Breve historia de Roma

Breve historia de Roma


II. Señas de identidad: Imperio

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ISeñas de identidad: Imperio

EL SIGLO DE AUGUSTO

Las nuevas circunstancias políticas y sociales derivadas del gobierno de Augusto incidieron activamente en las esferas de la religión y de la cultura. En este sentido, la original relevancia de sus manifestaciones permite calificar a este período como «el siglo de Augusto».

En el ámbito de la religión, la influencia personal de Augusto fue decisiva al fomentar la restauración de la religión tradicional y recuperar simultáneamente los viejos ritos, instituciones y ceremonias. Asimismo, extendió los cultos del nuevo régimen imperial como la veneración divina a Julio César, la adoración al dios Marte y al dios personal del emperador, es decir, a Apolo, o la difusión de la pax Augusta, esto es, el ideal de paz impuesto por el nuevo régimen imperial. Paralelamente, el emperador, aunque sin ser divinizado, asumió una condición sobrehumana siendo venerado con la construcción de templos —más de ochenta fueron edificados o restaurados en época augustea— y por medio del culto imperial, un culto que no constituía sino un intenso vínculo entre el emperador y sus súbditos.

Ni Augusto ni sus sucesores cambiaron la política tradicional de respeto a los cultos locales de las comunidades sometidas, pues se mantuvo la concepción de que la religión romana era básicamente la religión de los ciudadanos romanos y, por lo mismo, las poblaciones de estatuto jurídico no privilegiado podrían seguir vinculadas al culto de sus dioses tradicionales, esto es, los dioses de los vencidos.

Con respecto a la producción literaria, el fin de las guerras civiles y el restablecimiento de una paz duradera propiciaron las condiciones necesarias para el auge intelectual. Si bien es cierto que Augusto favoreció principalmente los grandes temas de la propaganda oficial, los escritores más representativos de fines del siglo I a. C. y comienzos de nuestra era conservaron su independencia y libertad creativa.

A priori, los fines principales de la poesía consistían en agradar, educar y tratar los asuntos más importantes referidos a la historia de Roma. Empero, en época augustea la poesía se vinculó muy estrechamente a la política. A este período corresponden los tres poetas más importantes que nos ha legado la literatura latina: Virgilio (70-19 a. C.), artífice de estudios literarios y filosóficos latinos y griegos con títulos como las Bucólicas, las Geórgicas y la Eneida, obra en la que exaltó en doce cantos los orígenes troyanos y divinos de Roma; Horacio (65-8 a. C.), introductor de la política del momento en la poesía lírica con su Arte poética; Ovidio (43 a. C.-17 d. C.), autor de excelentes poemas eróticos, como el Arte de amar, donde describe un mundo en el que las mujeres descubrían sus rivalidades y sus astucias para conseguir al amante, y de grandes composiciones como la Metamorfosis, presentada como un vasto poema científico bajo la invocación de Pitágoras, que pretendía ilustrar con la ayuda de relatos tomados de la mitología la ley universal del devenir, y los Fastos.

Junto a estos tres poetas, es necesario hacer mención de Dionisio de Halicarnaso (60-7 a. C.), un retórico de excelente finura, artífice de las Antigüedades romanas, obra en la que presentaba una idea de Roma como verdadera fuerza de recuperación y conservación de los valores tradicionales y más profundos del helenismo.

Por último, la actividad artística también recibió una fuerte impronta de Augusto, pues en la capital del Imperio se promovió un arte oficial plasmado en varias obras. En este sentido, fue sin duda el Ara Pacis el monumento que mejor representó los ideales del nuevo régimen y la elegancia y armonía del clasicismo augusteo.

RELIGIÓN Y CULTURA EN LOS SIGLOS I Y II

Augusto recuperó la religión tradicional e instauró el nuevo culto imperial por todo el Imperio como elemento fundamental de la estructura política del Estado. Si bien es cierto que este culto se mantuvo limitado a los emperadores difuntos, poco a poco se fue transformando como consecuencia de las influencias orientales y los intereses dinásticos tendentes a elevar a los emperadores vivos al rango de dioses o a considerarlos como sus legados en la tierra.

