Bridgerton: felices para siempre

Bridgerton: felices para siempre


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Ella volvió a contar.

A contar, siempre contando.

Siete días desde su última menstruación.

Seis hasta el período en que podría ser fértil.

De veinticuatro a treinta y un días para volver a menstruar, siempre y cuando no concibiera.

Que lo más probable fuera que no lo hiciera.

Hacía tres años que se había casado con Michael. Tres años. Había sufrido las menstruaciones treinta y tres veces. Las había contado, por supuesto; hacía pequeñas y desalentadoras rayas en un trozo de papel que guardaba en su escritorio, en un rincón trasero del cajón de en medio, donde Michael no pudiera verlo.

Porque él sufriría. No porque deseara un hijo, que lo deseaba, sino sobre todo porque ella deseaba uno con desesperación.

Y Michael quería que ella lo tuviera. Quizás incluso más de lo que él mismo quería.

Francesca intentaba esconder su pena. Trataba de sonreír durante el desayuno y fingía que no le molestaba tener un paño entre las piernas, pero Michael siempre lo veía en sus ojos, y durante todo el día parecía abrazarla con más fuerza, besarla en la frente con más frecuencia.

Ella intentaba convencerse de que debía dar las gracias a Dios por lo que tenía. Y lo hacía. Vaya si lo hacía. Todos los días. Era Francesca Bridgerton Stirling, condesa de Kilmartin, bendecida con dos familias cariñosas: aquella en la que había nacido y la adquirida (dos veces) por matrimonio.

Tenía un marido con el que la mayoría de las mujeres solo podía soñar: era apuesto, divertido, inteligente, y estaba tan enamorado de ella como ella de él. Michael la hacía reír. Hacía que sus días fueran alegres y sus noches, una aventura. Le encantaba hablar con él, pasear con él o simplemente sentarse en la misma habitación que él y mirarse furtivamente mientras ambos fingían leer un libro.

Era feliz. Mucho. Y si nunca tenía un bebé, al menos tenía a ese hombre, ese hombre estupendo, maravilloso y excepcional que la entendía de una manera que la dejaba sin palabras.

Michael la conocía. Conocía cada centímetro de ella y, aun así, nunca dejaba de sorprenderla y desafiarla.

Ella lo amaba. Lo amaba con cada poro de su cuerpo.

Y la mayor parte del tiempo le bastaba. La mayor parte del tiempo, era más que suficiente.

Pero por la noche, cuando él se dormía y ella permanecía despierta, acurrucada junto a él, sentía un vacío que temía que ninguno de los dos pudiera llenar jamás. Se acariciaba el abdomen, y allí seguía, tan plano como siempre, burlándose de ella y negándose a hacer lo único que deseaba más que nada en el mundo.

Y en ese momento lloraba.

Tenía que haber un nombre, pensó Michael junto a la ventana mientras contemplaba cómo Francesca desaparecía al otro lado de la colina rumbo al panteón de la familia Kilmartin. Tenía que haber un nombre para ese tipo específico de dolor, de tortura, realmente. Lo único que quería en el mundo era hacerla feliz. Ah, claro que había otras cosas: paz, salud, prosperidad de los arrendatarios, hombres honrados en el cargo de primer ministro durante los próximos cien años. Pero al final, lo que deseaba era que Francesca fuera feliz.

La amaba. Siempre la había amado. Era, o por lo menos debería haber sido, la cosa más sencilla del mundo. La amaba. Y punto. Y si solo dependiera de él, habría movido cielo y tierra para hacerla feliz.

Pero lo único que ella deseaba más que a nada, lo único que ansiaba con desesperación y por lo que luchaba con tanta valentía para ocultar el dolor que le provocaba no tenerlo, parecía que él no podía dárselo.

Un hijo.

Y lo curioso era que él empezaba a sentir el mismo dolor.

Al principio había sufrido solo por ella. Ella deseaba un hijo y, por tanto, él también lo deseaba. Ella quería ser madre y, en consecuencia, él quería que lo fuera. Quería verla con un bebé en los brazos, y no porque fuera su hijo, sino porque sería de ella.

Él quería que ella tuviera lo que deseaba. Y, egoísta de él, quería ser el hombre que se lo brindara.

Pero últimamente había empezado a sentir esa misma angustia. Cuando visitaban a alguno de sus muchos hermanos y hermanas, al instante se veían rodeados por la siguiente generación de críos. Tiraban de su pierna, gritaban: «¡Tío Michael!» y aullaban de risa cuando él los lanzaba al aire, y siempre rogaban un minuto más, una vuelta más, que les diera un dulce de menta más en secreto.

Los Bridgerton tenían una fertilidad prodigiosa. Parecía que todos podían engendrar el número exacto de retoños que deseaban. Y a veces hasta uno más, por las dudas.

Todos excepto Francesca.

Quinientos ochenta y cuatro días después, Francesca bajó del carruaje Kilmartin e inspiró el aire de campo puro y limpio de Kent. La primavera ya estaba muy avanzada y el sol le calentó las mejillas, pero cuando el viento soplaba, todavía se llevaba consigo los últimos vestigios de invierno. Sin embargo, a Francesca no le importaba. Siempre le había gustado sentir la caricia del viento frío sobre la piel. A Michael lo volvía loco; él siempre se quejaba de que, después de pasar tantos años en la India, no terminaba de adaptarse a vivir en un clima frío.

