Breve historia de Escocia

Breve historia de Escocia


CAPITULO 28: EL LEVANTAMIENTO DEL 45 Y LA BATALLA DE CULLODEN

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CAPITULO 28: EL LEVANTAMIENTO DEL 45 Y LA BATALLA DE CULLODEN

 

 

 

 

El levantamiento jacobita de 1745 quizás nunca se habría producido de no haber entrado Gran Bretaña en guerra con España en 1739, en el marco de la Guerra de Sucesión Austríaca.

Como en todas las guerras, hubo un casus belli[160]: Richard Jenkins, el capitán de un velero de Glasgow, se quejó de que los guardacostas españoles le habían abordado unos años antes y que el mismísimo capitán le había cortado una oreja, parte del cuerpo que Jenkins, incluso, conservaba en salmuera como prueba del delito. Lo cierto es que los españoles les habían tomado por corsarios y todo había sido una desgraciada confusión, pero nada de esto importó, puesto que Gran Bretaña ansiaba entrar en guerra con España y, por ende, con Francia, su aliada en el tablero de juego internacional que era Austria en aquel momento.

A los jacobitas les encantó ver a los Hannover partirse la cara con España y Francia y pronto, concretamente en 1743, recabaron ayuda de esta última. Como el Viejo Pretendiente ya no estaba para aquellos trotes, aunque en el trono británico pretendía sentarse él, en la Navidad de aquel año nombró a su hijo, Carlos Eduardo Estuardo, Príncipe Regente[161] y le encargó llevar a cabo con éxito la tarea que él jamás había podido completar.

Carlos Eduardo Estuardo, también llamado el Joven Pretendiente o Bonnie Prince Charlie porque, al parecer, era bastante guapo, jamás había estado en Escocia ni conocía nada sobre ella. Tampoco tenía experiencia de batalla o conocimientos de estrategia, ni aunque fuera sobre el papel. Lo único que tenía era el convencimiento de haber sido elegido por Dios para la tarea y un ego más grande del que sus habilidades y conocimientos podían soportar.

Inmediatamente, Francia puso a disposición del Joven Pretendiente hombres y barcos y, todos juntos, partieron desde Dunkerque con el objetivo de invadir Gran Bretaña en el invierno de 1744. Sin embargo, una tormenta desmanteló la flota y tuvieron que regresar.

Ojalá todo hubiera quedado ahí y Carlos Eduardo Estuardo se hubiera desmotivado.

Francia, de hecho, se negó a realizar un segundo intento, y Bonnie Prince Charlie tuvo que pedir prestado dinero para acometer la empresa él mismo, empeñando, incluso, las joyas de su madre para equipar de hombres armados los dos barcos que consiguió comprar. Cuando pensó que todo estaba listo y que tenía un plan sin fisuras (lo cual distaba mucho de ser la realidad), avisó a los nostálgicos del jacobitismo que aún quedaban en Escocia, esos que brindaban a escondidas por el “rey más allá del mar” como aquel que brinda por los caballeros del rey Arturo. Debieron quedarse bastante impresionados cuando recibieron noticias de que un auténtico Estuardo venía, en verdad, desde el otro lado del mar, para revivir el viejo mundo de sus abuelos y hacerse con el trono británico.

Nada más zarpar, los Hannover le destrozaron un barco, pero Bonnie Prince Charlie y sus hombres lograron hacer tierra en la isla escocesa de Eriskay, en las Hébridas Exteriores, en verano de 1745, en un lugar que hoy es conocido como la Playa del Príncipe[162]. Allí fue recibido por Alexander MacDonald de Boisdale que, básicamente, le rogó que volviera por donde había venido y dejase a Escocia en paz. Lo mismo le suplicaron los lairds de Skye, Alexander MacDonald de Sleat y Norman MacLeod.

