Bridgerton: felices para siempre

Bridgerton: felices para siempre


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—¿… dentro de un mes? ¿Dos?

—Quizá dos. Tal vez antes.

No sé. —Francesca se llevó la mano al vientre—. Podría malograrse.

—Es verdad —dijo él con cautela.

—Pero podría salir adelante.

—Cierto.

Él sintió que una risa burbujeaba en su interior, un extraño vértigo en el vientre, que creció y le hizo cosquillas hasta que brotó por sus labios.

—No podemos estar seguros —advirtió ella, pero podía ver lo entusiasmada que estaba.

—No —dijo él, pero de algún modo supo que sí lo estaban.

—No quiero hacerme ilusiones.

—No, no, por supuesto que no.

Ella abrió mucho los ojos y se colocó ambas manos sobre el vientre que seguía completa y absolutamente plano.

—¿Sientes algo? —murmuró él.

Ella hizo un gesto de negación con la cabeza.

—De todos modos, sería demasiado pronto.

Él lo sabía. Por supuesto que lo sabía. No sabía por qué había preguntado eso.

Entonces Francesca dijo algo imposible.

—Pero él está aquí —murmuró—. Lo sé.

—Frannie… —Si ella se equivocaba, si volvía a sufrir… él no creía poder soportarlo.

Sin embargo, ella agitó la cabeza.

—Es cierto —dijo, y no insistió. No intentó convencerlo, ni siquiera a sí misma. Él podía oírlo en su voz. De algún modo ella lo sabía.

—¿Te has sentido indispuesta? —le preguntó.

Ella sacudió la cabeza.

—¿Has…? Cielo santo, no debiste haber jugado con los niños esta tarde.

—Eloise lo hizo.

—Eloise puede hacer lo que le venga en gana. Ella no eres .

Ella sonrió. A Michael incluso le pareció que sonrió como una virgen, y dijo:

—No voy a derrumbarme.

Se acordó del aborto que había sufrido hacía años. No había sido hijo suyo, pero Michael había sentido el dolor de ella, intenso y agudo, como un puñal en el corazón. El primo de Michael (el primer marido de Francesca) había fallecido pocas semanas antes y ambos sufrían por esa pérdida. Y cuando perdió el bebé de John…

Él no creía que pudieran sobrevivir a otra pérdida como aquella.

—Francesca —pidió él con insistencia— debes cuidarte. Por favor.

—No volverá a suceder —dijo ella, agitando la cabeza.

—¿Cómo lo sabes?

Ella se encogió de hombros, desconcertada.

—No lo sé. Simplemente lo sé.

Dios mío, suplicó en silencio que ella no se estuviera engañando.

—¿Quieres decírselo a tu familia? —le preguntó con voz queda.

Ella sacudió la cabeza.

—Todavía no. No porque tenga miedo —se apresuró a agregar—. Solo deseo… —Apretó los labios y esbozó una encantadora sonrisa—. Solo deseo que sea mío durante un tiempo. Nuestro.

Él se llevó la mano de ella a los labios.

—¿Cuánto tiempo es «durante un tiempo»?

—No estoy segura. —Pero su mirada se había vuelto más vivaz—. Todavía no lo tengo claro…

Un año más tarde…

Violet Bridgerton quería por igual a todos sus hijos, pero también los quería de manera diferente. Y cuando se trataba de echarlos de menos, lo hacía de la manera que consideraba más lógica. Su corazón anhelaba más al que había visto menos. Por esa razón, mientras esperaba en la sala de Aubrey Hall a que llegara un carruaje con el blasón Kilmartin, se sentía ansiosa e inquieta, y saltaba de su asiento cada cinco minutos para mirar por la ventana.

—En la carta decía que llegarían hoy —la tranquilizó Kate.

—Lo sé —respondió Violet con una sonrisa avergonzada—. Es solo que llevo un año sin verlos. Sé que Escocia está lejos, pero nunca había pasado todo un año sin ver a uno de mis hijos.

