Breve historia de Escocia

Breve historia de Escocia


CAPITULO 29: LUCES Y SOMBRAS DE LA NUEVA ESCOCIA

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CAPITULO 29: LUCES Y SOMBRAS DE LA NUEVA ESCOCIA

 

 

 

 

Hacia mediados del siglo XVIII, una nueva Escocia estaba naciendo de entre las cenizas de las hambrunas, la superstición brujeril, las guerras civiles, los extremismos religiosos y unos espectros del Antiguo Régimen que fueron disolviéndose, poco a poco, entre las brumas de las Tierras Altas no sin antes llevarse por delante a miles de personas.

Lentamente, la Escocia que conocemos hoy se despertaba gracias al comercio con las colonias americanas, a la revolución industrial y agrícola, y al florecimiento del pensamiento ilustrado. Fue la época de figuras como Francis Hutcheson, fundador de la Ilustración escocesa; lord Kames, filósofo defensor de la igualdad y temprano abolicionista; David Hume, otro de los padres filosóficos de la Ilustración; James Watt y su máquina de vapor; Adam Smith, padre de la economía moderna y paladín de las libertades individuales; el gran literato y transformador del folklore escocés Walter Scott; o incluso Robert Burns, el adorado poeta nacional, entre otros muchos. Más tarde, ya a caballo entre los siglos XVIII y XIX y gracias a la alfabetización femenina, llegarían también ellas para iluminar el camino de tantas otras que vinieron detrás: dramaturgas como Joanna Baillie; librepensadoras, feministas y revolucionarias como Fanny Wright; y científicas de fama mundial como la gran Mary Sommerville, la Reina de la Ciencia.

Si Escocia alguna vez brilló con luz propia e iluminó al resto de Europa en su camino, fue entonces, durante la Ilustración del siglo XVIII.

Escocia estaba enamorada de la Unión de Naciones hasta tal punto que los escoceses comenzaron a referirse a sí mismos como “británicos del norte” y el scots y, en general, el folklore escocés, terminó siendo visto como algo propio de pueblerinos[166]. Además, los hijos de los highlanders que habían luchado junto a Bonnie Prince Charlie estaban ahora la mar de contentos y de integrados en el ejército británico en regimientos como la Black Watch, creados para que los propios escoceses vigilasen las Tierras Altas en busca de síntomas de jacobitismo o de cualquier otro tipo de rebelión. Los highlanders trasnochados a los que todos en Gran Bretaña habían llegado a contemplar como un residuo de otra época eran ahora los héroes de guerra favoritos de los niños británicos.

De momento, no parecía molestar a casi nadie el hecho de todas las decisiones políticas se tomasen desde Londres y que la cultura gaélica de las Tierras Altas y las Islas y el sistema de clanes estuviera, cada vez más, en auténtico peligro de extinción. Las clases medias y altas de las grandes ciudades y de los puertos comerciales estaban demasiado entusiasmadas construyéndose mansiones, amueblándolas como si de palacios reales se tratasen y llevando un acomodado tren de vida que, ahora, incluía cosas como fumar tabaco, comer chocolate y otros productos azucarados, y culturizarse gracias al avance de la alfabetización y de la relativa democratización de las universidades. Estas últimas, sin embargo, aún tardarían mucho tiempo en admitir a las clases bajas y a las mujeres, que hubieron de luchar, literalmente, a brazo partido por su admisión.

Glasgow vivía en la cresta de la ola. Si hasta principios del siglo XVIII habían sido las ciudades y puertos de la costa este escocesa las que habían prosperado gracias a su relación comercial con el norte de Europa, ahora Escocia ya solo miraba hacia el oeste, hacia las colonias americanas y a todos los bienes que llegaban de ellas, fundamentalmente tabaco, algodón y azúcar. Port Glasgow, Greenock, Irvine, Ayr y el resto de los  puertos de la costa oeste prosperaban más allá de toda medida. Mientras, en el corazón de la Merchant City de Glasgow, los Señores del Tabaco, riquísimos empresarios y comerciantes, se hacían los dueños del lugar y sus familias se pavoneaban por los paseos marítimos como si fueran estrellas de Hollywood. En una sociedad que consideraba ricos a los hombres que ganaban más de diez mil libras al año, los Señores del Tabaco ingresaban casi medio millón por cabeza en el caso de los más exitosos.