Inasequible al desaliento, el Joven Pretendiente se desplazó hasta mainland, haciendo tierra en Arisaig, y allí recibió a aliados como los MacDonald de Glencoe, que no habían olvidado la masacre de la que habían sido objeto una generación antes, y los Cameron de Lochiel, leales hasta la médula a los exiliados Estuardo por tradición familiar, y que se dejaron convencer fácilmente de que tomar Escocia por sorpresa era una posibilidad real. Muchos más terratenientes acudieron a apoyarle, engatusados por las falsas promesas de que pronto se les unirían los franceses, y decepcionados de cómo la nueva monarquía parlamentaria les había privado de sus parcelas de poder. Ahora, todo el bacalao político se cortaba en Londres y todo el económico, en las Tierras Bajas.

La pobreza y el sufrimiento económico y emocional de las Tierras Altas, que contemplaban, absortas, como el resto del país nadaba en la abundancia mientras ellos seguían sin levantar cabeza, hicieron el resto para convencer a muchos jóvenes de que Bonnie Prince Charlie haría grande a las Highlands otra vez.

Cuántas vidas se han perdido trágicamente a lo largo de la historia por culpa de la recuperación de la “grandeza”.

Por supuesto, no todos apoyaron el levantamiento, puesto que en las Tierras Altas también los había que gozaban de las ventajas de la Unión y del comercio internacional con las colonias, aunque eran los menos. En general, estos estaban en el cinturón central, ya parcialmente industrializado, y en los grandes núcleos comerciales de Glasgow, Ayr, Irvine y Aberdeen, por poner algunos ejemplos.

El jacobitismo jamás fue una lucha por la libertad de Escocia ni por su independencia, como en algunos lugares se lo ha llegado a pintar. Los Estuardo no podían ser sino unionistas, puesto que lo que ambicionaban recuperar era el trono conjunto de Londres: querían ser reyes de Gran Bretaña.

El jacobitismo fue, más bien, una lucha a muerte de los Estuardo contra los Hannover. Del Antiguo Régimen contra el Nuevo. Del pasado contra el presente. Y, sobre todo, de unas gentes (sus sufridos partidarios) a las que se había dejado injustamente atrás en todos los sentidos en un renovarse o morir demasiado literal.

Así, el diecinueve de agosto de 1745, en el espectacular paraje de Glenfinnan, a orillas de Loch Shiel, Bonnie Prince Charlie levantó su estandarte, llamando a las armas a los clanes de las Tierras Altas. Aunque aquel día solo acudieron poco más de dos mil hombres, algo desconcertados al comprobar que los franceses prometidos aún no estaban allí (ni lo estarían nunca), aquello le bastó al Estuardo para considerar que podía jugar con el destino de toda una nación y marchó hacia el sur.

Al principio, los jacobitas tuvieron bastantes éxitos, como la sencillísima toma de Edimburgo, tras la que Carlos Eduardo Estuardo se alojó unos días en el palacio de Holyrood, donde recibió pleitesía de sus partidarios y aliados. Poco después, llegaría la gran victoria de la batalla de Prestonpans, a la afueras de la ciudad, por obra y gracia del genio estratégico de lord George Murray. También influyó que el gobierno, tantas décadas después del último levantamiento, en realidad, al principio no le dio mucha importancia a este y tan solo envió al norte a cuatro mil hombres.

Tras la racha de buena suerte y mejores decisiones, tanto lord George Murray como el resto de su plana mayor aconsejaron al Joven Pretendiente que se asentara en Edimburgo unas semanas y esperase por los refuerzos, tanto nacionales como extranjeros, que debían llegar. Conocedor de que aquellos refuerzos no llegarían jamás y que aquello era un ahora o nunca, Bonnie Prince Charlie le dio la espalda a la prudencia y ordenó a su ejército, que ahora constaba de cinco mil hombres, avanzar hacia el sur, hacia Inglaterra.

Mientras tanto, los Hannover no habían perdido el tiempo y habían hecho volver a algunas de sus tropas del continente. Su mayor temor era que los jacobitas consiguieran entrar a Londres como un elefante en una cacharrería y provocaran el caos. Cuando los comandantes del ejército del Estuardo supieron de estas noticias, consiguieron convencerle, a duras penas, de la masacre a la que se exponían. Lleno de frustración por estar ya casi a las puertas de Londres, Bonnie Prince Charlie dio la orden de retirarse y volver a Escocia.