Lamentaba que no hubiese podido acompañarla en el largo viaje desde Escocia para el bautizo de la hija de Hyacinth, Isabella. Él estaría allí, por supuesto; ella y Michael nunca se perdían el bautizo de ninguna de sus sobrinas y sobrinos. Sin embargo, sus negocios en Edimburgo habían demorado su llegada. Francesca también podría haber pospuesto el viaje, pero hacía muchos meses que no veía a su familia y los echaba de menos.

Qué curioso. Cuando era más joven, siempre había estado ansiosa por marcharse, por tener su propia casa, su propia identidad. Pero ahora, mientras veía crecer a sus sobrinas y sobrinos, sus visitas eran más frecuentes. No quería perderse los momentos más importantes de sus vidas. Estaba de visita por casualidad cuando la hija de Colin, Agatha, había dado sus primeros pasos. Había sido impresionante. Y aunque esa noche había llorado en silencio en su cama, las lágrimas que brotaron de sus ojos al ver a Aggie tambalearse y reírse habían sido de pura felicidad.

Si no iba a ser madre, por lo menos disfrutaría de esos momentos. No podría soportar la idea de una vida sin ellos.

Francesca sonrió mientras entregaba su capa a un lacayo y caminaba por los familiares pasillos de Aubrey Hall. Había pasado gran parte de su niñez allí y en Bridgerton House, en Londres. Anthony y su esposa habían hecho algunas modificaciones, pero gran parte de la decoración seguía como siempre. Las paredes seguían pintadas del mismo color blanco cremoso con un sutil tono durazno. Y el Fragonard que su padre le había regalado a su madre por su trigésimo cumpleaños aún colgaba sobre la mesa, justo al lado de la puerta del salón rosado.

—¡Francesca!

Se dio la vuelta. Era su madre, que estaba sentada en el salón y se había puesto de pie.

—¿Cuánto tiempo hace que estás aquí? —preguntó Violet, acercándose a saludarla.

Francesca abrazó a su madre.

—No mucho. Estaba admirando el cuadro.

Violet se acercó a ella y juntas contemplaron el Fragonard.

—Es maravilloso, ¿no es cierto? —murmuró su madre, con una sonrisa suave y nostálgica en el rostro.

—Me encanta —dijo Francesca—. Siempre me ha gustado. Me recuerda a papá.

Violet se volvió hacia ella, sorprendida.

—¿De verdad?

Francesca entendió su reacción. El cuadro mostraba a una mujer joven con un ramo de flores y una nota. No era un tema muy masculino. Pero la joven miraba por encima de su hombro, con una expresión algo traviesa, como si, con la provocación adecuada, se fuera a reír. Francesca no recordaba mucho cómo era la relación entre sus padres; solo tenía seis años cuando murió su progenitor. Pero recordaba su risa. El sonido de la risa profunda y sonora de su padre siempre la acompañaba.

—Imagino así tu matrimonio —dijo Francesca, señalando el cuadro.

Violet retrocedió medio paso e inclinó la cabeza hacia un lado.

—Creo que tienes razón —dijo, encantada al darse cuenta—. Nunca lo vi desde esa perspectiva.

—Deberías llevarte el cuadro a Londres —dijo Francesca—. ¿Acaso no es tuyo?

Violet se ruborizó, y por un breve instante Francesca vislumbró a la joven que fue en el brillo de sus ojos.

—Sí —respondió—. Pero su sitio está aquí. Aquí fue donde él me lo regaló. Y aquí —señaló el lugar de honor sobre la pared— fue donde lo colgamos juntos.

—Fuisteis muy felices —dijo Francesca. No fue una pregunta sino una observación.

—Igual que vosotros.

Francesca asintió.

Violet extendió la mano y tomó la suya, dándole suaves palmaditas mientras ambas seguían contemplando el cuadro. Francesca sabía exactamente lo que su madre estaba pensando: en su infertilidad y en que parecía haber un acuerdo tácito de no hablar nunca del asunto. Pero, ¿por qué tendrían que hacerlo? ¿Qué podía decir Violet que mejorara la situación?

Francesca no podía decir nada, porque con eso solo lograría que su madre se sintiera peor; de modo que permanecieron en silencio como lo hacían siempre, pensando en lo mismo sin hablar nunca de ello, preguntándose quién sufriría más.

Francesca pensó que era ella; después de todo, el vientre estéril era el suyo. Pero quizás el dolor de su madre era más agudo. Violet era su madre y sufría por los sueños perdidos de su hija. ¿Acaso eso no era doloroso? Y lo irónico era que Francesca nunca lo sabría. Nunca sabría lo que era sufrir por un hijo, porque jamás sabría lo que era ser madre.

Tenía casi treinta y tres años. No conocía a ninguna mujer casada que hubiera llegado a esa edad sin concebir un hijo. Parecía que los hijos venían enseguida, o no venían.

