Bridgerton: felices para siempre

Bridgerton: felices para siempre


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Lucy asintió, así que colocó un poco en su lengua.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó ella.

Él la miró, atónito.

—¿No lo recuerdas?

Ella parpadeó varias veces.

—¿He tenido una hemorragia?

—Una muy grande —farfulló él. No podía darle detalles. No quería describir la cantidad de sangre que había presenciado. No quería que ella lo supiera, y para ser sincero, él mismo prefería olvidarlo.

Ella arrugó la frente y giró la cabeza a un lado. Un momento después Gregory se dio cuenta de que intentaba mirar los pies de la cama.

—Hemos limpiado —dijo, y esbozó una leve sonrisa. Era típico de Lucy, asegurarse de que todo estuviera en orden.

Lucy asintió. Luego dijo:

—Estoy cansada.

—El doctor Jarvis ha dicho que estarás débil unos meses. Supongo que tendrás que quedarte en la cama durante algún tiempo.

Ella soltó un gruñido, pero fue un sonido muy apagado.

—Odio el reposo en la cama.

Él sonrió. Lucy era una mujer de acción; siempre lo había sido. Le gustaba arreglar cosas, hacer cosas, que todo el mundo estuviera feliz. La inactividad la mataba.

Una mala metáfora dadas las circunstancias. Pero era cierto.

Él se inclinó sobre ella con seriedad.

—Te quedarás en la cama, aunque tenga que atarte.

—No eres esa clase de persona —dijo ella con un leve gesto de la barbilla. Supuso que intentaba parecer despreocupada, pero por lo visto necesitaba demasiada energía para mostrarse atrevida. Lucy volvió a cerrar los ojos y soltó un suave suspiro.

—Una vez lo hice —dijo él.

Ella emitió un sonido extraño, que él pensó que podía tratarse de una risa.

—Lo hiciste, ¿verdad?

Él se inclinó y la besó en los labios con mucha dulzura.

—Acudí al rescate.

—Siempre acudes al rescate.

—No. —Él tragó saliva—. Esa eres tú.

Sus ojos se encontraron en una mirada profunda e intensa. Gregory sintió que algo se desgarraba en su interior y, durante un instante, estuvo seguro de que iba a volver a sollozar. Entonces, justo cuando sentía que se desmoronaba, ella se encogió de hombros y dijo:

—De todos modos, ahora no podría moverme.

Con la compostura más o menos recuperada, Gregory se levantó para coger una galleta de la bandeja de té.

—Recuérdalo dentro de una semana. —No le cabía la menor duda de que Lucy intentaría salir de la cama mucho antes de lo recomendado.

—¿Dónde están las bebés?

Gregory hizo una pausa, y luego se dio la vuelta.

—No lo sé —respondió lentamente. Por todos los cielos, se había olvidado de ellas por completo—. En el cuarto infantil, me imagino. Las dos son perfectas. De piel rosada, ruidosas y todo lo que se supone que deben ser.

Lucy sonrió débilmente y dejó escapar otro suspiro de cansancio.

—¿Puedo verlas?

—Por supuesto. Haré que alguien las traiga de inmediato.

—Pero al resto, no —dijo Lucy con la mirada triste—. No quiero que me vean así.

—Creo que estás preciosa —dijo él. Se acercó y se sentó al lado de la cama—. Creo que eres lo más hermoso que he visto jamás.

—Basta —dijo Lucy, pues nunca le había gustado recibir cumplidos. Pero se dio cuenta de que le estaban temblando los labios, en un gesto a medio camino entre la sonrisa y el llanto.

—Katharine vino a verte ayer —le contó Gregory.

Lucy abrió mucho los ojos.

—No, no, no te preocupes —se apresuró a decir él—. Le dije que solo estabas durmiendo. Y es lo que hacías. No está preocupada.

—¿Estás seguro?

Él asintió.

—Te llamó La la la Lucy.

Su mujer sonrió.

—Es maravillosa.

—Es igual que tú.

—No es por ese motivo que es maravi…

—Ese es exactamente el motivo —la interrumpió él con una sonrisa—. Y casi se me olvida: ha puesto nombres a las bebés.

