Bridgerton: felices para siempre

Bridgerton: felices para siempre


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¿No se lo has dicho?

Penelope Bridgerton habría dicho más; de hecho, le habría gustado decir más, pero le resultaba difícil hablar, pues se había quedado boquiabierta. Su marido acababa de regresar de una enloquecida carrera por el sur de Inglaterra junto a sus tres hermanos, en busca de su hermana Eloise quien, a todas luces, se había fugado con…

Ay, Dios mío.

—¿Se ha casado? —preguntó Penelope con desesperación.

Colin arrojó el sombrero sobre una silla con un diestro giro de muñeca. Después, alzó una comisura de la boca en una sonrisa satisfecha mientras el sombrero giraba en el aire en un perfecto eje horizontal.

—Aún no —respondió.

Así que no se había fugado para casarse. Pero había huido. Y lo había hecho en secreto. Eloise, la mejor amiga de Penelope. Eloise, quien le contaba todo a Penelope. Eloise, quien por lo visto no le contaba todo a Penelope, había huido a la casa de un hombre a quien nadie conocía, dejando una nota donde aseguraba a su familia que todo estaría bien y que no se preocuparan.

¿¿¿Que no se preocuparan???

Por todos los cielos, cualquiera pensaría que Eloise Bridgerton conocía mejor a su familia. Habían estado desesperados, todos ellos. Penelope se había quedado con su nueva suegra mientras los hombres iban a buscar a Eloise. Violet Bridgerton había intentado disimularlo, pero sin duda había estado muy pálida, y Penelope no pudo dejar de advertir que las manos le habían temblado con cada movimiento.

Y ahora Colin había regresado y actuaba como si no hubiera pasado nada, no respondía a ninguna de sus preguntas como ella quería, y sobre todo…

—¿Cómo pudiste no decirle nada? —repitió, pisándole los talones.

Colin se arrellanó en un sillón y se encogió de hombros.

—No se presentó la ocasión apropiada.

—¡Has estado cinco días fuera de casa!

—Sí, bueno, pero no he pasado todos ellos con Eloise. Al fin y al cabo, se tarda un día en el viaje de ida y otro en el de vuelta.

—Pero… pero…

Colin logró reunir la energía suficiente para mirar alrededor del cuarto.

—¿Has pedido que nos traigan el té?

—Sí, por supuesto —dijo Penelope, pensativa. Después de casarse, solo había tardado una semana en darse cuenta de que, en lo que se refería a su flamante marido, era mejor tener siempre comida a mano—. Pero Colin…

—Me di mucha prisa en volver, ¿sabes?

—Me he dado cuenta —dijo ella, observando su cabello húmedo y alborotado por el viento—. ¿Has venido a caballo?

Colin asintió.

—¿Desde Gloucestershire?

—Desde Wiltshire, en realidad. Hemos pernoctado en casa de Benedict.

—Pero…

Él esbozó una sonrisa arrebatadora.

—Te he echado de menos.

Y Penelope, que no estaba tan acostumbrada a sus muestras de afecto, se ruborizó.

—Yo también te he echado de menos, pero…

—Ven a sentarte conmigo.

¿Dónde?, estuvo a punto de preguntar. Porque la única superficie plana era su regazo.

La sonrisa de Colin, el encanto personificado, se hizo más intensa.

—Te echo de menos en este preciso momento —musitó.

Sumamente avergonzada, Penelope miró de inmediato el frente de sus pantalones. Colin soltó una carcajada y ella se cruzó de brazos.

No, Colin —le advirtió.

—No, ¿qué? —preguntó él con tono inocente.

—Aunque no estuviéramos en la sala de estar, y aunque las cortinas no estuvieran abiertas…

—Tonterías que se pueden remediar fácilmente —comentó él, mirando las ventanas.

—Y aunque —dijo entre dientes, con voz más grave, aunque no más sonora— no estuviéramos esperando que la criada entrara en cualquier momento, cargada con tu bandeja de té, lo importante del asunto es que…

Colin soltó un suspiro.

—… ¡no has respondido a mi pregunta!

Colin pestañeó.

—He olvidado cuál era la pregunta.

Pasaron un total de diez segundos antes de que Penelope volviera a hablar.

—Voy a matarte.

—De eso estoy seguro —repuso él con tono indiferente—. La única pregunta es cuándo.

—¡Colin!

—Podría ser más temprano que tarde —murmuró—. Pero la verdad sea dicha, creí que moriría de una apoplejía provocada por un mal comportamiento.

Ella lo miró fijamente.

Tu mal comportamiento —aclaró él.

—Yo me comportaba bien antes de conocerte —replicó ella.

—Ah, ja, ja —rio él—. Eso sí que es gracioso.

Y Penelope se vio obligada a cerrar la boca. Porque, maldición, Colin tenía razón. Y en realidad ese era el problema subyacente. Su marido, después de entrar al vestíbulo, quitarse la chaqueta y propinarle un sonoro beso en los labios (¡frente al mayordomo!), le había informado alegremente:

—Ah, a propósito, nunca le dije que tú eras Whistledown.

