Bridgerton: felices para siempre

Bridgerton: felices para siempre


El esplendor de Violet » Una novela corta

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El esplendor de Violet
Una novela corta

Surrey, Inglaterra

1774

—¡Violet Elizabeth! ¿Qué diablos crees que estás haciendo?

Cuando oyó la voz indignada de su institutriz, Violet Ledger se detuvo y consideró sus opciones. No parecía que tuviera muchas probabilidades de exculparse del todo; después de todo, la habían sorprendido con las manos en la masa.

O más bien, en la tarta. Tenía en sus manos una tarta de zarzamora que desprendía un aroma impresionante, y el relleno aún tibio había comenzado a salirse por encima del borde de la bandeja.

—Violet… —La voz severa de la señorita Fernburst se acercaba.

Podía decir que tenía hambre. La señorita Fernburst sabía muy bien que Violet se volvía loca con los dulces. No era tan descabellado que estuviera huyendo con una tarta entera, para comérsela…

¿Pero dónde? Violet se puso a pensar con rapidez. ¿Dónde podía ir con una tarta entera de zarzamora? A su habitación, no; jamás podría ocultar la prueba del delito. La señorita Fernburst jamás creería que Violet era tan tonta como para hacer algo semejante.

No, si robaba una tarta para comérsela, se la llevaría afuera. Y ahí era justo donde se dirigía. Aunque no precisamente para comérsela.

Todavía podía convertir aquella mentira en verdad.

—¿Quiere un poco de tarta, señorita Fernburst? —le ofreció Violet con dulzura. Sonrió y batió las pestañas, consciente de que, a pesar de tener ocho años y medio, no parecía que tuviera más de seis. La mayor parte del tiempo le molestaba; al fin y al cabo, a nadie le gustaba que la vieran como a una niña pequeña. Sin embargo, no tenía ningún problema en utilizar su corta estatura para su propio beneficio cuando le convenía.

—Voy a hacer un pícnic —explicó Violet.

—¿Con quién? —preguntó la señorita Fernburst con desconfianza.

—Ah, con mis muñecas. Mette, Sonia, Francesca, Fiona Marie y… —Violet recitó una lista completa de nombres, inventándoselos a medida que los pronunciaba. Aunque sí era cierto que tenía una cantidad absurda de muñecas. Al ser la única niña de su generación en la familia, a pesar de tener un montón de tías y tíos, normalmente la colmaban de regalos. Siempre recibían alguna visita en Surrey (la proximidad a Londres era demasiado conveniente e irresistible para cualquiera), y parecía que las muñecas eran el obsequio du jour.

Violet sonrió. La señorita Fernburst habría estado orgullosa de ella por haber pensado en francés. Lástima que no pudiera mostrárselo.

—Señorita Violet —dijo la señorita Fernburst con severidad—. Tiene que devolver esa tarta a la cocina de inmediato.

—¿Entera?

—Por supuesto que debe devolverla entera —dijo la señorita Fernburst con voz exasperada—. Ni siquiera tiene utensilios para cortar una porción. Ni para comérsela.

Era verdad. Aunque las intenciones de Violet con la tarta no requerían utensilios de ninguna clase. Pero como ya estaba metida en un lío, no le importó seguir cavando su propia tumba al responder:

—No podía llevarlo todo. Iba a regresar para buscar una cuchara.

—¿Y dejar la tarta en el jardín para que la devoraran los cuervos?

—Pues no había pensado en eso.

—¿En qué no habías pensado? —resonó una voz profunda, que solo podía pertenecer a su padre. El señor Ledger se acercó a ellas—. Violet, ¿qué diablos haces en la sala de estar con una tarta?

—Eso es precisamente lo que estoy tratando de averiguar —dijo la señorita Fernburst toda tiesa.

—Bueno… —Violet evadió la respuesta, tratando de no mirar con nostalgia las puertas de cristal que daban al jardín. Su situación era cada vez peor. Nunca había podido mentirle a su padre. Él se daba cuenta de todo. No sabía cómo lo hacía; debía de tratarse de algo que le notaba en la mirada.

—Ha dicho que va a hacer un pícnic en el jardín con sus muñecas —informó la señora Fernburst.

—De verdad. —No era una pregunta sino una afirmación. Su padre la conocía demasiado bien como para hacerle esa pregunta.

Violet asintió con la cabeza. Bueno, fue un gesto muy sutil. O más bien, un movimiento de la barbilla.

—Porque siempre les das comida de verdad a tus juguetes —prosiguió su padre.

Violet calló.

—Violet —dijo su padre con tono severo—, ¿qué pensabas hacer con esa tarta?

—Ehh… —Parecía que no podía dejar de mirar un punto en el suelo a dos metros a su izquierda.

¿Violet?

—Solo iba a tender una pequeña trampa —murmuró.

—¿Una pequeña qué?

—Una trampa. Para ese niño Bridgerton.

—Para… —Su padre rio entre dientes. Violet se dio cuenta de que en realidad no quería reírse, porque vio como se tapaba la boca con la mano y tosía antes de volver a poner gesto serio.

