Breve historia de Escocia

Breve historia de Escocia


CAPITULO 26: EL PROYECTO DARIÉN Y LA UNIÓN CON INGLATERRA

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CAPITULO 26: EL PROYECTO DARIÉN Y LA UNIÓN CON INGLATERRA

 

 

 

 

Antes de sumergirnos en el apasionante y contradictorio universo jacobita, debemos tratar un suceso fundamental que cambiaría la historia de Escocia para siempre: la Unión con Inglaterra. Si en 1603 se habían unido las coronas y un solo rey gobernaba en ambos tronos sobre dos países independientes, en 1707 se produciría la Unión de Naciones: Inglaterra y Escocia se fundirían en un solo estado, con un solo rey y, lo más importante, con un solo Parlamento en Londres.

¿Cómo y por qué se llegó a esta decisión en Escocia, después de siglos y siglos de lucha por permanecer independientes?

La respuesta está en una década de hambrunas y en un desconocida colonia abandonada en Panamá: el Proyecto Darién.

Pero empecemos por el principio.

La década final del siglo XVII fue absolutamente desastrosa para Escocia, y las desgracias económicas y climatológicas que acaecieron marcaron, en gran medida, el destino de la nación. El clima venía empeorando desde hacía más de un siglo, pero la década de 1690 fue la más gélida y húmeda que los escoceses habían tenido que soportar desde tiempos de los pictos[153]. Dado que las Tierras Altas apenas comerciaban con otros lugares por las dificultades que tenían de comunicación, estaban obligadas a autoabastecerse no solo región por región, sino casi aldea por aldea, y no solían guardar muchas reservas de un año para otro sencillamente porque no podían: como dijimos en los primeros capítulos de este libro, las Tierras Altas son un terreno ácido y poco fértil que marcaría las vidas de aquellos que pretendiesen cultivarlo. Su única riqueza exportable era el ganado y, precisamente, en la década de 1690, el comercio con el Mar Báltico y Francia se hundió a causa del proteccionismo comercial de esta última.

A la caída del comercio de ganado, hacia 1691, siguieron varios años de malas cosechas, que fueron denominados, como si de una plaga bíblica se tratara, los Siete Años de Hambruna o Seven Ill Years en el mundo anglosajón. Y, efectivamente, el hambre no se hizo esperar y asoló Escocia como una maldición: decenas de miles de personas, de una población de apenas un millón, murieron de desnutrición durante aquellos años. Como de costumbre, las Tierras Altas, con su disminuido sistema de autoconsumo y su aislamiento geográfico, fueron las que más duramente sufrieron, pero la desgracia afectó a todo el país, que vio como los precios de los productos básicos se disparaban. No era extraño ver a las familias comiendo alimentos en mal estado, ortigas recogidas del campo o, incluso, hierba, en su desesperación por llevarse algo a la boca. Existían ya rudimentarios sistemas de ayuda y sostén para los pobres y para las situaciones de emergencia, pero, rápidamente, se vieron sobrepasados. En algunas regiones de Escocia pereció casi una cuarta parte de la población, y los caminos y carreteras se llenaron de vagabundos que suplicaban refugio y comida[154].

Fue una de las peores tragedias de la historia del país.

De entre sus consecuencias destaca el comienzo de la emigración multitudinaria a Irlanda, particularmente a la zona del Ulster. Solo en aquella década, emigraron allí más de veinte mil escoceses, que irían a sumarse a las decenas de miles que emigraron también a América, Inglaterra y a otros países europeos, y a los casi cien mil que ya habían emigrado, precisamente a Irlanda, décadas atrás. En total, durante la segunda mitad del siglo XVII, Escocia perdió cerca del veinte por ciento de su población entre la emigración y las hambrunas. Un duro golpe demográfico que no le saldría gratis al país.

De entre las soluciones que se idearon para escapar a la catástrofe económica y poblacional, estuvo la fundación, en 1696, del Banco de Escocia de la mano de William Patterson, un referente nacional de la época en el que todo el mundo confiaba. Patterson sostenía que Escocia se estaba viendo gravemente perjudicada por no poder participar en el comercio con las colonias inglesas, del cual estaba excluida, de forma humillante, por las leyes de Inglaterra.