Y si había algo que podía considerarse como mal comportamiento eran sus diez años como autora del ahora infame Ecos de Sociedad de Lady Whistledown. Durante la última década, Penelope, bajo un seudónimo, se las había ingeniado para insultar a casi todos los integrantes de la sociedad, incluida ella misma. (La alta sociedad habría sospechado si nunca se hubiese burlado de sí misma; además, Penelope parecía una fruta podrida gracias a los espantosos colores amarillo y anaranjado que su madre la obligaba a vestir.)

Penelope se había «retirado» justo antes de casarse, pero cierto intento de chantaje había convencido a Colin de que lo mejor era desvelar su secreto en un gesto grandilocuente, así que él había revelado la identidad de Penelope en el baile de su hermana Daphne. Todo había sido muy romántico y muy… bueno… muy grandilocuente, pero antes de que terminara la velada descubrieron que Eloise había desaparecido.

Eloise era la mejor amiga de Penelope desde hacía años, pero ni siquiera ella conocía el gran secreto de su amiga. Aún no lo sabía. Había abandonado la fiesta antes de que Colin lo anunciara, y por lo visto su marido había considerado oportuno no decirle nada cuando por fin la encontró.

—Francamente —murmuró Colin con un inusitado tono de irritación en la voz— es lo menos que se merece después de lo que nos ha hecho pasar.

—Bueno, sí —musitó Penelope, sintiéndose algo desleal en ese momento. Pero todo el clan Bridgerton se había vuelto loco de preocupación. Aunque era cierto que Eloise había dejado una nota, esta se había mezclado con la correspondencia de su madre y había pasado un día entero antes de que la familia supiera que no habían secuestrado a Eloise. Y ni siquiera entonces se tranquilizaron; Eloise podía haberse ido por voluntad propia, pero tardaron otro día más en revolver sus aposentos hasta encontrar una carta de sir Phillip Crane donde indicaba cuál podría haber sido su destino.

Teniendo en cuenta todo eso, Colin tenía razón.

—Tenemos que volver allí dentro de unos días para la boda —dijo él—. Se lo diremos entonces.

—¡Ah, pero no podemos!

Él calló, luego sonrió.

—¿Y por qué? —inquirió, mirando a su esposa con gran aprecio.

—Será el día de su boda —explicó Penelope, a sabiendas de que él esperaba un motivo mucho más diabólico—. Ese día Eloise debe ser el centro de atención. No puedo decirle algo semejante.

—Demasiado altruista para mi gusto —musitó él—, pero el resultado final es el mismo, así que tienes mi aprobación…

—No necesito tu aprobación —lo interrumpió Penelope.

—No obstante, la tienes —dijo él con soltura—. Eloise no se enterará de nada. —Juntó las puntas de los dedos y suspiró con sonoro placer—. Será una boda excelente.

La criada llegó en ese momento, llevando una bandeja de té repleta de cosas. Penelope intentó ignorar el pequeño gruñido que soltó la mujer cuando por fin pudo apoyarla sobre la mesa.

—Puede cerrar la puerta —dijo Colin en cuanto la criada se enderezó.

La mirada de Penelope voló a la puerta y luego a su marido, que se había levantado y estaba cerrando las cortinas.

—¡Colin! —chilló Penelope, ya que su marido la había tomado entre sus brazos y comenzó a besarla en el cuello. Se estaba derritiendo de placer—. Pensé que querías comer —suspiró.

—Así es —murmuró él, tironeando del corsé de su vestido—. Pero tú me apeteces más.

Y mientras Penelope se hundía en los cojines, que sin saber muy bien cómo ya estaban sobre la mullida alfombra, se sintió completamente amada.

Varios días después, Penelope viajaba en un carruaje y miraba por la ventana, regañándose a sí misma.

Colin dormía.

Estaba muy nerviosa por volver a ver a Eloise. Se trataba de Eloise, ¡por el amor de Dios! Llevaban más de una década siendo amigas íntimas. Más que eso, como hermanas. Aunque, quizá… no tanto como ninguna de las dos había pensado. Ambas habían guardado secretos. Penelope tenía ganas de retorcerle el cuello a Eloise por no haberle contado lo de su pretendiente, aunque en realidad no tenía ningún derecho. Cuando Eloise descubriera que Penelope era lady Whistledown…

Penelope se estremeció. Puede que Colin esperara con ansias ese momento (sentía un entusiasmo diabólico), pero a ella se le había encogido el estómago. No había comido en todo el día, y no era de las que se saltaba el desayuno.

Se retorció las manos y asomó la cabeza para ver mejor por la ventana (creía que habían girado para tomar el camino de entrada a Romney Hall, pero no estaba segura) y luego miró a Colin.

Aún dormía.

Le dio una patada. Suave, por supuesto, porque no se consideraba demasiado violenta, pero francamente, no le parecía justo que él se hubiese puesto a dormir como un bebé apenas el carruaje comenzó a moverse. Colin se había acomodado en su asiento, le había preguntado si estaba cómoda, y antes de que tuviera tiempo de pronunciar el gracias de «Sí, gracias», había cerrado los ojos.

