Breve historia de Roma

Breve historia de Roma


I. Señas de identidad: Monarquía y República

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ISeñas de identidad: Monarquía y República

LA GESTACIÓN DE LA IDENTIDAD CULTURAL ROMANA

Uno de los elementos característicos de la evolución cultural romana desde el período monárquico fue la paulatina aceptación de elementos procedentes de la cultura griega. Si bien fueron varios los procedimientos mediante los cuales se produjo este fenómeno, destacaron sobre todo las relaciones pacíficas de carácter comercial y los contactos directos derivados de la política expansionista que Roma inició en el siglo IV a. C.

En realidad, el proceso de aculturación comenzó a fines del siglo VII a. C., cuando se materializaron en Roma los elementos propios de la cultura orientalizante, cuya asimilación por parte de la civilización etrusca se manifestó con la transformación de las aldeas protohistóricas en ciudades. Empero, el nacimiento de Roma como una auténtica urbe no se produjo hasta el comienzo de la expansión mediterránea, cuando la cultura romana dejó de contar con los rasgos arcaicos que la habían definido anteriormente y adquirió caracteres puramente helenísticos como la lengua griega. Se crearía a partir de entonces una auténtica cultura propia que, sin renunciar a los valores puramente tradicionales, absorbió los elementos sustanciales de otras.

LA RELIGIÓN ROMANA

Como toda religión, la romana contaba con un conjunto de concepciones religiosas y con una serie de prácticas rituales —tal era la importancia de los ritos religiosos que un romano no comenzaba ninguna empresa sin antes encomendarse a sus dioses—. No obstante, la religión romana no poseía una cosmogonía, mitología o teología propias, por lo que fue muy común la adopción de divinidades extranjeras.

Desde un principio, la religión romana se desarrolló como una religión de carácter campesino. En este sentido, la palabra latina religio no designaba originariamente el culto a la divinidad ni el sentimiento de la fe, sino la relación general de los hombres con la esfera de lo sagrado y, en particular, la impresión de encontrarse continuamente ante una gran variedad de peligros de carácter sobrenatural. Esta actitud, propia de una sociedad agrícola, se fundamentaba en la creencia en fuerzas sobrenaturales, los espíritus o numina, que actuaban para ayudar o abatir a la humanidad. Por consiguiente, los romanos imploraban a sus dioses no sólo con el fin de honrarlos, sino también con el propósito de ganarse su simpatía y protección.

La actitud religiosa fundamental de los romanos estaba determinada por el reconocimiento del poder de los dioses y de los vínculos que los relacionaban con los hombres, esto es, la pietas. Por consiguiente, era más que necesario conocer la voluntad de los dioses y mantener su favor por medio de sacrificios y plegarias. En este sentido, esta relación no sólo era propia de los ambientes privados, sino que también fue política y estatal, pues la principal obligación del Estado no consistió sino en indagar la voluntad de los dioses y mostrar agradecimiento por medio de sacrificios, la celebración de juegos sagrados o la construcción de templos en su honor —varios espacios de la ciudad de Roma se vieron transformados por la construcción de templos dedicados a los dioses.

El intermediario entre el ser humano y la divinidad era el pater familias en el seno familiar y los sacerdotes oficiales en el Estado. En consecuencia, existía una estrecha interdependencia entre religión y Estado sin posibilidad de separar el ámbito sacro del profano.

La religión romana distinguió dos tipos de divinidades: las originariamente romanas y las nuevas divinidades que habían sido integradas en el panteón. La relevancia que adquirieron las innovaciones religiosas en el contexto del imperialismo trajo consigo la regulación institucional y ritual que permitió la adopción de dioses ajenos previa consulta de los libros sibilinos, libros que habían sido escritos por la Sibila de Cumas y que eran conservados en el templo supremo de Roma dedicado a la Tríada capitolina. De este modo, si bien fueron los griegos los que ejercieron mayor influencia en la construcción de la religión romana, desde época muy temprana fueron asimilados dioses, cultos y rituales tanto del mundo etrusco como de los pueblos itálicos o frigios. Los dos procedimientos que ritualizaban el ingreso de nuevas divinidades eran la evocación, por la que se invocaba a la divinidad de un pueblo enemigo para que se integrase al panteón romano después de haber abandonado a la comunidad que protegía, y la asimilación, por la que se igualaban las divinidades ajenas con las romanas.