—Él es horrible —se quejó antes de que pudiera regañarla.

—Ah, no es un muchacho tan malo.

—Es espantoso, papá. Sabes que lo es. Y ni siquiera vive aquí en Upper Smedley. Solo está de visita. Cualquiera creería que sabría comportarse con educación… su padre es vizconde, pero…

—Violet…

—No es un caballero —sentenció con desprecio.

—Tiene nueve años.

—Diez —Violet lo corrigió con tono remilgado—. Y creo que un niño de diez años debería saber cómo comportarse como un buen invitado.

—Él no es nuestro invitado —señaló su padre—. Visita a los Millerton.

—De todos modos… —replicó Violet. Cómo le habría gustado cruzarse de brazos, pero seguía sosteniendo la maldita tarta.

Su padre esperó a que Violet terminara la frase. Pero no lo hizo.

—Entrégale la tarta a la señorita Fernburst —ordenó su padre.

—Ser un buen invitado implica no portarse de forma espantosa con los vecinos —protestó Violet.

—La tarta, Violet.

Ella se la entregó a la señorita Fernburst a quien, a decir verdad, no parecía que le hiciera mucha gracia recibirla.

—¿La llevo a la cocina? —inquirió la institutriz.

—Sí, por favor —respondió el padre de Violet.

Violet esperó hasta que la señorita Fernburst desapareció doblando una esquina, y luego miró a su padre con expresión contrariada.

—Él me puso harina en el pelo, padre.

—¿Te puso una cinta de muselina en el pelo? —dijo su padre—. ¿A las niñas no les gusta eso?

—¡Harina, papá! ¡Harina! ¡Lo que se usa para hacer tartas! La señorita Fernburst estuvo veinte minutos lavándome el pelo para poder quitármela. ¡Y no te rías!

—¡No me río!

—Sí —acusó ella—. Quieres reírte. Lo veo en tu cara.

—Solo tengo curiosidad por saber cómo se las ingenió ese jovencito.

—No lo sé —replicó Violet. Eso era lo peor. La había cubierto con harina y todavía no sabía cómo lo había logrado. Violet estaba andando por el jardín, y de repente se tropezó y…

¡Puf! Harina por todas partes.

—Bueno —dijo su padre con naturalidad—, creo que se marcha el fin de semana. Así que no tendrás que soportar su presencia mucho más tiempo. En realidad en absoluto —agregó—. No esperamos visita de los Millerton esta semana, ¿verdad?

—Tampoco esperábamos su visita ayer —respondió Violet— y sin embargo consiguió cubrirme de harina.

—¿Cómo sabes que fue él?

—Ah, lo sé —respondió ella con tono sombrío. Mientras escupía, tosía y agitaba las manos para dispersar la nube de harina, oyó la risa de triunfo del niño. Si no hubiera tenido tanta harina en los ojos, probablemente también lo habría visto sonreír de esa manera tan típica de él.

—Me pareció un muchacho muy agradable el lunes, cuando él y Georgie Millerton vinieron a tomar el té.

—No lo fue cuando no estabas en la habitación.

—Ah. Bueno… —Su padre hizo una pausa y frunció los labios, pensativo—. Lamento tener que decirlo, pero es una lección que aprenderás pronto. Los muchachos son horribles.

Violet pestañeó.

—Pero… pero…

El señor Ledger se encogió de hombros.

—Estoy seguro de que tu madre estará de acuerdo conmigo.

—Pero fuiste un muchacho.

—Y fui horrible, te lo aseguro. Pregúntale a tu madre.

Violet lo miró, incrédula. Era cierto que sus padres se conocían desde pequeños, pero no podía creer que su padre alguna vez se hubiera portado mal con su madre. Ahora era tan cariñoso y atento con ella. Siempre estaba besándole la mano y sonriéndole con la mirada.

—Seguro que le gustas —dijo el señor Ledger—. Al muchacho Bridgerton —aclaró, como si fuera necesario.

Violet soltó un grito de espanto.

—¡No es verdad!

—Quizá no —repuso su padre con simpatía—. Tal vez sea simplemente horrible. Pero es probable que piense que eres bonita. Así se comportan los niños cuando creen que una niña es guapa. Y ya sabes que yo creo que eres preciosa.

—Tú eres mi padre —observó ella, mirándolo con impaciencia. Todo el mundo sabía que los padres tenían la obligación de creer que sus hijas eran guapas.

—Te diré una cosa —dijo su padre, inclinándose y tocándole suavemente la barbilla—. Si ese niño Bridgerton… ¿cómo has dicho que se llama?

—Edmund.

—Edmund, sí, por supuesto. Si Edmund Bridgerton vuelve a molestarte, me enfrentaré a él en persona y defenderé tu honor.

—¿En un duelo? —preguntó Violet, horrorizada y encantada al mismo tiempo.

—A muerte —confirmó su padre—. O puede que solo mantenga una conversación con él. Preferiría no ir a la horca por atravesar con la espada a un niño de nueve años.

—Diez —lo corrigió Violet.

—Diez. Parece que sabes muchas cosas sobre el joven Bridgerton.

