Breve historia de Roma

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Capítulo 8. Hacia un nuevo régimen: Augusto y la confirmación del poder imperial

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8 Hacia un nuevo régimen: Augusto y la confirmación del poder imperial

INTRODUCCIÓN

La época imperial comprendió aproximadamente cinco siglos, desde la instauración del Imperio por Augusto en el 27 a. C. hasta la desaparición de Rómulo Augústulo, último emperador romano de Occidente, en el 476.

En Roma el significado de «Imperio» tuvo un carácter político claramente definido desde el principio. En sus orígenes, imperium comprendía la capacidad de mando militar que poseían determinados magistrados romanos, es decir, definía el poder de dirigir el Ejército en la guerra y, por extensión, se empleó para designar a los territorios sobre los que se ejercía este poder. El imperator era, por consiguiente, el magistrado dotado de imperium, ensalzado con este título por sus hombres después de una campaña victoriosa. Empero, el Imperium como «Imperio» y el imperator como «emperador» tuvieron un significado muy concreto y fueron empleados por la historiografía para referirse al nuevo régimen que se confirmó en Roma una vez que Cayo Julio César Octaviano, Augusto, se consolidó en el poder. Así, frente a la organización republicana, donde el poder era colegiado, con el régimen imperial era un único hombre quien detentaba el poder y tomaba las decisiones.

Con la conclusión de las guerras civiles en Roma, Augusto introdujo como elemento propagandístico de la ideología oficial del Estado una paz, la pax Augusta, de la que no sólo se beneficiarían los ciudadanos romanos, sino también los pueblos sometidos a Roma.

Tras la victoria sobre Marco Antonio en Actium (Accio) y la posterior muerte de este en Alejandría junto con Cleopatra a fines del año 31, Octaviano se encontraba ante la necesidad de dotar de base legal a su poder personal mediante la instauración de un nuevo régimen en el que se combinasen la realidad de un poder absoluto y las formas ideales republicanas. El nuevo régimen imperial no surgió de inmediato, sino que en realidad fue el producto de una lenta evolución sociopolítica sólo acelerada en las últimas décadas del período republicano. Restauración e innovación fueron dos conceptos determinantes en la valoración histórica de la obra de Augusto, quien en sus Res gestae se presentaba como el restaurador del tradicional régimen republicano y al mismo tiempo como el responsable de la instauración del nuevo orden imperial.

El extraordinario poder con el que contó Octaviano desde los años 29-28 vendría justificado por los acontecimientos políticos y militares que se desencadenaron tras la muerte de Cayo Julio César, pero también por los mismos hechos políticos de esos dos años, pues terminada la guerra contra Marco Antonio y Cleopatra, confirmó la presencia romana en Dalmacia, logrando a la par importantes triunfos en Hispania y en áfrica. Desde entonces, desapareció por completo el tradicional sistema de gobierno republicano, si bien los responsables de la política seguían presentándose como los defensores del viejo orden. Con la muerte de Julio César comenzó una auténtica revolución política que dio origen a dos interpretaciones históricas diversas: la primera, en la que figura Theodor Mommsen, erudito prusiano del siglo XIX, defiende que se instauró un doble sistema de poder, es decir, una diarquía en la que el Senado y Augusto constituían dos poderes paralelos; la segunda, en la que se encuadra Ronald Syme, historiador británico del siglo XX, y de la que nos mostramos partidarios, tiende a rechazar esta afirmación al sostener que se llegó a formar un único poder imperial en la persona de Augusto condicionado en cierto sentido por el Senado, que mantuvo y amplió su actividad judicial.

En la actualidad, existen datos suficientes y de diversa índole como para poder confirmar que el poder político de Augusto se fundamentó en la concentración de varias magistraturas y de poderes republicanos que llegaron a confirmar las bases legales de su poder supremo dentro del Estado, instaurando con ello un nuevo régimen político: el Imperio romano.

