Bridgerton: felices para siempre

Bridgerton: felices para siempre


El esplendor de Violet » Una novela corta

Página 30 de 31

—¿Y Eloise? —preguntó.

—La niñera ya se la ha llevado arriba —respondió el ama de llaves, acercándose al otro lado de Violet.

Violet asintió.

—Señora, tenemos que llevarla a la cama.

No es bueno para el bebé.

Violet se llevó una mano al vientre. El bebé estaba dando patadas como un loco. Ya estaba acostumbrada. Ese bebé pateaba, golpeaba, daba vueltas y tenía hipo y nunca, jamás, se detenía. Era muy diferente de los demás. Supuso que era una buena señal. Ese iba a tener que ser fuerte.

Sofocó un sollozo. Ambos tendrían que ser fuertes.

—¿Ha dicho algo? —preguntó el ama de llaves, guiándola hacia la casa.

Violet sacudió la cabeza.

—Necesito acostarme —murmuró.

El ama de llaves asintió, y luego se volvió hacia un lacayo y le lanzó una mirada urgente.

—Vaya a buscar a la comadrona.

No necesitó a la comadrona. Nadie podía creerlo, dado el disgusto que había sufrido y lo avanzado de su embarazo, pero el bebé se negó a moverse. Violet pasó tres semanas más en cama, comiendo cuando tenía que hacerlo y tratando de recordar que debía ser fuerte. Edmund había muerto, pero tenía siete niños que la necesitaban, ocho contando con el obstinado bebé que llevaba en su vientre.

Y luego, por fin, después de un parto rápido y fácil, la comadrona anunció:

—Es una niña. —Y depositó un bulto pequeño y silencioso en los brazos de Violet.

Una niña. Violet no podía creerlo. Había estado convencida de que sería un varón. Lo llamaría Edmund y al diablo con seguir la tradición de ponerles nombres de la A la G, como había hecho con sus primeros siete hijos. Se llamaría Edmund, y se parecería a Edmund, pues, sin duda, esa era la única manera de dar sentido a todo eso.

Pero fue una niña, una criatura pequeña y de piel rosada que no había emitido un solo sonido desde su primer llanto.

—Buenos días —la saludó Violet. No sabía qué otra cosa decir. La miró y vio su propio rostro, más pequeño, un poco más redondo, pero definitivamente no se parecía a Edmund.

La bebé la miró a los ojos, aunque Violet sabía que eso no podía ser cierto. Los recién nacidos no hacían eso. Violet lo sabía bien; era su octavo hijo.

Pero esa niña… No parecía darse cuenta de que un bebé no mira fijamente a su madre. Y luego pestañeó. Dos veces. Lo hizo de manera deliberada, como si dijera: Aquí estoy. Y sé exactamente lo que estoy haciendo.

Violet contuvo el aliento; se había enamorado de aquella niña de una forma tan absoluta e instantánea que apenas pudo soportarlo. Entonces la pequeña soltó un grito como jamás había oído. Chilló con tanta fuerza que la comadrona dio un salto. Gritó, gritó y gritó, y mientras la comadrona iba a atenderla y las criadas llegaban corriendo, Violet no pudo hacer otra cosa que reír.

—Es perfecta —declaró, tratando de hacer que aquella diminuta rebelde se le enganchara al pecho—. Es absolutamente perfecta.

—¿Qué nombre le pondrá? —preguntó la comadrona en cuanto el bebé se entretuvo, tratando de averiguar cómo tenía que alimentarse.

—Hyacinth —decidió Violet. El jacinto era la flor preferida de Edmund, sobre todo los jacintos de pétalos pequeños que florecían todos los años para dar la bienvenida a la primavera. Marcaban el renacimiento del paisaje, y aquel jacinto, su Hyacinth, sería el nuevo renacimiento de Violet.

Como el nombre empezaba por H, seguía el orden después de Anthony, Benedict, Colin, Daphne, Eloise, Francesca y Gregory… Lo que lo hacía aún más perfecto.