Los sucesores de Augusto se sirvieron de la religión oficial como herramienta básica para integrar los territorios del Imperio en una misma unidad política y cultural. Sin embargo, la tradicional tolerancia religiosa romana no puso trabas a la libre proliferación de cultos y creencias mientras no fueran consideradas políticamente incorrectas y turbulentas. En este sentido, las necesidades espirituales de la sociedad condujeron a la búsqueda de un contacto más personal y directo con la divinidad. Así se explica la creciente difusión en época imperial de las religiones orientales mistéricas y, entre ellas y de manera muy especial, del cristianismo. Frente a la religión oficial, las religiones orientales tenían en común su carácter mistérico y de salvación. Entre estas creencias, algunas estaban fundamentadas en ciclos biológicos de muerte y resurrección. A este carácter responden los cultos griegos, como los de Démeter y Dionisos, los cultos frigios, como los de Cibeles y Atis, o los cultos egipcios, como los de Isis y Osiris. Por otro lado, se encontraban las religiones de naturaleza cósmica, es decir, religiones astrales de procedencia siria, babilonia e irania que se fundamentaban en la eterna lucha cósmica entre el Bien y el Mal o en la concepción de un continuo retorno de ciclos temporales. Una de ellas, la del dios de origen iranio Mitra, dios del cielo, de la tierra y de los difuntos, tuvo gran difusión en el siglo III como consecuencia de la extensión de su culto en medios militares —su culto se opondrá al cristianismo, con el que compartía no obstante ciertos elementos como el bautismo—. Sin embargo, en realidad el factor de mayor trascendencia en la historia religiosa del Alto Imperio no lo constituyó sino el nacimiento y la difusión del cristianismo como religión universal dirigida tanto a la comunidad judía como a la no judía, es decir, a los gentiles.

En lo que afecta a la cultura, el rasgo fundamental de los dos primeros siglos del Imperio fue la difusión de la cultura romana por todo el territorio como resultado de la extensión al ámbito provincial de las instituciones políticas y culturales romanas. Empero, la cultura romana quedó restringida al ámbito de la ciudad y de las élites urbanas, lo que se evidenció claramente con la enseñanza, que al ser de carácter privado en su segunda y tercera etapas quedó limitada a las altas capas de la sociedad.

La producción literaria de los dos primeros siglos del Imperio, si bien no consiguió los mismos resultados que en épocas anteriores, contó con un buen conjunto de escritores que en sus obras reflejaron magistralmente los gustos y las directrices de distintas épocas. Así pues, el canon de la época julio-claudia se caracterizó por la confrontación de una literatura propagandista del régimen y una literatura de tradición senatorial defensora de los ideales republicanos; el de época flavia, por ser una literatura más sobria, clásica y arcaizante; la literatura de época antonina presentó como rasgos fundamentales la exaltación de la gloria imperial y, además, desde mediados del siglo II, mientras la literatura en lengua latina entraba en decadencia, la escrita en lengua griega experimentó un verdadero renacimiento y, con él, el peso de la cultura se trasladó a Oriente.

En la poesía épica destacaron los hispanos Marco Anneo Lucano (39-65), sobrino del filósofo Séneca, el preceptor de Nerón, de quien hablaremos más tarde, que dejó inacabada una epopeya en diez libros, la Farsalia, en la que relataba la guerra civil entre Pompeyo y César; y Silio Itálico (25-101), que narró en su Punica la guerra de Aníbal contra Roma.

La sátira está representada por la obra de Décimo Junio Juvenal (65-128), autor de dieciséis sátiras, y por los escritos de Marco Valerio Marcial (44-101), artífice de doce libros de epigramas, o lo que es lo mismo, brevísimas composiciones que con gran realismo y humor trataban los temas de la vida diaria.

Artífice de un nuevo género literario, Plinio el Joven (62-113) inventó la carta artística. Además de la correspondencia oficial con Trajano, conservamos de él nueve libros de cartas dirigidos tanto a familiares como a amigos.

Muy probablemente las obras literarias que mayor repercusión tuvieron en los siglos I y II, y que todavía hoy siguen contando con gran impacto, sean las de carácter historiográfico. La historiografía de los dos primeros siglos del Imperio comprende a autores que escribieron tanto en lengua latina como en lengua griega. Entre ellos se encuentra uno de los más relevantes historiadores romanos, Publio Cornelio Tácito (55-120), que en sus Anales e Historias compiló los sucesos acaecidos desde la muerte de Augusto a la de Domiciano. Contemporáneo a Tácito, Cayo Suetonio Tranquilo (75-140) cultivó la biografía histórica en las Vidas de hombres ilustres y en las Vidas de los doce Césares. Por otro lado, Plutarco de Queronea (45-117) escribió en griego las Vidas paralelas, una compilación de cincuenta biografías de los personajes más ilustres de Grecia y Roma en paralelo. Igualmente en griego, Apiano de Alejandría (95-165) escribió una Historia de Roma en la que por primera vez se introduce la historia de las provincias.