Treinta segundos después, roncaba.

No era justo, la verdad. Incluso de noche, su marido siempre se dormía antes que ella.

Volvió a patearlo, esta vez con más fuerza.

Él murmuró algo entre sueños, cambió de posición levemente, y se desplomó en el rincón.

Penelope se acercó a él. Cerca, cada vez más cerca…

Luego cerró el brazo para que el codo quedara en punta y se lo clavó en las costillas.

—¿Qué…? —Colin se enderezó al instante, parpadeando y tosiendo—. ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?

—Creo que hemos llegado —respondió Penelope.

Colin miró por la ventana, y luego a su esposa.

—¿Y era necesario que me informaras de ello dándome con un arma?

—Ha sido mi codo.

Él miró el brazo de ella.

—Querida mía, tienes unos codos sumamente huesudos.

Penelope estaba segura de que sus codos (o cualquier parte de su cuerpo, para ser precisa) no eran para nada huesudos, pero no creía que fuera a ganar mucho contradiciéndolo, así que repitió:

—Creo que hemos llegado.

Colin se apoyó en el cristal y volvió a parpadear un par de veces, soñoliento.

—Creo que tienes razón.

—Es precioso —opinó Penelope al observar el jardín tan bien cuidado—. ¿Por qué me has dicho que estaba abandonado?

—Porque lo está —respondió Colin, entregándole el chal—. Toma —dijo con una sonrisa brusca, como si aún no estuviera acostumbrado a velar por el bienestar de otra persona de la manera en que la cuidaba a ella—. Aún hace frío.

Todavía era muy temprano; la posada en la que habían dormido quedaba a solo una hora de distancia. La mayor parte de la familia había pasado la noche en casa de Benedict y Sophie, pero la casa no era tan grande como para alojar a todos los Bridgerton. Además, como había explicado Colin, ellos estaban recién casados y necesitaban privacidad.

Penelope se envolvió con la suave lana del chal y se apoyó en su marido para mirar mejor por la ventana. Y para ser sincera, también porque le gustaba estar cerca de su marido.

—A mí me parece encantador —opinó—. Nunca había visto rosas como esas.

—Es más bonito por fuera que por dentro —explicó Colin mientras el carruaje se detenía—. Aunque espero que Eloise lo transforme.

Abrió la puerta por su cuenta y bajó de un salto; luego le ofreció su brazo para ayudarla a descender.

—Vamos, lady Whistledown…

—Señora Bridgerton —lo corrigió ella.

—Como sea que te llames —admitió él con una amplia sonrisa— sigues siendo mía. Y este es tu último acto.

Cuando Colin cruzó el umbral del que sería el nuevo hogar de su hermana lo invadió una inesperada sensación de alivio. A pesar de su enfado con ella, quería a su hermana. De pequeños no habían tenido una relación muy estrecha; él era más cercano en edad a Daphne, y Eloise a menudo no era más que una molesta presencia. Pero el año anterior se habían unido más, y de no haber sido por Eloise, nunca habría descubierto a Penelope.

Y sin Penelope, él estaría…

Qué curioso. No podía imaginar qué sería de él sin ella.

Contempló a su flamante esposa. Penelope observaba con disimulo el vestíbulo de entrada. Tenía una expresión impasible en el rostro, pero Colin sabía que estaba pendiente de todo. Y mañana, cuando conversaran sobre los acontecimientos del día, recordaría hasta el último detalle.

Tenía memoria de elefante. A él le encantaba eso.

—Señor Bridgerton —saludó el mayordomo con una leve inclinación de cabeza—. Bienvenido a Romney Hall.

—Es un placer, Gunning —murmuró Colin—. Lamento lo de la última vez.

Penelope lo miró con recelo.

—Entramos de una forma un tanto… impetuosa —explicó Colin.

El mayordomo debió ver la expresión de sobresalto en el rostro de Penelope, pues se apresuró a agregar:

—Yo me hice a un lado.

—Ah —comenzó a decir ella—. Qué…

—Pero sir Phillip, no —la interrumpió Gunning.

—Ah —Penelope tosió con torpeza—. ¿Se pondrá bien?

—Se le hinchó un poco la garganta —respondió Colin con indiferencia—. Supongo que ya está mejor. —Vio que Penelope le miraba las manos y soltó una carcajada—. Ah, no fui yo —dijo, tomándola del brazo para conducirla por el pasillo—. Yo solo fui un espectador.

Ella hizo una mueca.

—Me temo que eso podría ser peor.

—Posiblemente —dijo él con gran regocijo—. Pero al final todo ha salido bien. Ahora me cae bien el sujeto, y… Ah, madre, has llegado.

Efectivamente, Violet Bridgerton se acercaba a toda prisa.

