Beth

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CAPÍTULO 5

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CAPÍTULO 5

Ocho años después…

Los años y las estaciones se fueron sucediendo. Durante todo ese tiempo, Beth permaneció en la escuela Graham, sin regresar a Ascot Park y sin tener noticias de su padre. Lo único que sabía es que seguía pagando para que Beth permaneciera en la escuela. Aunque en realidad eso lo hacía su administrador, que era quien se ocupaba de las finanzas.

Anne finalmente cumplió su promesa de ir a visitarla, aunque tardó bastante tiempo. El reencuentro se produjo cuando Beth cumplió los doce años, y ambas se abrazaron y conversaron durante horas.

Por aquella época, su amistad con Melinda ya estaba más que consolidada, y en un momento dado, Beth le confesó lo que sentía por Branwell.               Su amiga, emocionada, decidió hacer todo lo posible para propiciar encuentros entre ellos, siempre instando a Branwell a visitar la escuela cada vez que se veían o se escribían.

Beth conservaba aún el cuaderno y el estuche que él le regaló. Conocía tan bien los rasgos de Branwell, que ya había hecho unos cuantos retratos de él a lo largo de los años, sin necesidad de que él posara para ella. Retratos que conservaba con sumo secretismo en su cajón, fuera del alcance de la señorita Easton y su estricta moral.

Cuando Beth cumplió los dieciséis años se graduó, y consiguió un empleo como ayudante de la señorita Hart en la escuela Graham. Se prepararía a conciencia para convertirse en profesora o institutriz bajo la supervisión de su ejemplo a seguir.

Por el contrario, Melinda y las demás compañeras se preparaban para abandonar la escuela para siempre. 

El final de curso había llegado, y era el último día de escuela antes del comienzo de las vacaciones de verano. Beth ya se había instalado en el área de profesores, y tenía su propio cuarto, junto al de la señorita Hart.

Por la tarde, cuando las clases ya habían terminado, fue a buscar a Melinda. Esta estaba junto a su cama, terminando de preparar su maleta, con la ayuda de Betty, su doncella, que había venido para acompañarla en el viaje de vuelta a casa. Beth se acercó sigilosamente, pero Melinda alzó la vista y sonrió al verla.

—¿Ya tienes todo preparado? —preguntó Beth.

—Casi. Sólo falta terminar de hacer esta maleta. No me había dado cuenta de todo el tiempo que llevo aquí hasta que he empezado a guardar mis cosas. Han sido muchos años.

—Sí, desde luego que sí—respondió, pensativa.

—Beth, he hablado con mi madre por carta, y como durante el verano no tendrás trabajo, me ha dicho que estaría encantada de que pasaras unos días con nosotros en nuestra casa de Brighton. Siempre vamos allí a pasar unos días en verano.

Beth se sintió halagada ante la invitación.

—Oh, Melinda, me encantaría, pero no sé. Son vuestras vacaciones en familia. No quiero molestar.

—¡Tonterías! Además, la idea fue mía. Beth, siempre te quedas aquí sola. Tienes que ver algo de mundo. —Melinda se acercó a Beth, y agarró sus manos entre las suyas—. Escucha, tú ya eres parte de mi familia. Eres como una hermana para mí. Así que, por favor, ven a pasar unos días con nosotros. ¡Me haría mucha ilusión! —aseveró con una mirada de súplica.

Beth suspiró con resignación, y acabó cediendo.

—Está bien. Iré.

Melinda dibujó una enorme sonrisa, y dio un salto de alegría.

—¡Estupendo! Entonces, en cuanto te dejen libre, vienes a Brighton. Nosotros estaremos allí dentro de una semana.

—Hablaré con la señorita Hart, y veré cuando puedo ir.

—De acuerdo. —Melinda se dio la vuelta y cogió su bolso, que estaba encima de la cama. Rebuscó en él y sacó una tarjeta, que le entregó a Beth—. Esta es nuestra dirección en Brighton. Puedes ir cuando quieras. Te estaremos esperando. Y Branwell también—comentó, con una mirada llena de picardía.

En ese instante, Beth sintió calor en sus mejillas. Cada vez que se mencionaba el nombre de Branwell le ocurría lo mismo. Sonrió tímidamente, y dejó que Melinda siguiera haciendo su equipaje.