Alguien llamó a la puerta, y la niñera Pickens asomó la cabeza.

—Las niñas están ansiosas por ver a su señoría —comunicó a la comadrona—. Si ella está preparada.

La comadrona miró a Violet, y ella asintió. La niñera hizo entrar a sus tres discípulas y les dijo con seriedad:

—Recordad lo que hemos hablado. No canséis a vuestra madre.

Daphne se acercó a la cama, seguida de Eloise y Francesca. Tenían el espeso cabello castaño de Edmund (todos sus hijos lo habían heredado); se preguntó si Hyacinth sería igual. En aquel momento solo poseía un diminuto mechón de pelusa color melocotón.

—¿Es una niña? —preguntó Eloise repentinamente.

Violet sonrió y cambió de posición para mostrar a la nueva bebé.

—Así es.

—Ay, gracias al cielo —exclamó Eloise con un suspiro dramático—. Necesitábamos otra mujer.

Al lado de ella, Francesca asintió. Edmund siempre decía que era la «melliza accidental» de Eloise. Ambas compartían el mismo día de cumpleaños, pero con un año de diferencia. A los seis años, Francesca solía seguir el ejemplo de Eloise. Eloise era más audaz, más atrevida. Pero de vez en cuando Francesca los sorprendía a todos y hacía algo por su cuenta.

Sin embargo, esta vez no fue así. Se detuvo junto a Eloise, con su muñeca de trapo en la mano y estuvo de acuerdo con todo lo que dijo su hermana mayor.

Violet miró a Daphne, su hija mayor. Tenía casi once años; sin duda la edad suficiente para sostener a un bebé.

—¿Quieres verla? —preguntó Violet.

Daphne sacudió la cabeza. Pestañeó rápidamente, como hacía cuando estaba perpleja, y luego, de pronto, se puso más derecha.

—Estás sonriendo —dijo.

Violet volvió a mirar a Hyacinth, que se había desprendido de su pecho y dormía.

—Sí —respondió, y pudo percibir la sonrisa en su voz. Había olvidado cómo sonaba su voz cuando sonreía.

—No has sonreído desde que papá murió —observó Daphne.

—¿No? —Violet levantó la vista hacia ella. ¿Era posible? ¿No había sonreído en tres semanas? No se sentía incómoda. Sus labios esbozaron la sonrisa de memoria, puede que con un poco de alivio, como si se permitieran un recuerdo feliz.

—No —confirmó Daphne.

Debía de tener razón, se dio cuenta Violet. Si no había conseguido sonreír delante de sus hijos, sin duda no lo había hecho sola. La pena que había sentido… se había cernido sobre ella, tragándola por completo. Había sido algo pesado, físico, que la cansaba y la oprimía.

Nadie podía sonreír en ese estado.

—¿Cómo se llama? —Quiso saber Francesca.

—Hyacinth. —Violet cambió de posición para que las niñas pudieran ver el rostro de la recién nacida—. ¿Qué os parece?

Francesca inclinó la cabeza hacia un lado.

—No tiene cara de Hyacinth —declaró Francesca.

—Sí que la tiene —se apresuró a replicar Eloise—. Es muy rosa.

Francesca se encogió de hombros, dándole la razón.

—Nunca conocerá a papá —observó Daphne con voz queda.

—No —respondió Violet—. No lo conocerá.

Todo el mundo calló; entonces Francesca, la pequeña Francesca, dijo:

—Podemos hablarle de él.

Violet reprimió un sollozo. No había llorado frente a sus hijos desde ese primer día. Se había guardado las lágrimas para cuando estaba sola, pero en ese momento no pudo contenerlas.

—Creo… creo que es una idea maravillosa, Frannie.

Francesca esbozó una sonrisa radiante y luego se arrastró por la cama, abriéndose paso hasta encontrar el sitio perfecto a la derecha de su madre. Eloise la imitó, y luego Daphne, y todas juntas, todas las mujeres Bridgerton, contemplaron a la nueva integrante de la familia.