Por otro lado, y si bien es cierto que la oratoria de estos dos siglos no alcanzó los mismos éxitos que con Cicerón (106-43 a. C.), fue muy importante la obra del hispano Marco Fabio Quintiliano (39-95), las Institutiones oratoriae.

En el ámbito del derecho no fueron muy abundantes las obras, aunque, no obstante, contamos con una de las más significativas de este género, las Instituciones del jurista Gayo (120-178), un auténtico manual práctico de derecho privado.

En la narrativa destacaron Petronio Árbitro (14-65), autor del Satiricón, obra en la que se describe extraordinariamente la vida corrupta y desordenada de la Roma de Nerón; Lucio Apuleyo (123-180), quien en el Asno de oro puso de manifiesto cómo es lo místico-religioso lo que se impone verdaderamente como solución a los avatares humanos, y Luciano de Samosata (125-181), quien en obras como el Diálogo de los dioses o el Diálogo de los muertos se burlaba sutilmente de las creencias de la religión tradicional.

En lo que se refiere a la ciencia, durante los dos primeros siglos del Imperio existió una cierta decadencia del espíritu científico, pues este se limitó tan sólo a la erudición y a la difusión de los saberes adquiridos anteriormente por la ciencia griega, dejando en un segundo plano el aparato crítico. Un ejemplo magistral lo ofrecen los siguientes autores: Plinio el Viejo (23-79), con su obra enciclopédica Historia natural; el hispano Pomponio Mela (contemporáneo del emperador Claudio), autor de la Corografía; y el también hispano Junio Moderato Columela (fallecido en el 70 d. C.) con el tratado De agricultura. Por otro lado, entre los autores que escribieron en griego destacó sobre todo el geógrafo Estrabón (63 a. C.-24), originario de Asia Menor, que en Geografía mezcló los datos históricos junto a descripciones geográficas. Los últimos grandes científicos del momento, directos herederos de la ciencia helenística, fueron el geógrafo y astrónomo Claudio Ptolomeo (100-178), natural de Alejandría, que proporcionó en su Almagesto una interpretación geocéntrica del universo, y el médico Claudio Galeno (131-201), autor de una obra fundamental en la medicina, el Arte médica.

En el ámbito de la filosofía, el máximo exponente del estoicismo —en su dimensión teórico-política, el estoicismo no condenaba la monarquía como régimen político, pero definió una forma de gobierno fundamentada en el príncipe bueno y justo— fue el cordobés Lucio Anneo Séneca (4 a. C.-65), que conjugó los ideales humanitarios y moderados de esta corriente de pensamiento con una activa influencia política.

Finalmente, en el arte las obras civiles y militares presentaron un claro interés colectivo con un intenso contenido social y político: foros, basílicas, termas y anfiteatros. Sus características fundamentales fueron el resultado de un difícil equilibrio entre los elementos de tradición clásica, inspirados en modelos griegos y helenísticos, y tendencias barrocas de corte romano-itálico.

RELIGIÓN Y CULTURA EN ÉPOCA DE LOS SEVEROS Y LAS TRANSFORMACIONES DEL SIGLO III

Con los emperadores de la dinastía de los Severos coexistieron en el Imperio las más variadas religiones: el panteón romano y griego, el culto imperial, los cultos orientales, las religiones mistéricas, el judaísmo y el cristianismo. Con ellos comenzó una fuerte sacralización de los emperadores, que fueron representados en compañía de divinidades o con atributos que los identificaban con diferentes dioses. En este sentido, se acentuó el desarrollo de una teología del poder imperial, fundamentada sobre la figura de Júpiter y del culto solar, así como una exaltación de la figura del emperador y de los miembros de la casa imperial. Paralelamente, los cultos mistéricos de tradición oriental ganaron importancia gracias a la influencia de las emperatrices sirias y a la presencia de orientales en el Senado.

Pero, en realidad, este período se caracterizó en el ámbito religioso por un fuerte sincretismo, que en las altas esferas evolucionó hacia el monoteísmo. Además, en este panorama de tolerancia religiosa el cristianismo no encontró grandes obstáculos que impidiesen su expansión a todas las condiciones sociales.