LA CONFIRMACIÓN DEL PODER IMPERIAL

El nuevo sistema imperial se fundamentó sobre la base territorial legada por el sistema republicano, vinculada a una nueva superestructura jurídico-política. El Imperio no sólo se definiría como un conjunto de provincias, sino también como un sistema centralizado de poder, en el que el poder político simbolizado en la figura del princeps, hombre guiado por la moderación y por una serie de virtudes como la clementia, la iustitia, la virtus y la pietas, era el resultado de la acumulación de todo el poder en la persona del emperador.

En el Imperio, el poder supremo lo ejercía el emperador, y los órganos de gobierno republicano quedaron subordinados a él. Las bases institucionales del antiguo poder monárquico recayeron en el Ejército, el Senado y el pueblo por medio del imperium maius et infinitum y la tribunitia potestas, que marcaban el ámbito de competencia militar y civil del poder imperial. (En la imagen) Organización política de Roma durante el Gobierno de Augusto.

En el 28 a. C. el Senado, reducido entonces a seiscientos miembros, proclamó a Octaviano princeps Senatus, o lo que es lo mismo, el senador de mayor prestigio, al que se le concedía la facultad de dirigir las sesiones del Senado, si bien, y pese a la apariencia de su poder prácticamente absoluto, Octaviano seguiría gobernando en el marco institucional republicano.

Al término de ese año, Octaviano dio a conocer públicamente que había terminado la situación de excepción y que era competencia del Senado el volver a instaurar la legalidad republicana. Con ello, en la sesión del Senado del 13 de enero del 27, Octaviano renunciaba al ejercicio anual del consulado recibiendo por parte del Senado el imperium maius, es decir, un poder superior a cualquier magistrado dotado de imperium, con el que podía nombrar a todos los jefes militares que quedaban sometidos a su autoridad. Además, al otorgarse el imperium maius por medio de un ritual sagrado, quien lo poseía adquiría un carácter mágico-religioso. Por tanto, esta decisión senatorial concedía el primer apoyo para justificar institucionalmente la existencia de un poder imperial que venía siendo una realidad desde hacía varios años. Del imperium maius se derivó el título de imperator que llevaron a partir de Augusto todos los emperadores posteriores.

La decisión del 13 de enero del 27 fue seguida por el reparto del gobierno sobre las provincias del Imperio: todas aquellas provincias que se encontraban en un avanzado estado de romanización y que podían estar desarmadas, es decir, las primeramente conquistadas (Sicilia, Cerdeña, Bética, áfrica o Asia) quedaron bajo la dependencia del Senado (provinciae senatus et populi), siendo gobernadas de acuerdo a los anteriores usos republicanos, esto es, por medio de magistrados anuales y sin mando militar nombrados por el Senado; las provincias posteriormente conquistadas y que exigían la presencia de contingentes legionarios (Siria, Cilicia, Chipre o Hispania Citerior) quedaron bajo la autoridad del emperador (provinciae Caesaris). Por ende, toda nueva provincia que se incorporaba al Imperio pasaría al ámbito de competencia imperial. En estas provincias los gobernadores serían los delegados del emperador, es decir, los legati Augusti pro Praetore, y no magistrados; junto a estas dos categorías provinciales, se encontraban las provincias procuratoriales, provincias de reciente conquista o que generaban cuantiosos problemas, confiadas a personajes del orden ecuestre (Retia, Nórico y Judea); un régimen especial se concedió a Egipto, anexionado al Imperio tras la batalla de Accio y considerado desde entonces como propiedad de Augusto.

El 16 de enero del 27, el Senado concedió a Octaviano el título de Augustus, término de carácter religioso, empleado hasta el momento como atributo de Júpiter, que equivalió a la concesión de una autoridad superior al resto de los mortales.

Si bien las decisiones del Senado habían asentado las bases necesarias como para confirmar el nuevo régimen imperial, en principio no se suprimió ninguna magistratura republicana.