 

Glasgow, ella sola, trasegaba más volumen comercial de tabaco que todos los puertos de Inglaterra juntos, y, prácticamente, todo su volumen comercial era gestionado por el Political Economy Club, una sociedad formada por los Señores del Tabaco para que todo quedase entre sus altamente capitalizadas familias. Su llamada “clockwork operation” era un mecanismo perfectamente diseñado para hacer dinero a espuertas, en el que sus barcos salían dos veces al año de los puertos de la costa oeste escocesa, descargaban objetos de lujo y manufacturados en las colonias americanas, donde solían vivir los hijos primogénitos de estas familias, y cargaban de vuelta tabaco, azúcar, algodón y té, entre otras cosas. En las colonias, los cultivadores de tabaco solían ser antiguos escoceses emigrados durante las hambrunas de finales del siglo XVII, que sufrían un truco usado, muy habitualmente, por los Señores del Tabaco: dejarles atrapados económicamente a base de créditos que, con aparente generosidad, les ofrecían para que pudieran hacerse con productos manufacturados de lujo que, de otra forma, nunca habrían podido pagar ellos solos. Cuando el cultivador era incapaz de devolver el crédito, el empresario le presionaba para que le vendiera el tabaco a precios irrisorios y sacarle, así, el máximo beneficio, aún a costa de arruinarle a él y a toda su familia.

Toda esta explosión de prosperidad en Escocia tenía una contrapartida mucho más terrible aún que todo lo anterior y de la que no se suele hablar demasiado: su gran defecto era que todo se levantaba sobre los hombros de cientos de miles de esclavos africanos que, tras ser secuestrados, habían ido a parar a las colonias americanas. Aunque se podría argumentar que en la propia Escocia jamás existió este tipo de esclavitud y que los empresarios escoceses nunca transportaron esclavos personalmente (aunque sí a través de intermediarios), sus negocios no solo se beneficiaban directamente de esta clase de trabajo forzado, sino que contaban, al otro lado del mar, con escoceses, o emigrantes escoceses, que trabajan para ellos, cuando no lo hacían sus propios familiares directos. Por no mencionar que muchos de estos mismo empresarios terminaron poseyendo plantaciones de tabaco y de otros productos en las colonias americanas.

Aunque los Señores del Tabaco no participasen directamente en todas de sus fases, el ciclo era el siguiente: se recogían personas en África secuestradas de sus poblados, se trasladaban en barcos a las colonias, donde se les forzaba a trabajar como esclavos, y, finalmente, se recogía el fruto de su esfuerzo y se transportaba de vuelta a Escocia. Era una cadena que comenzaba en el rapto sin escrúpulos de un ser humano, al que se le arrebataban todos sus derechos básicos, y acababa en el lujoso tren de vida de un empresario y su familia en Glasgow.

Cuando llegó el momento de votar por la abolición de la esclavitud en el Imperio Británico, sería, precisamente, un poderoso político escocés, Henry Dundas (cuyo nombre llevan muchas calles en Escocia), quien más ferozmente se opondría, consiguiendo que la abolición no fuese inmediata, sino gradual, alargando el sufrimiento de cientos de miles de personas durante veinticinco largos años más.

Es, quizás, la mayor vergüenza histórica de la que se puede acusar a Escocia como nación, en una época en la que ya había muchas voces que clamaban en contra de la esclavitud. Es muy difícil entender cómo una sociedad que amaba tanto la razón ilustrada, la libertad individual y, en general, la cultura y el progreso, podía tolerar que gran parte de su riqueza se basase en arrebatarle la vida y la libertad a otros seres humanos.

Quizás amaban sus riquezas por encima de sus ideales. Y, al fin y al cabo, la esclavitud era algo que sucedía muy lejos de sus ricas mansiones de Merchant City.

