Bridgerton: felices para siempre

Bridgerton: felices para siempre


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—Estoy segura de que está con la oreja pegada a la puerta —murmuró Eloise con un gesto de cabeza—. En caso de que queráis…

Pero Colin se adelantó y abrió de golpe la puerta del pequeño salón. Como no podía ser de otro modo, Hyacinth perdió el equilibrio y casi se cayó.

—¡Hyacinth! —exclamó Penelope con tono de desaprobación.

—¡Ay, por favor! —replicó Hyacinth alisándose la falda—. No habrás creído que no escucharía detrás de la puerta, ¿verdad? Me conoces muy bien.

—Voy a retorcerte el pescuezo —gruñó Colin—. Teníamos un acuerdo.

Hyacinth se encogió de hombros.

—Sucede que, en realidad, no necesito veinte libras.

—Ya te he dado diez.

—Lo sé —respondió Hyacinth con una alegre sonrisa.

—¡Hyacinth! —exclamó Eloise.

—Lo cual no significa —continuó Hyacinth con modestia— que no quiera las otras diez.

—Me lo dijo anoche —explicó Eloise, y entrecerró los ojos peligrosamente—, pero solo después de informarme que sabía quién era lady Whistledown, que de hecho toda la sociedad lo sabía, pero que el dato me costaría veinticinco libras.

—¿No se te ocurrió —preguntó Penelope— que si toda la sociedad lo sabía podrías habérselo preguntado a otra persona?

—Toda la sociedad no estaba en mi dormitorio a las dos de la mañana —replicó Eloise.

—Estoy pensando en comprarme un sombrero —musitó Hyacinth—. O quizás un poni.

Eloise le lanzó una mirada indignada y luego se volvió a Penelope.

—¿De verdad eres Whistledown?

—Lo soy —admitió Penelope—. O más bien… —Miró a Colin, no sabía muy bien por qué, salvo porque lo quería muchísimo y porque él la conocía perfectamente. Cuando su marido vio su débil sonrisa, él también sonrió, sin importar lo furioso que pudiera estar con Hyacinth.

Y lo supo. De alguna manera, en medio de todo lo sucedido, él supo lo que ella necesitaba. Siempre lo sabía.

Penelope volvió a dirigirse a Eloise.

—Lo he sido —corrigió—. Ya no lo soy. Me he retirado.

Aunque Eloise ya lo sabía. La carta de retiro de lady W había circulado mucho antes de que su amiga se marchara de la ciudad.

—Para siempre —agregó Penelope—. La gente ha insistido, pero no me convencerán de que vuelva a escribir. —Hizo una pausa y pensó en lo que había comenzado a escribir en su casa—. Por lo menos no bajo el nombre de Whistledown. —Miró a Eloise, que se había sentado junto a ella sobre la mesa. Su rostro era inexpresivo y no había dicho nada en siglos… bueno, siglos para tratarse de Eloise.

Penelope trató de sonreír.

—En realidad, estoy pensando en escribir una novela.

Eloise siguió sin responder, aunque pestañeaba muy rápidamente, y tenía la frente fruncida, como si estuviese muy concentrada pensando.

Entonces Penelope tomó una de sus manos y dijo lo único que de verdad sentía:

—Lo lamento, Eloise.

Eloise había estado observando con mirada inexpresiva una mesita, pero al oírla se volvió y sus ojos buscaron los de Penelope.

—¿Lo lamentas? —repitió. Parecía dubitativa, como si lamentarlo no fuera la emoción correcta, o por lo menos no fuera suficiente.

A Penelope se le cayó el alma a los pies.

—Lo lamento mucho —volvió a decir—. Debí habértelo contado. Debí haber…

—¿Estás loca? —preguntó Eloise. Por fin parecía que le prestaba atención—. Por supuesto que no debiste habérmelo contado. Jamás habría sido capaz de guardar el secreto.

A Penelope le pareció increíble que lo reconociera.

—Estoy tan orgullosa de ti —prosiguió Eloise—. Olvídate de la narración por un momento… no puedo imaginar siquiera la logística de todo, y en algún momento, cuando pase el día de mi boda, te pediré que me cuentes hasta el último detalle.

—¿Entonces te sorprendió? —murmuró Penelope.

Eloise le lanzó una mirada cargada de ironía.

—Por decirlo de alguna manera.

—Tuve que buscarle una silla —intervino Hyacinth.

—Ya estaba sentada —replicó Eloise.

Hyacinth agitó una mano en el aire.

—Tanto da.

—Ignórala —replicó Eloise, centrándose exclusivamente en Penelope—. De verdad, no te imaginas lo impresionada que me has dejado… ahora que me he sobrepuesto a la sorpresa, por supuesto.

—¿En serio? —Hasta ese momento, Penelope no se había dado cuenta de lo mucho que deseaba la aprobación de Eloise.