Por este motivo, William Patterson y Andrew Fletcher de Saltoun convencieron a muchísimos escoceses pertenecientes a las clases medias y altas de comprar acciones en su compañía pública, en un modelo que exigía el préstamo de dinero por adelantado para poder ganar más en el futuro. Un modelo extraordinariamente inseguro. La Compañía de Escocia estaba destinada a comerciar con África y la India, lo cual indignó a Inglaterra que, inmediatamente, frustró sus planes prohibiendo a todas aquellas zonas que comerciasen con ellos.

Parece mentira que el mismo rey que se sentaba en el trono de Londres fuera también el rey de todos los escoceses.

Escocia estaba, una vez más, sola en medio de la catástrofe.

Patterson cambió de planes y, de paso, de nombre a la compañía pública, que ahora se llamaría Compañía Darién. Su ambicioso objetivo, ya que no les dejaban comerciar con ningún puerto, sería fundar su propia colonia en una zona que él creía ideal: el golfo de Darién en Panamá. Los escoceses con posibles, inflamados de patriotismo y ambición, se apuntaron a aquel plan como a una tabla de milagrosa salvación y, pronto, la Compañía Darién, que se sostenía en el modelo de inversión extremadamente inseguro que hemos descrito previamente, se hizo con la mitad del capital que había en Escocia.

Es fácil para nosotros ver ahora, con la perspectiva que nos da el paso del tiempo y con los conocimientos que tenemos, cómo aquel era un plan que podía salir mal por muchos motivos. Pero ellos, o bien no midieron correctamente las posibilidades de éxito, o bien subestimaron las de fracaso o, más probablemente, no acertaron a imaginar cómo la caída de aquella Compañía destrozaría Escocia en mil pedazos y la abocaría a la Unión con Inglaterra en contra de la voluntad de la mayoría de sus habitantes.

Entre los años 1698 y 1700, la Compañía intentó establecer en el golfo de Darién, en Panamá, una colonia a la que llamaron Nuevo Edimburgo, pero, aunque lo intentaron hasta en dos ocasiones, todo les salió mal: el lugar era extremadamente insalubre (después de la competitiva carrera colonial, no había quedado vacío por casualidad), los locales no quisieron tener trato con ellos, y los españoles, dueños de los alrededores desde hacía mucho tiempo, pronto les bloquearon comercialmente. Los colonos suplicaron ayuda al rey Guillermo, pero este, mucho más interesado en conservar sus buenas relaciones diplomáticas con España que en contentar a los escoceses, sencillamente les abandonó a su suerte. Muchos de los colonos que fueron hasta allí perecieron de hambre y enfermedades y, cuando el enfrentamiento con los españoles se volvió físico en marzo de 1700, abandonaron el lugar para nunca volver.

Toda aquella inversión, que sumaba casi la mitad del capital del país y el veinte por ciento del dinero escocés circulante, se perdió entre la selva y los pantanos del golfo de Darién: Escocia quedó en la más absoluta bancarrota.

Si los Siete Años de Hambruna devastaron las Tierras Altas, el catastrófico fracaso del Proyecto Darién dejó a las Tierras Bajas y a sus prósperas ciudades en la ruina total. Prácticamente, todas las familias de Escocia se habían visto afectadas por alguna de estas dos desgracias en el curso de unos pocos años y, los que no habían emigrado o perdido su vida o la de sus familiares, ahora estaban en bancarrota.

Mientras tanto, en 1702, el rey Guillermo murió (la reina María II había fallecido algunos años antes) y subió al trono la última reina Estuardo de la historia: Ana, la otra hija protestante de Jacobo II y VII, el rey exiliado. Olvidada ya de sus orígenes, la única ambición de la reina Ana era terminar, de una vez por todas, con el problema que suponía Escocia, particularmente con las molestias que le suponía que los escoceses tuvieran su propio Parlamento y estuvieran constantemente molestando a Londres con sus cuitas. Ana Estuardo quería la Unión de Naciones a toda costa y, tanto las hambrunas como el fracaso del proyecto Darién, le pusieron en bandeja la sumisión de Escocia, que para entonces estaba realmente desesperada por ayuda.

Esa misma desesperación haría que, incluso, se planteara más una incorporación de Escocia a Inglaterra que una Unión en plano de igualdad.