Es difícil evaluar cuánta de la prosperidad de la Escocia moderna se construyó sobre las sufridas espaldas de los esclavos africanos, pero no fue poca, y las estatuas de los hombres que provocaron su desgracia siguen poblando la geografía urbana escocesa como si de héroes se tratase: Andrew Buchanan, James Dunlop, William Cunninghame y otros muchos nombres relacionados con los Señores del Tabaco llenan con sus nombres las calles de Glasgow en una paradoja histórica que hoy puede resultarnos difícil de entender. No todos eran iguales ni utilizaban los mismos métodos ni trucos sucios, pero, desgraciadamente, incluso los que no engañaban a sus cultivadores hasta arruinarles, basaban su modelo de negocio en la salvaje explotación de otros seres humanos, ya fuera directa o indirectamente.

La prosperidad del cinturón central de Escocia se levantaba sobre la desigualdad, la injusticia y el sufrimiento de muchos. Para que unos pocos miles pudieran llevar un tren de vida despampanante, cientos de miles o, quizá, millones, tenían que entregar sus vidas a cambio.

Otra de las sombras que trajo consigo la prosperidad económica basada en esta clase de comercio y en la incipiente industria fue el aumento de la desigualdad social y de la población urbana, que se hacinaba en barrios humildes muy diferentes a la elegante Merchant City de Glasgow. Los Señores del Tabaco no eran más que la diminuta cúspide de una pirámide social que tenía una base demasiado ancha hecha de trabajadores portuarios, mineros del carbón, operarios de factorías siderúrgicas y textiles (estas últimas florecieron gracias a la llegada de algodón de las colonias), peones de canales como los del Union Canal, y personal de servicio en general, por no mencionar a la masa campesina, que seguía viviendo en la miseria. Para ellos nunca llegaron la Ilustración, el progreso o la bonanza comercial. Por mucha justicia social que se promulgara en las aulas de las Universidades, nadie estaba dispuesto a llevarla a la práctica y, al final, los avances sociales solo alcanzaban a los que menos los necesitaban: las élites. El grueso de la sociedad escocesa seguía siendo pobre y rural.

Un ejemplo y, casi, una metáfora de esa desigualdad y de las luces y sombras que supusieron la Ilustración para Escocia era la propia ciudad de Edimburgo. Llamada popularmente Auld Reekie, la Vieja Chimenea, por la inmensa cantidad de ellas que tenía y que manchaban de humo y hollín las paredes de los edificios, la capital escocesa era una ciudad de tremendos contrastes, pero, sobre todo, de una enorme suciedad y hacinamiento. Condenados a construir dentro de los límites de la muralla medieval, en la Old Town o Ciudad Vieja, sus habitantes habían terminado viviendo en los, quizá, primeros rascacielos del mundo: edificios de hasta diez plantas donde los ciudadanos vivían apelotonados y víctimas de las enfermedades. No ayudaba el hecho de que todos ellos, cada día, arrojaran desde las ventanas a las calles sus aguas fecales al clásico grito de ¡gardy loo![167]

En suma, la vida en el Edimburgo de principios del siglo XVIII debía ser una las cosas más malsanas que le podían pasar a una persona.

Por eso, cuando la luz de la Ilustración también la alcanzó a ella, hacia 1766, sus dirigentes quisieron erigir una ciudad nueva que fuese ejemplo de los más modernos conceptos arquitectónicos y urbanísticos. Decidieron empezar una ciudad de cero al otro lado del nauseabundo Nor’ Loch, el lago que, en aquella época, rodeaba la colina volcánica del castillo y del final de la Royal Mile. No solo quisieron crear una ciudad luminosa y limpia, sino que, como “británicos del norte” que se sentían, quisieron que fuera un homenaje a la prosperidad que la Unión de Naciones les había traído, por lo que escogieron para sus calles y plazas nombres que agradasen a la dinastía Hannover como Princes St, Charlotte Square o Queen Street.