—¿Ha llegado Hyacinth? —quiso saber Francesca, mirando aún el brillo en la mirada de la mujer del cuadro.

—Todavía no. Pero Eloise llegará esta tarde. Ella…

Francesca notó la vacilación en la voz de su madre antes de que se callara.

—¿Está embarazada? —preguntó.

Se hizo un breve silencio, y luego:

—Sí.

—Es maravilloso. —Y lo dijo de corazón. Se alegraba con todo su ser. Pero no sabía cómo transmitirlo para que sonara así.

No quiso mirar a su madre a la cara. Porque si lo hacía, se pondría a llorar.

Se aclaró la garganta e inclinó la cabeza hacia un lado, como si quedase algún centímetro del Fragonard que aún no había examinado.

—¿Alguien más? —preguntó.

Sintió que su madre se ponía tensa a su lado y se preguntó si Violet estaría pensando si valía la pena fingir que no sabía exactamente a qué se refería.

—Lucy —respondió su madre con voz queda.

Francesca por fin se volvió y miró a Violet, apartando la mano de la de su madre.

—¿Otra vez? —Lucy y Gregory se habían casado hacía menos de dos años, pero este sería su segundo hijo.

Violet asintió.

—Lo lamento.

—No digas eso —replicó Francesca, horrorizada por lo ronca que sonó su voz—. No digas que lo lamentas. No es algo de lo que haya que lamentarse.

—No —se apresuró a decir su madre—. No he querido decir eso.

—Deberías estar feliz por ellos.

—¡Y lo estoy!

—Más feliz por ellos que apenada por mí —añadió Francesca con voz ahogada.

—Francesca…

Violet intentó tomar la mano de su hija, pero Francesca se apartó.

—Prométemelo —dijo—. Tienes que prometerme que siempre estarás más feliz que apenada.

Violet la miró con impotencia, y Francesca se dio cuenta de que su madre no sabía qué decir. Durante toda su vida, Violet Bridgerton había sido la más sensible y maravillosa de las madres. Siempre parecía saber qué necesitaban sus hijos, en el momento exacto en que lo necesitaban… ya fuese una palabra amable o un suave empujón, o incluso una gigantesca y proverbial patada en el trasero.

Sin embargo, ahora, en este momento, Violet estaba desorientada. Y Francesca era quien la había colocado en esa situación.

—Lo siento, mamá —repuso, farfullando las palabras—. Lo siento mucho, perdóname.

—No. —Violet se apresuró a abrazarla, y esta vez Francesca no se apartó—. No, querida —repitió Violet, acariciándole el cabello—. No digas eso, por favor, no digas eso.

La hizo callar, cantándole suavemente como si fuera una niña, y Francesca se dejó hacer. Y cuando sus lágrimas tibias y silenciosas mojaron el hombro de su madre, ninguna de las dos dijo ni una sola palabra.

Cuando Michael llegó dos días después, Francesca estaba inmersa en los preparativos del bautizo de la pequeña Isabella, y si bien no había olvidado la conversación con su madre, al menos no ocupaba todos sus pensamientos. Después de todo, nada de eso era nuevo. Francesca seguía siendo igual de estéril que cada vez que visitaba a su familia en Inglaterra. La única diferencia era, que en aquella ocasión, había hablado con alguien al respecto. Un poco.

Tanto como había podido.

Y sin embargo, de alguna manera, se había quitado un peso de encima. Aquel momento en el pasillo, con su madre abrazándola, había logrado que se deshiciera de algo más que unas lágrimas.

Y aunque todavía sufría por los bebés que jamás tendría, por primera vez en mucho tiempo se sentía completamente feliz.

Era algo extraño y maravilloso, y se negaba a cuestionarlo.

—¡Tía Francesca! ¡Tía Francesca!

Francesca sonrió y enlazó el brazo con el de su sobrina. Charlotte era la hija menor de Anthony; cumpliría ocho años dentro de un mes.

—¿Qué sucede, tesoro?

—¿Has visto el vestido de la bebé? Es muy largo.

—Lo sé.

—Y tiene muchos volantes.

—Los trajes de bautizo tienen muchos volantes. Incluso los de los niños varones están llenos de volantes.

—Me parece un desperdicio —opinó Charlotte, encogiéndose de hombros—. Isabella no sabe que lleva puesto algo tan bonito.

—Ah, pero nosotras sí.

Charlotte reflexionó un momento.

—Pero a mí no me importa, ¿y a ti?

Francesca se rio.

—No, supongo que no. Querría a Isabella sin importar lo que llevara puesto.

Tía y sobrina continuaron su paseo por los jardines para recoger jacintos, con los que decorarían la capilla. Casi habían llenado una canasta cuando oyeron el sonido inconfundible de un carruaje que se acercaba por la entrada.

—¿Quién será ahora? —dijo Charlotte, poniéndose de puntillas, como si eso la ayudara a ver mejor el carruaje.

—No estoy segura —respondió Francesca. Esa tarde llegarían varios miembros de la familia.

—Quizá sea el tío Michael.

Francesca sonrió.

—Eso espero.

Adoro al tío Michael —repuso Charlotte con un suspiro, y Francesca casi se echó a reír, pues había visto la expresión en la mirada de su sobrina miles de veces.