En el ámbito de la cultura, se experimentó una transición que se evidenció en la coexistencia de la vieja tradición clásica con nuevas expectativas. Frente al estoicismo imperante en los dos primeros siglos del Imperio, la filosofía se inclinó hacia el escepticismo o hacía especulaciones de carácter místico. Dentro del género historiográfico destacaron autores como Dión Casio (155-229), autor de una Historia romana; Herodiano (178-252), con sus Vidas de los emperadores, y Mario Máximo, cuyas biografías sobre los emperadores romanos representaron la principal fuente de información para la redacción de la Historia Augusta, o lo que es lo mismo, la biografía de los emperadores que siguieron a Trajano. Por otro lado, y en contraste con el pensamiento pagano, la literatura cristiana, escrita tanto en griego como en latín, experimentó un gran desarrollo con autores como Tertuliano (150-222), que presentó sutilmente al cristianismo como alternativa a la decadente cultura pagana. Asimismo, el derecho presentó un gran desarrollo gracias a la actividad de importantes juristas que, como Papiano (150-212) y Ulpiano (170-228), desempeñaron importantes cargos en la administración imperial.

Con la dinastía Severa, las manifestaciones artísticas aportaron nuevas fórmulas cargadas de influencias orientales en las que se expresó un gusto por lo místico, lo irracional y lo mágico. En Roma, la manifestación principal de este arte fue el nuevo palacio imperial del Palatino, si bien las provincias, y especialmente África, también experimentaron un renacimiento artístico con construcciones colosales.

A fines del siglo III, la producción literaria se desentendió tanto de las realidades y problemas sociales como de la investigación científica, proliferando por consiguiente la literatura de evasión. Sin embargo, existió una fuerte preocupación educativa que trató de extender el saber en la propia corte imperial y que permite denominar a este período «el siglo de los profesores». Paralelamente, y de forma conjunta, filosofía y religión se combinaron en un intento de lograr el contacto con la divinidad —el neoplatonismo de Plotino (205-270) presentó una doctrina espiritualista en la que el hombre debía tender en la vida a la perfección con objeto de lograr la unión mística con la divinidad—. Por otro lado, ni el sincretismo ni las tendencias monoteístas afectaron a la religión tradicional basada en la proliferación de dioses y cultos. Únicamente el cristianismo podía ser interpretado como un peligro que atentaba a la unidad moral del Imperio. De ahí las persecuciones de los emperadores que consideraron la negativa de los cristianos a sacrificar a los dioses protectores del Imperio como traición al Estado.

EL BAJO IMPERIO

Con la confirmación del credo niceno por Constantino en el 325, el cristianismo comenzó la consolidación de un Imperio en el que la Iglesia ya no era sólo un factor de poder moral, sino asimismo una fuerza social y cultural que se integraba cada vez más en el poder político.

Durante el Bajo Imperio, la literatura pagana, en pleno declive, proporcionó muy pocas obras originales, pues lo que realmente prosperó fue el gusto por la erudición y por una poesía rica en forma pero pobre en contenido.

El gusto por los ilustres escritores de las épocas pasadas se mantuvo vigente en los círculos paganos ilustrados de algunas grandes ciudades provinciales, pero sobre todo en Roma, donde prevaleció la defensa del paganismo y del pasado glorioso de la ciudad.

La formación retórica y la admiración por la tradición del pasado justificaron el gran interés por los estudios de carácter filológico y gramatical. En este sentido, merecen destacarse las Saturnalias de Macrobio (385-440), verdadera compilación de informaciones útiles sobre cuestiones jurídicas, religiosas y literarias, o la obra poética de Ausonio (310-395), Claudio Claudiano (370-404), y Rufo Festo Avieno, cuya Ora Maritima resulta especialmente útil para conocer la descripción de las costas de la península ibérica.

A lo largo del siglo IV, con Quinto Aurelio Símaco (340-402) se desarrolló especialmente el género del panegírico, o lo que es lo mismo, un largo y elaborado discurso escrito en honor del emperador o de un personaje ilustre.

Al siglo IV corresponde el último gran historiador romano que escribió en latín, el antioqueno Amiano Marcelino (330-400), que continuó en sus Res gestae la obra de Tácito hasta el año 378 con una visión bastante fiel a los acontecimientos del momento y al significado de los mismos para el devenir de la sociedad de la época.