El resultado fue la espectacular y elegante New Town o Ciudad Nueva, obra de arquitectos como James Craig o Robert Adam, y que costó varias décadas terminar de erigir. Finalmente, para 1820, la nueva ciudad estaba lista para que sus habitantes la ocupasen, pero, algo que al lector sin duda ya no sorprenderá, solo pudieron hacerlo las élites, que fueron las únicas que pudieron pagar los altísimos precios que costaban aquellas propiedades de lujo. El antiguo y maloliente Nor’ Loch, ahora drenado y convertido en los sofisticados jardines privados de Princes St, se convirtió de pronto en la frontera entre la pobreza y el hacinamiento de la Old Town y la riqueza y la salubridad de la New Town. El North Bridge, el puente que unía ambas realidades, inaugurado en 1772, se convirtió en la metáfora perfecta de la Ilustración escocesa: una luz muy brillante que solo alcanzaba a unos pocos.

 

A partir de entonces, gracias a su modernidad y cultura, Edimburgo sería conocida como la Atenas del Norte, pero para la mayor parte de sus habitantes siguió siendo la Vieja Chimenea durante muchas generaciones.

En cuanto al sistema de gobierno, que ahora se basaba en una monarquía parlamentaria con sistema de voto, la democracia, si es que se la podía llamar así, apenas alcanzaba al uno por ciento de la población masculina y, aun así, el sistema estaba tan controlado por la nobleza y los grandes terratenientes que, en realidad, nadie más que ellos tomaba las decisiones. La manipulación era tan evidente que casi nunca se convocaban elecciones porque, sencillamente, eran una pérdida de tiempo. En aquella época, los dos principales partidos políticos británicos eran los Whigs y los Tories, nombres que, por cierto, comenzaron siendo peyorativos, haciendo el primero de ellos referencia a los Covenanters y el segundo a los papistas traidores a la Reforma. Andado el tiempo, los Whigs (hoy, el partido liberal) serían los más reformistas y los defensores de las clases medias, mientras que los Tories (hoy, los conservadores), representarían los intereses las clases altas y de los anglicanos.

Lo cierto es que, durante el siglo XVIII, se produjo una gran explosión de emigración a las colonias americanas desde Escocia e Irlanda. Ya desde finales del siglo XVII se habían establecido allí muchos habitantes de las Tierras Bajas, que habían llevado consigo el presbiterianismo y el episcopalianismo pero, a partir de 1750, estos colonos empezaron a llegar a América en auténticas oleadas, particularmente desde el Ulster irlandés, a causa de las hambrunas. Muchos llegaron también, a partir de estas fechas, desde las Tierras Altas, huyendo de la caza de jacobitas que se desató tras Culloden y, en general, de la destrucción de su modo de vida tradicional, en un terrible éxodo de los clanes que no se detendría durante muchas décadas. Estas gentes escocesas e irlandesas, trabajadoras, duras, ambiciosas y fuertemente religiosas, como lo habían sido los Covenanters, serían la semilla de la Revolución Americana. Hoy, constituyen una vibrante comunidad que se reconoce a sí misma como la Diáspora escocesa y que, sobre todo, en lugares como Estados Unidos, no ha olvidado sus tradiciones: sus más de dos mil bandas de gaitas, ciento sesenta sociedades de clan y setenta Highland Games celebrados cada año son buena prueba de ello.

Por otra parte, lo mejor que le pudo pasar a la religión presbiteriana fue tener que rendirse ante las luces de la razón ilustrada. Y, aun así, siguió gobernando la vida diaria de la gente e imponiendo sus valores morales hasta bien entrado el siglo XIX. A partir de entonces, aunque la fe siguió siendo algo muy importante en la vida de los escoceses, en las zonas económicamente más desarrolladas pronto dejó de ser el centro del universo para pasar a ser, sin más, otro aspecto de la vida y de la espiritualidad. Salvo en los rincones más remotos del país, los consejos de ancianos terminarían entendiendo que ellos también eran un fósil del Antiguo Régimen y, como tal, estaban destinados a no volver a regir las vidas de las gentes nunca más. Hoy, la Iglesia Presbiteriana de Escocia es la fe amable, tolerante y moderna que muchos admiran en el resto del mundo, y lo es precisamente por el baño de Ilustración que recibió durante el siglo XVIII. Si un Covenanter levantase la cabeza y viese que la Iglesia Presbiteriana está muy cerca de ser la primera del mundo en oficiar matrimonios del mismo sexo, seguramente le daría un buen patatús[168].