Pero al término del año 27, no todo fue gloria para Augusto. La guerra de Hispania contra cántabros, astures y galaicos resultaba muy gravosa y no se veía un fin inmediato de la misma. Asimismo, se estaban exigiendo grandes esfuerzos para el sometimiento de los pueblos alpinos y, además, seguían siendo necesarias nuevas incursiones militares en Dalmacia. Esta situación provocó la aparición de los primeros síntomas de desgaste político del régimen que, coincidiendo con una grave enfermedad del emperador, en el 23 a. C., sacaron a la luz los intentos de un grupo de conspiradores contra Augusto dispuestos a tomar el poder.

Augusto hizo frente a tan crítica situación mediante el fortalecimiento del régimen imperial presidido por él mismo. Tras la condena de los conspiradores, el Senado le concedió el 26 de junio del 23 la potestad tribunicia a título vitalicio con la que adquiría el carácter de defensor de los intereses del pueblo, pudiendo vetar las decisiones de los magistrados o del Senado. Además, para impedir los posibles enfrentamientos entre quienes deseasen ocupar el consulado, se amplió el número de cónsules mediante el nombramiento de los cónsules sufectos que, en ocasiones, suplían las ausencias de los dos cónsules epónimos. En el ámbito de la justicia, el Senado pasó a detentar la jurisdicción política de los asuntos relativos a la integridad del Estado, la jurisdicción sobre los miembros del orden senatorial y la jurisdicción criminal para los asuntos más graves, mientras que Augusto asistiría personalmente a las sesiones judiciales del Senado, pues era él quien detentaba y ejercía la jurisdicción suprema.

Además de los honores ya logrados, Augusto adoptó otros títulos que confirmaron su autoridad y potestad tanto en el ámbito civil como en el religioso. Si bien formó parte de varios colegios sacerdotales, con la muerte de Lépido en el 12 a. C., Augusto ocupó el pontificado máximo, es decir, la máxima autoridad religiosa, sin abandonarlo mientras vivió. En calidad de pontífice máximo, pasó a presidir el colegio de los pontífices e intervino más directamente en la política y propaganda religiosa del Imperio. A esto se unía el carácter sagrado de su persona, que le relacionaba directamente con la divinidad.

Más que oficiantes en los cultos, los pontífices actuaban como teólogos, y ante cualquier duda derivada de un procedimiento o conflicto religioso, su respuesta era tomada como norma. El pontificado máximo permitió a Augusto intervenir activamente en el desarrollo de la política religiosa revitalizando la vieja religión romana y frenando el desarrollo de los cultos orientales. Busto marmóreo de Augusto como pontifex maximus, s. I a. C. Museo de Arte Romano, Mérida.

En el 12 a. C., Augusto fue nombrado por el Senado curator legum et forum con el propósito de intervenir en la regulación de las costumbres y de la vida moral. Diez años más tarde, la aplicación de una serie de intervenciones sociales le permitieron ser nombrado pater patriae, esto es, padre de la patria como vigilante y benefactor de todo el Imperio romano.

Con Augusto la novedad religiosa de mayor relevancia fue el culto imperial, práctica de claros tintes políticos que, propiciada por las oligarquías urbanas romanizadas, se difundió rápidamente por todo el Imperio. Este englobó el culto a los emperadores muertos y divinizados, los divi, y el de los vivos, Augusti, así como el de las mujeres de los emperadores, las divas. Altar consagrado a Augusto, 27 a. C. Tarraco, actual Tarragona.

AUGUSTO Y LAS PROVINCIAS

Las provincias que quedaron desde el 27 a. C. bajo la administración imperial fueron gobernadas por legados imperiales de rango senatorial: un legado provincial con la máxima autoridad sobre todas las cuestiones de la provincia, un legado por cada legión y, en ocasiones, otros legados imperiales para la elaboración del censo o para colaborar en la administración de justicia.

La división de competencias civiles y militares no buscó sino impedir la concentración de poderes en cada provincia. En las provincias imperiales las funciones financieras pasaron a ser competencia de los procuradores provinciales, generalmente de rango ecuestre, quienes dirigían a un conjunto de procuradores con competencias más limitadas. Además, cada oficina fiscal dispuso de un equipo de expertos en contabilidad, generalmente hombres de condición liberta o esclava.