—Llegáis tarde —dijo, aunque Colin estaba seguro de que no era cierto. Se inclinó para besar la mejilla que su madre le ofrecía y luego se apartó a un lado cuando Violet se acercó para tomar las manos de Penelope entre las suyas—. Querida mía, te necesitamos allí atrás. Después de todo, eres la dama de honor.

Colin imaginó la escena: un grupo de mujeres parlanchinas, todas hablando al mismo tiempo sobre minucias que a él no le importaban y ni mucho menos comprendía. Contándose todo, y…

Se dio la vuelta repentinamente.

—No digas una palabra —le advirtió.

—¿Cómo dices? —Penelope soltó un bufido de indignación—. Fui yo la que dijo que no podíamos contárselo el día de su boda.

—Se lo decía a mi madre —explicó él.

Violet sacudió la cabeza.

—Eloise va a matarnos.

—Casi nos mata cuando se escapó como una idiota —dijo Colin con inusitada irritabilidad—. Ya les he dicho a los demás que cierren la boca.

—¿También a Hyacinth? —preguntó Penelope con desconfianza.

—Especialmente a Hyacinth.

—¿La has sobornado? —quiso saber Violet—. Porque no se callará a menos que la sobornes.

—Dios mío —murmuró Colin—. Cualquiera pensaría que solo llevo un día formando parte de esta familia. Por supuesto que la he sobornado. —Se volvió hacia Penelope—. Sin ánimo de ofender a los nuevos integrantes.

—Ah, no me he ofendido —respondió Penelope—. ¿Cuánto le has dado?

Colin pensó en la negociación con su hermana menor y casi se estremeció.

—Veinte libras.

—¡Veinte libras! —exclamó Violet—. ¿Estás loco?

—Supongo que tú lo habrías hecho mejor —replicó él—. Y solo le he dado la mitad. No me fío de esa niña ni un pelo. Pero si mantiene la boca cerrada, tendré otras diez libras menos.

—Me pregunto en qué circunstancias te fiarías de ella —musitó Penelope.

Colin se volvió hacia su madre.

—Intenté darle diez, pero ni se inmutó. —Y luego, a Penelope—: En ninguna.

Violet suspiró.

—Debería regañarte por decir eso.

—Pero no lo harás. —Colin miró a su madre con una gran sonrisa.

—Que el cielo me asista —fue su única respuesta.

—Que el cielo asista a quienquiera que esté lo suficientemente loco como para casarse con ella —observó Colin.

—Creo que Hyacinth es más madura de lo que creéis —opinó Penelope—. No deberíais subestimarla.

—¡Dios bendito! —respondió Colin—. No la subestimamos en absoluto.

—Eres tan dulce —dijo Violet, acercándose a su nuera para darle un espontáneo abrazo.

—Todavía no se ha apoderado del mundo por una simple cuestión de suerte —murmuró Colin.

—Ignóralo —le dijo Violet a Penelope—. Y tú —agregó, volviéndose a Colin— debes ir a la iglesia de inmediato. El resto de los hombres ya están allí. Está solo a cinco minutos a pie.

—¿Vas a ir andando? —preguntó Colin, no muy convencido.

—Por supuesto que no —respondió su madre con desdén—. Pero no vamos a prescindir de un carruaje por ti.

—No se me ocurriría pedir uno —ironizó Colin. Decidió que una caminata solitaria bajo el fresco aire de la mañana era preferible a viajar en un carruaje encerrado con las mujeres de su familia.

Se inclinó para besar a su esposa en la mejilla. Justo al lado de la oreja.

—Recuerda —murmuró—. No digas nada.

—Puedo guardar un secreto —replicó Penelope.

—Es mucho más fácil guardar un secreto a mil personas que a una sola —advirtió Colin—. La sensación de culpa es mucho menor.

Las mejillas de Penelope se encendieron de rubor, y él volvió a besarla cerca de la oreja.

—Te conozco muy bien —murmuró él.

Mientras se marchaba, casi pudo oírla apretar los dientes.

—¡Penelope!

Eloise comenzó a levantarse para saludarla, pero Hyacinth, que supervisaba su peinado, apoyó la mano sobre el hombro de su hermana, diciendo en voz baja y con tono amenazador:

Siéntate.

Y Eloise, que en circunstancias normales habría matado a Hyacinth con la mirada, volvió a sentarse dócilmente.

Penelope miró a Daphne, que parecía estar vigilando a Hyacinth.

—Ha sido una mañana larga —suspiró Daphne.

Penelope se acercó a Eloise, empujó con suavidad a Hyacinth y abrazó a su amiga con cuidado para no estropearle el peinado.

—Estás muy guapa —dijo.

—Gracias —respondió Eloise, pero le temblaban los labios, tenía los ojos húmedos y las lágrimas amenazaban con desbordarse en cualquier momento.

Lo que más deseaba Penelope en ese momento era hablar con ella en privado y decirle que todo iba a salir bien y que no tenía que casarse con sir Phillip si no lo deseaba, pero a fin de cuentas, Penelope no sabía que todo iba a salir bien, y sospechaba que Eloise sí tenía que casarse con sir Phillip.