—Era muy alto —comenzó a decir Francesca.

—No tanto —replicó Eloise—. Benedict es más alto.

Francesca la ignoró.

—Era alto. Y sonreía mucho.

—Nos llevaba sobre los hombros —señaló Daphne. La voz empezó a temblarle—, hasta que fuimos demasiado grandes.

—Y se reía —agregó Eloise—. Le encantaba reírse. Nuestro papá tenía la mejor de las risas…

Londres

Trece años después

Violet había decidido que su misión en la vida sería ver a sus ocho hijos felizmente establecidos, y en general, no le molestaban las miles de tareas que eso conllevaba. Había fiestas, invitaciones, modistas y sombrereros, y eso solo para las mujeres. Sus hijos requerían la misma atención, si no más. La única diferencia era que la sociedad daba a los varones bastante más libertad, con lo cual Violet no tenía que estar pendiente de hasta el último detalle de su vida.

Por supuesto, lo intentaba. Después de todo, era madre.

Sin embargo, tenía la sensación de que su trabajo como progenitora nunca sería tan exigente como lo era en aquel momento, en la primavera de 1815.

Sabía muy bien que, en el gran esquema de la vida, no tenía de qué quejarse. En los últimos seis meses, Napoleón había huido a la isla de Elba, un gigantesco volcán había hecho erupción en las Indias Orientales, y varios cientos de soldados británicos habían perdido la vida en la batalla de Nueva Orleans, librada por error después de la firma del tratado de paz con los norteamericanos. Además, tenía ocho hijos sanos, todos ellos con ambos pies en suelo inglés.

Pero…

Siempre había un pero, ¿verdad?

Aquella primavera era la primera (y Violet rezó para que fuera la última) temporada en la que tenía dos hijas «en el mercado».

Eloise había debutado en 1814 y cualquiera lo habría calificado como un éxito. Tres propuestas de matrimonio en tres meses. Violet había tocado el cielo con las manos. Por supuesto que no habría permitido que Eloise aceptara a dos de ellos (los hombres eran demasiado mayores). A Violet le tenía sin cuidado el alto rango de esos caballeros; ninguna de sus hijas iba a encadenarse a alguien que moriría antes de que ellas cumplieran los treinta años.

Claro que eso podía sucederle a un marido joven. Enfermedades, accidentes, abejas inesperadamente mortales… Había un montón de cosas que podían matar a un hombre en la flor de la vida. Sin embargo, un hombre mayor tenía más probabilidades de morir que uno joven.

Y aunque ese no fuera el caso… ¿Qué muchacha en su sano juicio querría casarse con un hombre de más de sesenta años?

Sin embargo, solo dos de los pretendientes de Eloise habían sido descartados por su edad. El tercero no llegaba a los treinta, ostentaba un título menor y tenía una fortuna perfectamente respetable. Lord Tarragon no tenía nada malo. Violet estaba segura de que sería un excelente marido para alguna mujer.

Pero no para Eloise.

Así eran las cosas. Eloise estaba en su segunda temporada y Francesca en la primera, y Violet estaba exhausta. Ni siquiera podía obligar a Daphne a hacer de carabina de vez en cuando. Su hija mayor se había casado con el duque de Hastings hacía dos años, y luego se las había ingeniado para quedarse embarazada durante la temporada de 1814. Y también la de 1815.

A Violet le encantaba tener una nieta, y estaba más que encantada ante la perspectiva de tener otros dos nietos dentro de poco (la esposa de Anthony también estaba embarazada), pero a veces una mujer necesitaba ayuda. Aquella tarde, por ejemplo, había sido un completo desastre.