Las mujeres adoraban a Michael. Parecía que ni las niñas de siete años eran inmunes a su encanto.

—Bueno, es muy apuesto —aportó Francesca.

Charlotte se encogió de hombros.

—Supongo.

—¿Supones? —respondió Francesca, haciendo un esfuerzo por no reírse.

A mí me gusta porque me lanza al aire cuando mi padre no está mirando.

—Le gusta romper las reglas.

Charlotte sonrió de oreja a oreja.

—Lo sé. Por eso no se lo digo a mi padre.

A Francesca nunca le había parecido que Anthony fuera especialmente severo, pero era el jefe de la familia desde hacía más de veinte años; suponía que la experiencia lo había dotado de cierto amor por el orden y la pulcritud.

Y había que decirlo: le gustaba mandar.

—Será nuestro secreto —dijo Francesca, inclinándose para murmurar al oído de su sobrina—. Y cuando quieras venir de visita a Escocia puedes hacerlo. Nos saltamos las reglas constantemente.

Charlotte abrió los ojos como platos.

—¿De verdad?

—A veces desayunamos a la hora de la cena.

—Excelente.

—Y caminamos bajo la lluvia.

Charlotte se encogió de hombros.

—Todo el mundo camina bajo la lluvia.

—Sí, supongo que sí, pero a veces bailamos.

Charlotte retrocedió un paso.

—¿Puedo ir con vosotros ahora?

—Eso depende de tus padres, tesoro. —Francesca rio y tomó la mano de Charlotte—. Pero lo que sí podemos hacer ahora es bailar.

—¿Aquí?

Francesca asintió.

—¿Dónde todo el mundo puede vernos?

Francesca miró a su alrededor.

—No veo que nadie esté mirando. Y si estuvieran mirando, ¿a quién le importa?

Charlotte frunció los labios, y Francesca prácticamente pudo adivinar sus pensamientos.

—¡A mí no! —anunció, y tomó del brazo a Francesca. Juntas bailaron una giga, seguida de un danza escocesa en la que giraron y giraron hasta quedar sin aliento.

—¡Ay, desearía que lloviera! —rio Charlotte.

—¿Y cuál sería la gracia? —se oyó una voz nueva.

—¡Tío Michael! —chilló Charlotte, arrojándose a sus brazos.

—Y a mí me olvidan al instante —dijo Francesca con una sonrisa irónica.

Michael la miró con ternura por encima de la cabeza de Charlotte.

—Yo no —murmuró.

—La tía Francesca y yo hemos estado bailando —le contó Charlotte.

—Lo sé. Os he visto desde el interior de la casa. Me gustó sobre todo la nueva.

—¿Qué nueva?

Michael fingió parecer confundido.

—La nueva danza que bailabais.

—No bailábamos ninguna danza nueva —replicó Charlotte, frunciendo el entrecejo.

—Entonces, ¿qué fue eso de tirarse al césped?

Francesca se mordió el labio para evitar sonreír.

—¡Nos hemos caído, tío Michael!

—¡No!

—¡Sí, nos hemos caído!

—Era una danza muy vigorosa —confirmó Francesca.

—Entonces debéis ser extraordinariamente elegantes, pues parecía que lo hacíais a propósito.

—¡No! ¡No lo hicimos! —exclamó Charlotte, entusiasmada—. Realmente nos hemos caído. ¡Sin querer!

—Supongo que tendré que creerte —repuso él con un suspiro— pero solo porque sé que eres demasiado honesta para mentir.

Ella lo miró con adoración.

—Yo nunca te mentiría, tío Michael —manifestó la niña.

Él la besó en la mejilla y la dejó en el suelo.

—Tu madre dice que es hora de comer.

—¡Pero acabas de llegar!

—No me iré a ningún sitio. Tienes que alimentarte después de tanto baile.

—No tengo hambre —replicó ella.

—Es una lástima —dijo Michael—, porque esta tarde pensaba enseñarte a bailar el vals, y está claro que no puedes hacerlo con el estómago vacío.

Charlotte abrió los ojos como platos.

—¿De verdad? Papá ha dicho que no puedo aprender hasta que tenga diez años.

Michael esbozó una de esas medias sonrisas irresistibles que aún hacían estremecer a Francesca.

—No tenemos que decírselo, ¿verdad?

—Ay, tío Michael, te adoro —expresó la niña con fervor, y luego, después de un abrazo sumamente fuerte, Charlotte corrió hacia Aubrey Hall.

—Otra más que cae rendida a tus encantos —observó Francesca, sacudiendo la cabeza y mirando a su sobrina correr por el césped.

Michael la tomó de la mano y la atrajo hacia él.

—¿Qué quieres decir con eso?

Francesca esbozó una leve sonrisa y suspiró, diciendo:

—Yo nunca te mentiría.

Él le dio un sonoro beso.

—Sinceramente, espero que no.

Ella alzó la mirada hacia los ojos grisáceos de su marido y se abandonó al calor de su cuerpo.

—Parece que ninguna mujer es inmune a tus encantos.

—Entonces soy muy afortunado de haber caído solo bajo el hechizo de una.