—Creía que ya lo habías hecho tú.

—Es cierto. Ten, bebe un poco más de agua. —Se quedó callado un momento para que bebiera un poco. Distraerla sería la clave, decidió Gregory. Un poquito aquí y otro poquito allí, y así bebería un vaso de agua entero—. Katharine pensó en los segundos nombres. Francesca Hyacinth y Eloise Lucy.

—¿Eloise…?

—Lucy —concluyó él por ella—. Eloise Lucy. ¿No es precioso?

Para su sorpresa, ella no protestó. Simplemente asintió con un movimiento apenas perceptible y con los ojos inundados de lágrimas.

—Dijo que era porque eres la mejor madre del mundo —agregó con dulzura.

Entonces sí lloró; grandes lágrimas silenciosas rodaron por sus mejillas.

—¿Quieres que traiga ahora a las bebés? —le preguntó.

Ella asintió.

—Por favor. Y… —Hizo una pausa, y Gregory vio que tragaba saliva—. Y trae al resto también.

—¿Estás segura?

Lucy volvió a asentir.

—Si puedes ayudarme a incorporarme un poco más, creo que podré soportar los abrazos y besos.

Y todas las lágrimas que Gregory había intentado contener con tanto esfuerzo se le escaparon de los ojos.

—No se me ocurre nada mejor que te ayude a recuperarte más rápido. —Caminó hasta la puerta, pero cuando apoyó la mano en el picaporte, se dio la vuelta—. Te quiero, La la la Lucy.

—Yo también te quiero.

Lucy estaba segura de que Gregory debió advertir a los niños que se comportaran con decoro, pues cuando entraron en la habitación (en una adorable fila de mayor a menor, con las cabezas formando una encantadora escalera) lo hicieron en silencio y se colocaron junto a la pared con las manos cruzadas delante.

Lucy no tenía ni idea de quiénes eran esos niños. Sus hijos jamás se quedaban tan quietos.

—Me siento muy sola —dijo ella.

En ese momento, si Gregory no hubiera intervenido con un contundente: «¡Despacio!», se habría producido un asalto masivo a su cama.

Aunque, pensándolo bien, no fue tanto la orden verbal la que mantuvo a raya el caos, sino los brazos de su marido, que evitaron que por lo menos tres niños saltaran al colchón.

—Mimsy no me deja ver a las bebés —murmuró Ben, de cuatro años.

—Porque hace un mes que no te bañas —replicó Anthony, casi dos años mayor que él.

—¿Cómo es posible? —preguntó Gregory en voz alta.

—Es muy astuto —informó Daphne, que intentaba abrirse camino hasta Lucy, así que sus palabras quedaron amortiguadas.

—¿Cómo va a ser astuto con un olor como ese? —preguntó Hermione.

—Todos los días me revuelco entre las flores —replicó Ben con aire de superioridad.

Lucy se calló un momento, y luego decidió que era mejor no ahondar demasiado en lo que acababa de decir su hijo.

—Eh… ¿qué flores son esas?

—No son rosas —le respondió, como si no pudiera creer que se lo hubiera preguntado.

Daphne se inclinó hacia él y lo olió con cuidado.

—Peonías —anunció.

—No puedes saberlo solo con olerlo —observó Hermione con indignación. Las dos niñas se llevaban año y medio, y cuando no compartían secretos, reñían como…

Bueno, como las buenas Bridgerton que en realidad eran.

—Tengo muy buen olfato —explicó Daphne. Y levantó la mirada, esperando que alguien lo confirmara.

—El aroma de las peonías es inconfundible —confirmó Katharine. Se había sentado a los pies de la cama junto a Richard. Lucy se preguntó cuándo sus hijos mayores habían decidido que ya tenían edad suficiente para meterse entre las almohadas. Habían crecido tanto, todos ellos. Incluso el pequeño Colin ya no parecía un bebé.

—¿Mami? —dijo este con pena.