Bueno, quizá desastre era un poco exagerado, pero ¿a quién se le había ocurrido que organizar un baile de disfraces era una buena idea? Porque Violet estaba segura de que no había sido a ella. Y sin duda, tampoco había accedido a asistir disfrazada de la reina Isabel. O si lo había hecho, no había aceptado llevar corona. Pesaba más de dos kilos, y estaba aterrorizada de que pudiera caérsele cada vez que movía la cabeza de un lado a otro mientras intentaba vigilar a Eloise y a Francesca.

No le extrañaba que le doliera el cuello.

Pero una madre nunca era demasiado precavida, sobre todo en un baile de disfraces, donde algunos jóvenes caballeros (y alguna joven dama) veían su atuendo como una licencia para comportarse como no era debido. Veamos, allí estaba Eloise, colocándose el disfraz de Atenea mientras conversaba con Penelope Featherington, que iba disfrazada de duende, la pobrecita.

¿Dónde estaba Francesca? Por todos los cielos, esa muchacha era capaz de hacerse invisible incluso en una pradera. Y por cierto, ¿dónde estaba Benedict? Había prometido bailar con Penelope y había desaparecido por completo.

¿Adónde había…?

—¡Uf!

—Ah, le pido disculpas —dijo Violet, apartándose de un caballero disfrazado de…

De sí mismo, en realidad. Con una máscara.

Sin embargo, no lo reconoció. Ni la voz ni el rostro debajo de la máscara. Era de estatura media, con cabello oscuro y porte elegante.

—Buenas tardes, su alteza —la saludó.

Violet parpadeó y luego recordó: la corona. Aunque nunca sabría cómo había podido olvidar que llevaba ese monstruo de más de dos kilos sobre su cabeza.

—Buenas tardes —respondió.

—¿Busca a alguien?

De nuevo se preguntó quién sería y, una vez más, no llegó a ninguna conclusión.

—A varias personas, en realidad —murmuró—. Sin éxito.

—La acompaño en el sentimiento —dijo el hombre, mientras le tomaba la mano y se inclinaba para darle un beso—. Por mi parte, trato de limitar mis búsquedas a una persona a la vez.

Usted no tiene ocho hijos, estuvo a punto de replicar ella, pero se calló en el último momento. Si no conocía la identidad de ese caballero, era probable que él tampoco conociera la suya.

Y por supuesto, también podría tener ocho hijos. No era la única persona en Londres en haber sido tan bendecida en su matrimonio. Además, el cabello en sus sienes estaba salpicado de canas, con lo cual era probable que tuviera edad suficiente para haber sido padre la misma cantidad de veces.

—¿Es posible que un humilde caballero invite a bailar a una reina? —preguntó él.

Violet estuvo a punto de negarse. Casi nunca bailaba en público. No era que pusiera objeciones o que lo considerara inapropiado. Edmund había fallecido hacía más de doce años. Aún lo lloraba, pero no vestía de luto. Él no habría querido que lo hiciera. Llevaba colores brillantes y mantenía una vida social activa; sin embargo, rara vez bailaba. Simplemente no quería hacerlo.

Pero entonces él sonrió, y algo en su sonrisa le recordó a la forma de sonreír de Edmund, esa inclinación de los labios eternamente juvenil y cómplice. Siempre había provocado que se le acelerara el latido del corazón, y aunque la sonrisa de aquel caballero no le había producido esa reacción, lo cierto era que despertó algo en su interior. Algo audaz, despreocupado.

Como si volviera a su juventud.

—Me encantaría —respondió, apoyando la mano sobre la de él.

—¿Mamá está bailando? —murmuró Eloise a Francesca.

—Y lo más importante, ¿con quién está bailando? —dijo Francesca.

Eloise estiró el cuello, sin molestarse en ocultar su interés.

—No tengo ni idea.

—Pregúntale a Penelope —sugirió Francesca—. Ella siempre parece saber quién es quién.

Eloise volvió a estirar el cuello, esta vez buscando al otro lado del salón.

—¿Dónde está Penelope?

—¿Dónde está Benedict? —preguntó Colin, acercándose a sus hermanas.