—Qué suerte la mía.

—Pues, sí —repuso él con fingida modestia—, pero no he querido decirlo.

Ella le dio un manotazo en el brazo.

Él le respondió con un beso.

—Te he echado de menos.

—Yo también.

—¿Y cómo está el clan Bridgerton? —preguntó mientras enlazaba el brazo al de ella.

—De maravilla —respondió Francesca—. De verdad, me lo estoy pasando estupendamente.

—¿De verdad? —repitió él con expresión divertida.

Francesca lo condujo lejos de la casa. Hacía más de una semana que no disfrutaba de la compañía de su marido y no deseaba compartirlo todavía.

—¿A qué te refieres? —preguntó.

—Has dicho «de verdad», como si te sorprendiera.

—Por supuesto que no —repuso Francesca. Pero luego pensó—. Siempre lo paso estupendamente cuando visito a mi familia —dijo con cuidado.

—Pero…

—Pero esta vez es mejor. —Se encogió de hombros—. No sé por qué.

Eso no era del todo cierto. Ese momento con su madre… esas lágrimas habían sido mágicas.

Pero no podía contarle eso a él. Michael no oiría otra cosa que no fuera la parte en la que había llorado, y luego se preocuparía, y ella se sentiría muy mal por haberlo preocupado, y ya estaba cansada de todo eso.

Además, él era hombre. Jamás lo comprendería.

—Me siento feliz —anunció ella—. Es algo que flota en el ambiente.

—El sol brilla —observó él.

Ella encogió un solo hombro con desenfado y se apoyó contra un árbol.

—Los pájaros cantan.

—¿Las flores se abren?

—Solo algunas —reconoció ella.

Michael contempló el paisaje.

—Lo único que faltaría en este momento es que un conejo pequeño y esponjoso pasara saltando por la pradera.

Ella sonrió dichosa y se inclinó hacia él para besarlo.

—El esplendor bucólico es algo maravilloso.

—Sin duda. —Los labios de él se encontraron con los suyos con familiar avidez—. Te echaba de menos —dijo con voz ronca de deseo.

Ella soltó un leve gemido cuando él le mordisqueó la oreja.

—Lo sé. Ya me lo has dicho.

—Merece la pena repetirlo.

Francesca quiso decir algo ingenioso sobre que nunca se cansaba de oírlo, pero en ese momento se encontró apretada contra el árbol, casi sin poder respirar, con una de sus piernas levantada alrededor de la cadera de él.

—Llevas puesta demasiada ropa —gruñó él.

—Estamos demasiado cerca de la casa —jadeó ella; su vientre se estremeció de deseo cuando él se pegó a ella de una forma mucho más íntima.

—¿Cuánto tenemos que alejarnos —murmuró él mientras deslizaba una mano debajo de su falda— para que no sea «demasiado cerca»?

—Un poco.

Michael se apartó un poco y la miró.

—¿De verdad?

—De verdad. —Ella esbozó una medio sonrisa y se sintió pícara. Poderosa. Con ganas de tomar el control. De él. De su vida. De todo.

—Ven conmigo —propuso ella en un impulso; lo agarró de la mano y corrió.

Michael había echado de menos a su esposa. De noche, cuando ella no estaba junto a él, la cama le parecía fría y el aire se sentía vacío. Aun cuando estaba cansado y su cuerpo no la anhelaba, añoraba su presencia, su aroma, su calidez.

Echaba de menos el sonido de su respiración. Echaba de menos la forma tan diferente en que se movía el colchón cuando había un segundo cuerpo sobre él.

Él sabía que Francesca sentía lo mismo, a pesar de ser más reticente que él y que no solía usar palabras tan apasionadas. Aun así, sintió una agradable sorpresa mientras corría por la pradera y dejaba que ella tomara la iniciativa, sabiendo que, en unos minutos, estaría dentro de ella.

—Aquí —señaló Francesca, deteniéndose al pie de una colina.

—¿Aquí? —preguntó él con desconfianza. No estaban al amparo de ningún árbol, nada que los ocultara si alguien pasaba caminando.

Ella se sentó.

—Por aquí no pasa nadie.

—¿Nadie?

—El césped es muy mullido —señaló ella con tono seductor, palmeando el lugar que tenía al lado.

—No voy a preguntar cómo lo sabes —murmuró.

—Hacía pícnics —explicó ella, pareciendo adorablemente indignada— con mis muñecas.

Él se quitó el abrigo y lo extendió como una manta sobre la hierba. El suelo tenía una suave pendiente e imaginó que sería más cómodo para ella que en posición horizontal.

Él la miró. Miró el abrigo. Pero su esposa no se movió.

—Tú —dijo ella.

—¿Yo?

—Échate —le ordenó.

Él obedeció. Con celeridad.

Entonces, antes de que le diera tiempo a hacer un comentario, bromear o burlarse, o siquiera respirar, ella se montó a horcajadas sobre él.

—¡Cielo san…! —jadeó él, pero no pudo terminar porque Francesca lo besó con labios cálidos, hambrientos y salvajes. Todo era deliciosamente familiar… le encantaba conocer cada centímetro de ella, desde la curva de su pecho hasta el ritmo de sus besos… y, sin embargo, esta vez sintió algo…

Diferente.