Al día siguiente, se despidieron en la entrada de la escuela. Se abrazaron y Melinda lloró debido a la emoción.

—No puedo creer que ya me vaya a ir de aquí. Y que, además, esté llorando por ello—comentó Melinda.

—Ya verás como todo irá bien.

—Eso espero, Beth. Y yo espero que algún día puedas salir de aquí. Aunque estoy segura de que eso sucederá muy pronto—aseveró, convencida.

La doncella se acercó a ellas y les indicó que ya era hora de partir. Melinda y Beth volvieron a abrazarse, y se despidieron, prometiendo verse de nuevo en Brighton. El carruaje se alejó de la escuela, y Beth permaneció allí un buen rato. Ya estaba casi anocheciendo, y decidió pasear por los alrededores.

Sin darse cuenta, llegó hasta el viejo almendro de la escuela, el lugar donde se había encontrado por primera vez con Branwell.

De repente, recordó aquellos primeros días en los que todo era nuevo para ella. La escuela se había convertido en un atípico hogar donde se sentía segura.

Al pensar en el viaje a Brighton, sintió un poco de miedo. Hacía años que no salía al mundo exterior, y no sabía lo que se encontraría. Aunque en el fondo, deseaba ver lo que había fuera de los muros de la escuela.

Y, sobre todo, la idea de volver a ver a Branwell le alegraba el corazón. Ese corazón que latía desbocado con solo escuchar su nombre. No le importaba que él no la quisiera, estaba segura de que siendo él un hombre apuesto, habría encontrado ya a su futura esposa. Se conformaba con conversar con él y disfrutar de su compañía. Eso era mejor que nada.

Una suave brisa con olor floral la alejó de sus cavilaciones, y se dio cuenta de que apenas había luz. Era hora de regresar a la escuela.

◆◆◆

Brighton, dos semanas después…

El carruaje se adentró en las calles de la ciudad costera, y enseguida una suave brisa marina entró por las ventanillas. El viaje había transcurrido sin problemas, y por fin había llegado a su destino. Era un precioso día soleado, y las calles estaban llenas de gente. Beth sonreía ante tan hermosa visión.

Nunca había tenido la oportunidad de ver el mar, ni de sentir el aire marino. Cerró los ojos, respiró hondo y sonrió. Aquello prometía ser una verdadera aventura, algo emocionante. Además, tenía ganas de ver a Melinda. En esas dos semanas, había notado la ausencia de su amiga, que era quien ponía luz a sus días más sombríos.

Por fin llegó a la puerta de la casa de los Dickinson. Se trataba de una casa de verano de tres plantas, con la fachada de color blanco, y enormes ventanas. Estaba situada entre casas señoriales, con vistas al mar.

No hizo falta llamar, porque Melinda abrió la puerta en cuanto vio llegar el carruaje. Se abalanzó sin previo aviso sobre su amiga al grito de << ¡Beth!>>, y la abrazó con tanta fuerza, que casi pierden el equilibrio y acaban cayendo al suelo. Beth consiguió mantener la compostura, y sonrió ante la efusividad de su amiga.

—¡Me alegra tanto que hayas venido! —exclamó Melinda separándose de ella, sonriente y entusiasmada.

Entonces, apareció Branwell, y el color rojo se adueñó de las mejillas de Beth. Iba con su pelo rubio algo despeinado por la brisa, su mirada azul resplandecía, y vestía una camisa blanca de lino y unos pantalones azules claros. Se acercó a Beth, agarró una de sus manos, y besó el dorso.

—Bienvenida a Brighton. Ha pasado mucho tiempo—dijo Branwell, mirándola a los ojos y dedicándole una sonrisa.

Beth se puso nerviosa, aunque pudo responder sin que se le notara.

—Gracias. Sí, ha pasado mucho tiempo.

Branwell soltó su mano, pero no se alejó de ella.  Se sentía cómodo y alegre siempre que Beth estaba cerca de él.  La joven le agradaba mucho, y a lo largo de aquellos años, había notado que se había convertido en una muchacha madura y serena. No era particularmente hermosa, no era una belleza, aunque tenía algo especial. Algo que hacía que los demás se sintieran bien en su compañía. De repente, Melinda agarró a Beth del brazo.