Violet abrió la boca para defenderse porque, después de todo, era inevitable que supiera algunas cosas sobre Edmund Bridgerton; el lunes la habían obligado a sentarse en la misma sala con él durante dos horas. Sin embargo, se dio cuenta de que su padre se estaba burlando de ella. Y si decía algo más, no la dejaría en paz.

—¿Puedo volver a mi cuarto ahora? —preguntó con recato.

Su padre asintió.

—Pero esta noche no tendrás postre.

Violet abrió la boca.

—Pero…

—Nada de discusiones, por favor. Esta tarde estabas dispuesta a sacrificar la tarta. No me parece correcto que tengas derecho a un trozo ahora que no pudiste llevar a cabo tu cometido.

Violet apretó los labios en una línea terca. Asintió de mala gana y fue hacia la escalera.

—Odio a Edmund Bridgerton —murmuró.

—¿Qué has dicho? —dijo su padre.

—¡Odio a Edmund Bridgerton! —gritó—. ¡Y me tiene sin cuidado quién lo sepa!

Su padre rio, y eso la enfureció aún más.

Los niños eran realmente horribles. Pero sobre todo Edmund Bridgerton.

Londres

Nueve años después

—Te aseguro, Violet —dijo la señorita Mary Filloby con una certeza poco convincente— que es una suerte que no seamos unas bellezas deslumbrantes. Todo sería más complicado.

¿Complicado en qué sentido? quiso preguntarle Violet. Porque desde donde ella estaba sentada (junto a la pared, con las muchachas que pasaban inadvertidas, observando a las jóvenes que no pasaban inadvertidas), ser una belleza deslumbrante no parecía algo tan malo.

Pero ni siquiera preguntó. No necesitó hacerlo. Mary solo respiró una vez antes de implorar:

—Mírala. ¡Mírala!

Violet ya la estaba mirando.

—Tiene ocho hombres revoloteando a su alrededor —dijo Mary con una rara mezcla de admiración y disgusto en la voz.

—Yo cuento nueve —murmuró Violet.

Mary se cruzó de brazos.

—Me niego a incluir a mi propio hermano.

Suspiraron juntas, con los cuatro ojos clavados en lady Begonia Dixon quien, con su boca perfecta y rosa, ojos azul cielo y hombros perfectamente curvados, había hechizado a la mitad de la población masculina de la sociedad de Londres a pocos días de su llegada a la ciudad. Seguro que su cabello también sería glorioso, pensó Violet, contrariada. Gracias a Dios que existían las pelucas. Con ellas todas las mujeres eran iguales y permitían que las jóvenes con cabello rubio apagado pudieran competir con las que lucían rizos dorados y brillantes.

No era que a Violet le molestara su cabello rubio apagado. Era bastante aceptable. Y hasta sedoso. Lo único que no era rizado ni dorado.

—¿Cuánto tiempo llevamos aquí sentadas? —preguntó Mary en voz alta.

—Tres cuartos de hora —calculó Violet.

—¿Tanto tiempo?

Violet asintió con desánimo.

—Me temo que sí.

—No hay suficientes hombres —opinó Mary. Su voz había perdido intensidad y tenía un toque de desaliento. Pero era cierto. No había suficientes hombres. Muchos habían partido a luchar en las colonias, y demasiados no habían regresado. Si a eso se le agregaba la complicación que representaba lady Begonia Dixon (estaba acaparando la atención de nueve hombres solo para ella, pensó Violet de mal humor), la escasez era sin duda nefasta.

—En toda la noche solo he bailado una vez —observó Mary. Hizo y una pausa, y luego—: ¿Y tú?

—Dos veces —confesó Violet—. Pero una fue con tu hermano.

—Ah. Entonces no cuenta.

—Sí que cuenta —replicó Violet. Thomas Filloby era un caballero con dos piernas y todos sus dientes, y en lo que a ella se refería, sí contaba.

—Ni siquiera te gusta mi hermano.

No había nada que decir que no fuera grosero o una mentira, así que Violet solo hizo un gracioso y leve movimiento con la cabeza que podía interpretarse de uno u otro modo.

—Ojalá tuvieras un hermano —dijo Mary.

—¿Para que te invitara a bailar?

Mary asintió.

—Lo lamento. —Violet esperó un momento; pensó que Mary le diría «Tú no tienes la culpa», pero su amiga por fin había dejado de prestar atención a lady Begonia Dixon y ahora miraba atentamente a alguien que estaba junto a la mesa de limonadas.

—¿Quién es ese? —preguntó Mary.

Violet inclinó la cabeza a un lado.

—El duque de Ashbourne, creo.

—No, él no —dijo Mary con impaciencia—. El que está al lado.

Violet sacudió la cabeza.

—No sé. —No podía ver bien al caballero en cuestión, pero estaba segura de que no lo conocía. Era alto, aunque no demasiado, y estaba dotado con la gracia atlética de un hombre que se sentía perfectamente cómodo con su propio cuerpo. No necesitaba verle la cara de cerca para saber que era apuesto porque, aunque no fuera elegante o su rostro no fuera el sueño de ningún Miguel Ángel, seguiría siendo apuesto.