Nuevo.

La tomó de la nuca con una mano. Cuando estaban en casa, le gustaba quitarle las horquillas una a una y contemplar como se soltaba cada mechón de su peinado. Sin embargo, hoy estaba demasiado necesitado, demasiado ansioso, no tenía paciencia para…

—¿Y eso por qué? —preguntó, pues ella le había apartado la mano.

Francesca entrecerró los ojos lánguidamente.

—Hoy mando yo —murmuró.

El cuerpo de él se tensó. Todavía más. Dios mío, esa mujer iba a matarlo.

—Más rápido —jadeó él.

Pero no creía que lo estuviera escuchando. Se estaba tomando su tiempo, desabrochándole los pantalones, deslizando las manos por su abdomen hasta llegar a su objetivo.

—Frannie…

Un dedo. Fue lo único que hizo. Un dedo liviano como una pluma a lo largo de su miembro.

Ella se volvió y lo miró.

—Qué divertido —observó ella.

Michael solo se concentró en tratar de respirar.

—Te amo —dijo ella con voz suave. Sintió cómo se levantaba. Se alzó las faldas hasta los muslos y se acomodó; luego, con un movimiento verdaderamente rápido, lo introdujo en su interior y se apoyó sobre él; el cuerpo de ella se apoyó sobre el suyo, haciendo que la penetrara hasta la base.

Entonces él quiso moverse. Quiso empujar hacia arriba, o girarla y embestirla hasta la extenuación, pero las manos de ella le sujetaban con firmeza de las caderas, y cuando alzó la mirada vio que tenía los ojos cerrados, como si estuviera concentrada.

Su respiración era lenta y regular, pero también fuerte, y con cada exhalación parecía presionar hacia abajo cada vez un poco más.

—Frannie —gruñó él, porque no sabía qué otra cosa hacer. Quería que se moviera con más rapidez. O con más fuerza. O algo, pero ella solo se balanceaba hacia atrás y hacia delante, arqueando y curvando las caderas en un delicioso tormento. Se aferró a esas caderas con la intención de hacerla subir y bajar, pero ella abrió los ojos y sacudió la cabeza con una sonrisa suave y dichosa.

—Me gusta así —dijo.

Él quería algo diferente. Necesitaba algo diferente, pero cuando ella lo miró, parecía tan sumamente feliz que no pudo negarle nada. Entonces ella comenzó a temblar, y fue algo extraño, porque él conocía muy bien cómo ella alcanzaba el clímax, pero esta vez parecía más suave… y más fuerte al mismo tiempo.

Ella se balanceó, se estremeció y soltó un pequeño grito antes de caer sobre él.

Y entonces, para su total y absoluta sorpresa, él llegó al orgasmo. No creía estar preparado, ni remotamente cerca del clímax, aunque tampoco le habría llevado mucho tiempo de haber podido moverse debajo de ella. Pero luego, sin previo aviso, simplemente explotó.

Permanecieron así tendidos durante un rato, bañados por el suave calor del sol. Ella enterró su rostro en el cuello de él, y él la abrazó, preguntándose cómo era posible que existieran momentos así.

Porque fue perfecto. Y si hubiera podido, se habría quedado así para siempre. Y aunque no se lo preguntó, supo que ella sentía lo mismo.

La intención de ambos había sido regresar a casa dos días después del bautizo, pensó Francesca mientras miraba cómo uno de sus sobrinos derribaba al suelo a otro, y sin embargo allí estaban, tres semanas después, y ni siquiera habían comenzado a hacer el equipaje.

—Espero que no haya huesos rotos.

Francesca sonrió a su hermana Eloise, que también había decidido quedarse de visita en Aubrey Hall más tiempo.

—No —respondió Francesca, estremeciéndose levemente cuando el futuro duque de Hastings, también conocido como Davey, de once años de edad, soltó un grito de guerra mientras saltaba de un árbol—. Aunque no es por falta de empeño.

Eloise se sentó junto a ella y giró la cara hacia el sol.

—Me pondré el sombrero dentro de un minuto, lo juro —prometió.

—No logro descifrar las reglas del juego —comentó Francesca.

Eloise ni se molestó en abrir los ojos.

—Porque no existen.

Francesca observó el caos desde una nueva perspectiva. Oliver, el hijastro de doce años de Eloise, había encontrado un balón (¿desde cuándo había un balón?) y corría por el césped. Parecía que había llegado a su objetivo, aunque Francesca no estaba segura de si era un tocón de roble gigante que estaba allí desde que era niña, o Miles, el segundo hijo de Anthony, que había estado sentado con los brazos y las piernas cruzados desde que Francesca había salido, hacía diez minutos.

Pero en cualquier caso, Oliver debía de haber ganado un punto, porque golpeó el balón contra el suelo y empezó a saltar con un grito triunfal. Miles debía de estar en su equipo (era el primer indicio que Francesca tenía de que había equipos), porque se puso de pie de inmediato y lo celebró de la misma manera.

Eloise abrió un ojo.

—Mi hijo no ha matado a nadie, ¿verdad?

—No.