Precisamente, el hecho de que la Ilustración penetrase en la Iglesia de Escocia permitió que surgiesen personajes como John Whitherspoon. Este ministro presbiteriano, nacido y criado en los alrededores de Glasgow, llegaría a ser un gran filósofo de la escuela del sentido común y uno de los padres fundadores de los Estados Unidos, junto con figuras como Benjamin Rush, un americano formado en la Universidad de Edimburgo que sería el primer profesor de química estadounidense. Whitherspoon llegaría a ser director de la Universidad de Princeton, convirtiéndola en un faro cultural de su tiempo donde primaban la libertad de opinión y la democracia intelectual. Había, sin embargo, una diferencia entre ambos personajes. Mientras Rush era abolicionista, Whitherspoon no y, de hecho, poseyó esclavos hasta el día de su muerte. Era ilustrado, pero, como la mayoría de sus pares, en lo que a la esclavitud y la consideración de los africanos como personas se refería, solo un poquito[169].

Cuando, en abril de 1775, comenzó la Guerra de Independencia Americana, se produjo una curiosa paradoja: casi todos los escoceses emigrados lucharon por los Hannover y por la corona británica, incluidos muchos de los hombres que habían vivido la batalla de Culloden. Quizás les pudo, de nuevo, su apego a las tradiciones, a la monarquía y a que se mantuviera el statu quo de las cosas. No obstante, cuando, en 1776, se firmó la Declaración de Independencia, entre todas las firmas hubo las de veinte escoceses, uno de ellos, John Whitherspoon, que tuvo que ver como los soldados británicos quemaban la preciosa e invaluable biblioteca de la Universidad de Princeton.

Muchos de los emigrados escoceses que habían apoyado a Gran Bretaña contra las colonias, eran ahora personas non gratas en la nueva nación, y tuvieron ahora que mudarse a Canadá o, en algunos casos, volver a una Escocia que ya no se parecía en nada al lugar del que habían huido unas pocas décadas antes[170].

Y, ¿cómo afectó esta guerra a los Señores del Tabaco de Glasgow, que prosperaban al otro lado del océano y que, obviamente, habían apoyado a la corona británica? Lo cierto es que, debido a la interrupción del comercio marítimo oceánico durante los ocho largos años que duró el conflicto, muchos se habían arruinado y los empresarios más grandes, como Cunninghame, habían aprovechado la situación para hacerse, a precio de ganga, con las existencias de las pequeñas y medianas empresas de transporte que agonizaban entre créditos imposibles de pagar. Otros se volcaron, como habían hecho generaciones pasadas de comerciantes, en el Mar del Norte, aunque aquel no era un comercio tan productivo. Cuando, en 1783, la guerra terminó y el comercio se reanudó, Cunninghame le revendió a aquellos mismos empresarios los bienes que les había comprado años antes, solo que, esta vez, por un precio muy superior debido a la demanda. Como el lector puede de nuevo comprobar, la luz divina de la Ilustración y sus valores universales estaban muy lejos de alcanzar a todos.

Llegados a este punto, nos acercamos ya al drama que marcaría el carácter de las Tierras Altas y las Islas, así como de muchas de las zonas rurales de las Tierras Bajas, desde el siglo XVIII hasta la actualidad: las Clearances o desplazamientos forzados de población.