Solo había oído rumores. Eloise había estado viviendo más de una semana en Romney Hall sin una carabina. Su reputación se iría al garete si se descubría; lo que seguramente sucedería. Penelope conocía mejor que nadie el poder y la tenacidad de los chismes. Además, había oído que Eloise y Anthony habían tenido «una conversación».

Parecía que el matrimonio era inevitable.

—¡Me alegro tanto de que hayas venido! —dijo Eloise.

—Dios mío, sabes que no me perdería tu boda por nada del mundo.

—Lo sé. —Le temblaron los labios, y luego su rostro adoptó la típica expresión de cuando una intenta parecer valiente y cree que de verdad le está funcionando—. Lo sé —repitió con un poco más de firmeza—. Claro que no te la perderías. Pero eso no disminuye el placer que siento al verte.

Fue una oración demasiado formal para Eloise; durante un instante, Penelope se olvidó de sus propios secretos, de sus propios miedos y preocupaciones. Eloise era su mejor amiga. Colin era su amor, su pasión y su alma, pero Eloise había sido la persona que más había influido en su vida de adulta. No podía imaginarse cómo habría sido la última década sin la sonrisa y las carcajadas de Eloise, sin su incansable buen humor.

Eloise la había querido más que su propia familia.

—Eloise —dijo Penelope, agachándose junto a ella para poder rodearle los hombros con el brazo. Se aclaró la garganta, sobre todo porque estaba a punto de hacerle una pregunta cuya respuesta probablemente no tenía importancia—. Eloise —repitió, casi en un murmullo—. ¿Deseas esto?

—Por supuesto —respondió Eloise.

Pero Penelope no estaba segura de creerle.

—¿Lo quier…? —Se detuvo. E hizo esa pequeña mueca con la boca que intentaba ser una sonrisa—: ¿Te gusta? ¿Tu sir Phillip?

Eloise asintió.

—Él es… complicado.

La respuesta hizo que Penelope se sentara.

—Estás bromeando.

—¿En un momento como este?

—¿No eras tú la que siempre decía que los hombres eran criaturas simples?

Eloise la miró con una rara expresión de impotencia.

—Eso creía.

Penelope se acercó aún más, consciente de que la capacidad auditiva de Hyacinth era sumamente fina.

—¿Y tú le gustas?

—Cree que hablo demasiado.

—Es que hablas demasiado —respondió Penelope.

Eloise la fulminó con la mirada.

—Al menos podrías sonreír.

—Es la verdad. Pero lo encuentro adorable.

—Creo que él piensa lo mismo. —Eloise hizo una mueca—. Algunas veces.

—¡Eloise! —llamó Violet desde la puerta—. Tenemos que irnos.

—No queremos que el novio piense que te has fugado —bromeó Hyacinth.

Eloise se puso de pie y enderezó los hombros.

—Ya he tenido suficientes fugas últimamente, ¿no crees? —Se volvió a Penelope con una sonrisa melancólica cargada de sabiduría—. Es hora de que empiece a avanzar y a dejar de huir.

Penelope la observó con curiosidad.

—¿Qué has dicho?

Pero Eloise se limitó a sacudir la cabeza.

—Es algo que oí hace poco.

Fue un comentario curioso, pero no era momento de indagar más en el asunto, así que Penelope se retiró con el resto de la familia. Sin embargo, tras dar algunos pasos, se detuvo ante el sonido de la voz de Eloise.

—¡Penelope!

Se dio la vuelta. Eloise seguía en la puerta, a más de tres metros de distancia. Tenía una expresión rara en el rostro, que no supo interpretar. Esperó, pero Eloise no habló.

—¿Eloise? —dijo con voz queda. Parecía que su amiga quería decir algo, pero que no estaba segura de cómo hacerlo. O quizá no sabía qué decir.

Entonces…

Lo lamento —farfulló Eloise; las palabras brotaron de sus labios a una velocidad increíble, incluso para ella.

—Lo lamentas —repitió Penelope, sobre todo por la sorpresa. En realidad, ni siquiera había considerado qué podría decir Eloise en ese momento, pero una disculpa no estaba en los primeros puestos de su lista—. ¿Qué es lo que lamentas?

—Haber guardado secretos. No estuvo bien por mi parte.

Penelope tragó saliva. ¡Dios mío!

—¿Me perdonas? —dijo Eloise con dulzura, pero sus ojos expresaban urgencia, y Penelope se sintió la peor de las farsantes.

—Por supuesto —tartamudeó—. No es nada. —Y no era nada, al menos comparado con sus propios secretos.

—Debí haberte hablado de mi correspondencia con sir Phillip. No sé por qué no lo hice desde el principio —continuó Eloise—. Pero luego, cuando tú y Colin empezasteis a enamoraros… creo que fue… creo que fue porque era algo mío.

Penelope asintió. Sabía muy bien lo que era desear algo propio.

Eloise soltó una risa nerviosa.

—Y ahora, mírame.

Penelope la contempló.