—Ven aquí, cielito —murmuró Lucy, extendiendo los brazos para abrazarlo. Era pequeño y regordete, con generosos mofletes y rodillas inseguras. Había estado convencida de que sería el último hijo que tendría. Ahora tenía dos más, arropadas en sus cunas, preparadas para convertirse en mujeres que hicieran honor a sus nombres.

Eloise Lucy y Francesca Hyacinth. Sin duda unos nombres potentes.

—Te quiero, mami —dijo Colin, mientras su tibia carita le buscaba la curva del cuello.

—Yo también te quiero —dijo Lucy con voz ahogada de emoción—. Os quiero a todos.

—¿Cuándo vas a salir de la cama? —quiso saber Ben.

—Aún no lo sé. Todavía estoy muy cansada. Podrían pasar algunas semanas.

—¿Algunas semanas? —repitió él, completamente horrorizado.

—Ya veremos —murmuró ella, y luego sonrió—. Ya me siento mucho mejor.

Y así era. Aún estaba cansada, mucho más de lo que recordaba haber estado nunca. Le pesaban los brazos y parecía que tenía dos troncos como piernas, pero sentía el corazón ligero y rebosante de amor.

—Os quiero a todos —anunció de pronto—. A ti —dijo a Katharine— y a ti, y a ti, y a ti, y a ti, y a ti, y a ti. Y también a las bebés que están en su cuarto.

—Ni siquiera las conoces aún —señaló Hermione.

—Sé que las quiero. —Miró a Gregory, que estaba junto a la puerta, donde ninguno de los niños pudiera verlo. Tenía el rostro surcado de lágrimas—. Y sé que te quiero —dijo con dulzura.

Él asintió, luego se enjugó el rostro con el dorso de la mano.

—Vuestra madre necesita descansar —anunció, y Lucy se preguntó si los niños habrían oído el temblor de su voz.

Si lo oyeron, no dijeron nada. Protestaron un poco, pero salieron en fila con el mismo decoro con el que entraron. Gregory fue el último, y asomó la cabeza en la habitación antes de cerrar la puerta.

—Volveré pronto —dijo.

Ella asintió en respuesta y luego volvió a hundirse en la cama.

—Os quiero a todos —repitió, disfrutando de la alegría que le provocaban aquellas palabras—. Os quiero a todos.

Y era verdad. Los quería.

Querido Gareth:

Todavía sigo en Berkshire. El nacimiento de las mellizas fue bastante traumático, y Lucy tiene que quedarse en la cama durante un mes por lo menos. Mi hermano dice que puede arreglárselas sin mí, pero esa es una mentira tan grande que hace hasta gracia. La misma Lucy me ha rogado que me quede; sin que él se entere, claro está; siempre hay que considerar la delicada sensibilidad de los hombres de nuestra especie. (Sé que me darás la razón en esto; incluso tú tienes que reconocer que las mujeres somos mucho más útiles para cuidar enfermos).

Es una suerte que haya estado aquí presente. No sé si Lucy habría sobrevivido al parto sin mi ayuda. Perdió mucha sangre, y hubo momentos en los que no sabíamos si volvería a despertarse. Tuve que decir a Lucy algunas cosas en privado. No recuerdo exactamente las palabras, pero quizá la amenazara con dejarla lisiada si no se despertaba. Y también es posible que lo enfatizara con un: «Sabes que lo haré».

Por supuesto, lo dije dando por sentado que ella estaría demasiado débil para darse cuenta de que dicha amenaza era contradictoria: si no se despertaba, no tenía mucho sentido dejarla lisiada.

Ahora te estarás riendo de mí, estoy segura. Sin embargo, cuando se despertó, me miró con cautela y murmuró un muy sincero «Gracias».

Así que me quedaré por aquí un poco más. Pero te echo muchísimo de menos. En momentos como este recordamos lo que es verdaderamente importante. Hace poco, Lucy anunció que quería a todo el mundo. Creo que ambos sabemos que yo nunca tendré paciencia para eso, pero sin lugar a dudas, te quiero. Y la quiero a ella. Y a Isabella y a George. Y a Gregory. En realidad, a muchas personas.

Soy una mujer afortunada, ya lo creo.

Tu amada esposa,

Hyacinth

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