Toda la simpatía con la que el ejército jacobita había sido saludado en su camino hacia Inglaterra, fue ahora enojo y temor al verlos regresar fracasados. La ciudad de Glasgow les negó la entrada y se declaró, más tarde, leal al gobierno británico: eran demasiado prósperos como para preocuparse por las mismas cosas que los jacobitas.

El invierno de 1746 vería la última victoria jacobita de la historia: la batalla de Falkirk Muir. Allí, los comandantes de Bonnie Prince Charlie le ganaron la partida al ejército gubernamental, comandado por el funesto Henry Hawley, apodado Hangman Hawley tanto por la férrea disciplina a la que sometía a aquellos bajo su mando como por los jacobitas a los que mandó asesinar cruelmente tras el levantamiento.

Tras aquella victoria pírrica en la que Henry Hawley apenas perdió efectivos, el Estuardo y sus hombres, tras unos días asediando el castillo de Stirling, se retiraron a Inverness para pasar el invierno, así como con el objetivo de prepararse para la que se les venía encima desde Inglaterra: nada más y nada menos que el duque de Cumberland, el mismísimo hijo del rey Jorge II. Con casi diez mil hombres a su cargo, este les perseguía desde diciembre y ya estaba en Edimburgo. Los Hannover no pensaban dejar ningún cabo suelto esta vez. El golpe al jacobitismo debía ser definitivo.

El invierno dejó a ambos bandos congelados en el tiempo, aguardando a que la primavera les permitiera decidir, al fin, para quien era el trono británico: si para los Estuardo, símbolos del Antiguo Régimen y de las tradiciones de los clanes, o para los Hannover, sus nuevos dueños, iconos de la Ilustración y del mundo moderno.

Mientras los jacobitas iban, lentamente, languideciendo cada vez más cortos de dinero, suministros y hombres, el duque de Cumberland comenzó a moverse hacia Inverness desde Aberdeen a principios de abril. El enfrentamiento era absolutamente inevitable y ambos bandos no solo lo deseaban, sino que lo necesitaban para resolver la situación de una vez por todas.

La única cuestión era dónde se produciría la última batalla campal que se lucharía jamás en suelo británico.

Los comandantes de Bonnie Prince Charlie lo discutieron con pasión, sabiendo que se jugaban no solo las vidas de miles de personas, sino el destino entero de aquella expedición, de improbable victoria. John O’Sulllivan, finalmente, señaló como terreno ideal un páramo en la zona de Drummosie Moor, en Culloden Park y, aunque lord George Murray no estuvo de acuerdo con la idoneidad de aquel lugar, finalmente fue el escogido para decidir el destino de las Tierras Altas. El Joven Pretendiente lo confió todo a la poderosa carga highlander y no quiso ni oír hablar de prudencia, fracaso o retirada.

La noche anterior a la confrontación, el ejército jacobita intentó un ataque sorpresa nocturno sobre el campamento gubernamental, donde se estaba celebrando el veinticinco cumpleaños del duque de Cumberland. Sin embargo, gracias a una pésima planificación, el ataque hubo de ser abortado poco antes del amanecer, y los hombres regresaron a Culloden Park hambrientos y terriblemente agotados por la marcha nocturna.

Instantes después, supieron que el ejército gubernamental se había puesto en marcha hacia ellos: era la mañana del dieciséis de abril de 1746 y la batalla de Culloden, la gran tragedia nacional escocesa, estaba a punto de comenzar.

Allí estaban los Cameron, los Stewart de Appin, los Fraser de Lovat, los Farquharson, los MacLachlan, varias ramas de los MacDonald, los MacGillivray, los Chattan, los Ogilvy, los MacLean, los MacKintosh… Muchos de ellos eran gaélicos y católicos, pero también había muchísimos episcopalianos del noreste de Escocia, cuya cultura era diferente.