Con el nuevo sistema fiscal, los publicanos quedaron excluidos del arrendamiento del cobro de impuestos y de las contratas públicas en las provincias imperiales. Las numerosas competencias asumidas por la nueva administración fiscal imperial exigió la división del Tesoro en varias cajas: una, la del Senado; otra, la del emperador; la tercera, la del Ejército, y, por último, la del patrimonio imperial que debía servir para cubrir los gastos particulares del emperador. En cuanto a política monetaria, se otorgaron al Senado las facultades de acuñar la moneda de bronce y de gestionar el Tesoro del Estado, el aerarium Saturni, mientras que el emperador quedaba como el directo responsable de acuñar la moneda de oro y plata en las cecas imperiales. Los distritos mineros, las salinas y los dominios agrarios, propiedad del emperador o del fisco, fueron separados del territorio de las ciudades y recibieron una administración particular a cargo de los procuradores imperiales.

Entre las medidas de política interior adoptadas por Augusto, una de las más significativas fue la financiera, mediante la cual se normalizó la diversidad y cuantía de impuestos en perjuicio de los propietarios de haciendas y en bien del Ejército. Áureo acuñado durante el Gobierno de Augusto (27 a. C.-14 d. C.).

A diferencia de los magistrados, los legados y los procuradores de las provincias imperiales no estaban sometidos al régimen de la anualidad, pues era el propio emperador quien decidía si debían permanecer en el puesto uno o más años.

Además de las provincias concedidas inicialmente a Augusto, hay que sumar otras más: Acaya, esto es, el sur de Grecia, en el 27 a. C.; Galacia, la región central de Turquía, en el 25; Chipre en el 22; Nórico, lo que hoy es territorio austriaco al sur del Danubio, en el 22; Retia, entre Germania y Nórico, en el 15; los Alpes Marítimos en el 14; los Alpes Cotos en el 10, y Judea y Panonia (que comprendía la región oriental de Austria, Hungría entre el Danubio y el Save, Eslovenia y el límite septentrional de Bosnia) en el año 6 d. C. Asimismo, como resultado de la reorganización de las dos provincias de Hispania en tres, la Lusitania y la Citerior pasaron a engrosar el conjunto de las provincias imperiales.

Por lo que respecta a las provincias senatoriales o inermes, desde el 27 a. C. siguieron siendo administradas como en época republicana, mediante un gobernador de rango senatorial auxiliado por un cuestor en la administración fiscal.

En lo que se refiere a la administración local, al igual que hiciera Julio César, Augusto concedió el estatuto privilegiado de colonia o de municipio a un gran número de ciudades provinciales que fueron organizadas según el modelo de la ciudad de Roma. Además, amplios territorios provinciales fueron subdivididos en territorios menores y comenzaron a contar con un centro único para la administración local. De esta manera, se conseguía una mayor integración de las comunidades locales administradas según la normativa romana o mezclando usos locales y normas romanas. En unas y otras, las oligarquías locales conformaban el Senado y desempeñaban las magistraturas locales.

LOS NUEVOS LÍMITES DEL IMPERIO

Con Augusto, la política de fronteras se fundamentó en la búsqueda de una serie de términos naturales que marcasen de manera uniforme los límites de un Imperio fácil de defender. En este sentido, su primera preocupación consistió en lograr la unidad de todo lo que hoy en día es Italia. Para ello, tomó la decisión de quitar a la Cisalpina su estatuto de provincia y sumarla al territorio de Italia, resultando una nueva provincia con un territorio muy parecido al de la Italia peninsular actual. Una vez constituida la nueva provincia, procedió a la división de la misma en once nuevas regiones muy similares a las que existen actualmente.

Con la conclusión de las guerras contra cántabros, astures y galaicos en el 19 a. C., la frontera del territorio romano en la península ibérica se fijó en el mar Cantábrico. Augusto dirigió en la península ibérica operaciones pacíficas y ofensivas fundando ciudades tan significativas como Caesaraugusta (Zaragoza) o Emerita Augusta (Mérida).