Desde sus orígenes, la religión romana distinguió tres tipos de cultos: los cultos populares o sacra popularia, los cultos públicos o sacra publica y los cultos domésticos o sacra familiaria. Con respecto a estos últimos, practicados en un primer momento sólo por las familias patricias bajo la creencia en la inmortalidad de las almas, se encontraban el culto al primer antepasado de la familia, que actuaba como protector especial de todos los miembros de la misma, el culto al hogar en el que se veneraba a los penates —divinidades que velaban por el aprovisionamiento— o el culto a los muertos en el que se veneraba a los manes. Por otro lado, se encontraba el genius, el espíritu protector de cada hombre que vigilaba sus actos desde el nacimiento hasta la muerte —la protección de las mujeres corría a cargo de la diosa Juno.

Dentro de la reorganización religiosa que la tradición historiográfica atribuye a Numa Pompilio, se encuentra la instauración de los colegios sacerdotales, cuya aparición se vinculaba con la consolidación y desarrollo del Estado. El verdadero intermediario entre la comunidad y la divinidad no era sino el rey, que asumía esta competencia religiosa junto a las de carácter militar y judicial. En este sentido, estas funciones se ejemplificaban en determinados símbolos del poder real que con posterioridad se adscribieron a las magistraturas republicanas. En consecuencia, la creación de los colegios sacerdotales —pontífices, flámines, vestales o augures— se ha de identificar con la delegación de funciones del rey, cuya primacía en el ordenamiento sacerdotal se mantuvo tras el período monárquico como rex sacrorum.

La adopción de divinidades griegas en el panteón romano comenzó en el año 433 a. C. con la introducción de Apolo como dios curador, al que se le dedicó un templo cerca del Capitolio. La etrusquización de la religión romana se evidenció en el plano religioso con la incorporación de la concepción antropomorfa de la divinidad, la construcción de templos de tradición etrusca o la adopción de nuevas divinidades. En este sentido, se instauró una nueva tríada divina que sustituyó a Júpiter, Marte y Quirino: Júpiter como dios supremo del panteón, su esposa Juno, representante de la capacidad reproductora femenina, y Minerva, diosa protectora inicialmente de las actividades artesanales que, posteriormente, se asimiló a la griega Atenea asumiendo funciones militares. Para esta nueva tríada se levantó el templo de la Tríada Capitolina, llamado así por su ubicación en el Capitolio. La construcción de dicho templo no sólo acentuó la religiosidad política con la que ya contaba Roma, sino que además trajo consigo una proyección externa de la ciudad como centro religioso. Por otro lado, desde la conclusión de las guerras púnicas, Roma se sintió atraída por los cultos orientales, como el de Cibeles, las ceremonias mistéricas y los cultos que prometían una dicha eterna a sus fieles.

En el panteón romano la divinidad principal era Júpiter, señor de los cielos y padre de los dioses y de los hombres, que con Juno, la protectora del matrimonio, y Minerva, la diosa de los artesanos, constituía, como hemos señalado, la Tríada capitolina. Otros dioses importantes eran Marte, dios de la guerra y del trabajo agrícola; Saturno, asimismo un dios de carácter agrícola; Vesta, la protectora del fuego del hogar; Mercurio, protector de los comerciantes; Vulcano, dios del fuego y de la fragua; Neptuno, dios del mar, y Venus, la diosa del amor. Igualmente, también existían multitud de divinidades especializadas en distintos ámbitos de la vida agrícola (Vervactor), pastoril (Diana) o comercial (Hércules), así como divinidades de carácter familiar (los dioses manes) o espíritus benignos asociados a los cruces de caminos (los dioses lares).

En el panteón romano se produjeron también determinadas innovaciones que expresaron la polarización de la sociedad entre patricios y plebeyos. De esta manera, a la aristocracia se le adjudicaron los Dioscuros, Cástor y Pólux, como dioses propios, mientras que los plebeyos contaron en el Aventino con un templo específico dedicado a su tríada formada por Ceres, Liber y Libera, divinidades agrarias y relacionadas con la fecundidad.

LA FAMILIA

Para el ciudadano romano, la familia se encontraba por encima de todas las cosas. Si bien la mujer podía poseer y adquirir bienes, en realidad sólo un hombre podía ser jefe de familia con una potestad muy rigurosa y severa. La mujer pertenecía a la casa y en consecuencia tenía siempre un dueño, ya fuera este su padre o su marido.