El ejército gubernamental, por su parte, estaba compuesto por dieciséis batallones de infantería, cuatro de los cuales eran escoceses, entre ellos uno entero formado por los Campbell, y otro era irlandés. A esto sumaban un par de regimientos montados de dragones y una artillería que sería la perdición de sus contrincantes.

 

Las fuerzas estaban, más o menos, igualadas en número, con una ligera ventaja para los Hannover que, además, estaban completamente frescos y mejor equipados frente a unos jacobitas muertos de hambre, sueño y de agotamiento físico y mental.

Con los regimientos de las Tierras Altas en primera línea de batalla, el ejército jacobita formó al suroeste del páramo, mientras comenzaba una molesta lluvia de granizo y aguanieve que les caía directamente en la cara y que empantanó aún más el terreno. Sobre las diez de la mañana, los jacobitas avistaron al ejército de Cumberland, que avanzaba hacia ellos en la distancia en una precisa formación de batalla, como una máquina imparable. Aunque es fácil imaginar el terror que debió apoderarse de muchos de los soldados jacobitas, hambrientos y extenuados, consta en las fuentes históricas que recibieron el avance de los gubernamentales con ansia y con muestras de extraordinario valor.

Tras encontrarse frente a frente y realizar los comandantes de cada bando los últimos ajustes en las posiciones de sus ejércitos, no quedaba sino matar o morir entre el barro y la lluvia de Culloden Moor.

Hacia la una de la tarde, hubo un intercambio de fuego de artillería, tras el cual las filas jacobitas hubieron de sufrir, sin que se les permitiera avanzar o moverse, un bombardeo incesante por parte de Cumberland, hasta que, por fin, Bonnie Prince Charlie dio la orden de lanzarse contra el enemigo.  Mientras la metralla y el fuego de mortero caían a su alrededor y segaban sus vidas sin compasión, comenzó la famosa carga highlander, que pronto se convirtió, sobre todo en el ala derecha, en un avance ciego y desordenado debido a la dificultad del terreno y a la mansalva de fuego de artillería que hubieron de sufrir. Los regimientos de los clanes de las Tierras Altas se mezclaron entre ellos durante el avance e, incluso, algunos perdieron de vista a sus comandantes, algunos de los cuales ya habían caído, por desgracia, víctimas de la metralla. El ala izquierda avanzaba, si cabe, aún más lentamente, debido a que tenían delante un terreno más encharcado, incluso, que el de sus compañeros.

Muchos de los hombres que cayeron en Culloden lo hicieron durante aquella carga highlander que, más que hacia los Hannover, parecía correr directamente hacia la muerte.

El ejército gubernamental permanecía impasible, con su infantería bien formada e inmune a los intentos de algunos de los comandantes jacobitas de ponerles nerviosos y hacerles avanzar. Mientras tanto, desde atrás, los artilleros seguían castigando sin cuartel a los hombres de Bonnie Prince Charlie.

Aunque parezca increíble, muchos highlanders de la castigada ala derecha consiguieron llegar hasta el enemigo y, al fin, se produjo el choque físico con los Hannover, que les recibieron con mosquetes y bayonetas, segando fácilmente las vidas que los morteros no habían conseguido alcanzar. Cuando lord George Murray quiso remediar la masacre del ala derecha, ya era demasiado tarde: en el tiempo que tardó en organizar a otros regimientos para que acudiesen en su ayuda, los pocos highlanders que quedaban vivos huían ya en desbandada, aterrorizados por la carnicería que habían contemplado en primera persona. Gracias a que fueron protegidos en su huida por los piqueros irlandeses, muchos vivieron para ver, al menos, otro día.

La batalla de Culloden estaba, lamentablemente, perdida y los comandantes de Bonnie Prince Charlie lo sabían sin ningún lugar a la duda.