Con la anexión de los territorios alpinos en el 10 a. C., se acababa con un amplio conjunto de pueblos independientes y se dejaban libres las vías terrestres que unían la península itálica con las Galias y los accesos a Germania. Precisamente fue en Germania donde la política de fronteras encontró mayores dificultades. Con el deseo de fijar los límites entre el río Elba y el mar Báltico, en el 12 a. C. se iniciaron las campañas contra los germanos bajo el mando de Nerón Claudio Druso, hijo de Tiberio Claudio Nerón y de Livia, la futura esposa de Augusto. Sin embargo, la repentina muerte de este frenó las operaciones, siendo su hermano mayor Tiberio Claudio Nerón, el futuro sucesor de Augusto, quien continuase poco después las campañas. Finalmente, los germanos quedaron sometidos y Roma comenzó a reorganizar su territorio. Sin embargo, unos años después del abandono del mando por Tiberio, los germanos se levantaron contra Roma y Augusto tuvo que acudir en ayuda de aquel, quien asumió la dirección a partir del año 5 d. C. Pero Tiberio se vio obligado a ceder el mando en Publio Quintillo Varo al ser reclamado para acabar con una revuelta que había surgido en Dalmacia y Panonia (años 6 al 9 d. C.). Varo cometió el error de dejarse atrapar en una emboscada en los bosques de Teutoburgo y su desastre exigió modificar la política augustea sobre la Germania, pues el límite se estableció en el Rin y la línea fronteriza renana no se vio alterada durante todo el período imperial.

(En la página anterior) Desde el año 27 a. C., Augusto impuso una nueva distribución del Imperio: el Senado conservaría su control sobre las provincias inermes, mientras que el emperador conservaría las provincias anexionadas recientemente. Augusto dividió Italia en once regiones sin contar la ciudad de Roma, sin representantes del poder central, y Roma en catorce barrios.

Por otro lado, el dominio del Nórico, de Panonia y de Dalmacia hacía posible mantener abiertos los accesos terrestres hacia Oriente y situar el río Danubio como frontera natural, frontera que no se vio alterada hasta comienzos del siglo II por la nueva política del emperador Trajano.

En el 29 a. C., Marco Licinio Craso, nieto del triunviro del mismo nombre, consiguió someter toda Mesia. Dos años después, Roma procedía a la reorganización del Ilírico, cuya costa era romana, si bien el resto del territorio estaba ocupado por pequeños estados clientes. La Retia quedó sometida en el 15 a. C.

Respetando la política oriental anteriormente seguida por Marco Antonio, Augusto conservó el río Éufrates como límite de la expansión romana en Oriente. Además, con objeto de garantizar esta frontera, se dejaron inicialmente pequeños reinos como Galacia, Plafagonia y Armenia bajo la condición de reinos clientes.

Finalmente, los dominios romanos sobre el norte de áfrica contaban con la frontera natural del desierto, exceptuando el occidente, donde se mantenía el reino aliado de Mauritania.

AUGUSTO Y LA CIUDAD DE ROMA

Tomando como referente a su antecesor, Augusto embelleció Roma con sus propios fondos y cuidó del aprovisionamiento del agua, consciente de que la opinión pública era una fuerza determinante para cualquier político y que para influir sobre ella era necesario contar con el apoyo de determinados portavoces. El más destacado fue Mecenas, quien recibió el encargo de agrupar a su alrededor a los mejores intelectuales y ganarlos para la causa del nuevo régimen. De esta manera, la Eneida de Virgilio (70-19 a. C.), las odas de Horacio (65-8 a. C.), las Elegías de Propercio (47-14 a. C.) o la obra analística de Tito Livio (59 a. C.-17) titulada Ab Urbe condita, ensalzaban los valores y las virtudes tradicionales del pueblo romano que todo buen ciudadano debía respetar.

En el 27 a. C., Augusto fundó el cuerpo de los pretorianos, un auténtico cuerpo militar de élite. Bajo la dirección de un comandante del orden ecuestre, el prefecto del pretorio, estaba formado por nueve cohortes de mil hombres cada una y sus integrantes se elegían entre los veteranos del ejército y los soldados con más méritos. Guardia pretoriana del arco triunfal de Tiberio Claudio, bajorrelieve. Museo del Louvre, París.