—¿En serio? —preguntó Kate—. Qué extraordinario.

—Todos tenemos nuestras prioridades —explicó Violet, decidiendo que no tenía sentido fingir que no estaba nerviosa. Dejó de lado su bordado y se acercó a la ventana, estirando el cuello cuando creyó ver algo brillando bajo el sol.

—¿Incluso cuando Colin viajaba tanto? —preguntó Kate.

—Lo más que ha estado ausente han sido trescientos cuarenta y dos días —respondió Violet—. Cuando viajó por el Mediterráneo.

—¿Contaste los días?

Violet se encogió de hombros.

—No puedo evitarlo. Me gusta contar. —Pensó en todas las cuentas que había hecho cuando sus hijos eran pequeños, para asegurarse de tener la misma cantidad de hijos al principio y al final de un paseo—. Me ayuda a hacer un seguimiento de las cosas.

Kate sonrió mientras se inclinaba y mecía la cuna a sus pies.

—Nunca más me quejaré de la logística que implica tener cuatro hijos.

Violet cruzó la habitación para contemplar a su nieta más pequeña. La pequeña Mary había llegado por sorpresa, ya que había nacido muchos años después que Charlotte. Kate pensaba que ya no tendría más hijos; pero un día, hacía diez meses, se bajó de la cama, se dirigió tranquilamente a la bacinilla, vació el contenido de su estómago y le comunicó a Anthony:

—Creo que vuelvo a estar embarazada.

O eso le habían contado a Violet. Esta se mantenía alejada de los dormitorios de sus hijos adultos, excepto en caso de enfermedad o parto.

—Nunca me he quejado —repuso Violet en voz baja. Kate no la oyó, aunque Violet tampoco había tenido intención de que la oyera. Sonrió a la pequeña Mary, que dormía dulcemente bajo una manta de color morado—. Creo que tu madre habría estado encantada —dijo, levantando la mirada hacia Kate.

Kate asintió, con los ojos nublados de lágrimas. Su madre (en realidad había sido su madrastra, pero Mary Sheffield la había criado desde pequeña) había fallecido un mes antes de que Kate supiera que estaba embarazada.

—Sé que no tiene sentido —observó Kate, inclinándose para mirar el rostro de su hija más de cerca—, pero juraría que se parece un poco a ella.

Violet pestañeó y ladeó la cabeza.

—Creo que tienes razón.

—En los ojos.

—No, en la nariz.

—¿Eso crees? Más bien pensaba… ¡Ah, mira! —Kate señaló hacia la ventana—. ¿Es Francesca?

Violet se puso de pie y corrió hacia la ventana.

—¡Sí! —exclamó—. Ah, y brilla el sol. Iré a esperarla afuera.

Sin siquiera mirar hacia atrás, tomó su chal de una mesita y corrió hacia el pasillo. Hacía tanto tiempo que no veía a Frannie, pero ese no era el único motivo por el cual estaba tan ansiosa por verla. Francesca había cambiado en el transcurso de su última visita, en el bautizo de Isabella. Era difícil de explicar, pero Violet sentía que algo había cambiado en el interior de su hija.

De todos sus hijos, Francesca siempre había sido la más callada, la más reservada. Amaba a su familia, pero también le gustaba estar lejos, para forjar su propia identidad, hacer su propia vida. No era de sorprender que nunca hubiera elegido compartir sus sentimientos sobre el aspecto más doloroso de su existencia: su infertilidad. Pero la última vez, aunque no hablaron del tema explícitamente, algo había ocurrido entre ellas, y Violet sintió que había podido absorber parte de la pena de su hija.

Cuando Francesca partió ya no parecía triste. Violet no sabía si por fin había aceptado su destino, o si solo había aprendido a disfrutar de lo que tenía. Sin embargo, y por primera vez desde que Violet recordaba, vio a Francesca plenamente feliz.

Corrió por el pasillo (¡a su edad!) y abrió la puerta principal para esperar en la entrada. El carruaje de Francesca estaba a punto de llegar, tomando la última curva para que una de las puertas quedara frente a la casa.