En apenas unos minutos, ordenaron retirarse al resto del ejército y pusieron a salvo al Estuardo, que clamaba por un minuto más, por una oportunidad más, por un intento más de desbaratar al ejército enemigo. En un alarde de valentía, se mostró dispuesto a entregar su propia vida por la causa si eso significaba que no daban la batalla por perdida. Pero ya habían caído demasiados hombres en el barro de Culloden y permanecer allí, sus comandantes lo sabían bien, solo provocaría que el resto de ellos también muriera en la masacre. Era mejor huir para vivir otro día más y volver, quizás, a intentarlo más adelante.

Los jacobitas huyeron por los campos que circundaban Culloden y se escondieron, rogando porque el ejército gubernamental no les diera caza. Algunos regimientos regresaron, más ordenadamente, a Inverness, mientras que otros se refugiaron en lugares como los Barracones Ruthven, donde el grueso de los hombres decidió esperar a recibir nuevas órdenes de Bonnie Prince Charlie.

Aquí fue donde el duque de Cumberland se ganó el apodo que le perseguiría durante el resto de su vida y más allá: Cumberland el Carnicero.

Debido a un rumor, que en realidad fue una fake news (también las había entonces y esta, quizás, estuvo fabricada por el propio Cumberland), los gubernamentales creyeron que en el ejército jacobita se había dado la orden de no hacer prisioneros si ganaban la batalla[163]. Así, cuando los vieron huir como conejos por el páramo, Cumberland ordenó darles caza sin piedad, tanto a ellos como a los regimientos que se retiraban hacia Inverness o hacia los Barracones Ruthven, donde, como hemos señalado, se refugiaron miles de hombres. Las órdenes de Bonnie Prince Charlie fueron desbandarse, huir, salvar la vida y esperar su regreso, de modo que los jacobitas destrozaron los Barracones para que el ejército gubernamental no pudiera utilizarlos, y desaparecieron como fantasmas caledonios entre el brezo de los valles y las brumas de las montañas.

Cumberland el Carnicero ocuparía las Tierras Altas militarmente, como si de un ejército de ocupación en una tierra extranjera se tratase, y las masacraría con saña extrema, persiguiendo a los jacobitas y a sus simpatizantes hasta dar con todos los que pudo y ejecutarles o mandarles prisioneros a Inglaterra, donde también encontrarían un amargo final, bien ajusticiados, bien enviados a las colonias americanas.

El jacobitismo estaba muerto y, pronto, gracias al duque de Cumberland, al Parlamento británico y a los Hannover, enterrado por siempre jamás. Junto a él, pretendieron también enterrar a los clanes de las Tierras Altas, a sus gentes, su cultura, su religión, sus costumbres y hasta a su misma lengua[164].

Mientras tanto, Carlos Eduardo Estuardo huía sin descanso de isla escocesa en isla escocesa, con su cabeza valorada ahora en treinta mil libras, un precio que, sin embargo, nadie en las Tierras Altas fue tan cicatero de intentar cobrar. Nunca nadie jamás le traicionó a pesar del brete en el que había puesto a tantas y tantas familias. Es más, incluso obtuvo la ayuda, totalmente desinteresada, de algunos escoceses que no habían apoyado el levantamiento, como fue el caso de la gran heroína de las Hébridas Flora MacDonald, que le ayudó a llegar a la isla de Skye disfrazado de su sirvienta Betty Burke. Por ello, Flora acabaría un tiempo en la Torre de Londres, aunque, por suerte, sus contactos familiares consiguieron que su prisión fuera bastante cómoda y que volviera a casa un año más tarde.