Tenía confianza en sí mismo, y los hombres seguros de sí mismos siempre eran apuestos.

—Es nuevo —comentó Mary.

—Dale unos minutos —dijo Violet con ironía—. Enseguida descubrirá a lady Begonia.

Pero, por increíble que pareciera, el caballero en cuestión no parecía estar prestando atención a lady Begonia. Se paseó por la mesa de limonadas, bebió seis tazas y luego se acercó a los aperitivos y engulló una cantidad sorprendente de comida. Violet no sabía por qué estaba tan pendiente de los movimientos del caballero por el salón, excepto que era una persona nueva, y que ella estaba aburrida.

Y también porque era joven. Y apuesto.

Pero sobre todo porque estaba aburrida. A Mary la había sacado a bailar un primo tercero, así que Violet se quedó sola en su silla, sin nada que hacer excepto contar el número de canapés que comía el caballero nuevo.

¿Dónde estaba su madre? Seguro que ya era hora de marcharse. El aire estaba muy cargado, hacía calor y no parecía que fuera a bailar una tercera vez. Además…

—¡Hola! —dijo una voz—. Yo la conozco.

Violet pestañeó y levantó la mirada. ¡Era él! El caballero famélico que había devorado doce canapés.

No tenía ni idea de quién era.

—Es la señorita Violet Ledger —dijo.

La señorita Ledger en realidad, ya que no tenía ninguna hermana mayor; sin embargo, no lo corrigió. El hecho de que hubiera usado su nombre completo parecía indicar que la conocía desde hacía un tiempo, o que la había conocido hacía mucho tiempo.

—Lo lamento —murmuró ella, pues nunca se le había dado bien fingir que sabía quién era alguien—. Yo…

—Edmund Bridgerton —dijo él con una sonrisa amable—. Nos conocimos hace muchos años. Yo estaba de visita en casa de George Millerton. —Miró alrededor de la habitación—. ¿Lo ha visto? Se supone que debería estar aquí.

—Eh, sí —respondió Violet, algo sorprendida ante la sociable amabilidad del señor Bridgerton. Las personas de Londres no solían ser tan simpáticas. No era que a ella le preocupara la simpatía. Solo tenía que acostumbrarse.

—Se suponía que nos encontraríamos aquí —observó el señor Bridgerton con aire distraído, mirando a su alrededor.

Violet se aclaró la garganta.

—Está aquí. He bailado con él hace un rato.

El señor Bridgerton se quedó pensativo un momento y después se dejó caer en la silla que había junto a ella.

—Creo que la última vez que la vi tenía diez años.

Violet intentaba recordar.

Le vio sonreír por el rabillo del ojo.

—Yo le lancé mi bomba de harina.

Violet lanzó un pequeño grito.

—¿Fue usted?

Él volvió a sonreír.

—Ahora sí me recuerda.

—Había olvidado su nombre —respondió ella.

—Estoy devastado.

Violet se retorció en su asiento, sonriendo a pesar de sí misma.

—Estaba tan enfadada…

Él comenzó a reír.

—Debería haberse visto la cara.

—No podía ver nada. Tenía harina en los ojos.

—Me sorprendió que no se vengara.

—Lo intenté —le aseguró Violet—. Mi padre me descubrió.

Él asintió, como si tuviera experiencia con ese tipo particular de frustración.

—Espero que fuera algo extraordinario.

—Creo que tenía algo que ver con una tarta.

Él asintió con aprobación.

—Habría sido genial —dijo ella.

Él enarcó una ceja.

—¿De fresas?

—Zarzamoras —dijo con voz diabólica de solo recordarlo.

—Aún mejor. —Él se reclinó en su asiento, poniéndose cómodo. Tenía una actitud tan ágil y relajada, como si se adaptara perfectamente a cualquier situación. Su postura era tan correcta como la de cualquier caballero, y sin embargo…

Era diferente.

Violet no sabía cómo describirlo, pero había algo en él que hacía que se sintiera cómoda. Feliz. Libre.

Porque lo era. Solo necesitó un minuto junto a él para darse cuenta de que Edmund Bridgerton era la persona más libre y feliz que conocía.

—¿Tuvo oportunidad de utilizar el arma? —le preguntó él.

Ella lo miró extrañada.

—La tarta —le recordó él.

—Ah, no. Mi padre me habría cortado la cabeza. Además, no tenía a nadie a quien atacar.

—Seguro que podría haber encontrado una razón para atacar a Georgie —observó el señor Bridgerton.

—No ataco si no me provocan —manifestó Violet con lo que esperó que fuera una sonrisa coqueta y traviesa—, y Georgie Millerton jamás me tiró harina.

—Una dama ecuánime —opinó el señor Bridgerton—. La mejor clase de damas.

Violet sintió que las mejillas le ardían sobremanera. Gracias a Dios el sol ya casi se había puesto y no entraba mucha luz por las ventanas. Con solo las velas parpadeantes para iluminar el salón, él no se daría cuenta de lo colorada que se había puesto.

—¿Ningún hermano o hermana que provocara su ira? —preguntó el señor Bridgerton—. Es una lástima que una tarta tan buena no se desperdiciara.