—No lo sé —respondió Eloise—. ¿Dónde está Penelope?

Colin se encogió de hombros.

—La última vez que la vi se escondía detrás de una planta en una maceta. Uno pensaría que, con ese disfraz de duende, pasaría más desapercibida.

—¡Colin! —Eloise lo golpeó en el brazo—. Ve a sacarla a bailar.

—¡Ya lo he hecho! —exclamó. Luego pestañeó—: ¿Es mamá la que está bailando?

—Por eso estábamos buscando a Penelope —dijo Francesca.

Colin solo la miró con la boca abierta.

—Cuando lo pensamos tenía sentido —manifestó Francesca con un gesto de la mano—. ¿Sabes con quién baila?

Colin sacudió la cabeza.

—Odio los bailes de disfraces. ¿A quién se le ha ocurrido semejante idea?

—A Hyacinth —respondió Eloise con seriedad.

¿Hyacinth? —repitió Colin.

Francesca entrecerró los ojos.

—Ella es como un titiritero —refunfuñó Francesca.

—Dios nos proteja cuando sea mayor —sentenció Colin.

Nadie tuvo que decirlo, pero sus caras reflejaron un amén colectivo.

—¿Quién es el que baila con mamá? —preguntó Colin.

—No lo sabemos —respondió Eloise—. Por eso buscábamos a Penelope. Ella siempre sabe esas cosas.

—¿Sí?

Eloise lo miró muy seria.

—¿Alguna vez te enteras de algo?

—De muchas cosas, en realidad —respondió él con tono afable—. Pero en general, no de lo que quieres que me entere.

—Nos quedaremos aquí quietas —anunció Eloise— hasta que termine el baile. Luego se lo preguntaremos a ella.

—¿A quién le preguntaréis?

Todos levantaron la vista. Había llegado Anthony, su hermano mayor.

—Mamá está bailando —informó Francesca, aunque, en sentido estricto, esa no era la respuesta a la pregunta de su hermano.

—¿Con quién? —preguntó Anthony.

—No lo sabemos —le informó Colin.

—¿Y pensáis interrogarla al respecto?

—Es lo que Eloise tiene pensado hacer —respondió Colin.

—No he visto que te opusieras —replicó Eloise.

Anthony arrugó la frente.

—Yo diría que a quien hay que interrogar es al caballero.

—¿No has pensado —preguntó Colin, sin dirigirse a nadie en particular— que una mujer de cincuenta y dos años es perfectamente capaz de elegir a sus parejas de baile?

—No —respondió Anthony, que a su vez interrumpió a Francesca al decir:

—Es nuestra madre.

—En realidad, solo tiene cincuenta y un años —le corrigió Eloise. Al ver la mirada airada de Francesca, agregó—: Bueno, esa es su edad.

Colin miró a sus hermanas con desconcierto antes de volverse hacia Anthony.

—¿Has visto a Benedict?

Anthony se encogió de hombros.

—Estaba bailando hace un rato.

—Con alguien a quien no conozco —repuso Eloise con más intensidad. Y volumen.

Sus tres hermanos se volvieron hacia ella.

—¿A nadie le parece curioso —preguntó— que mamá y Benedict estén bailando con misteriosos desconocidos?

—En realidad, no —murmuró Colin. Todos se quedaron callados un instante mientras observaban a su madre deslizarse con elegancia sobre la pista de baile, y luego agregó—: Se me ocurre que quizás esa sea la razón por la que ella nunca baila.

Anthony enarcó una ceja interrogante.

—Hace varios minutos que estamos aquí parados y no hemos hecho otra cosa que especular sobre su comportamiento —señaló Colin.

Se produjo un silencio, y luego Eloise preguntó:

—¿Y qué?

—Es nuestra madre —dijo Francesca.

—¿No creéis que se merece un poco de intimidad? No, no respondáis —decidió Colin—. Iré a buscar a Benedict.

—¿No crees que él se merece un poco de intimidad? —contestó Eloise.