—¿Nadie lo ha matado a él?

Francesca sonrió.

—Tampoco.

—Bien. —Eloise bostezó y volvió a acomodarse en su tumbona.

Francesca pensó antes de hablar.

—¿Eloise?

—¿Mmm?

—¿Alguna vez…? —Frunció el ceño. Realmente no había una manera adecuada para hacer esa pregunta—. ¿Alguna vez has amado a Oliver y a Amanda…?

—¿Menos? —terminó Eloise por ella.

—Sí.

Eloise se sentó más derecha y abrió los ojos.

—No.

—¿De verdad? —No era que Francesca no la creyera. Amaba a sus sobrinas y sobrinos con toda su alma; habría dado la vida por cualquiera de ellos, incluidos Oliver y Amanda, sin vacilar ni un segundo. Pero ella nunca había dado a luz. Nunca había llevado a un hijo en su vientre, o no por mucho tiempo, y no sabía si eso marcaba alguna diferencia. Si hacía que fuera más intenso.

Si ella tuviera un bebé, un hijo propio, nacido de su sangre y la de Michael, ¿se daría cuenta de pronto de que ese amor que ahora sentía por Charlotte, Oliver, Miles y todos los demás…? ¿Quedaría minimizado ese amor comparado con lo que sentiría por su propio hijo?

¿Sería diferente?

¿Quería que fuera diferente?

—Pensé que me pasaría eso —admitió Eloise—. Por supuesto que quería mucho a Oliver y a Amanda antes de tener a Penelope. ¿Cómo podría no quererlos? Son parte de Phillip. Además —continuó con un gesto cada vez más pensativo, como si nunca antes hubiera reflexionado sobre ese asunto—, ellos son… ellos. Y yo soy su madre.

Francesca sonrió con melancolía.

—Pero aun así —continuó Eloise— antes de tener a Penelope, e incluso cuando estaba embarazada de ella, pensé que sería diferente. —Hizo una pausa—. Es diferente. —Hizo otra pausa—. Pero no es menos. No es cuestión de niveles o cantidades, ni siquiera… realmente… de la naturaleza del sentimiento. —Eloise se encogió de hombros—. No puedo explicarlo.

Francesca volvió a mirar el juego, que se había reanudado con renovada intensidad.

—No —dijo con voz queda—. Creo que lo has explicado muy bien.

Hubo un largo silencio y luego Eloise dijo:

—Tú no… hablas mucho de eso.

Francesca agitó la cabeza con suavidad.

—No.

—¿Quieres hablar?

Francesca pensó un momento.

—No sé. —Se volvió a su hermana. De niñas, se pasaban casi todo el día discutiendo, pero en cierto modo Eloise era la otra cara de su moneda. Se parecían mucho, excepto en el color de los ojos, e incluso compartían el mismo día de cumpleaños, con un año de diferencia.

Eloise la observaba con tierna curiosidad, con una compasión que, solo semanas atrás, habría sido desgarradora. Sin embargo, ahora era simplemente reconfortante. Francesca ya no se sentía objeto de pena, se sentía amada.

—Soy feliz —dijo Francesca. Y era cierto. De verdad. Por una vez en su vida no sentía ese doloroso vacío que la devastaba. Incluso había olvidado hacer cuentas. No sabía cuántos días habían pasado desde su última menstruación y se sentía increíblemente bien.

—Odio los números —murmuró.

—¿Cómo dices?

Francesca reprimió una sonrisa.

—Nada.

El sol, que se había escondido detrás de una fina capa de nubes, apareció de pronto en todo su esplendor. Eloise se tapó los ojos con la mano mientras volvía a recostarse.

—Cielo santo —comentó—. Creo que Oliver acaba de sentarse encima de Miles.

Francesca se echó a reír, y luego, antes siquiera de saber qué se proponía, se puso de pie.

—¿Crees que me dejarán jugar?

Eloise la miró como si se hubiera vuelto loca; Francesca se encogió de hombros y pensó que quizá fuera verdad.

Eloise miró a Francesca, luego a los niños, y después nuevamente a Francesca. Entonces se puso de pie.

—Si tú juegas, yo también jugaré.

—No puedes —le recordó Francesca—. Estás embarazada.

—De muy poco —respondió Eloise, restándole importancia—. Además, Oliver no se atrevería a sentarse encima de mí. —Extendió el brazo—. ¿Vamos?

—¡Vamos! —Francesca enlazó el brazo con el de su hermana, y juntas corrieron colina abajo, gritando como dos chiquillas y disfrutando cada segundo.

—Me han dicho que esta tarde has montado todo un espectáculo —dijo Michael, subiéndose al borde de la cama.

Francesca no se movió. Ni siquiera batió una pestaña.

—Estoy exhausta. —Fueron sus únicas palabras.

Él observó el dobladillo polvoriento de su vestido.

—Y sucia, también.

—Estoy demasiado cansada para lavarme.

—Anthony ha comentado que Miles dijo que estaba impresionado. Parece que lanzas bastante bien para ser mujer.

—Habría sido perfecto —respondió ella— si alguien me hubiera informado de que no podía usar las manos.

Él rio entre dientes.