Con la Unión de Naciones, con la Ilustración y con las nuevas teorías económicas capitalistas, como ya hemos comprobado, no solo llegaron bendiciones para Escocia, sino también muchos demonios y, tal vez, el peor de ellos fue la obsesión de los terratenientes y de las nuevas clases pudientes con el concepto de beneficio. La aristocracia escocesa que, hasta el siglo XVIII había vivido en un mundo de clanes donde primaba una visión paternalista y autoritaria de la relación entre el laird y sus inquilinos, tras fundirse en una misma unidad nacional con la inglesa, orientada mucho más hacia la explotación de la tierra, descubrió que no estaba exprimiendo sus posesiones tanto como podía. Disgustados por cómo sus inquilinos gestionaban las tierras que les habían alquilado o cedido, comenzaron a cercar los terrenos a los que no querían que accediesen. Y, mucho peor, comenzaron a subir las rentas y a establecer nuevas normas imposibles de cumplir para aquellas pobres gentes que vivían al día.

La diferencia entre Inglaterra y Escocia, en este aspecto, era que Inglaterra tenía una larga tradición de problemas entre los terratenientes y sus inquilinos y, por tanto, para el siglo XVIII, había desarrollado una legislación para proteger a estos últimos de los abusos. Escocia no tenía nada porque nunca se habían necesitado esas protecciones: el acceso a la tierra era relativamente libre mientras se pagasen las rentas al laird, la propiedad era más comunal que individual y los contratos de arrendamiento se revisaban anualmente.

Ahí, en ese “anualmente” es donde fueron a hacer sangre los terratenientes escoceses de los siglos XVIII y XIX, subiendo las rentas brutalmente de un año para otro, o planteando exigencias inasumibles que, al ser incumplidas, provocaban el desahucio del inquilino y de toda su familia. Estos malos usos afectarían sobre todo al noroeste, al corazón de las Tierras Altas, pero el resto del país no se vería a salvo de estos desahucios que, aunque se produjeron allí de forma más gradual, al final implicaron la expulsión de más cantidad de gente, en parte porque también estaban más pobladas. Los inquilinos expulsados de sus propiedades en las Tierras Bajas hallarían, de una forma u otra, diferentes medios de subsistencia, viviendo como vivían en territorios fértiles y cercanos a pueblos, ciudades y puertos. Sin embargo, los de las Tierras Altas fueron abandonados a su suerte en un entorno hostil, condenados únicamente a dos opciones: aceptar una vida aún más miserable en los diminutos asentamientos pesqueros donde los terratenientes los quisieron recolocar, o marcharse de Escocia para siempre, siguiendo el ya tradicional y triste camino de la emigración.

Una vez eliminados de la tierra lo que la aristocracia consideraba vagos y maleantes que apenas trabajaban unos meses al año, pudieron colocar en ella lo que tanto ansiaban: ganado que les procurase beneficios mucho mayores. Así, decenas de miles de familias tuvieron que abandonar para siempre el lugar donde habían vivido durante generaciones, aprender otros oficios desde cero y vivir una vida de penalidades solo porque a algunos terratenientes les parecía que no ganaban suficiente dinero. Son famosos por su extrema crueldad los casos particulares de la condesa de Sutherland y de su marido lord Stafford que, solamente ellos, desahuciaron a más de diez mil familias en un periodo de quince años, quemando, incluso, sus hogares para expulsar a los inquilinos más tozudos. La Ilustración tampoco les había hecho a ellos mucho más humanos[171].

Afortunadamente, aunque casi demasiado tarde, hubo una reacción en forma de legislación tras los terribles disturbios que se produjeron en Skye en 1883 en las tierras de los MacDonald Braes, en lo que se ha dado en llamar la “batalla de los Braes”. Tras reproducirse revueltas similares en otros lugares del país, finalmente, en 1885, se firmó la Crofters Act, para ofrecer más garantías jurídicas a los inquilinos y a sus herederos, así como, sobre todo, para controlar la subida de las rentas. Esta medida le puso, efectivamente, freno a las Clearances, no produciéndose ya más expulsiones multitudinarias de familias a partir de finales del siglo XIX.

Pero era demasiado tarde. Las Tierras Altas y las Islas habían quedado prácticamente despobladas.