—De guardar el secreto durante tanto tiempo —dijo Eloise, agitando la cabeza con admiración—. A mí, a ella. —Apuntó un dedo hacia Hyacinth—. Lo has hecho muy bien. —Al decir eso se inclinó hacia adelante y envolvió a Penelope en un cálido abrazo.

—¿No estás enfadada conmigo?

Eloise se apartó y abrió la boca, y Penelope se dio cuenta de que había estado a punto de responder «No», probablemente seguido de «Por supuesto que no».

Pero las palabras permanecieron en la boca de Eloise y solo se quedó sentada, con expresión algo pensativa y sorprendida, hasta que por fin dijo:

—No.

Penelope enarcó las cejas.

—¿Estás segura? —Porque Eloise no parecía convencida. Para ser sincera, ni siquiera parecía Eloise.

—Sería diferente si aún estuviera en Londres —prosiguió Eloise con voz queda— sin nada que hacer. Pero esto… —Miró alrededor de la habitación y señaló ligeramente a la ventana—. Aquí. No es lo mismo. Es una vida diferente —dijo en voz baja—. Soy una persona diferente. O por lo menos un poco distinta.

Lady Crane —le recordó Penelope.

Eloise sonrió.

—Gracias por recordármelo, señora Bridgerton.

Penelope estuvo a punto de soltar una carcajada.

—¿Puedes creerlo?

—¿De ti, o de mí? —preguntó Eloise.

—De ambas.

Colin, que había mantenido una distancia respetuosa, con una mano firmemente sujeta al brazo de Hyacinth para que ella mantuviera una distancia respetuosa, se acercó.

—Creo que deberíamos regresar —dijo en voz baja. Extendió la mano y ayudó a levantarse a Penelope y luego a Eloise—. No hay duda de que debes regresar —dijo, inclinándose para dar un beso en la mejilla a su hermana.

Eloise sonrió con melancolía, volvió a ser otra vez la novia ruborizada y asintió. Con un último apretón a las manos de Penelope, pasó junto a Hyacinth (poniendo los ojos en blanco) y se dirigió a su recepción de boda.

Penelope la observó marcharse, enlazando su brazo en el de Colin y apoyándose suavemente en él. Ambos se quedaron en silencio, observando la puerta ahora vacía y escuchando los sonidos de la fiesta.

—¿Crees que sería de buena educación marcharnos ahora? —murmuró.

—Probablemente no.

—¿Crees que a Eloise le molestaría?

Penelope sacudió la cabeza.

Colin apretó los brazos alrededor de ella, y Penelope sintió los labios de él rozándole suavemente la oreja.

—Vamos —dijo.

Y ella no le llevó la contraria.

El veinticinco de mayo de 1824, precisamente un día después de la boda de Eloise Bridgerton y sir Phillip Crane, se entregaron tres misivas en la habitación del señor Colin Bridgerton y señora, huéspedes de la posada Rose and Bramble, cerca de Tetbury, Gloucestershire. Llegaron al mismo tiempo y todas provenían de Romney Hall.

—¿Cuál leemos primero? —preguntó Penelope, extendiendo las tres misivas delante de ella sobre la cama.

Colin se quitó la camisa, que se había puesto para abrir la puerta.

—Me someto a tu buen juicio, como de costumbre.

—¿Como de costumbre?

Se metió en la cama junto a Penelope. Era increíblemente adorable cuando se ponía sarcástica. No creía que hubiese otra persona que la superara.

—Como siempre que me convenga —corrigió.

—Comenzaré por la de tu madre, entonces —dijo Penelope, y tomó una de las cartas de la cama. Abrió el sello y desplegó el papel cuidadosamente.

Colin la observó mientras leía. Ella abrió los ojos como platos, luego enarcó las cejas e hizo una mueca con los labios, como si se riera a pesar de sí misma.

—¿Qué quiere decirnos? —preguntó.

—Nos perdona.

—Supongo que no tiene sentido que pregunte qué tiene que perdonarnos.

Penelope lo miró con severidad.

—Por marcharnos temprano de la boda.

—Dijiste que a Eloise no le molestaría.

—Y estoy segura de que no le molestó. Pero hablamos de tu madre.

—Respóndele y asegúrale que, si alguna vez vuelve a casarse, me quedaré hasta el final de la fiesta.

—No haré semejante cosa —respondió Penelope, poniendo los ojos en blanco—. De todos modos, no creo que espere respuesta.

—¿De verdad? —Ahora él sintió curiosidad, dado que su madre siempre esperaba respuesta—. Entonces, ¿qué hemos hecho para merecer su perdón?

—Eh, mencionó algo sobre el parto oportuno de nietos.

Colin esbozó una sonrisa.

—¿Te has sonrojado?

—No.

.

Ella le dio un codazo en las costillas.

—No. Aquí, léelo tú mismo si eso prefieres. Yo leeré la carta de Hyacinth.

—Supongo que no me habrá devuelto las diez libras —gruñó Colin.

Penelope desplegó el papel y lo sacudió. No había ningún dinero.