—¿A qué jugaban exactamente?

—No tengo ni idea. —Francesca soltó un leve gemido de cansancio—. ¿Me das un masaje en los pies?

Michael se acomodó mejor sobre la cama y le levantó el vestido hasta la mitad de las pantorrillas. Tenía los pies negros.

—¡Cielo santo! —exclamó—. ¿Has jugado descalza?

—¡No podía hacerlo con mis zapatillas!

—¿Cómo ha estado Eloise?

—Por lo visto ella lanza como un varón.

—Creí que no se podían usar las manos.

Al oírlo, Francesca se incorporó sobre los codos, indignada.

—Ya lo . Dependía de en qué extremo del campo estuvieras. Si es que eso existe.

Él le tomó un pie entre las manos y se recordó que tendría que lavarse después las manos, ya que ella podía ocuparse de sus propios pies.

—No sabía que fueras tan competitiva —observó.

—Viene de familia —murmuró Francesca—. No, no, allí. Sí, justo ahí. Más fuerte. Aaahhh…

—¿Por qué tengo la sensación de haber oído eso antes —musitó él— aunque yo me lo estaba pasando mucho mejor?

—Cállate y sigue masajeándome los pies.

—A su servicio, majestad —murmuró él, sonriendo al ver que Francesca se había dado cuenta de que le encantaba que la trataran como tal. Después de uno o dos minutos de silencio, salvo algún que otro gemido por parte de su esposa, preguntó—: ¿Cuánto tiempo más quieres quedarte aquí?

—¿Estás deseando volver a casa?

—Tengo asuntos de los que ocuparme —respondió Michael— pero nada que no pueda esperar. En realidad, me gusta estar con tu familia.

Ella enarcó una ceja… y esbozó una sonrisa.

—¿De verdad?

—Ya lo creo. Aunque me sentí un poco abrumado cuando tu hermana me dio esa paliza en el partido de tiro.

—Ella da una paliza a todo el mundo, siempre lo ha hecho. La próxima vez juega con Gregory. No acierta ni a un árbol.

Michael pasó al otro pie. A Francesca se la veía muy feliz y relajada. No solo en ese momento, sino también durante la cena, y en la sala, y cuando jugaba con sus sobrinos, e incluso por la noche, cuando él le hacía el amor en la enorme cama con dosel. Él estaba listo para volver a casa, a Kilmartin, una edificación antigua y con muchas corrientes de aire, pero su hogar sin lugar a dudas. Sin embargo, se quedaría allí para siempre sin pensárselo dos veces si eso significaba ver a Francesca tan feliz.

—Creo que tienes razón —dijo ella.

—Por supuesto que tengo razón —respondió él—. Pero ¿en qué, exactamente?

—Es hora de volver a casa.

—No dije que lo fuera. Simplemente te he preguntado cuáles eran tus intenciones.

—No era necesario que lo dijeras —repuso ella.

—Si deseas quedarte…

Ella negó con la cabeza.

—No. Quiero volver a casa. A nuestro hogar. —Con un gemido de dolor, se sentó y cruzó las piernas—. Todo esto ha sido maravilloso y me lo he pasado muy bien, pero echo de menos Kilmartin.

—¿Estás segura?

—Te echo de menos.

Él enarcó las cejas.

—Yo estoy aquí.

Ella sonrió y se inclinó hacia adelante.

—Echo de menos tenerte solo para mí.

—Solo tienes que pedirlo, milady. En cualquier momento, en cualquier lugar. Te alzaré en mis brazos y te dejaré hacer lo que quieras conmigo.

Ella se rio por lo bajo.

—Quizás ahora mismo.

Él creyó que era una excelente idea, pero su caballerosidad lo obligó a decir:

—Creí que estabas dolorida.

—No tanto. No si haces tú todo el trabajo.

—No será ningún problema, querida mía. —Se quitó la camisa por encima de la cabeza y se acostó junto a ella, dándole un beso largo y delicioso. Después, se apartó con un suspiro de satisfacción y simplemente la contempló—. Estás preciosa —susurró—. Más que nunca.

Ella sonrió, con esa sonrisa perezosa y cálida que significaba que estaba satisfecha, o que sabía que pronto lo estaría.

Le encantaba esa sonrisa.

Comenzó a desabrochar los botones de la parte trasera de su vestido y, cuando estaba por la mitad, de repente, se acordó de algo.

—Espera —dijo—. ¿Puedes?

—¿Si puedo qué?

Él se detuvo, frunciendo el ceño mientras trataba de contar mentalmente. ¿No debería estar menstruando?

—¿No es tu momento del mes? —preguntó él.

Ella abrió la boca y parpadeó.

—No —respondió, un tanto sorprendida, no por la pregunta de él sino por su respuesta—. No.

Él cambió de posición y se apartó algunos centímetros para poder verle el rostro.

—¿Crees que…?

—No lo sé. —Ahora ella parpadeaba rápidamente, y Michael se dio cuenta de que se le había acelerado la respiración—. Supongo. Podría…

Él quiso gritar de alegría, pero no se atrevió. Todavía no.

—¿Cuándo crees…?

—¿… que lo sabré? No sé. Quizá…

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