El renacimiento cultural pagano fue paralelo al desarrollo cultural cristiano. Como norma general, los escritores cristianos prestaron un interés especial por el tratamiento de temas eclesiásticos y doctrinales —la defensa de la nueva religión, la afirmación doctrinal, el perfeccionamiento moral y la catequización de los fieles—. En este sentido, destacaron las obras de Eusebio de Cesarea (260-340) Historia Eclesiástica, Los mártires de Palestina y La vida de Constantino, así como la obra de Lactancio (245-325) Sobre la muerte de los perseguidores.

En poesía, la vieja herencia clásica queda manifiesta en las obras de san Paulino de Nola (353-421) y del hispano Prudencio (348-410), quienes ensalzaron el martirio de un gran número de cristianos durante la persecución de Diocleciano así como las posteriores actuaciones contra la Iglesia.

Pero es la esencia de la religión cristiana el objeto fundamental de estudio de los intelectuales cristianos. Tres obispo capadocios, san Basilio (330-379), san Gregorio de Nisa (330-394) y san Gregorio Nacianceno (329-389), se encuentran entre los grandes Padres de la Iglesia en Oriente, que contribuyeron a la defensa de la ortodoxia y a la organización del culto y de las instituciones eclesiásticas. Destacan también san Juan Crisóstomo (347-407), obispo de Constantinopla, autor de numerosas homilías y cartas, san Hilario de Poitiers (315-367), san Ambrosio de Milán (340-397), san Jerónimo (345-420) y el numidio san Agustín de Hipona (354-430), el cual, impresionado por la predicación de san Ambrosio de Milán, el cual lo bautizó, y tras adoptar primero posturas racionalistas y posteriormente maniqueas y escépticas, desplegó desde el año 386 una importantísima actividad doctrinal y teológica con una ingente producción literaria de la que destacan obras como las Confesiones, de carácter autobiográfico, o La Ciudad de Dios, texto de carácter apologético escrito bajo la conmoción del saqueo de Roma por Alarico en el 410.

Por último, en cuanto a las manifestaciones artísticas del Bajo Imperio, el rasgo más llamativo fue la consumación del empobrecimiento del arte de tradición helenística. Frente al naturalismo racionalista del arte clásico, las nuevas condiciones políticas, sociales y culturales proporcionaron el triunfo del espiritualismo y la desconexión con el mundo real, expresados en el simbolismo de las representaciones y en la descomposición de las formas.

LA EDUCACIÓN DEL CIUDADANO ROMANO EN ÉPOCA IMPERIAL

La afluencia de profesores griegos a Roma fue un elemento de helenización permanente de la cultura romana durante el Imperio. En la educación se distinguían tres etapas: educación primaria, educación secundaria y educación superior.

En todo el Imperio abundaban las escuelas en las que los maestros, en su gran mayoría libertos que se habían alfabetizado en casa de su antiguo amo, enseñaban a leer y a escribir. La escuela era una institución reconocida, pero no financiada, por el Estado. Se trataba, por consiguiente, de un negocio privado que se ejercía generalmente en locales alquilados por el maestro, el cual, a diferencia de lo que ocurría con los gramáticos o los rétores, no contaba con un gran reconocimiento social. En estas escuelas permanecían juntos niños y niñas desde los siete hasta los doce años de edad. Acto seguido, y tras haber aprendido a leer y a escribir, a contar y calcular, la mayoría de los alumnos abandonaban el estudio para siempre, si bien los jóvenes de las clases más pudientes continuaban los cursos de la etapa secundaria.

A partir de los doce años, tan sólo los hijos de las clases más acomodadas continuaban estudiando, mientras que los pobres debían ponerse a trabajar y las chicas comenzaban en el ámbito doméstico su preparación con vistas al matrimonio —en casos excepcionales algunas mujeres podían ser instruidas por sus propios maridos—. En esta etapa el estudio era tan exhaustivo que se recurría al aprendizaje de disciplinas auxiliares como la música, la astronomía, la filosofía y la oratoria. La edad en la que el alumno abandonaba la enseñanza de los gramáticos se situaba en torno a los diecisiete años de edad, momento en el que el joven tomaba la toga viril.

Finalmente, aquellos jóvenes que aspiraban a ejercer una ilustre carrera política recurrían a la enseñanza superior recibiendo una formación especializada de manos de los rétores.

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