—Si mal no recuerdo —respondió Violet— no se desperdició.

Esa noche todo el mundo comió un trozo excepto yo. De todos modos, no tengo hermanos ni hermanas.

—¿De verdad? —Arrugó la frente—. Es raro que no recuerde eso de usted.

—¿Recuerda mucho? —preguntó ella con recelo—. Porque yo…

—¿No? —Él finalizó por ella, y se echó a reír—. No se preocupe. No lo tomo como un insulto. Yo nunca olvido un rostro. Es un don y una maldición.

Violet pensó en todas las veces, esa incluida, que no se había acordado del nombre de la persona que tenía delante.

—¿Cómo puede considerar eso una maldición?

Él se inclinó hacia adelante con un seductor movimiento de la cabeza.

—Me rompe el corazón que las damas bonitas no recuerden cómo me llamo.

—¡Ah! —Violet sintió que se ruborizaba—. Lo lamento mucho, pero es inevitable, hace tanto tiempo, y…

—Basta —dijo él, riéndose—. Era una broma.

—Ah, por supuesto. —Ella apretó los dientes. Por supuesto que estaba bromeando. Cómo podía haber sido tan tonta como para no darse cuenta. Aunque…

¿Había dicho que era bonita?

—Me estaba diciendo que no tiene hermanos —continuó él, retomando con destreza el tema anterior. Por primera vez, Violet sintió que le prestaba toda su atención. No estaba pendiente de la gente, buscando a George Millerton. La miraba a ella, directamente a los ojos, y era algo espectacular.

Tragó saliva y recordó la pregunta que acababa de hacerle dos segundos después de lo que era conveniente para disfrutar de una conversación fluida.

—No tengo hermanos —dijo, hablando con demasiada rapidez para compensar la demora—. Fui una niña complicada.

Él la miró con ojos desorbitados, casi con emoción.

—¿De verdad?

—No, me refiero a que fui un bebé complicado. En el parto. —Cielo santo, ¿dónde estaba su locuacidad?—. El médico le aconsejó a mi madre que no tuviera más hijos. —Tragó saliva, deprimida, decidida a recuperar su inteligencia—. ¿Y usted?

—¿Y yo? —bromeó él.

—¿Tiene hermanos?

—Tres. Dos hermanas y un hermano.

La idea de tener a tres personas más con las que haber compartido su solitaria niñez de pronto le pareció maravillosa.

—¿Están muy unidos? —quiso saber.

Él se quedó pensativo un momento.

—Supongo que sí. En realidad, nunca me he parado a pensarlo. Hugo es todo lo contrario a mí; aun así, lo considero mi mejor amigo.

—¿Y sus hermanas? ¿Son mayores o menores?

—Una de cada. Billie tiene siete años más que yo. Por fin se ha casado, así que no la veo mucho, pero Georgiana es un poco más joven que yo. Probablemente tenga la misma edad que usted.

—Entonces, ¿no está aquí, en Londres?

—La presentarán en sociedad el año que viene. Mis padres dicen que todavía tienen que recuperarse del debut de Billie.

Violet sintió que enarcaba las cejas, pero sabía que no debía…

—Adelante, pregunte —la animó él.

—¿Qué hizo? —inquirió de inmediato.

Él se inclinó y la miró con una chispa de conspiración en los ojos.

—Nunca he sabido todos los detalles, pero escuché algo relacionado con un incendio.

Violet contuvo el aliento… con sorpresa y admiración.

—Y con un hueso roto —agregó.

—Ay, pobrecita.

—No el de ella.

Violet ahogó una risa.

—Ay, no. No debería…

—Puede reírse —dijo él.

Y eso fue lo que hizo. Una risa fuerte y hermosa escapó de su garganta, y cuando se dio cuenta de que la gente la miraba, no le importó.

Permanecieron sentados unos momentos; el silencio entre ellos fue tan agradable como un amanecer. Violet contempló a los caballeros y a las damas que bailaban frente a ella; de algún modo supo que, si se atrevía a darse la vuelta y mirar al señor Bridgerton, nunca más podría dejar de mirarlo.

La música llegó a su fin, pero cuando bajó la vista se dio cuenta de que continuaba siguiendo el compás con los pies. Él también, y entonces…

—Señorita Ledger, ¿le gustaría bailar?

Se volvió hacia él, y lo miró. Y se dio cuenta de que era verdad; que no iba a poder dejar de mirarlo. Ni a él ni a la vida que se extendía frente a ella, tan perfecta y bella como la tarta de zarzamoras de tantos años atrás.

Ella aceptó su mano y la sintió como una promesa.

—Nada me gustaría más.

En algún lugar de Sussex

Seis meses más tarde

—¿Adónde vamos?

Hacía ocho horas que se había convertido oficialmente en Violet Bridgerton, y hasta ahora le gustaba muchísimo su nuevo apellido.

—Ah, es una sorpresa —repuso Edmund, con una sonrisa feroz desde el otro lado del carruaje.

Bueno, no exactamente desde el otro lado del carruaje. Ella prácticamente estaba sentada en su regazo.