La familia romana se organizó de tal modo que estaba formada por varias células cerradas e interiormente independientes. El cabeza de familia era el pater familias, que a la vez era el sacerdote del hogar, y su casa un espacio inviolable. La ley aseguraba la conservación de las ideas religiosas por la unidad del culto privado, la continuidad de las fortunas por la unidad de patrimonio y la conservación de las costumbres y tradiciones nacionales por la soberanía de una única voluntad. El pater familias podía tomar cualquier decisión sobre todas las personas que estaban bajo su tutela, incluido el derecho de vida o muerte o el de abandono al nacer —el abandono del recién nacido era una práctica legítima en Roma, que se llevaba a la práctica cuando este presentaba claras muestras de deformidad y por ello no era aceptado en el seno familiar.

Los hijos podían salir de la patria potestad si eran mancipados tres veces consecutivas, si contraían matrimonio o si eran investidos sacerdotes de Júpiter (vestales en el caso de las hijas).

En cuanto al matrimonio, generalmente concertado por los padres de los esponsales, su meta fundamental era conseguir descendencia legítima y, por consiguiente, el celibato estaba más que prohibido y muy mal vistos los ciudadanos que llegaban a cierta edad y no se emparejaban. El matrimonio respondía a razones religiosas y el divorcio estaba permitido. El hombre se casaba a los treinta y cinco o cuarenta años, si bien la edad legal estaba fijada en los catorce, mientras que la mujer solía contraer matrimonio entre los doce y los dieciséis años. La esposa disfrutaba de un honor privilegiado en la casa y en la ciudad y por efecto del matrimonio participaba del rango social del marido. No sería hasta el siglo I a. C. cuando comenzase a desaparecer el matrimonio cum manu, por el que la recién casada pasaba a ser propiedad del marido, pues a partir de entonces la mujer casada seguiría formando parte de su familia de origen.

EL NACIMIENTO DE LA LITERATURA ROMANA

En sus orígenes, el alfabeto utilizado por Roma fue el alfabeto griego transformado por los etruscos. Dentro del contexto de la progresiva helenización de la cultura romana, a mediados del siglo III a. C. ha de situarse el nacimiento de una literatura específica, en la que se desarrollaron algunos de los géneros literarios del mundo griego, y la difusión de la escritura latina, hasta entonces reservada únicamente a grupos sociales de condición religiosa o jurídica. En este sentido, se enmarcan en la época arcaica los anales redactados por los pontífices, en los que quedaban registrados los principales acontecimientos del año, y la primera codificación legislativa conocida por Roma, la Ley de las Doce Tablas.

Hasta mediados del siglo III a. C., la ausencia de escritura no evitó la existencia de una literatura oral que influiría en la posterior caracterización de la literatura latina, lo que se evidenció en la sátira. Esta tradición oral consistía tanto en canciones donde se conmemoraba en banquetes fúnebres la vida del difunto como en representaciones rituales y pantomimas vinculadas a las fiestas romanas más importantes.

En realidad, la aparición de la primera literatura escrita en latín ha de situarse en el contexto de la conquista romana de las ciudades de la Magna Grecia. Así pues, el desarrollo de esta literatura se vincula con griegos naturales de esa región: Livio Andrónico (284-204 a. C.), natural de la colonia griega de Tarento y reducido a la esclavitud tras la conquista romana, fue autor de obras poéticas y teatrales, traductor de las obras clave de la literatura griega y autor de la versión latina de la Odisea, y Cneo Nevio (270-200 a. C.), al igual que Quinto Ennio (239-169 a. C.), adaptó tragedias y comedias griegas utilizando para ello argumentos de la historia de Roma.

Desde fines del siglo III a. C., la amplia aceptación de los géneros literarios griegos en Roma se confirmó con el éxito de la comedia de tradición ática. Los principales representantes de este género fueron Plauto (254-184 a. C.), autor de un teatro de lo cotidiano con obras como Anfitrión o El soldado fanfarrón, y Terencio (195-159 a. C.), autor de El eunuco o Formión.

A lo largo de los siglos II-I a. C., se desarrollaron plenamente otros géneros literarios en los que se consumaron las tradiciones características de la literatura oral romana y la influencia cultural helenística: la sátira alcanzó su máximo esplendor con Cayo Lucilio (180-102 a. C.), caballero romano artífice de más de treinta obras; la lírica experimentó un gran desarrollo con Cayo Valerio Catulo (87-54 a. C.), cuya obra, de la que se conservan ciento dieciséis composiciones, destacó por su tono culto, crítico y satírico y por su temática política y erótica.