—Esa descarada tiene suerte de ser mi hermana —murmuró.

—Qué mal perdedor eres —se burló Penelope—. Ella te venció, y de manera impecable.

—¡Ay, por favor! —se mofó él—. No te vi elogiar su astucia ayer por la tarde.

Ella desechó sus protestas.

—Bueno, algunas cosas se ven mejor con el tiempo.

—¿Qué tiene que decirnos? —preguntó Colin, inclinándose por encima de su hombro. Conociendo a Hyacinth, probablemente se trataba de alguna argucia para sacarle más dinero.

—En realidad es muy dulce —dijo Penelope—. Ninguna maldad.

—¿Has leído ambas caras? —preguntó Colin con desconfianza.

—Solo ha escrito una.

—Un gasto inusitado en ella —agregó con recelo.

—Cielo santo, Colin, es solo un relato de la boda después de nuestra partida. Y debo decir que tiene un enorme talento para el humor y los detalles. Habría sido una buena Whistledown.

—Que Dios nos ampare.

La última carta era de Eloise, y a diferencia de las otras dos, estaba dirigida solo a Penelope. Colin sintió curiosidad, por supuesto, ¿quién no la tendría? Pero se alejó para que Penelope la leyera a solas. La amistad entre su esposa y su hermana era algo que él admiraba y respetaba. Él tenía una relación muy estrecha con sus hermanos, incluso más que estrecha. Pero nunca había visto un vínculo de amistad tan profundo como el que compartían Penelope y Eloise.

—¡Ah! —soltó Penelope mientras le daba la vuelta a la página. La misiva de Eloise era bastante más larga que las otras dos, y había llenado las dos caras del papel—. Qué descarada.

—¿Qué ha hecho? —preguntó Colin.

—Ah, nada —respondió Penelope, aunque parecía bastante molesta—. Tú no estabas presente, pero la mañana de la boda no dejó de disculparse por haber guardado secretos. Nunca se me ocurrió pensar que su intención era que yo admitiera lo mismo. Hizo que me sintiera fatal.

Su voz se apagó mientras leía otra página. Colin se recostó sobre las mullidas almohadas y observó el rostro de su esposa. Le gustaba contemplar cómo movía los ojos de izquierda a derecha, siguiendo las palabras. Le agradaba ver cómo movía los labios cuando sonreía o fruncía el ceño. En realidad, le sorprendía lo feliz que estaba simplemente por ver a su esposa leer.

Hasta que ella ahogó un grito y se puso blanca como una sábana.

Colin se incorporó sobre los codos.

—¿Qué sucede?

Penelope sacudió la cabeza y gruñó.

—Ah, es astuta.

Al diablo con la privacidad. Colin le arrebató la carta.

—¿Qué ha dicho?

—Allí abajo —dijo Penelope, señalando con tristeza al pie de la carta—. Al final.

Colin apartó su dedo y comenzó a leer.

—Cielo santo, sí que es prolija en palabras —murmuró—. No entiendo nada.

—Venganza —dijo Penelope—. Dice que mi secreto ha sido más grande que el de ella.

—Es verdad.

—Dice que le debo un favor.

Colin reflexionó.

—Probablemente sea verdad.

—Para empatar.

Dio una palmadita a la mano de su esposa.

—Me temo que así es como pensamos los Bridgerton. Nunca has competido en ningún juego con nosotros, ¿verdad?

Penelope lanzó un gemido.

—Ha dicho que lo consultará con Hyacinth.

Ahora fue él quien palideció.

—Lo sé —dijo Penelope sacudiendo la cabeza—. Nunca más volveremos a estar seguros.

Colin deslizó el brazo alrededor de ella y la atrajo hacia sí.

—¿No dijimos que queríamos visitar Italia?

—O India.

Él sonrió y la besó en la nariz.

—O también podríamos quedarnos aquí.

—¿En Rose and Bramble?

—Se supone que partimos mañana por la mañana. Es el último lugar donde Hyacinth nos buscaría.

Penelope alzó la vista y lo miró con ojos cálidos y un tanto traviesos.

—No tengo compromisos urgentes en Londres durante al menos quince días.

Él rodó encima de ella y la giró hacia abajo, hasta dejarla recostada sobre la espalda.

—Mi madre ha dicho que no nos perdonaría a menos que le diéramos un nieto.

—No ha sido tan terminante.

Él la besó justo en el punto sensible que tenía detrás del lóbulo de la oreja, con el que siempre conseguía que se estremeciera.

—Finjamos que sí.

—Pues, en ese caso… ¡ah!

Colin deslizó los labios por el vientre de su esposa.

—¿Ah? —murmuró él.

—Es mejor que nos pongamos… ¡ah!

Él levantó la vista.

—¿Qué decías?

—A trabajar. —Apenas pudo terminar la frase.

Él sonrió sobre su piel.

—A su servicio, señora Bridgerton. Siempre.

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