Y… ahora estaba sentada en su regazo.

—Te quiero —dijo su flamante marido, riendo ante el grito de sorpresa de ella.

—No tanto como yo a ti.

Él le lanzó su mejor mirada condescendiente.

Crees que sabes de lo que estás hablando.

Ella sonrió. No era la primera vez que tenían esa conversación.

—Muy bien —admitió él—. Quizá me quieras más, pero yo te querré mejor. —Esperó un momento—. ¿No vas a preguntar qué significa?

Violet pensó en todas las maneras en las que él ya la había querido. No se habían anticipado a los votos matrimoniales, pero tampoco habían sido precisamente castos.

Ella decidió que era mejor no preguntar.

—Solo dime adónde nos dirigimos —dijo en cambio.

Él se echó a reír, rodeándola con un brazo.

—A nuestra luna de miel —murmuró él.

Violet sintió las palabras deslizándose cálidas y deliciosas sobre su piel.

—Pero ¿adónde?

—Todo a su debido tiempo, mi querida señora Bridgerton. Todo a su debido tiempo.

Ella intentó regresar a su lado del carruaje (era lo que correspondía, se recordó a sí misma) pero él no se lo permitió y la retuvo con el brazo.

—¿Adónde crees que vas? —refunfuñó él.

—¡Eso es justo lo que no sé!

Edmund se echó a reír al oírla, soltando una carcajada sonora, efusiva, y perfecta, reconfortante al máximo. Su marido era un hombre feliz y la hacía muy feliz. La madre de Violet había dicho que él era demasiado joven, que debería haberse casado con un caballero más maduro, preferiblemente alguien que ya estuviera en posición de un título. Sin embargo, desde ese primer momento perfecto que compartieron en el salón de baile, cuando sus manos se entrelazaron y ella lo miró a los ojos por primera vez, Violet no pudo imaginar otra vida con nadie que no fuera Edmund Bridgerton.

Él era su otra mitad, su complemento perfecto. Serían jóvenes juntos, y después envejecerían juntos. Se tomarían de la mano y se mudarían al campo, y tendrían hijos, muchos hijos.

No quería un hogar solitario para sus hijos. Quería una multitud. Una pandilla. Quería ruido y risas, y todo lo que Edmund le hacía sentir, con aire fresco, tartas de fresas y…

Bueno, también algún que otro viaje a Londres. Ella no era tan rústica como para no desear que sus vestidos los confeccionara Madame Lamontaine. Y por supuesto, no podía pasar un año entero sin visitar la ópera. Pero aparte de eso (y de alguna que otra fiesta; le gustaba tener compañía) quería ser madre.

Lo deseaba con todas sus fuerzas.

Y no se había dado cuenta con cuánta desesperación lo anhelaba hasta que conoció a Edmund. Era como si algo en su interior hubiera estado reprimido y no le permitiera querer tener hijos hasta que encontrara al único hombre con el que se imaginaba teniéndolos.

—Ya casi estamos —dijo él, mirando por la ventana.

—¿Y estamos en…?

El carruaje, que ya había disminuido la velocidad, se detuvo y Edmund levantó la mirada con una sonrisa cómplice.

—Aquí —finalizó él por ella.

La puerta se abrió, él descendió y extendió la mano para ayudarla a bajar. Ella se movió con cuidado (lo último que deseaba era caer de bruces al suelo en su noche de bodas) y después levantó la mirada.

—¿Hare and Hounds? —preguntó ella, sin comprender.

—La misma —respondió él con orgullo. Como si no hubiese cientos de posadas exactamente iguales por toda Inglaterra.

Ella pestañeó. Varias veces.

—¿Una posada?

—Por supuesto. —Él se inclinó para hablarle al oído con complicidad—. Supongo que te estarás preguntando por qué he elegido este sitio.

—Bueno… sí. —Una posada no tenía nada de malo. Desde fuera, parecía un lugar bien cuidado. Y si él la había llevado allí era porque debía de estar limpia y ser cómoda.

—Este es el problema —dijo, llevándose la mano de ella a los labios—. Si vamos a casa, tendré que presentarte a todos los sirvientes. Claro que solo son seis, pero aun así… se ofenderán muchísimo si no les prestamos la atención adecuada.

—Por supuesto —dijo Violet, aún asombrada por el hecho de que pronto sería la dueña de su propia casa. El padre de Edmund le había regalado una casa señorial pequeña y acogedora un mes antes. No era grande, pero era de ellos.

—Sin mencionar —agregó Edmund— que cuando no bajemos a desayunar mañana, o al día siguiente… —Se detuvo un instante, como si pensara en algo sumamente importante— o al siguiente…

—¿No bajaremos a desayunar?

Él la miró a los ojos.

—Ah, no.

Violet se ruborizó. Hasta la punta de los dedos de los pies.

—Por lo menos no durante una semana.

Ella tragó saliva, tratando de ignorar el estremecimiento que sentía en su interior.

—Así que, ya ves —dijo con una gran sonrisa—. Si pasáramos una semana, o incluso dos, quizá…

—¿Dos semanas? —chilló ella.