En Escocia, la relación entre la tierra y la gente había cambiado para siempre y las Clearances dejarían unas cicatrices tan imborrables en el paisaje rural escocés que sus ecos y fantasmas llegan incluso hasta hoy. Muchos viajeros actuales contemplan la soledad de las Tierras Altas con estupor, asombrándose aún más cuando descubren que el verde erial que hoy contemplan, fue, un día no tan lejano, un mundo vibrante y lleno de vida. Aunque muchas veces nos referimos a ellas como a uno de los últimos lugares salvajes que quedan en Europa, las Tierras Altas son, en realidad, un enorme lugar abandonado.

Donde hoy solo hay soledad, ganado disperso, ruinas dispersas y una naturaleza espectacular, un día habitó una cultura única en el mundo, cuya muerte marcó la entrada de Escocia en el mundo moderno.

 

Antes de cerrar este capítulo sobre la Ilustración escocesa, merece la pena tratar el caso particular de dos de sus protagonistas más famosos, puesto que sus puntos de vista cambiarían radicalmente la forma en que Escocia sería vista, desde dentro y desde fuera, a partir de las primeras décadas del siglo XIX. Ellos modelaron, en cierta medida, la imagen actual del país. Hablamos del escritor, de fama universal, sir Walter Scott y de Robert Burns, el bardo de Ayrshire, ambos brillantes exponentes de la ilustración.

Walter Scott, nacido en 1771, se consideraba, como tantos otros escoceses de su época, un “británico del norte” y, además, era realista, conservador y muy torie, mientras que Robert Burns, nacido en 1759, vestía ya una ideología con tempranos tintes socialistas y era la voz del pueblo, que pronto acogió su memoria con enorme cariño y casi con devoción. Ambos son las dos caras de la misma moneda que era Escocia a finales del siglo XVIII. Si el primero defendía a la aristocracia y al inglés estándar, el segundo hacía lo propio con el pueblo llano y el scots.

Mientras Burns legó a Escocia poemas como “A red, red rose” o “Tam O’Shanter”, que bailan en la línea entre el costumbrismo y el romanticismo, y al mundo canciones que hoy cantan decenas de millones de personas como “Auld Lang Syne”, Walter Scott dio a luz hitos de la novela histórica moderna como “Ivanhoe” o “Rob Roy” y poemas inmortales como “The Lady of the Lake”. Pero, quizás, lo más relevante de Walter Scott es que redibujó con su pluma el pasado de Escocia, hasta convertirlo en una imagen ideal de lo que él consideraba épico y admirable, como la versión juvenil de una novela demasiado subida de tono: esa es la imagen de Escocia que el mundo del siglo XIX adoraría y que, en gran medida, ha llegado a nuestros días.

El gran deseo de Walter Scott era preservar lo que él creía que era la identidad nacional de Escocia: los clanes ancestrales, los héroes como Rob Roy MacGregor, los episodios épicos teñidos de buenos y malos, la aristocracia y los terratenientes, los paisajes llenos de encanto de los Trossachs y las Tierras Altas, el kilt y el tartán que él mismo volvió a poner de moda… El problema era que esa misma aristocracia a la que él adoraba estaba destruyendo a las Tierras Altas reales, esas de las que cada año salían miles y miles de familias expulsadas de sus hogares y condenadas a patéticas vidas. Walter Scott lo contemplaba con pena, pero lo consideraba un mal necesario para el progreso económico de la nación. Una nación que ya solo incluiría en ella a los highlanders si estos estaban en la portada de una novela de aventuras.

Todo lo escocés se desvirtuaría a partir de entonces, y hasta la historia del tartán quedaría empantanada tras el timo de la publicación del Vestiarium Scoticum en 1842, un libro que, supuestamente, recogía los patrones de tartán de cada uno de los clanes desde tiempo inmemorial, y que resultó ser una gran mentira que ha llegado hasta nuestros días. Lo cierto es que, hasta la batalla de Culloden, cada clan se vestía más o menos con los patrones de tartán que quería y no había una norma fija. Solo los tartanes reales y los militares, los únicos que sobrevivieron a la prohibición, tenían patrones estandarizados. Y, sin embargo, hoy en día no hay visitante que se vaya de Escocia sin la idea fija en la cabeza de que cada clan vestía su propio patrón de tartán desde el albor de los tiempos. ¡Nunca una mentira tuvo las patas tan largas!