Suetonio (70-140) nos informa en Vida de los césares que Augusto puso en práctica una serie de medidas políticas sobre Roma. En primer lugar, procedió a la división administrativa de la ciudad en regiones, gestionadas por magistrados anuales nombrados a sorteo, y en barrios, administrados por magistrados anuales elegidos por los vecinos de cada barrio. Fundó un cuerpo de centinelas nocturnos y de vigilantes urbanos para sofocar los incendios y mantener el orden público. Asimismo, para contener las inundaciones, amplió y limpió el cauce del Tíber, lleno de escombros desde hacía tiempo y reducido por la ampliación de las construcciones. Él mismo mandó reparar la vía Flaminia hasta Rímini con el propósito de facilitar los accesos a la ciudad por todas partes. Restauró los templos derruidos por su antigüedad o consumidos por los incendios y embelleció estos y los restantes con espléndidas ofrendas, hasta el punto de que, en una única donación, entregó al templo de Júpiter Capitolino dieciséis mil libras de oro y piedras preciosas y perlas por valor de cincuenta millones de sestercios.

La información aportada por Suetonio viene confirmada por otros textos antiguos, así como por los restos arqueológicos y la documentación epigráfica. En este sentido, Apiano (95-s. II) nos transmite en su Historia que Augusto embelleció la ciudad de Roma levantando el templo de Marte, el de Júpiter Tonante y Feretrio, el de Apolo, el del divino Julio, el de Quirino, el de Minerva, el de Juno Reina, el de Júpiter Libertad, el de los Lares, el de los dioses Penates, el de Juventud, el de la Gran Madre, el Lupercal, el Pulvinar, la curia con el Calcídico, el Foro Augusteo, la Basílica Julia, el teatro de Marcelo, el Pórtico de Octavio y el bosque sagrado de los Césares.

Asimismo, señala que reconstruyó el Capitolio y hasta ochenta templos, el teatro de Pompeyo, los acueductos y la vía Flaminia.

Augusto erigió en las encrucijadas de los distintos barrios de Roma varios altares dedicados a los Lares Viales, divinidades cuyo culto era oficiado por los magistrados de cada barrio.

Los mensajeros y transportistas emplearon vías y caminos para ejercer sus servicios. Fue Augusto quien organizó el cursus publicus, es decir, el servicio oficial de postas. Todo el Imperio se cubrió progresivamente de una densa red de vías y caminos que favorecieron el desplazamiento en el interior y la comunicación con la periferia. En la imagen, estatua broncínea de Mercurio, dios del viento, de los caminos, de los viajantes y de los comerciantes.

También mantuvo los impuestos sobre el suelo y el impuesto de aduanas. Además, añadió el impuesto de sucesión, consistente en la vigésima parte de la herencia recibida. Amplió a la vigésima parte el impuesto que había que pagar sobre la cantidad obtenida de la venta de esclavos y aumentó el número de monopolios en su favor, entre los cuales destacó el de las minas que, junto a las salinas, le reportaban cuantiosos beneficios.

Ganó nuevas tierras de cultivo a costa de los bosques, los pantanos y los desiertos a la par que generalizó la especialización de los cultivos y, para lograr una mayor eficacia en la distribución del alimento, creó el cargo del prefecto de la annona.

Finalmente, instauró el Consejo del emperador, que tenía las mismas competencias que el Senado, pero sin poder legislativo. Entre sus miembros más importantes se encontraba el prefecto del pretorio y por debajo de él se encontraban otros funcionarios que desempeñaban distintas tareas de una cada vez más compleja administración. Además, y con el propósito de ser representado durante los períodos en los que se encontraba ausente en la ciudad de Roma, creó el título de prefecto de la ciudad, un magistrado de rango senatorial dotado de la máxima autoridad sobre todos los órganos de gobierno de la misma.