—Bueno, vamos adentro, estarás cansada después del viaje. No te preocupes, Smith se ocupará del equipaje—dijo Melinda, conduciéndola al interior de la casa.

Entraron en el salón, donde estaban lord Dickinson y lady Dickinson. Después de los pertinentes saludos, Melinda la acompañó al cuarto de invitados, y le informó que esa misma tarde darían un paseo al atardecer por la playa, para que viera las hermosas puestas de sol.

Beth tuvo ocasión de cambiarse y descansar un rato, a pesar de que Melinda la instaba a estar con ella y recuperar el tiempo perdido.

Por la tarde, Branwell, Melinda y ella se fueron a la playa a dar el esperado paseo. Para Beth, aquella fue una experiencia muy especial. Le encantaba sentir la fina arena bajo sus pies, y poder escuchar el sonido de las olas. Observaba a las gaviotas volando en el horizonte, y los colores que mostraba el cielo al atardecer. Era una visión preciosa, digna de ser plasmada en un cuadro.

—Dentro de dos meses, haré mi presentación en sociedad, en la temporada—comentó Melinda, entusiasmada.

—¿Y estás nerviosa? —preguntó Beth.

—Un poco. Pero no estaré sola. Branwell será mi guardián—contestó mirando a su primo, que caminaba a su lado.

—Lo dices como si fuera necesario que te vigilara. ¿Debería preocuparme? —inquirió en tono burlón.

—No, por ahora—advirtió Melinda, riéndose.

—Estoy segura de que todo irá bien—dijo Beth, convencida.

—Ojalá, es lo que más deseo. Conocer a un apuesto pretendiente—comentó Melinda, soñadora.

—¿Y tú, Beth? ¿No piensas en el matrimonio? —inquirió Branwell con interés.

Melinda frunció el ceño.

—¡Branwell! Esas cosas no se preguntan, y menos a una señorita. Es cosa suya. ¿Verdad, Beth?

—No te preocupes, Melinda, no me molesta. —Entonces miró a Branwell—. No es que no haya pensado en el matrimonio, es que nadie me ha hecho una proposición.

Branwell asintió, pensativo. No le extrañaba la respuesta. Teniendo en cuenta que no había salido nunca de la escuela, era lógico que no tuviera pretendientes.

—Entiendo. —Se limitó a responder.

—A eso hay que ponerle remedio. Estoy segura de que Branwell puede presentarte a algún amigo suyo. ¿Verdad, primo? —inquirió Melinda.

—Melinda, por favor, eso no es necesario. —Se apresuró a decir Beth.

—Aunque ahora que lo pienso. Eres hija de un barón. Se supone que deberías presentarte en sociedad para así poder pescar un buen partido.

Branwell se rio.

—Melinda, hablas como la tía con eso de pescar un buen partido.

Melinda frunció el ceño.

—Bueno, ¿y cómo quieres que lo diga? Es la mejor forma de expresarlo. Quiero que Beth, que es como mi hermana, encuentre a un buen hombre que la trate como a una reina.

Beth se enterneció ante el comentario de su amiga.

—A mi padre no le importa con quién me case. Así que no hace falta que me presente en sociedad.

—Sí, pero estoy segura de que tu hermana habrá tenido su propio baile de presentación—dijo Melinda, indignada.

Branwell frunció el ceño.

—¿Tienes una hermana?

A Beth no le gustaba hablar de Rose, pero aun así respondió:

—Sí, bueno, en realidad es mi hermanastra. Es hija de la esposa de mi padre, aunque él la adoptó, y eso nos convierte en hermanas. Se llama Rose. Pero no tenemos relación; hace años que no la veo.

Branwell se sintió un poco molesto ante la actitud de lord Arundel con su hija.

—No entiendo cómo puede tratarse a un hijo de forma diferente. Me parece que eso no dice nada bueno de él como ser humano. Por favor, Beth, no te ofendas. Pero si yo tuviera dos hijas, las querría por igual, dándoles las mismas oportunidades.

Beth se sintió feliz ante la afirmación de Branwell. Ahora lo quería más todavía.

—No te preocupes, no me ofende. Al contrario, agradezco el comentario—respondió, casi temblando de la emoción.

Branwell la miró, y le encantó ver su rostro ruborizado. De repente, sintió enormes deseos de abrazarla, pero se contuvo, debido a la presencia de su prima.