—Estás preciosa. —Era cierto. Eloise no era una novia serena, pero estaba radiante, y Penelope sintió que sus preocupaciones iban disminuyendo hasta desaparecer. Todo saldría bien. Penelope no sabía si Eloise sentiría la misma dicha en el matrimonio que ella había encontrado en el suyo, pero por lo menos estaría feliz y satisfecha.

¿Y quién era ella para decir que la flamante pareja no se enamoraría locamente? Cosas más extrañas habían sucedido.

Enlazó el brazo con el de Eloise y la guio por el pasillo, donde Violet había alzado la voz a un volumen inimaginable.

—Creo que tu madre quiere que nos demos prisa —susurró Penelope.

—¡Eloiiiiiiiiiise! —gritó Violet—. ¡AHORA!

Eloise enarcó las cejas mientras miraba a Penelope de reojo.

—¿Qué te hace pensar eso?

Pero no se dieron ninguna prisa. Avanzaron del brazo por el pasillo, como si se dirigieran al altar.

—¿Quién habría imaginado que nos casaríamos con meses de diferencia? —musitó Penelope—. ¿No íbamos a terminar siendo dos viejas?

—Todavía podemos serlo —respondió Eloise con alegría—. Solo que seremos dos viejas casadas.

—Será fantástico.

—¡Espléndido!

—¡Extraordinario!

—¡Seremos líderes de la moda obsoleta!

—Árbitras del gusto caduco.

—¿De qué habláis vosotras dos? —preguntó Hyacinth, con las manos en la cintura.

Eloise alzó la barbilla y la miró con aire de superioridad.

—Eres demasiado joven para entenderlo.

Y ella y Penelope prácticamente se desternillaron de risa.

—Han enloquecido, mamá —anunció Hyacinth.

Violet miró cariñosamente a su hija y a su nuera, que habían llegado a la avanzada edad de veintiocho años antes de pasar por el altar.

—Déjalas tranquilas, Hyacinth —dijo, conduciéndola hacia el carruaje que las aguardaba—. Vendrán enseguida. —Y luego agregó—: Eres demasiado joven para entenderlo.

Después de la ceremonia y la recepción, y en cuanto Colin pudo convencerse, de una vez por todas, de que sir Phillip Crane sería un marido aceptable para su hermana, logró encontrar un rincón tranquilo al que arrastrar a su esposa para hablar en privado.

—¿Tiene alguna sospecha? —preguntó con una sonrisa.

—Eres terrible —respondió Penelope—. Es su boda.

No era ninguna de las respuestas habituales a una pregunta de «sí o no». Colin logró contener el impulso de soltar un resoplido de impaciencia; en cambio, preguntó civilizadamente:

—¿Y con eso quieres decir…?

Penelope lo miró durante diez segundos completos, al cabo de los cuales murmuró:

—No sé de qué estaba hablando Eloise. Los hombres son criaturas terriblemente simples.

—Pues… —estuvo de acuerdo Colin; hacía mucho tiempo que había llegado a la evidente conclusión de que la mente femenina era un misterio absoluto—. Pero ¿qué tiene que ver eso ahora?

Penelope miró por encima de los hombros antes de bajar la voz a un susurro áspero.

—¿Por qué iba a estar pensando en Whistledown en un momento como este?

Tenía razón, por más que Colin odiara admitirlo. En su imaginación había dado por sentado que Eloise, de algún modo, se había dado cuenta de que era la única persona que no conocía el secreto de la identidad de lady Whistledown.

Lo cual era ridículo, sin duda; aun así, era una ensoñación satisfactoria.

—Mmm —respondió.

Penelope lo miró con desconfianza.

—¿Qué estás pensando?

—¿Estás segura de que no podemos decírselo el día de su boda?

—Colin…

—Porque si no se lo decimos, seguramente se enterará por otra persona, y no me parece justo que no estemos presentes para ver la cara que pone.

—Colin, no.

—Después de todo lo que hemos pasado, ¿no crees que te mereces contemplar su reacción?

—No —respondió Penelope lentamente—. No. No lo creo.

—Ay, te subestimas, mi amor —dijo, sonriéndole con benevolencia—. Además, piensa en Eloise.

—No he hecho otra cosa en toda la mañana.

Colin sacudió la cabeza.

—Eso la destrozaría. Enterarse de la espantosa verdad por un absoluto desconocido.

—No es espantosa —replicó Penelope—. ¿Y cómo sabes que sería un desconocido?

—Hemos hecho que toda mi familia prometa guardar el secreto. ¿A qué otra persona conoce ella en este condado olvidado de Dios?

—A mí me gusta Gloucestershire —dijo Penelope, apretando los dientes en un gesto fascinante—. Me parece encantador.

—Sí —observó él con ecuanimidad, mirando la frente arrugada de Penelope, su boca fruncida y los ojos entrecerrados—. Pareces encantada.

—¿No fuiste tú quien insistió en que guardáramos el secreto tanto como fuera humanamente posible?

—Eso mismo, humanamente posible —respondió Colin—. A este ser humano —dijo haciendo un gesto innecesario hacia sí mismo— le resulta imposible guardar silencio.