Podía ver a Michael a través de la ventana. Él la saludó con la mano. Ella sonrió.

—¡Ah, cómo os he echado de menos! —exclamó, adelantándose mientras su yerno bajaba de un salto—. Debéis prometerme que nunca más tardaréis tanto.

—¡Como si pudiera negarle algo! —respondió él, inclinándose para besar la mejilla de su suegra. Entonces se dio la vuelta y extendió el brazo para ayudar a bajar a Francesca.

Violet abrazó a su hija y luego se apartó para mirarla. Frannie estaba…

Radiante.

Estaba absolutamente radiante.

—Te he echado de menos, mamá —dijo Francesca.

Violet habría respondido, pero se quedó sin palabras. Sintió que apretaba los labios y le temblaban las comisuras para contener las lágrimas. No sabía por qué estaba tan conmovida. Era cierto que había pasado más de un año, pero ¿acaso no había estado trescientos cuarenta y dos días sin ver a uno de sus hijos? Aquella situación no era tan distinta.

—Tengo algo para ti —anunció Francesca. Habría jurado que su hija también tenía los ojos húmedos.

Francesca se dio la vuelta hacia el carruaje y extendió los brazos. Apareció una criada en la puerta con una especie de bulto, que entregó a su señora.

Violet jadeó. Dios mío, no podía ser…

—Mamá —dijo Francesca con voz queda, acunando a su preciosa carga—, te presento a John.

Las lágrimas, que habían esperado pacientemente en los ojos de Violet, comenzaron a fluir.

—Frannie —susurró, tomando al bebé entre sus brazos— ¿por qué no me has dicho nada?

Y Francesca (su tercera hija, exasperante e inescrutable) respondió:

—No lo sé.

—Es precioso —observó Violet, sin importarle que le hubieran ocultado la noticia. En ese momento no le importó nada; nada excepto el pequeño bebé entre sus brazos que la observaba con una expresión increíblemente sabia.

—Tiene tus ojos —dijo Violet, mirando a Francesca.

Frannie asintió con una sonrisa casi tonta, como si ella misma no se lo creyera.

—Lo sé.

—Y tu boca.

—Creo que tienes razón.

—Y tu… ¡Dios mío, creo que también tiene tu nariz!

—Me han dicho —comentó Michael con voz divertida— que yo también participé en su concepción, pero aún no veo pruebas.

Francesca lo miró con tanto amor que Violet casi se quedó sin habla.

—Tiene tu encanto —aseguró ella.

Violet se echó a reír, y luego volvió a reírse. Había tanta felicidad en su interior que no le cabía en el cuerpo.

—Creo que es hora de que presentemos a esta personita a su familia, ¿no creéis? —propuso.

Francesca extendió los brazos para tomar al bebé, pero Violet se apartó.

—Todavía no —dijo. Quería sostenerlo un rato más. Quizás hasta el martes.

—Madre, creo que podría tener hambre.

Violet la miró con aire de superioridad.

—Él nos avisará cuando eso suceda.

—Pero…

—Sé algo sobre bebés, Francesca Bridgerton Stirling. —Violet miró a John y sonrió—. Por ejemplo, que ellos adoran a sus abuelas.

El niño hizo gorgoritos, y después (estaba segura) sonrió.

—Ven conmigo, pequeño —murmuró Violet—. Tengo tantas cosas que contarte.

Detrás de ella, Francesca se volvió hacia Michael y dijo:

—¿Crees que volveremos a tocarlo mientras dure la visita?

Él sacudió la cabeza, y agregó:

—Nos dejará más tiempo para buscarle una hermanita.

—¡Michael!

—Escucha a tu marido —dijo Violet, sin molestarse en darse la vuelta.

—¡Cielo santo! —murmuró Francesca.

Pero Francesca le escuchó.

Y disfrutó.

Y nueve meses más tarde, dio la bienvenida a Janet Helen Stirling.

Que era una copia exacta de su padre.

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