Por otro lado, a mediados del siglo III a. C. los préstamos de la literatura griega en la constitución de la cultura romana se manifestaron también en la aparición del género historiográfico. Los primeros historiadores romanos, como Fabio Pictor (254 a. C.-?) o Lucio Cincio Alimento, emplearon la escritura griega en sus crónicas y siguieron modelos y métodos propios de la historiografía griega para manifestar la glorificación del pasado de Roma y la exaltación de la clase dirigente.

A mediados del siglo II a. C., el género historiográfico experimentó una serie de transformaciones con la obra de Marco Porcio Catón (234-149 a. C.) y de Lucio Calpurnio Pisón, pues a partir de entonces la escritura utilizada fue el latín haciéndose cada vez más evidente el tono moralizante en el contenido de las obras. A fines de dicho siglo, destacó por encima de ninguna otra la obra de Polibio (200-118 a. C.), autor por antonomasia del imperialismo romano, cuya obra principal, Historia, claramente influida por la sofística griega, explica cómo Roma había logrado el imperio sobre el mundo conocido entre los años 264 y 144 a. C.

Desde fines del siglo III a. C. y hasta finales del siglo I a. C., se gestaron dos tipos de obras en la analística romana: el primero se centraba en una historia general de la ciudad y el segundo mostraba un carácter claramente monográfico que versaba sobre determinados acontecimientos o períodos significativos. Esta dualidad se proyectó a fines del siglo I a. C. en la obra de Tito Livio (59 a. C.-17 d. C.), autor de Ab Urbe condita, que narra en ciento cuarenta y dos libros la historia de Roma desde sus orígenes hasta el año 9 a. C.; y en la obra de Cayo Salustio (86-35 a. C.), autor de La guerra de Yugurta y La conjuración de Catilina.

Finalmente, durante los últimos años de la República aparecieron nuevos géneros literarios en Roma, como la biografía, que tuvo su principal exponente en la obra de Cornelio Nepote (100-25 a. C.) Sobre los hombres ilustres. En este mismo contexto de innovaciones historiográficas ha de incluirse la obra literaria de Julio César (100-42 a. C.), constituida, entre otros, por los libros dedicados a la conquista de las Galias (58-51 a. C.), Comentarios a la Guerra de las Galias, y los dedicados al desarrollo de la guerra civil entre pompeyanos y cesarianos (49-45 a. C.), Comentarios a la Guerra Civil.

Otro género literario de gran importancia que alcanzó su máximo desarrollo a fines del siglo I a. C. fue la retórica. El arte de la elocuencia, es decir, la manifestación más original y fecunda del genio intelectual romano, ocupó el puesto más importante dentro de la educación y encontró sus máximos exponentes en figuras como Craso (115-53 a. C.), Marco Antonio (83-30 a. C.), Hortensio (114-50 a. C.) y sobre todo Cicerón (106-43 a. C.).

La difusión de las obras de contenido filosófico se produjo también en el contexto de la helenización cultural de Roma. Empero, las primeras obras de índole filosófica fueron tardías al no aparecer hasta bien entrado el siglo I a. C. En este sentido, la obra de Tito Lucrecio (99-55 a. C.) Sobre la naturaleza, que permitió la introducción de la doctrina naturalista de la filosofía epicúrea en Roma, pretendía acabar con el miedo de la naturaleza humana como perturbación que provocaba la infelicidad.

Pero la asimilación de las corrientes filosóficas helenísticas a fines del siglo I a. C. encontró su paradigma con la obra De oratore, de Cicerón, el cual aplicó su cultura filosófica a la teoría y a la práctica política ofreciendo una síntesis del patrimonio filosófico de los griegos al mundo romano.

Por otro lado, en el campo de las ciencias, Roma se mantuvo ajena, por lo general, al puro conocimiento y más atenta a su utilidad práctica: así, la matemática quedó subordinada a la agrimensura, a la mecánica y a la arquitectura; la geografía perdió su carácter matemático para convertirse en descriptiva. Sin duda, el representante más significativo del carácter de la ciencia en Roma fue Marco Terencio Varrón (116-27 a. C.), que recogió en su obra las ciencias que constituían la alta cultura en Roma.

LA EDUCACIÓN DEL CIUDADANO ROMANO

En Roma, el aprendizaje progresivo constituía la primera fase de la educación de los hijos de los ciudadanos romanos, siempre en contacto con la madre como principal transmisora de los valores morales. Lectura y escritura, cálculo y música, comprendían las primeras etapas del aprendizaje hasta que el niño frecuentaba la escuela donde se le enseñaban gramática y aritmética.

