad.

—Lo sé —respondió Peter con suavidad—. Y no sabes lo tranquilizador que es que haya hablado. Sin embargo, eso no nos asegura nada.

Gregory intentó hablar, pero se le estaba cerrando la garganta. Esa horrible sensación de ahogo volvía a invadirlo y solo consiguió respirar. Si solo pudiera respirar y no hacer nada más, quizá podría evitar estallar en llanto frente a su amigo.

—El cuerpo necesita recuperar fuerzas después de una hemorragia —explicó Peter—. Puede que todavía duerma un poco más. Y podría… —Se aclaró la garganta—. Podría no volver a despertarse.

—Por supuesto que volverá a despertarse —dijo Hyacinth con dureza—. Lo ha hecho una vez, puede volver a hacerlo.

El médico le dirigió una mirada fugaz antes de volver la atención a Gregory.

—Si todo va bien, creo que podemos esperar una recuperación bastante normal. Podría tardar algún tiempo —advirtió—. No puedo saber con certeza cuánta sangre ha perdido. El cuerpo a veces necesita meses para rehidratarse.

Gregory asintió lentamente.

—Tu mujer va a estar débil una temporada. Creo que tendrá que quedarse en la cama por lo menos un mes.

—No le gustará.

Peter se aclaró la garganta con cierta vergüenza.

—Manda a alguien a buscarme si se produce algún cambio.

Gregory asintió sin hablar.

—No —replicó Hyacinth, adelantándose para cerrarle el paso—. Tengo más preguntas.

—Lo siento —respondió el médico con voz queda—. No tengo más respuestas.

Y ni siquiera Hyacinth pudo refutarle eso.

El amanecer dio paso a una mañana brillante e increíblemente alegre y Gregory se despertó en el cuarto de Lucy, aún sentado en la silla junto a la cama. Ella dormía, pero estaba inquieta, haciendo sus acostumbrados ruidos soñolientos cuando se movía. Y luego, inesperadamente, abrió los ojos.

—¿Lucy? —Gregory le asió la mano con tanta fuerza que tuvo que obligarse a ejercer menos presión.

—Tengo sed —dijo ella débilmente.

Él asintió y corrió a buscarle un vaso de agua.

—Me has hecho… Yo no podía… —Pero no pudo hablar más. La voz se le quebró en mil pedazos y lo único que salió fue un sollozo desgarrador. Se quedó inmóvil, de espaldas a ella, mientras trataba de calmarse. La mano le tembló; el agua le salpicó la manga.

Oyó que Lucy intentaba decir su nombre y supo que debía sobreponerse. Ella era la que había estado a punto de morir; no podía desmoronarse cuando su mujer lo necesitaba.

Tomó una profunda bocanada de aire. Y luego otra.

—Aquí tienes —dijo, tratando que su voz sonara alegre cuando se dio la vuelta. Le llevó el vaso, pero se dio cuenta de su error de inmediato. Ella estaba demasiado débil para sostener el vaso, y mucho más para incorporarse y sentarse.

Dejó el vaso sobre una mesa cercana, puso los brazos alrededor de ella y la ayudó a incorporarse con suavidad.

—Deja que te coloque las almohadas —murmuró, moviéndolas y ahuecándolas hasta que estuvo convencido de que tendría el apoyo necesario. Después le llevó el vaso a los labios y lo inclinó ligeramente. Lucy bebió un poco y se echó hacia atrás, respirando con fuerza debido al esfuerzo que había realizado para beber.

Gregory la observó en silencio. Solo había bebido unas gotas.

—Deberías beber más —dijo.

Ella asintió casi imperceptiblemente y dijo:

—Dame un segundo.

—¿Te resultaría más fácil con una cuchara?

Ella cerró los ojos y asintió débilmente.

Gregory miró a su alrededor. Alguien le había llevado té la noche anterior y no habían vuelto a recoger la bandeja. Probablemente para no molestarlo. Decidió que la celeridad era más importante que la limpieza, así que se hizo con la cuchara del azucarero. Luego pensó que también le vendría bien un poco de azúcar, así que se llevó el azucarero.

—Aquí tienes —murmuró, dándole una cucharada de agua—. ¿Quieres también un poco de azúcar?

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