Tras la caza y captura de los jacobitas que se refugiaban en las granjas cercanas a Culloden o en los Barracones Ruthven, llegó la legislación que terminó de dar el tiro de gracia a las Tierras Altas: el Acta de Proscripción de agosto de 1746. Por medio de estas nuevas leyes, que eran, en realidad, una revisión del Acta de Desarme de 1716, se prohibía portar armas en las Tierras Altas y algunos otros condados, así como vestir el Highland Dress (salvo para los regimientos militares británicos), que incluía cualquier prenda fabricada con tartán, como el tradicional kilt. Legislaciones adicionales, que se promulgaron en los siguientes meses, arrebataron a los jefes de los clanes la mayor parte de sus derechos, como el de impartir justicia, y requirieron a los clérigos episcopalianos jurar lealtad a los Hannover para continuar ejerciendo su oficio. Además, a muchos lairds les serían arrebatadas sus tierras familiares, al menos a los que más se habían involucrado en el levantamiento. Por otra parte, a los terratenientes leales a los Hannover, como el duque de Argyll, se les premiaría con nuevas tierras y decenas de miles de libras de regalo.

Contrariamente a la creencia popular, no se prohibió tocar la gaita ni hablar en gaélico, pero sí el llamarse a uno mismo con el nombre de ciertos clanes rebeldes como los Cameron. Resulta de lo más exótico que, pese a no aparecer en ningún lugar del Acta de Proscripción, la leyenda urbana de la prohibición de las gaitas se haya abierto paso en las explicaciones de la mayor parte de los guías, incluso escoceses, que el visitante puede encontrar cuando recorre Escocia, e incluso en revistas y documentales que, por otra parte y respecto a otros temas, tienen cierta calidad.

Lo cierto es que la cultura gaélica, que ya agonizaba terriblemente antes de Culloden, tras esta derrota y con la introducción de la restrictiva legislación que la siguió, terminó por, prácticamente, morir y, con ella, andando el tiempo, murieron en cierta medida (afortunadamente, no en toda) costumbres como la de tocar la gaita y hablar en gaélico. Pero jamás estuvo prohibido por la ley, como sí lo estuvieron portar armas y vestir el Highland Dress.

Como siempre, la historia escocesa vive a medio camino entre el mito y la realidad, y es una escala de grises donde se siente tan a gusto que este mismo hecho forma ya parte de su identidad[165]. 

Pero hay, sin embargo, en todo esto, una verdad irrefutable, y es que desde la unión de Coronas y, aún más, desde la Unión de Naciones de 1707, había un plan orquestado desde el gobierno para la destrucción de la cultura gaélica de las Tierras Altas y las Islas. Y bien que lo consiguieron.

El jacobitismo, que cuando llegó a Culloden ya era, en realidad, apenas un fantasma de lo que fue, desapareció para siempre entre el barro cubierto de cadáveres de Drummossie Moor. Alrededor de mil trescientos hombres murieron allí en la tarde del dieciséis de abril de 1746, la inmensísima mayoría de ellos, jacobitas, en una batalla que más que una confrontación entre dos ejércitos fue una espantosa carnicería que se resolvió en menos de una hora.

Bonnie Prince Charlie huyó a Francia con la cabeza sobre los hombros y, aunque nunca dejó de intentar organizar otro levantamiento, incluso convirtiéndose al protestantismo para resultar más convincente, nunca nadie volvió a confiar en él. Jamás volvió a pisar Escocia y murió, a los sesenta y siete años, amargado y alcoholizado, en el mismo palacio de Roma que le había visto nacer. Cuando su hermano menor, Enrique Benedicto Estuardo, murió sin hijos en 1807, el jacobitismo, aquella bestia anacrónica cuyos estertores se habían llevado por delante tantas vidas, quedó muerta y enterrada, esta vez para siempre.

Mientras tanto, en las Tierras Altas se comenzaron a construir carreteras y, hacia mediados del siglo XVIII, pocos años después de Culloden, comenzaron a aplicarse varios programas estatales para revitalizarlas y, sobre todo, modernizarlas. Por ejemplo, con el beneficio de la venta de las tierras confiscadas a los lairds jacobitas, se invirtió en mejorar la agricultura de la zona.

El futuro, al fin, parecía haber alcanzado también a las castigadas Tierras Altas de Escocia, pero sus estoicas gentes aún sufrirían un último y terrible golpe que las devastaría definitivamente y las expulsaría de sus hogares ancestrales: los desahucios multitudinarios de las Clearances.

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