En cuanto a la disciplina, el uso de la fuerza tenía muy mala consideración al generar miedo y aversión hacia el maestro. Los padres eran partidarios de educar a sus hijos en el hogar familiar en sus primeros años de vida. No obstante, poco a poco apareció la necesidad de poner a los niños en contacto con otros ya en edades tempranas, con el fin de facilitar su sociabilidad. La educación familiar se completaba cuando el joven adquiría la toga viril y era presentado en el foro, lo que solía ocurrir a los diecisiete años de edad. Antes de comenzar la carrera militar, dedicaba un año al aprendizaje del trato con la gente y al conocimiento de los problemas de la ciudad.

LAS ARTES

El arte de Roma también recibió desde época muy temprana influencias extranjeras y, en primer lugar, las procedentes de Etruria. Artistas y artesanos etruscos ejercieron su labor en Roma e impusieron sus gustos y técnicas en la arquitectura y en la plástica. De este modo, el primer templo monumental romano en honor de la Tríada capitolina se construyó según el modelo etrusco —construcciones cúbicas con un pórtico abierto para examinar el cielo y un santuario tapiado, la cella, que podía estar compartimentado en tres habitaciones si el templo estaba dedicado a una tríada—. Más tarde, a partir de la extensión romana por el sur de la península itálica, el desarrollo del arte romano quedó influido plenamente por el arte griego. Sin embargo, las obras públicas romanas pusieron de manifiesto el espíritu práctico característico de Roma: fortificaciones urbanas, complejas calzadas, puentes de piedra y acueductos, pórticos y arcos triunfales, edificios para el ocio o grandes espacios dedicados al mercado.

Si el arte griego buscó la belleza y la armonía, el arte romano se preocupó por consumar la utilidad y la perdurabilidad. En este sentido, la arquitectura romana generalizó el empleo del arco y de la bóveda de tradición etrusca para dotar a los edificios de mayor consistencia y de unos aspectos más variados que los que presentaban los edificios griegos. Además, se imitaron los órdenes griegos (dórico, jónico y corintio) y la columna dejó de ser un elemento de sostén aislado para convertirse en un elemento decorativo.

A partir del siglo I a. C., nuevas técnicas y materiales de construcción, procedentes principalmente de Siria, enriquecieron los conocimientos de los arquitectos romanos comenzando un estilo más monumental. Roma se embelleció entonces siguiendo los esquemas de las ciudades helenísticas con foros, pórticos, edificios como el archivo del Estado, el tabularium, circos o teatros pétreos. A su imagen y semejanza, en otras ciudades de Italia y de las provincias, surgieron grandiosas construcciones y obras de ingeniería.

Por el contrario, las artes figurativas perdieron su valor artístico y se convirtieron en simples elementos decorativos. La predilección por las obras de arte griegas trajo a la península itálica estatuas y relieves procedentes de Oriente, si bien el retrato, el relieve histórico y la plástica de terracota conservaron el estilo propiamente romano.

LAS VIVIENDAS

Las primeras viviendas de Roma fueron pequeñas cabañas de planta circular, con techo cónico y urdimbre de troncos recubierta de cañas y paja. En la cubierta, una abertura dejaba salir el humo. Este tipo de construcción primitiva recibía el nombre de casa o tugurium.

La cabaña de tradición etrusca, de planta rectangular, contaba en lo alto del techo con una abertura rectangular que dejaba salir el humo y dejaba penetrar la luz y colarse el agua de lluvia. Este fue, de hecho, el antecedente de la abertura en el centro de la casa romana, llamada compluvium en su parte superior, impluvium en el pavimento y atrium en su conjunto. El atrio era un pequeño patio central rodeado de un pórtico, en torno del cual se disponían las estancias.

En un principio, la casa romana tan sólo se comunicaba con el exterior por medio de la puerta. Ante la ausencia de ventanas, toda la ventilación y la luz entraban por el atrio. La vivienda, de una sola planta, disponía de distintos tipos de habitáculos: un tablinum o espacio utilizado como lugar de trabajo y de recepción, el triclinium o comedor y los cubicula o dormitorios.

Desde mediados del siglo III a. C., los romanos adinerados ampliaron y enriquecieron sus viviendas añadiendo pórticos con ventanas, patios rodeados de columnas con bellos jardines y diferentes tipos de estancias. La vivienda particular, ocupada por una única familia, se llamaba domus y las viviendas de varias alturas construidas con materiales muy pobres para cobijar a varias familias se llamaban insulae.

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