Él se encogió de hombros de una forma entrañable.

—Es posible.

—¡Dios mío!

—Te sentirías terriblemente incómoda frente a los sirvientes.

—Pero tú no —observó ella.

—No es el tipo de situaciones que a los hombres nos avergüenza —respondió él con modestia.

—Sin embargo, aquí, en la posada… —continuó Violet.

—Podemos permanecer en nuestra habitación el mes entero si lo deseamos, ¡y no volver a alojarnos nunca más!

—¿Un mes? —repitió ella. A esas alturas no estaba segura de si había palidecido o se había ruborizado.

—Lo haré si así lo quieres —dijo él con gesto diabólico.

—¡Edmund!

—Está bien, está bien, supongo que hay uno o dos asuntos que requerirán nuestra presencia antes de Pascua.

—Edmund…

—Señor Bridgerton para ti.

—¿Tan formal?

—Solo porque así puedo llamarte señora Bridgerton.

Era increíble cómo podía hacerla tan feliz con solo dos palabras.

—¿Entramos? —preguntó, alzando la mano para alentarla—. ¿Tienes hambre?

—Eh, no —respondió ella, aunque sí que la tenía.

—¡Gracias a Dios!

—¡Edmund! —exclamó Violet riendo, porque ahora él caminaba con tanta prisa que tuvo que apresurarse para ir a la par que él.

—Tu marido —replicó él, y se detuvo en seco con el único propósito (estaba segura) de que se chocara con él— es un hombre muy impaciente.

—¿No me digas? —murmuró ella. Empezaba a sentirse femenina y poderosa.

Él no respondió; ya habían llegado a la recepción de la posada y Edmund estaba confirmando las reservas.

—¿Te importa si no te llevo en brazos hasta arriba? —preguntó en cuanto finalizó—. Por supuesto que eres ligera como una pluma y yo soy lo suficientemente varonil como para…

—¡Edmund!

—Es que tengo prisa.

Y sus ojos (¡Ay, sus ojos!) reflejaban miles de promesas, y ella quiso conocer cada una de ellas.

—Yo también tengo prisa —dijo ella con dulzura, apoyando la mano sobre la de él—. Un poco de prisa.

—Ah, diablos —expresó él con voz ronca, y la alzó en brazos—. No puedo resistirme.

—Habría bastado cruzar el umbral en tus brazos —dijo ella, riéndose mientras subían la escalera.

—Para mí no. —Abrió la puerta de la habitación de una patada y luego la arrojó sobre la cama para poder cerrar la puerta con llave.

Después se cernió sobre ella, moviéndose con una gracia felina que nunca le había visto antes.

—Te amo —dijo, sus labios tocaron los de ella mientras deslizaba las manos debajo de su falda.

—Yo te amo más —jadeó ella, porque las cosas que él le estaba haciendo… deberían estar prohibidas.

—Pero yo… —murmuró él, besándola mientras descendía por su pierna y luego… ¡cielo santo! volvía a subir— te amaré mejor.

Las prendas de ella volaron por el aire, pero ella no sintió pudor. Le resultó increíble que pudiera estar acostada, debajo de aquel hombre, contemplando cómo la miraba, totalmente desnuda, y no sentir vergüenza ni turbación alguna.

—Dios mío, Violet —gruñó él, colocándose con torpeza entre sus piernas—. Debo decirte que no tengo mucha experiencia en esto.

—Yo tampoco —susurró ella.

—Nunca he…

A Violet le llamó la atención.

—¿Nunca?

Él agitó la cabeza.

—Creo que te he estado esperando.

Ella contuvo el aliento y luego, con una sonrisa lenta y tierna, aseguró:

—Para alguien que nunca lo ha hecho, lo haces muy bien.

Por un instante ella creyó ver lágrimas en sus ojos, pero enseguida desaparecieron y fueron reemplazadas por un brillo travieso.

—Tengo pensado mejorar con la edad —dijo.

—Y yo también —respondió ella con la misma picardía.

Él se echó a reír, y ella también, y consumaron su amor.

Y aunque fue cierto que ambos mejoraron con la edad, esa primera noche, sobre la mejor cama de plumas de Hare and Hounds…

Fue absolutamente perfecta.

Aubrey Hall, Kent

Veinte años después

Apenas Violet oyó el grito de Eloise, supo que algo terrible había ocurrido.

No era que sus hijos nunca gritaran. Lo hacían todo el tiempo; normalmente los unos a los otros. Pero aquel no era un grito, sino un alarido. Y no era producto de la ira, la frustración o de un equivocado sentimiento de injusticia.

Era un alarido de terror.

Violet corrió por la casa, a una velocidad que debería haber sido imposible para una mujer en su octavo mes de embarazo. Se apresuró escaleras abajo, atravesó el vestíbulo. Corrió hacia la puerta principal, descendió la escalinata del pórtico…

Durante todo ese tiempo, Eloise no había dejado de chillar.

—¿Qué sucede? —preguntó sin aliento cuando por fin vio el rostro de su hija de siete años. Estaba junto al extremo del jardín occidental, cerca de la entrada al laberinto de setos, y seguía gritando.