AUGUSTO Y EL EJÉRCITO

El Ejército fue interpretado como uno de los apoyos básicos del emperador y, por ende, la paz y la estabilidad imperial dependían de él. Asimismo, el Ejército desempeñaba un importante papel socioeconómico como agente de movilidad social entre sus hombres, a la par que era un instrumento fundamental de romanización y desarrollo económico.

La reforma militar emprendida por Augusto contó con dos directrices básicas: la búsqueda de un ejército profesional y la reducción considerable del número de soldados. Para nutrir sus efectivos, el Ejército quedó abierto a todos los hombres libres del Imperio, bajo la condición de mantener la división jurídica entre ciudadanos romanos y hombres sin derecho privilegiado, a través de su inclusión en unidades militares especializadas y bien diferenciadas.

El número de las legiones quedó reducido a veintiocho, lo que equivalía a ciento treinta mil - ciento cincuenta mil legionarios. El comandante de cada una de las legiones era el legado de la legión, perteneciente al orden senatorial, y estaba asistido por seis lugartenientes, en parte senadores y en parte caballeros: los tribunos de la legión.

Con la reorganización del Ejército se abrió el acceso a un incremento cada vez mayor de las tropas auxiliares. Los soldados auxiliares, organizados en función del mando, la táctica y el armamento, constaban de unidades de infantería, las cohortes, y de caballería, las alae, con efectivos que oscilaban entre los quinientos y mil hombres. Los miembros de las tropas auxiliares no eran ciudadanos romanos y, por ende, fueron reclutados entre las comunidades provinciales que tenían la condición de federadas, libres o estipendiarias.

Por otro lado, el servicio en la armada tenía peor consideración y sus efectivos se reclutaban fundamentalmente entre los libertos.

Con la reforma, los años de servicio militar obligatorio fueron dieciséis para los pretorianos, veinte para los legionarios y veinticinco para los auxiliares y, además, durante esos años no estaba permitido contraer matrimonio, pues este no sería oficialmente reconocido. Asimismo, Augusto fijó unos sueldos regulares en función del rango de cada soldado. Al final de sus años de servicio, los veteranos legionarios o pretorianos recibían en recompensa pequeños lotes de tierras que hacían posible su subsistencia o una cantidad económica procedente del erario público creado por Augusto, mientras que los miembros de las tropas auxiliares fueron recibiendo progresivamente como recompensa la ciudadanía romana.

LA SOCIEDAD ROMANA EN ÉPOCA AUGUSTEA

Al final del gobierno de Augusto, un gran porcentaje de la población provincial accedió al estatuto jurídico de la ciudadanía romana. Paralelamente, creció el número de latinos en las provincias y se tomaron las medidas suficientes para impedir que los libertos de los ciudadanos romanos accediesen directamente a la ciudadanía romana. Por otro lado, el sistema esclavista entró en una nueva fase en la que tras la manumisión de un esclavo el dueño seguía obteniendo beneficios del ahora liberto. Las manumisiones de los esclavos llegaron a ser tan numerosas a comienzos del Imperio que fue necesaria su regulación dictando que no estaba permitido liberar por testamento a más de cien esclavos.

Todos los habitantes de la península itálica fueron considerados ciudadanos romanos de origen. En este sentido, su ciudadanía excluía cualquier otra y estaban sometidos exclusivamente al derecho romano. Antes, por el contrario, cuando se otorgaba la ciudadanía a un habitante que no era de Italia, este conservaba su nacionalidad anterior. Por lo tanto, existía la posibilidad de que un hombre detentase la doble ciudadanía, lo que Augusto erradicó.

Augusto potenció la jerarquización social con el único propósito de lograr la estabilidad de la sociedad romana y evitar las luchas entre senadores y caballeros. La clase senatorial estaba integrada por los patricios y por los nobles procedentes de la plebe. A patricios y a nobles los colocó en el mismo orden asignándoles como rasgo distintivo el poder alcanzar un censo de un millón de sestercios, así como otorgándoles unos privilegios fundamentalmente de tipo honorífico. En segundo lugar, el orden ecuestre comprendía a todos aquellos hombres poseedores de una fortuna superior a los cuatrocientos mil sestercios. Los caballeros tenían libre acceso al desempeño de puestos oficiales en el Ejército, así como a las prefecturas o a las «procuratelas». En tercer lugar, el orden decurional englobaba a todos aquellos cuyas rentas superaban los cien mil sestercios. En cuarto lugar, la plebe, que Augusto redujo de trescientas veinte mil a ciento cincuenta mil personas, agrupaba a toda la población libre que no pertenecía a los grupos privilegiados. Por último, se encontraba el colectivo de los esclavos y libertos, muy numerosos a comienzos del Imperio.