—No —respondió Colin—. De cualquier modo, él está a salvo. Si Benedict no quiere que lo encuentren, no lo encontraré. Con un saludo irónico se dirigió hacia los aperitivos, aunque era evidente que Benedict no estaba cerca de las galletas.

—Aquí viene —dijo Francesca en voz baja; efectivamente, el baile había terminado y Violet regresaba al perímetro del salón.

—Madre —dijo Anthony con seriedad en cuanto Violet regresó con sus hijos.

—Anthony —respondió ella con una sonrisa—. No te había visto en toda la noche. ¿Cómo está Kate? Lamento que no se sienta bien como para asistir al baile.

—¿Con quién estabas bailando? —preguntó Anthony.

Violet parpadeó sorprendida.

—¿Cómo dices?

—¿Con quién estabas bailando? —repitió Eloise.

—¿La verdad? —dijo Violet con una leve sonrisa—. No lo sé.

Anthony se cruzó de brazos.

—¿Cómo es posible?

—Es un baile de disfraces —respondió Violet con tono divertido—. Identidades secretas y todo ese tipo de cosas.

—¿Vas a volver a bailar con él? —preguntó Eloise.

—Probablemente no —respondió Violet, mirando hacia la multitud—. ¿Habéis visto a Benedict? Se suponía que bailaría con Penelope Featherington.

—No intentes cambiar de tema —replicó Eloise.

Violet se volvió hacia su hija, y esta vez en sus ojos hubo un destello de desaprobación.

—¿Qué tema?

—Solo queremos lo mejor para ti —señaló Anthony después de carraspear varias veces.

—Estoy segura de que así es —murmuró Violet, y nadie se atrevió a hacer comentarios sobre el delicado tono condescendiente de su voz.

—Es solo que no sueles bailar —explicó Francesca.

—Rara vez —respondió Violet con tono indiferente—. No nunca.

Entonces Francesca hizo la pregunta que todos se hacían:

—¿Te gusta?

—¿El hombre con el que acabo de bailar? Ni siquiera sé cómo se llama.

—Pero…

—Tenía una sonrisa muy bonita —interrumpió Violet— y me invitó a bailar.

—¿Y?

Violet se encogió de hombros.

—Y eso ha sido todo. Me ha hablado mucho sobre su colección de patos de madera. Dudo de que nuestros caminos vuelvan a cruzarse. —Hizo un ademán a sus hijos—. Si me disculpáis…

Anthony, Eloise y Francesca observaron cómo se alejaba. Tras un largo silencio, Anthony dijo:

—Bien.

—Bien —coincidió Francesca.

Ambos miraron expectantes a Eloise, quien los miró y por fin exclamó:

—No, eso no ha estado bien.

Después de otro prolongado silencio, Eloise preguntó:

—¿Creéis que alguna vez volverá a casarse?

—No lo sé —respondió Anthony.

Eloise se aclaró la garganta.

—¿Y cómo nos sentimos al respecto?

Francesca la miró con evidente desdén.

—¿Ahora hablas de ti misma en plural?

—No. De verdad quiero saber cómo nos sentimos al respecto. Porque no sé cómo me siento yo.

—Creo… —comenzó a decir Anthony. Pero pasaron varios segundos antes de que agregara lentamente—: Creo que pensamos que ella es capaz de tomar sus propias decisiones.

Ninguno de ellos se dio cuenta de que Violet estaba detrás de ellos, oculta por un enorme helecho decorativo, y sonreía.

Aubrey Hall, Kent

Años después

Envejecer no tenía muchas ventajas, pero esta debía ser una de ellas, pensó Violet con un suspiro feliz mientras contemplaba a varios de sus nietos más pequeños jugando en el jardín.

Setenta y cinco años. ¿Quién habría pensado que alguna vez llegaría a esta edad? Sus hijos le habían preguntado qué quería; era un acontecimiento muy importante y había que celebrarlo con una gran fiesta.