Pero lo que terminó de enfurecer a los escoceses fue el Act of Settlement, en el que la reina Ana ofrecía el trono, a su muerte, a la dinastía Hannover, para evitar que el exiliado y católico rey Jacobo volviera por sus fueros y se instalara en él[155]. El problema fue que ese acta se aprobó sin el consentimiento de Escocia: Inglaterra le había ofrecido los tronos inglés y escocés a una familia extranjera sin pedir siquiera el permiso simbólico del Parlamento escocés que, en realidad, a aquellas alturas de la unión de coronas, ya no pintaba demasiado y había visto como sus poderes le iban siendo arrebatados gradualmente.

La humillación no podía ser mayor y los escoceses se revolvían de rabia y frustración pensando en que, al final, a pesar de todos los siglos de resistencia y de lucha, las circunstancias les habían devuelto a la casilla de salida. Inglaterra lo tenía todo bajo control y Escocia, empobrecida e irrelevante políticamente, solo tenía una opción: agachar la cabeza y firmar la Unión de Naciones, aceptando que su Parlamento desapareciera del todo y que, a partir de entonces, fueran gobernados desde Londres.

En 1707, una comisión conjunta anglo escocesa ya tenía un borrador del Tratado de la Unión, según el cual el Parlamento escocés desaparecería, entrando a cambio algunos escoceses en el Parlamento inglés. Quedarían libres para tener una legislación y una educación independientes. Pero todo, absolutamente todo lo demás, se decidiría desde Londres.

Y, ¿por qué aceptaron las élites escocesas este Tratado?

Básicamente, porque Inglaterra les ofreció entrar en el mercado inglés internacional, donde hasta ese momento les tenían vetados (manteniéndoles así en la miseria comercial y forzándoles, a largo plazo, a la Unión) y, sobre todo, les ofreció una enorme suma de dinero: casi cuatrocientas mil libras esterlinas, el llamado Equivalente.

Nunca sabremos si Escocia habría podido recuperarse sola sin la Unión. Por un lado, la población general jamás llegó a disfrutar del Equivalente, puesto que se lo repartieron entre las élites. Por otro, lo que sí disfrutaron, sobre todo las clases medias, fue el boyante comercio con las colonias inglesas que comenzó a desarrollarse a partir del siglo XVIII: muchas de las grandes fortunas del XIX se labraron gracias a él y, en consecuencia, se pudo invertir en la industrialización del país.

Sin embargo, en 1707, la gente que, obviamente, no puede predecir el futuro, no sabía ni lo uno ni lo otro. Solo sabían que aquel Tratado les estaba siendo impuesto a traición, por la espalda, y con nocturnidad y alevosía y que, en realidad, estaban cayendo, por culpa de la mala cabeza de los inversores escoceses, en una trampa puesta por Londres décadas atrás. La Iglesia Presbiteriana también apoyó la firma del Tratado por miedo al regreso de los Estuardo católicos. Es fácil empatizar con la frustración de la gente de a pie en Escocia en aquella época, que vieron cómo sus élites, para salvarse a sí mismas de la bancarrota, vendían la independencia de su nación por un puñado de libras y por la promesa de futuras riquezas.

El dieciséis de enero de 1707 el Parlamento escocés (el inglés lo había hecho algunos meses antes) votó la Unión con Inglaterra. Prácticamente, la única polémica fue la suscitada por el artículo veintidós, que decretaba la abolición de ese mismo Parlamento que estaba a punto de autodestruirse a sí mismo. También se destruía el inglés para pasar a ser un Parlamento Británico, pero todos sabían que, estando como estaría situado en Westminster, a efectos prácticos solo defendería los intereses de Londres.

Escocia ya no era una nación independiente. Ahora era parte, junto con su antigua enemiga, Inglaterra, de una Unión a la que, a partir de ese momento, todos debían referirse como Gran Bretaña.

El pueblo protestó, pataleó y expresó su rabia a todo lo largo y ancho de Escocia, particularmente en Glasgow, pero fue reprimido sin más discusión. Todo debía sacrificarse en aras un crecimiento económico que más valía que fuera cierto, porque había muchos héroes medievales revolviéndose en sus tumbas.

Muy pronto, alguien pensó que podía aprovechar para su causa aquel terrible descontento popular causado por la Unión: los jacobitas y su nuevo líder, Jacobo Francisco Eduardo Estuardo, el Viejo Pretendiente. Los tres levantamientos jacobitas más famosos de la historia escocesa estaban a punto de comenzar, entre las lágrimas de unos y los vítores de otros por la Unión entre Inglaterra y Escocia.

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