Llegaron a una pequeña cala, y se sentaron sobre unas rocas. Desde allí, las vistas eran maravillosas. El sol empezaba a ocultarse en el horizonte, provocando una mezcla intensa de colores en el cielo, que pronto se llenaría de estrellas.

—¿Te gusta, Beth? —preguntó Melinda.

—Sí, es precioso—contestó Beth, maravillada ante las hermosas vistas.

Branwell no dejaba de observarla. Le parecía más interesante ver el rostro de Beth, que, con aquella luz dorada, resplandecía de una manera especial. Sus cabellos se deslizaban hacia atrás con la brisa marina, y se fijó en que sus labios eran carnosos y muy deseables. No entendía lo que le estaba pasando. De hecho, ahora lamentaba la presencia de Melinda más que nunca. Quería disfrutar de la compañía de Beth a solas.

En ese instante, sus miradas se encontraron. Ella apartó la mirada rápidamente, nerviosa, y Branwell actuó del mismo modo, sintiéndose un poco confuso. No sabía qué hacer con aquellos sentimientos que estaban empezando a despertarse en su interior.

Seguramente, ella no estaba interesada en él. No era esa clase de mujer apasionada que a él le gustaba. Ella era la rectitud y la sensatez personificadas. Y a pesar de todo, había algo en ella que lo atraía irremediablemente, y que le hacía desear estar a su lado.  

Durante los días siguientes, los paseos y las reuniones sociales se sucedieron. Beth se dio cuenta de que Branwell solía estar siempre rodeado de bellas mujeres, que caían rendidas a sus pies, aunque él mantenía las distancias. Al fin y al cabo, era el heredero del duque de Lewes, y era natural que captara la atención de las jóvenes casaderas. Esto igualmente era una tortura para su enamorado corazón, que anhelaba sus atenciones.

Él, mientras, la observaba sin que ella se diera cuenta.  Estudiaba sus gestos y se deleitaba escuchando su voz, fascinado por su elocuencia y sabiduría. Era una mujer realmente interesante y encantadora. Un ser maravilloso, casi celestial. Cuando no estaba al alcance de su vista, sentía el enorme deseo de verla, de estar con ella. Y cuando le sonreía, su corazón daba saltos de alegría.

Un buen día, Beth tuvo la oportunidad de tener un momento de soledad. Se dirigió a la playa para poder dibujar. Se llevó su cuaderno y sus lápices, y se sentó en la arena, sobre una manta. Eran las tres de la tarde, y no había apenas gente a su alrededor.

Estaba tan concentrada, que no se dio cuenta de que Branwell la observaba a su espalda. Estuvo un buen rato ahí, mirándola, embelesado.

Después de unos minutos, decidió acercarse a ella, algo que sobresaltó a Beth, que no se lo esperaba.

—¿Puedo sentarme? —preguntó Branwell.

Beth asintió.

—Por supuesto—respondió, dedicándole una tímida sonrisa.

A pesar de que estaba acostumbrada a su presencia, se puso un poco nerviosa. Branwell se mantuvo en silencio mientras ella seguía dibujando. Observó el dibujo. Era la playa que tenía delante de sus ojos. Branwell llegó a la conclusión de que Beth no había perdido un ápice de su talento. Al contrario, había mejorado su técnica con los años.

—¿Sabes? Aún conservo aquel dibujo que me hiciste—comentó Branwell.

Beth lo miró, asombrada.

—¿De verdad?

—Sí. Ahora lo tengo en mi habitación en Londres. Espero que pronto otro le haga compañía—respondió, mirándola.

Beth sonrió.

—Desde luego que sí. De hecho, por aquí tengo alguno.

Beth miró en su cuaderno, buscando algún dibujo que pudiera gustarle a Branwell. De repente, un suave golpe de viento provocó que se desprendieran varias hojas, que acabaron cayendo sobre la arena. Entre ellas había varios retratos de Branwell.

Este los cogió, a pesar de que Beth no quería que los viera, ya que eran la muestra del amor que sentía por él. Para mayor angustia de ella, él se puso a examinarlos. Estaba sorprendido, pero a la vez, feliz. Esto demostraba que ella pensaba en él. La miró, y vio que estaba totalmente avergonzada.

—Son retratos que hago. Si quieres, puedes quedártelos—comentó, apurada.