—Solo la familia —había sido la respuesta de Violet. Aun así, sería una fiesta magnífica. Tenía ocho hijos, treinta y tres nietos y cinco bisnietos. ¡Cualquier reunión familiar sería grandiosa!

—¿En qué piensas, mamá? —le preguntó Daphne, sentándose junto a ella en una de las cómodas tumbonas que Kate y Anthony habían comprado recientemente para Aubrey Hall.

—Sobre todo, en lo feliz que me siento.

Daphne sonrió con ironía.

—Siempre dices lo mismo.

Violet se encogió de un solo hombro.

—Porque siempre me siento feliz.

—¿De verdad? —Parecía que Daphne no terminaba de creerla.

—Cuando estoy con todos vosotros.

Daphne siguió la mirada de su madre, y juntas contemplaron a los niños. Violet no sabía bien cuántos había allí fuera. Había perdido la cuenta cuando comenzaron a jugar un partido con una pelota de tenis, cuatro volantes y un leño. Tenía que ser divertido, porque juraría que había visto a tres niños bajarse corriendo de los árboles para participar.

—Creo que están todos —dijo.

Daphne pestañeó y dijo:

—¿En el jardín? No creo. Mary está adentro, estoy segura. La he visto con Jane y…

—No, me refiero a que he terminado de tener nietos. —Se volvió hacia Daphne y sonrió—: No creo que mis hijos me den más nietos.

—Bueno, yo seguro que no —afirmó Daphne, con una expresión que decía con claridad: ¡Ni loca!—. Y Lucy no puede. El médico se lo hizo prometer. Y… —Hizo una pausa, y Violet disfrutó solo con contemplar el rostro de su hija. Era tan entretenido ver a sus hijos pensando. Cuando te conviertes en padre, nadie te dice lo divertido que puede ser verlos hacer las actividades más tranquilas.

Dormir y pensar. Violet no se cansaba nunca de contemplar a su progenie hacer eso. Incluso ahora, cuando siete de sus ocho hijos habían pasado la barrera de los cuarenta.

—Tienes razón —concluyó por fin Daphne—. Creo que todos hemos terminado de tener hijos.

—Excepto que haya sorpresas —agregó Violet, porque en realidad no le importaba que alguno de sus hijos lograra darle un último nieto.

—Bueno, sí —observó Daphne con un suspiro apenado—. Sé muy bien lo que son las sorpresas.

Violet se echó a reír.

—Y no te gustaría que hubiera sido de otro modo.

Daphne sonrió.

—No.

—Acaba de saltar de un árbol —indicó Violet, señalando hacia el jardín.

—¿De un árbol?

—Adrede —le aseguró Violet.

—De eso no tengo duda. Juro que ese niño es mitad mono. —Daphne miró hacia el jardín; sus ojos se movían de un lado a otro buscando a Edward, su hijo menor—. Me alegra tanto que estemos aquí. Necesita niños de su edad, pobrecito. Sus cuatro hermanos apenas cuentan; son mucho mayores que él.

Violet estiró el cuello para mirar.

—Parece que tiene un altercado con Anthony y Ben.

—¿Va ganando?

Violet entrecerró los ojos un poco.

—Creo que él y Anthony están en el mismo bando… Ah, espera, aquí viene Daphne. La pequeña Daphne —agregó, como si fuese necesario aclararlo.

—Eso debería equilibrar la balanza —indicó Daphne, sonriendo mientras observaba cómo su tocaya tiraba de las orejas a su hijo.

Violet sonrió y soltó un bostezo.

—¿Estás cansada, mamá?

—Un poco. —Violet odiaba admitirlo; sus hijos siempre estaban pendientes de ella. Parecía que no les entraba en la cabeza que una mujer de setenta y cinco años pudiera echarse una siesta simplemente porque le había gustado hacerlo toda la vida.

Sin embargo, Daphne no insistió en el asunto y permanecieron en silencio en sus tumbonas hasta que, de pronto, Daphne preguntó:

—¿Eres realmente feliz, mamá?