—Eloise —imploró Violet, tomando el rostro de su hija entre las manos—. Eloise, por favor, dime qué sucede.

Los alaridos de Eloise fueron reemplazados por sollozos y se tapó las orejas con las manos, agitando la cabeza una y otra vez.

—Eloise, tienes que… —Violet dejó de hablar de pronto. El bebé que tenía en el vientre pesaba mucho y ya estaba colocado, y el dolor que la atravesó por haber corrido tanto fue como si le golpeara una piedra. Respiró hondo, tratando de ralentizar su pulso, y se llevó las manos a la parte baja del vientre para intentar mantenerlo dentro.

—¡Papá! —gimió Eloise. Parecía que era la única palabra que podía pronunciar en medio de todos esos gritos.

Un nudo helado de terror se instaló en su pecho.

—¿Qué quieres decir?

—Papá —chilló Eloise—. Papápapápapápapápapá…

Violet le dio una bofetada. Sería la única vez que pegaría a uno de sus hijos.

Eloise la miró con ojos desorbitados y respiró una gran bocanada de aire. No dijo nada, pero volvió la cabeza hacia la entrada del laberinto. Ahí fue cuando Violet lo vio.

Un pie.

—¿Edmund? —murmuró. Y luego gritó su nombre.

Corrió hacia el laberinto, hacia la bota que sobresalía desde la entrada, que estaba unida a una pierna, que debía estar pegada a un cuerpo, que yacía tendido en el suelo.

Inmóvil.

—¡Edmund, ay, Edmund, ay, Edmund! —dijo, una y otra vez, entre un gemido y un grito.

Cuando llegó a su lado lo supo. Había muerto. Estaba tendido de espaldas, con los ojos aún abiertos, pero no quedaba nada de él. Había muerto. Tenía treinta y nueve años, y había muerto.

—¿Qué ha pasado? —susurró, tocándolo con desesperación, apretándole el brazo, la muñeca, la mejilla. Su mente era consciente de que no podía traerlo de vuelta, y su corazón también lo sabía, pero de algún modo, sus manos se negaban a aceptarlo. No podía dejar de tocarlo… de empujarlo, pincharlo, tirar de él, siempre sollozando.

—¿Mamá?

Era Eloise, acercándose detrás de ella.

—¿Mamá?

No podía darse la vuelta. No podía. No podía mirar a su hija a la cara, sabiendo que ahora ella era el único progenitor que le quedaba.

—Ha sido una abeja, mamá. Le ha picado una abeja.

Violet se quedó muy quieta. ¿Una abeja? ¿Qué quería decir con «una abeja»? A todo el mundo le picaba una abeja en algún momento de su vida. La picadura se hinchaba, se ponía roja, dolía.

Pero no te mataba.

—Él dijo que no era nada —explicó Eloise con voz temblorosa—. Dijo que ni siquiera le dolía.

Violet contempló a su marido, negando con la cabeza, sin poder aceptarlo. ¿Cómo podía no haberle dolido? Lo había matado. Apretó los labios, tratando de formular una pregunta, tratando de emitir un maldito sonido, pero lo único que logró decir fue:

—C-c-c-c… —Y ni siquiera sabía qué intentaba preguntar—. ¿Cuándo sucedió? ¿Qué más dijo? ¿Dónde estabais?

¿Acaso era importante? ¿Algo de aquello importaba?

—No podía respirar —dijo Eloise. Violet podía sentir que su hija se acercaba, y luego, en silencio, la mano de Eloise se deslizó hacia la de ella.

Violet apretó la mano de su hija.

—Luego comenzó a hacer este ruido —Eloise trató de imitarlo, y sonó espantoso—. Era como si se estuviera ahogando. Y luego… Ay, mamá. ¡Ay, mamá! —La niña se arrojó sobre Violet y enterró el rostro donde alguna vez había estado la curva de la cadera. Ahora solo había un vientre, un vientre gigantesco, enorme, con un bebé que nunca conocería a su padre.

—Necesito sentarme —murmuró Violet—. Necesito…

Se desmayó. Eloise amortiguó su caída.

Cuando Violet volvió en sí estaba rodeada de sirvientes. Todos ellos tenían expresiones de estupefacción y congoja. Algunos no podían mirarla a los ojos.

—Debemos llevarla a la cama —dijo el ama de llaves a toda prisa. Levantó la mirada—. ¿Tenemos un jergón?

Violet agitó la cabeza mientras dejaba que un lacayo la ayudara a sentarse.

—No, puedo caminar.

—De verdad creo…

He dicho que puedo caminar —replicó. Y luego algo se rompió y explotó en su interior. Tomó una profunda e involuntaria bocanada de aire profunda.

—Permítame ayudarla —dijo el mayordomo con amabilidad. La rodeó con el brazo, y la ayudó a ponerse de pie con cuidado.

—No puedo… pero Edmund… —Se volvió para mirarlo de nuevo, pero no pudo hacerlo. Ese no era él, se dijo a sí misma. Él no es así.

Él no era así.

Tragó saliva.

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