Branwell los dejó sobre la manta, y se acercó más a Beth, que lo miró, desconcertada. Él, sin dejar de observarla, se quedó a unos centímetros de su rostro. Ella permaneció inmóvil y tragó saliva. Entonces, él la besó dulcemente en los labios. A continuación, agarró su rostro entre sus manos, y profundizó el beso aún más. Beth sintió mariposas revoloteando en su estómago. Saboreó los labios de Branwell, y casi lloró de la emoción. Si era un sueño, no quería despertarse. Unos instantes después, él se separó de ella, y Beth se recompuso como pudo.

—Branwell, ¿qué significa esto? —preguntó ella, con emoción en la voz.

—Significa que te quiero—contestó él con la respiración entrecortada—. Beth, no sé cómo ni cuándo ha sucedido. Solo sé que te quiero, y que deseo estar contigo. Ahora que he visto estos retratos, mis dudas han desaparecido. Sé que tú también sientes lo mismo.

Beth cerró los ojos.

—Dime que esto no es un sueño. Que, si abro los ojos, tú seguirás estando aquí.

Él sonrió, y volvió a besarla tiernamente. Beth abrió los ojos cuando él dejó de besarla. No era un sueño. Branwell la sonreía. A ella. Solo a ella. Ahora convencida, y libre de miedo y dudas, le rodeó la nuca con sus brazos.

—Yo también te quiero, Branwell. Desde hace mucho tiempo—confesó, entusiasmada.

—¿De verdad? —preguntó él, acariciándole el cabello.

Beth asintió. A continuación, se fundieron en un abrazo, y después vinieron más besos. Los dos se mostraban sonrientes, locos de amor, felices. Poco o nada les importaba el mundo en ese momento.

—Entonces, ¿por qué esperar? Beth Arundel, ¿me harás el honor de ser mi esposa? —inquirió, mirándola con ternura.

Beth sonrió, emocionada.

—Sí, Branwell Dickinson, seré tu esposa.

Ese mismo día, durante la cena, anunciaron a los duques de Lewes su compromiso. Melinda dio saltos de alegría, y abrazó a los futuros novios con efusividad. Los duques se alegraron, pero hicieron hincapié en el asunto de la formalidad y la etiqueta. Antes de casarse, debían comunicar la noticia al barón de Ascot, padre de la novia, que debía dar su consentimiento. Beth sabía que ese día llegaría, puesto que era lo que se debía hacer, aunque a su padre le importara poco o nada su existencia.

Durante los días que le quedaban de estancia en Brighton, Branwell y ella apenas se separaron. Aprovechaban su tiempo juntos dando largos paseos por la playa, conversando hasta altas horas de la noche, e intercambiando caricias y besos cuando nadie los veía. Ambos se mostraban pletóricos y enamorados, disfrutando de su mutua compañía antes de la despedida

Beth no cabía en sí de gozo, se sentía dichosa. Su cara sonriente y su mirada risueña eran el reflejo de su ánimo.

Branwell estaba contento y gratamente sorprendido. Su prometida era una mujer apasionada, que le demostraba siempre lo mucho que le quería con ardientes besos y tiernas caricias. Se sentía el hombre más afortunado del mundo.

Finalmente, llegó el momento de regresar a la escuela Graham. Branwell le hizo la solemne promesa de ir a buscarla dentro de un año, el tiempo suficiente para arreglar sus asuntos económicos, ya que, como futuro heredero del duque de Lewes, debía prepararse para comenzar a administrar los negocios y las propiedades familiares. Después irían a visitar a su padre a Ascot Park para pedirle su consentimiento. Beth estaba preocupada ante el hecho de visitar su antiguo hogar en un futuro próximo.

—Beth, no te preocupes. Todo saldrá bien—aseveró Branwell, acariciando su rostro y dándole un beso en la frente.

—Deseo que el tiempo pase muy deprisa—dijo Beth, abrazándole.

—Yo también, mi vida—respondió Branwell, estrechándola entre sus brazos—. En un año iré a buscarte, y entonces nos casaremos. ¿De acuerdo?

Beth asintió, y finalmente se apartó de él para subir al carruaje que la llevaría de vuelta a la escuela. Odiaba tener que separarse de él, pero era importante no precipitarse. Lo bueno se hacía esperar.

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