—Por supuesto. —Violet la miró, sorprendida—. ¿Por qué me lo preguntas?

—Es solo que… bueno… estás sola.

Violet se echó a reír.

—Apenas estoy sola, Daphne.

Sabes a qué me refiero. Papá falleció hace casi cuarenta años y tú nunca…

Esperó con gesto divertido a que su hija terminara la frase. Cuando fue evidente que Daphne no se animaba a hacerlo, se apiadó de ella y le dijo:

—¿Estás tratando de preguntarme si alguna vez tuve un amante?

—¡No! —farfulló Daphne, aunque Violet estaba segura de que su hija mayor se había hecho esa misma pregunta.

—Bueno, pues no —aseguró Violet con tono indiferente—. Si necesitas saberlo.

—Por lo visto, sí —murmuró Daphne.

—Nunca quise tener uno —dijo Violet.

—¿Nunca?

Violet se encogió de hombros.

—No hice ningún juramento, ni nada tan formal. Supongo que, si hubiera surgido la oportunidad y hubiese conocido al hombre adecuado, podría haber…

—Podrías haberte casado —finalizó Daphne por ella.

Violet la miró de soslayo.

—Eres una auténtica mojigata, Daphne.

Daphne se quedó con la boca abierta. Ay, qué divertido.

—Ah, está bien —observó Violet, apiadándose de ella—. Si hubiera conocido al hombre adecuado, probablemente me habría casado con él, aunque solo fuera para ahorrarte el escándalo de tener una aventura ilícita.

—¿Tengo que recordarte que fuiste tú la que no se decidía a contarme lo que sucedía en el lecho matrimonial la noche anterior a mi boda?

Violet hizo un gesto con la mano.

—Ya no soy tan torpe, te lo aseguro. Porque, con Hyacinth…

—No quiero saberlo —la interrumpió Daphne con firmeza.

—Bueno, sí, probablemente no —concedió Violet—. Nada es normal cuando se trata de Hyacinth.

Daphne calló, así que Violet extendió la mano y agarró la de su hija.

—Sí, Daphne —dijo con total sinceridad—. Soy muy feliz.

—No quiero imaginarme si a Simon…

—Tampoco yo quería imaginármelo —la interrumpió Violet—. Y sin embargo, ocurrió. Creí que moriría de dolor.

Daphne tragó saliva.

—Pero no morí. Y tampoco tú morirías. Y la verdad es que, con el tiempo, se hace más fácil. Y llega un momento en que piensas que, quizá, podrías encontrar la felicidad con otra persona.

—Francesca lo hizo —murmuró Daphne.

—Sí, así fue. —Violet cerró los ojos un instante y recordó lo preocupada que había estado por su tercera hija durante esos años de viudez. Había estado tan sola; no había evitado a su familia, pero tampoco se apoyó en ella. Y, a diferencia de Violet, no había tenido hijos que la ayudaran a recuperarse.

—Ella es la prueba de que se puede ser feliz dos veces —dijo Violet— con dos amores diferentes. Pero, ¿sabes? Ella no ha tenido el mismo tipo de felicidad con Michael que tuvo con John. No valoro una más que la otra; no es algo que se pueda medir. Pero es diferente.

Miró hacia adelante. Siempre se sentía más filosófica cuando sus ojos se posaban en el horizonte.

—Yo no esperaba el mismo tipo de felicidad que tuve con tu padre, pero tampoco me habría conformado con menos. Y nunca lo encontré.

Se giró para mirar a Daphne, y luego volvió a estirar la mano y apretó la de su hija.

—Y resultó que nunca la he necesitado.

—¡Ay, mamá! —dijo Daphne con los ojos llenos de lágrimas.

—La vida no siempre ha sido fácil sin tu padre —prosiguió Violet— pero siempre ha valido la pena.

Siempre.

Ir a la siguiente página

Report Page