—No puedo creer que hayas cambiado de opinión.

Colin se encogió de hombros.

—¿No es ese el privilegio de un hombre?

Ante ese comentario ella abrió la boca, y en ese momento Colin deseó haber encontrado un rincón privado y tranquilo, porque con ese gesto ella prácticamente estaba rogando que la besaran, lo supiera o no.

Sin embargo, era un hombre paciente, y aún tenían esa cómoda habitación reservada en la posada. Además, en esa boda todavía podían cometerse muchas travesuras.

—Ay, Penelope —dijo con voz ronca, acercándose a ella más de lo que era apropiado, incluso aunque fuera su esposa—, ¿no quieres divertirte un poco?

Ella se puso colorada como un tomate.

Aquí no.

Él se echó a reír.

—No estaba hablando de eso —murmuró ella.

—Tampoco yo, en realidad —respondió él, absolutamente incapaz de dejar de sonreír— pero me alegro de que pienses en eso con tanta facilidad. —Fingió mirar a su alrededor—. ¿Cuándo crees que podemos marcharnos sin quedar como unos maleducados?

—Ahora mismo, no.

Colin fingió reflexionar.

—Mmm, sí, probablemente tengas razón. Una lástima. Sin embargo —Colin fingió entusiasmarse— nos deja tiempo para hacer algunas travesuras.

Penelope volvió a quedarse sin palabras. A él le gustaba eso.

—¿Vamos? —murmuró él.

—No sé qué voy a hacer contigo.

—Tenemos que ponernos de acuerdo —dijo él, sacudiendo la cabeza—. No estoy seguro de que entiendas bien cómo funciona una pregunta a la que debes responder sí o no.

—Creo que deberías sentarte —dijo ella, y en sus ojos brilló ese destello de prudente agotamiento que, en general, se reserva a los niños pequeños.

O a los adultos tontos.

—Y luego —continuó Penelope— creo que deberías quedarte sentado.

—¿Indefinidamente?

.

Solo para torturarla, él se sentó. Y luego dijo:

Nooo, creo que prefiero hacer travesuras.

Se puso de pie nuevamente y se alejó a grandes zancadas para buscar a Eloise antes de que Penelope pudiera siquiera intentar alcanzarlo.

—¡Colin, no! —chilló. Su voz resonó en las paredes de la sala de recepción. Obviamente había gritado justo en el momento en el que todos los demás invitados a la boda estaban callados.

Un salón repleto de Bridgerton. ¿Qué posibilidad había?

Penelope esbozó una sonrisa mientras observaba dos docenas de cabezas girar en su dirección.

—No es nada —explicó, con voz estrangulada y alegre—. Lamento haberos molestado.

Por lo visto, la familia de su marido debía de estar más que acostumbrada a que este se viera involucrado en situaciones en las que fuera necesario un «¡Colin, no!», porque todos reanudaron sus conversaciones sin volver a mirarla.

Excepto Hyacinth.

—¡Maldita sea! —murmuró Penelope para sí, y apretó el paso.

Pero Hyacinth era rápida.

—¿Qué sucede? —preguntó, alcanzando a Penelope con notable agilidad.

—Nada —respondió ella, porque lo último que deseaba era que Hyacinth contribuyera al desastre.

—Va a decírselo, ¿verdad? —insistió Hyacinth, mientras soltaba un «Uf» y un «Perdón» al empujar a uno de sus hermanos.

—No —respondió Penelope con firmeza, tratando de sortear a los hijos de Daphne—. No lo hará.

—Lo hará.

Penelope se detuvo un momento y se volvió a Hyacinth.

—¿Alguno de vosotros escucha a alguien alguna vez?

—Yo no —respondió Hyacinth alegremente.

Penelope sacudió la cabeza y siguió avanzando con Hyacinth a la zaga. Cuando alcanzó a Colin, este estaba de pie junto a los recién casados, tenía su brazo enlazado al de Eloise y le sonreía como si nunca hubiera pensado en:

Enseñarle a nadar arrojándola a un lago.

Cortarle ocho centímetros de cabello mientras ella dormía.

o

Atarla a un árbol para que ella no lo siguiera hasta una taberna del lugar.

Por supuesto, Colin había pensado en las tres posibilidades, y había llevado a cabo dos. (Ni siquiera Colin se habría atrevido a algo tan permanente como cortarle el pelo).

—Eloise —dijo Penelope, sin aliento por intentar sacarse de encima a Hyacinth.

—Penelope. —Pero la voz de Eloise sonó curiosa. Penelope no se sorprendió; Eloise no era ninguna tonta, y sabía muy bien que el comportamiento normal de su hermano no incluía una sonrisa angelical hacia su hermana.

—Eloise —dijo Hyacinth por ningún motivo que Penelope pudiera deducir.

—Hyacinth.

Penelope se volvió hacia su marido.

—Colin.

Él pareció divertirse.

—Penelope. Hyacinth.

Hyacinth sonrió.