Augusto buscó una mayor dignificación del orden senatorial y ecuestre con medidas encaminadas a mantener el prestigio social de los mismos. El destierro de su propia hija Julia, conocida por su impúdico comportamiento y sus veleidades amorosas, o el del poeta Ovidio, acusado de inmoralidad, son dos ejemplos de esa práctica política. En la imagen, Julia, hija de Augusto. Detalle del Ara Pacis Augustae («Altar de la Paz de Augusto»), Roma.

EL PROBLEMA DE LA SUCESIÓN

Si bien es cierto que los extraordinarios logros de paz y estabilidad alcanzados por Augusto durante su gobierno fueron indiscutibles, sin embargo fue incapaz de resolver con solvencia la cuestión sucesoria para garantizar la continuidad del Imperio.

Los ideales del nuevo orden instaurado por Augusto —fundamentado en el cumplimiento de las obligaciones con los dioses, en la paz y en el orden— y las características del clasicismo augusteo se reflejan a través de las imágenes del monumento marmóreo del Ara Pacis Augustae, un altar cuyo friso está recorrido por bajorrelieves en los que se representa al Senado y a la familia imperial durante una ceremonia en honor de la paz.

La enfermedad sufrida por Augusto en el 23 a. C., así como los intentos por parte de algunos conspiradores de acabar con su vida llevaron a sus consejeros a tomar las medidas necesarias para prever la fórmula sucesoria. Augusto pretendió que el poder imperial pasase a un miembro que perteneciese a su familia, esto es, a la familia Julia. Así, depositó sus esperanzas en su única hija legítima, Julia, a quien podría unir en matrimonio con su sobrino Claudio Marcelo, hijo de Octavia, o con Marco Vipsanio Agripa (63-12 a. C.), su general más destacado. Sin embargo, los problemas de salud sufridos por su sobrino y la inesperada muerte de Agripa en el 12 a. C. truncaron los propósitos sucesorios de Augusto.

Agripa fue gran amigo y aliado de Augusto. Contrajo matrimonio con Julia, la hija de este, y siendo heredero al trono falleció de manera inesperada. En la imagen, as con la efigie de Agripa.

En medio de esta tesitura, Augusto creyó propicio introducir en el Senado a los hijos que Julia tuvo con Agripa, Cayo y Lucio, a la par que en el 17 a. C. los presentó oficialmente como herederos al trono sin mostrar ninguna atención a su hijastro Tiberio, de la familia Claudia. Pero una vez más el destino impidió los planes de Augusto al ver cómo la muerte le arrebataba a sus dos nietos. Ante tales acontecimientos, Augusto se vio en la necesidad de mandar llamar a Tiberio desde su lugar de exilio, en Rodas, donde este se había refugiado voluntariamente, para compartir el Gobierno con él e ir preparando el camino de la sucesión. En realidad, era Druso, hermano menor de Tiberio, el que iba a ser elegido como heredero, pero su inesperada y repentina muerte en Germania obligó al emperador a reconducir sus propósitos. Con el fin de que sus descendientes directos ocupasen el trono imperial, Tiberio tuvo que adoptar al jovencísimo Germánico, hijo mayor de Druso, con el objeto de asegurar la sucesión a un descendiente de su propia sangre, puesto que Germánico estaba casado con Agripina, nieta de Augusto.

Finalmente, resuelta la cuestión sucesoria, Augusto murió en el año 14 d. C. con el convencimiento de que dejaba un Estado floreciente. Tiberio, su hijastro, lo sucedería en el trono imperial.

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