A mediados del siglo XIX, cien años después de su prohibición (ya anulada, de hecho), el tartán se puso rabiosamente de moda. Esa fue, en verdad, la única razón de ser de la aparición del Vestiarium Scoticum: vender diseños de tartán a las familias de clase media que prosperaban en las Tierras Bajas y a los turistas victorianos que inundaban los Trossachs y las Tierras Altas, ahora convertidas en un parque temático para la burguesía y en un escenario de excepción para los pintores decimonónicos, que crearían allí obras magníficas.

El culmen del surrealismo llegó en 1822, cuando el rey Jorge IV acudió a visitar Escocia en la que fue la primera estancia real allí en casi doscientos años. Fascinado por la belleza de las Tierras Altas, por la épica para todos los públicos de Walter Scott y por el hallazgo que este había hecho, en una sala oculta del castillo de Edimburgo, de las Joyas de la Corona u Honores de Escocia, el rey británico se rindió al encanto del whisky, los highlanders de pega, el kilt y el tartán. Apenas setenta y cinco años después de Culloden y de las leyes que matarían para siempre el espíritu de las Tierras Altas, un Hannover se paseaba por allí disfrazado de Highlander y entusiasmado por el fantasma de la cultura que sus abuelos habían ayudado a destruir. Más tarde, la reina Victoria sería otra gran enamorada de Escocia y de su cultura tradicional, iniciando junto a su marido, el príncipe Alberto, las tradicionales estancias de la familia real en Balmoral, en el corazón de los Cairngorms.

Para 1832, gracias a los Whigs, una reforma electoral concedió el derecho a voto a más del diez por ciento de la población masculina británica, una decisión en contra de la cual el propio Walter Scott había votado solo unos meses antes.

Sir Walter Scott había reinventado la historia de Escocia para siempre, tanto para los escoceses como para el mundo entero, pero él mismo pertenecía ya a un mundo novelesco de los albores del Nuevo Régimen que, también, empezaba a morir en aras de un movimiento imparable aupado por la revolución industrial y agrícola, la alfabetización y la profunda herida de la injusticia social: el movimiento obrero que, en 1838, solicitaría ya el derecho a voto para todos los hombres mayores de edad, fuera cual fuese su clase social, algo que solo comenzarían a conseguir con las actas de reforma de 1868 y 1884.

En aras de la prosperidad y el progreso, los escoceses parecían haber olvidado quiénes eran y de dónde venían y, por tanto, no parecían tener demasiado claro hacia dónde debían dirigirse. Gobernados desde Londres por políticos que nada sabían sobre Escocia, frecuentemente sufrían las consecuencias de esta ignorancia, algo que había resultado evidente, por ejemplo, en la exasperante lentitud con la que se había intentado frenar legislativamente el drama humano y demográfico de las Clearances.

Escocia, desde la Unión de Naciones con Inglaterra en 1707, cambiaba y evolucionaba a un ritmo que daba vértigo: en menos de cien años, el mundo moderno había fagocitado a una de las culturas más originales de Europa y había puesto a los escoceses en el centro del progreso económico, científico, cultural y social.

Todo ello conduciría a que, a finales del siglo XIX, surgieran las primeras voces realmente críticas con la situación de las instituciones políticas de Escocia, que pronto demandarían que las decisiones que atañesen a los escoceses se tomaran desde Edimburgo y no desde Londres.

Y así, en el albor del siglo XX y de la oscuridad de las guerras mundiales, Escocia comenzó el largo camino que la llevaría a la recuperación de su Parlamento, sus instituciones, su relativa autonomía política, su identidad y, quién sabe si también, algún día, de su total independencia.

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