—Colin. —Y luego—: Sir Phillip.

—Señoras. —Por lo visto sir Phillip prefería la brevedad.

—¡Basta! —explotó Eloise—. ¿Qué sucede?

—Parece que estamos recitando nuestros nombres de pila —dijo Hyacinth.

—Penelope tiene algo que decirte —dijo Colin.

—No es verdad.

—Sí.

—Es verdad —dijo Penelope, pensando rápidamente. Corrió hacia Eloise y tomó su mano—. Felicidades. Me siento tan feliz por vosotros.

—¿Eso tenías que decirme? —preguntó Eloise.

—Sí.

No.

Y Hyacinth comentó:

—Me estoy divirtiendo muchísimo.

—Eh, es muy amable por tu parte decirlo —dijo sir Phillip, un poco perplejo ante la repentina necesidad de Penelope de felicitar a los anfitriones. Penelope cerró los ojos un instante y soltó un suspiro de cansancio; iba a tener que hablar en privado con el pobre hombre para explicarle los detalles que conllevaba estar casado con alguien de la familia Bridgerton.

Y como conocía tan bien a sus nuevos parientes y sabía que no había forma de evitar revelar su secreto, se volvió hacia Eloise y le dijo:

—¿Podríamos hablar un momento a solas?

—¿Conmigo?

Fue suficiente para que Penelope tuviera deseos de estrangular a alguien. A cualquiera.

—Sí —respondió pacientemente—. Contigo.

—Y conmigo —interrumpió Colin.

—Y conmigo —agregó Hyacinth.

—Tú no —replicó Penelope sin molestarse en mirarla.

—Pero yo sí —agregó Colin, enlazando el brazo libre en el de Penelope.

—¿No puede esperar? —preguntó sir Phillip con educación—. Es el día de su boda, y supongo que no quiere perdérselo.

—Lo sé —dijo Penelope con tono cansado—. Lo lamento mucho.

—Está bien —manifestó Eloise, soltándose del brazo de Colin y dirigiéndose a su flamante marido. Murmuró unas palabras que Penelope no pudo oír, y luego dijo—: Hay un pequeño salón detrás de esa puerta. ¿Vamos?

Eloise fue delante; algo que le vino muy bien a Penelope porque tuvo tiempo de decirle a Colin:

—Mantendrás la boca cerrada.

Él la sorprendió al asentir, y luego, al guardar silencio. Colin sostuvo la puerta para que ella accediera a la habitación detrás de Eloise.

—No tardaré mucho tiempo —dijo Penelope con tono de disculpa—. Por lo menos, eso espero.

Eloise no dijo nada, solo la miró con una expresión que Penelope tuvo la presencia de ánimo necesaria para advertir que era inusitadamente serena.

El matrimonio la estaba sentando bien, pensó Penelope, porque la Eloise que ella conocía habría estado en ascuas en un momento semejante. Un gran secreto, un misterio a punto de ser revelado… A Eloise le encantaban esas cosas.

Sin embargo, ahora esperaba con calma y con una leve sonrisa en los labios. Penelope miró a Colin, confundida, pero parecía que él obedecía sus instrucciones al pie de la letra y tenía la boca cerrada con fuerza.

—Eloise —comenzó a decir Penelope.

Eloise sonrió. Un poco. Solo una ligera contracción de las comisuras, como si quisiera sonreír más.

—¿Sí?

Penelope se aclaró la garganta.

—Eloise —repitió—. Hay algo que debo decirte.

—¿De verdad?

Penelope entrecerró los ojos. Sin duda alguna el sarcasmo no era lo más adecuado para ese momento. Inspiró profundamente, ahogando el deseo de responder con otro comentario igual de mordaz, y dijo:

—No quería decírtelo el día de tu boda —manifestó, fulminando con la mirada a su marido—, pero parece que no tengo elección.

Eloise pestañeó varias veces, pero continuó con la misma actitud serena.

—No se me ocurre otra manera de decírtelo —continuó Penelope, sintiéndose tremendamente mal—, pero cuando te fuiste… Es decir, la noche que huiste, en realidad…

Eloise se inclinó hacia adelante. El movimiento fue leve, aunque Penelope lo percibió, y por un instante pensó… Bueno, no pensó nada con claridad, o por lo menos nada que pudiera expresar en una oración adecuada. Pero tuvo una sensación de inquietud… un tipo diferente de la incomodidad que ya sentía. Era una especie de inquietud sospechosa, y…

—Soy Whistledown —farfulló, porque si esperaba más tiempo estaba segura de que le explotaría el cerebro.

Y Eloise respondió:

—Ya lo sé.

Penelope se sentó en el objeto sólido más cercano, que resultó ser una mesa.

—¿Lo sabes?

Eloise se encogió de hombros.

—Lo sé.

—¿Cómo?

—Me lo dijo Hyacinth.

¿Qué? —gritó Colin, que parecía estar a punto de saltar al cuello de alguien. O, para ser más exactos, a punto de saltar al cuello de Hyacinth.

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